Voltairine de Cleyre (Lesley, Michigan; 1866 – Chicago, Illinois; 1912)
Las tradiciones americanas, engendradas por rebeliones religiosas, comunidades auto-sostenibles, condiciones inhóspitas, y la ardua vida pionera, crecieron durante el periodo colonial de ciento setenta años desde el asentamiento del Fuerte Jamestown hasta el estallido de la Revolución. Esta fue, de hecho, la época en que se tomaron las mayores decisiones, el periodo de privilegios que garantizaban una mayor o menor libertad, la tendencia general, que fue bien descrita por William Penn en su discurso sobre los privilegios de Pensilvania: «deseo poner fuera de mi alcance, o el de mis sucesores, el poder de hacer daño a los demás».
La Revolución es la súbita y unificada concientización de estas tradiciones, su fuerte afirmación, el golpe asestado por su voluntad indomable contra la fuerza de la tiranía, la cual nunca se ha recuperado completamente de dicho golpe, pero que desde entonces ha ido remodelando y restituyendo los instrumentos del poder gubernamental, que la Revolución buscó formar y sostener como defensa de la libertad.
Para el americano de hoy día, la Revolución significa una serie de batallas luchadas por el ejército patriota y las tropas de Inglaterra. Los millones de niños que asisten a nuestras escuelas públicas aprenden a dibujar mapas de los asedios de Boston y Yorktown, a conocer el plan general de varias campañas; se les exige a memorizar el número de prisioneros de guerra que se rindieron junto a Burgoyne; se les inculca que recuerden la fecha en que Washington cruzó el Delaware; se les enseña que digan «recordad a Paoli», que repitan «Molly Stark es una viuda», a llamar al General Wayne «El loco Anthony Wayne» y a aborrecer la figura de Benedict Arnold. Saben que la Declaración de Independencia fue firmada el 4 de Julio de 1776, y que el Tratado de París en 1783; entonces ellos piensan que han aprendido todo sobre la Revolución y que ¡bendito sea George Washington! Pero no tienen idea del porqué debió ser llamada una «revolución» en lugar de la «Guerra Inglesa», o cualquier otro título similar: así se llama, eso es todo. Y la veneración del nombre, en ambos, niño y hombre, ha adquirido tal maestría que el nombre «Revolución Americana» se considera sagrado, aunque para ellos no significa más que una fuerza exitosa, mientras que la palabra «revolución» aplica a posibilidades mayores, es un espectro detestado y aborrecido. En ninguno de los casos se tiene idea del contenido de esta palabra, salvo ese de fuerza armada. Y ya ha sucedido lo que Jefferson predijo cuando escribió:
«El espíritu de los tiempos puede cambiar, y cambiará. Nuestros gobernantes se harán corruptos, nuestro pueblo indiferente. Un simple fanático podrá volverse verdugo, y mejores hombres ser sus víctimas. Nunca será repetido lo suficiente que el tiempo para fijar en una base legal todo derecho esencial, es cuando nuestros gobernantes son honestos y nosotros mismos nos hallamos unidos. Desde la conclusión de esta guerra nos dirigiremos cuesta abajo. No será entonces necesario recurrir cada momento al apoyo del pueblo. Será olvidado, y por lo tanto, sus derechos serán ignorados. Los individuos se olvidarán de sí mismos, con la sola preocupación del dinero, y nunca pensarán en unirse para lograr el debido respeto hacia sus derechos. Las cadenas, entonces, no serán destruidas cuando concluya esta guerra, sino que se harán cada vez más pesadas, hasta que nuestros derechos revivan o expiren en una convulsión.»
Para los hombres de ese tiempo,
quienes expresaban el espíritu de esa época, las batallas fueron lo menos
importante de la Revolución; estas fueron los incidentes del momento, las cosas
que ellos encararon y enfrentaron como parte del juego que estaban jugando;
pero lo que ellos tenían en mente, antes, durante y después de la guerra, la
verdadera revolución, fue un cambio en las instituciones políticas que deberían
hacer del gobierno no algo aparte, un poder superior que doblegara al pueblo
con un látigo, sino un agente servicial, responsable y digno de confianza (pero
nunca lo suficiente como para no ser vigilado), para el encargo de tales
asuntos como el establecer los límites de la preocupación común en la línea en
la que la libertad de un hombre podría invadir la de otro.
Así, ellos tomaron como punto de partida la derivación de un mínimo de gobierno sobre el terreno sociológico, mientras que el anarquista moderno se deriva de la teoría del no gobierno; es decir, la libertad equitativa es el ideal político. La diferencia yace en la creencia: en la primera, se afirma que la más cercana aproximación a la libertad y la igualdad será mejor asegurada por el mandato de la mayoría en los asuntos que implican cualquier tipo de acción conjunta (donde se piensa que el mandato de la mayoría podrá ser garantizada por unos simples sufragios); y, en la otra, se piensa que el mandato de la mayoría es tanto imposible como indeseable; ya que cualquier gobierno, no importa cómo se plantee, siempre será manipulado por una pequeña minoría, como el desarrollo de todos los gobiernos estatales y nacionales nos lo han demostrado tan notablemente; los candidatos profesan su lealtad a las plataformas legales antes de las elecciones, pero cuando están al poder las ignoran abiertamente para hacer lo que les plazca; e incluso si la mayoría pudiera ser impuesta sobre las minorías, esto también sería subversivo para la libertad de los individuos, la cual sólo puede ser garantizada por la asociación voluntaria de aquellos interesados en asuntos del bien comunitario, sin la represión de aquellos que se muestran desinteresados.
En el parecido fundamental entre
los Republicanos Revolucionarios y los Anarquistas está el reconocimiento de
que lo pequeño debe preceder a lo grande; que lo local debe ser la base de lo
general; que sólo puede haber una federación libre cuando hay comunidades libres
para federar; que el espíritu de los últimos es realizado dentro de las
asambleas de los primeros, y que una tiranía local, por tanto, puede
convertirse en una forma de esclavitud general. Convencidos en la suprema
importancia de liberar a los municipios de las instituciones tiránicas, los más
recios partidarios de la independencia, en lugar de dirigir sus esfuerzos al
Congreso general, se enfocaron en sus localidades, luchando por cortar de las
mentes de sus vecinos y de sus compañeros colonos las instituciones que
implicaban la propiedad, el estado eclesiástico, la división de clases, e
incluso la esclavitud africana. Aun siendo un intento frustrado, es para la
medida del éxito logrado el que estemos en deuda por tales libertades como las
que poseemos, y no para el gobierno general. Intentaron inculcar la iniciativa
local y la acción independiente. El autor de la Declaración de Independencia,
quien en el otoño del 76 declinó su reelección al Congreso para retornar a
Virginia y trabajar en su asamblea local con visión en la escuela pública, la
cual consideraba como un asunto de «preocupación común», dijo que su alegato
por las escuelas públicas no estaba de ningún modo «en miras de arrebatar las
ramificaciones originales de las manos de la empresa privada, la cual maneja
mucho mejor las preocupaciones a lo que es igual»; y con intenciones de dejar
en claro las restricciones de la Constitución sobre las funciones del gobierno
general, dijo del mismo modo:
«Dejen que el gobierno sea
reducido a las relaciones con el extranjero solamente, y dejen que nuestros
asuntos sean separados de todas las demás naciones, excepto el comercio, el
cual los comerciantes manejarán por su cuenta, y el gobierno podrá ser reducido
a una pequeña organización, una muy simple; unos pocos deberes realizados por
unos pocos servidores.»
Esta, entonces, era la tradición
americana, que la empresa privada maneja mejor todo aquello a lo que ES igual.
El anarquismo declara que la empresa privada, sea individual o cooperativa, es
igual a todas las empresas de la sociedad. Y esto se expresa en dos casos
particulares, la educación y el comercio, los cuales han sido emprendidos por
los gobiernos estatales y nacionales para ser manejados y regulados, como en su
misma operación han hecho más por destruir la libertad y la igualdad americana,
por deformar y distorsionar la tradición americana, por hacer del gobierno una
poderosa máquina de tiranía, que cualquier otra cosa, salvo la evolución
imprevista de la manufactura.
Esa fue la intención de los
revolucionarios de establecer un sistema de educación común, que debería hacer
de la enseñanza histórica una de sus ramas principales; no con la intención de
perjudicar las memorias de nuestra juventud con fechas de batallas o discursos
de los generales, ni hacer del Motín del Té la sacrosanta turba de toda la
historia, para ser reverenciada pero nunca, bajo ninguna circunstancia,
imitada, sino con la intención de que todo americano debiera conocer las
condiciones a la que las masas de personas habían sido llevadas por la
operación de ciertas instituciones, por lo que significó el que fueran
arrebatadas sus libertades, y como esas libertades eran hurtadas una y otra vez
por el uso de fuerzas gubernamentales, fraudes y privilegios. No para producir
sumisión, pleitesía, indolencia complaciente, consentimiento pasivo en los
actos del gobierno protegido por la consigna de «hecho en casa,» sino para
crear un despierto recelo, una interminable cautela y vigilancia sobre los
actos del gobierno, una determinación a erradicar cualquier intento de aquellos
con poder para imponerse sobre la acción de los individuos – este fue el motivo
primordial de los intentos de los revolucionarios por proveer una educación
común.
«La confianza,» dijeron los
revolucionarios que adoptaron las Resoluciones de Kentucky, «es en todas partes
la madre del despotismo; el libre gobierno está erigido en el recelo, no en la
confianza, el cual prescribe constituciones limitadas para obligar a bajar a
aquellos con poder en los que estamos obligados a confiar; nuestra
Constitución, por consiguiente, ha fijado los limites a los cuales, y nunca más
allá, nuestra confianza debe atenerse… En cuestiones de poder, no dejen que la
confianza en un hombre se convierta en nuestra guía, sino que aten la malicia
que ésta genera con las cadenas de la Constitución.»
Estas resoluciones fueron
aplicadas especialmente con el paso de las leyes extranjeras por el partido
monárquico durante la administración de John Adams, y fueron una llamada
indignante desde el Estado de Kentucky para repudiar los derechos del gobierno
general para asumir poderes sin haber sido delegados; como dijeron ellos:
aceptar estas leyes sería «ser encadenados por leyes hechas, no con nuestro
consentimiento, sino por otros en contra de nuestra voluntad – esto es,
entregar la forma de gobierno que hemos elegido, y vivir bajo uno que deriva
sus poderes de sí mismo, y no desde nuestra autoridad.» Resoluciones de
idéntico espíritu fueron aprobadas en Virginia, al mes siguiente; en aquellos
días los estados aún se consideraban supremos, y el gobierno general, un
subordinado.
¡Inculcar este espíritu
orgulloso, de la supremacía de la gente sobre sus gobernantes, iba a ser el
propósito de la educación pública! Escoge cualquier escuela común de hoy en
día, y ve cuanto de este espíritu encontrarás en ella. ¡Todo lo contrario!, no
encontrarás sino el patriotismo más burdo, la inculcación del consentimiento
más incuestionable en los actos del gobierno, una nana de descanso, seguridad,
confianza – la doctrina de que las Leyes no se pueden equivocar; un Te Deum que premia a las continuas
usurpaciones de los poderes del gobierno general sobre los derechos reservados
de los Estados; la descarada falsificación de todos los actos de rebelión, para
colocar al gobierno como lo correcto y a los rebeldes como lo incorrecto; la
glorificación pirotécnica de la unión y la fuerza; y una completa ignorancia de
las libertades esenciales para mantener lo que fue el propósito de los
revolucionarios. La ley anti-anarquista después de McKinley, una ley mucho peor
que los actos de alienación y sedición que despertaron la ira de Kentucky y
Virginia, al punto de que la rebelión amenazada, es algo que se exalta como una
provisión sabia de nuestro Padre que todo lo ve, en Washington.
Tal es el espíritu de las
escuelas proporcionadas por el gobierno. Pregúntale a cualquier niño qué sabe
sobre la rebelión de Shay, y te contestará, «Oh, algunos granjeros no podían
pagar sus impuestos, y Shay lideró una rebelión en contra del tribunal de
Worcester, y así poder destruir las obras; pero cuando Washington escuchó sobre
eso, envió rápidamente un ejército y les enseñó una buena lección.» – «¿Y cuál
fue el resultado?» «¿El resultado? Por, por… el resultado fue… ah sí, ya
recuerdo. El resultado fue que vieron la necesidad de un gobierno federal
fuerte para colectar los impuestos y pagar las deudas.» Pregúntale si sabe que
se dijo en la otra cara de la moneda, pregúntale si sabe que los hombres que lo
habían dado todo por la libertad del país ahora se encontraban atrapados en
prisión por deuda, enfermedad, discapacidad y pobreza, enfrentándose a una
nueva tiranía que suplantaba a la vieja; que sus demandas eran que la tierra
debía convertirse en una posesión libre y comunal para aquellos que desearan
trabajarla, no algo que se tributara, y el niño responderá «no.» Pregúntale si
alguna vez ha leído la carta que Jefferson escribió a Madison sobre eso,
aquella en que dice:
«Las sociedades existen bajo tres
formas, suficientemente distinguibles. 1. Sin gobierno, como sucede con
nuestros indígenas. 2. Bajo un gobierno donde la voluntad de todos tiene una
leve influencia, como es el caso de Inglaterra en una pequeña medida, y el de
nuestros Estados en una grande. 3. Bajo el gobierno de la fuerza, como es el
caso de todas las demás monarquías, y en casi todas las demás repúblicas. Para
tener una idea del curso de la existencia en estas últimas, estas deben ser
observadas. Es un gobierno de lobos sobre ovejas. No es una cosa clara para mí
que la primera condición no es la mejor, pero creo que es incompatible con
cualquier grado de población. En el segundo caso hay mucho de bueno… pero
también tiene sus cosas malas, la principal de las cuales es la turbulencia a
la que está sujeta… pero incluso este mal es producto del bien. Este previene
la degeneración del gobierno, y nutre una atención general a los asuntos
públicos. Sostengo que una rebelión de vez en cuando es algo provechoso.»
O a otro correspondiente:
«¡Dios no permita nunca que
estemos más de veinte años sin tal cosa como una rebelión! … ¿Qué país puede
preservar su libertad si los mandatarios no son prevenidos de vez en cuando de
que las personas conservan el espíritu de resistencia? Dejad que tomen armas…
el árbol de la libertad debe ser refrescado algunas veces con la sangre de
patriotas y tiranos. Este es su alimento natural.»
Pregúntale a cualquier niño si
alguna vez le han enseñado que el autor de la Declaración de Independencia, uno
de los más brillantes fundadores de la escuela común, dijo estas cosas, y te
verá con la boca abierta y ojos incrédulos. Pregúntale si alguna vez ha
escuchado que el hombre —Thomas Paine— que tocó la corneta en el momento más
oscuro de la crisis, que despertó el coraje de los soldados cuando Washington
sólo vio el motín y la desesperación; pregúntale si sabe que este hombre
también escribió, «el gobierno, en el mejor de los casos es una mal necesario,
en el peor es algo intolerable,» y si está un poco mejor informado que los
demás te responderá, «ah bueno, ¡él fue un desleal!» Catequízalo sobre los méritos de la Constitución, los cuales él
ha aprendido a repetir como un loro, y encontrarás que su concepción no es sobre
los poderes retenidos por el Congreso, sino sobre los poderes otorgados.
Tales son los frutos de las
escuelas del gobierno. Nosotros, los anarquistas, les apuntamos y decimos: si
los creyentes de la libertad desean que los principios de libertad sean
enseñados, no permitan nunca que sean confiados a la instrucción de cualquier
gobierno; porque la naturaleza del gobierno es convertirse en una cosa aparte,
una institución que existe por su propio bienestar, aprovechándose de las
personas, y enseñando cualquier cosa que lo asegure en su sitio. Así como los
padres de la patria dijeron de los gobiernos de Europa, así decimos también de
este gobierno después de un siglo de la independencia: «la sangre de las
personas se ha convertido en su legado, y aquellos que engordan con ella no
renunciarán fácilmente.»
La educación pública, teniendo
que trabajar con el intelecto y el espíritu de las personas, es probablemente
la más sofisticada y refinada máquina para moldear el curso de una nación; pero
el comercio, tratando, como lo hace, con cosas materiales y produciendo efectos
inmediatos, fue la fuerza que venció prontamente el papel de las restricciones
constitucionales, y formó al gobierno para sus requerimientos. Aquí, de hecho,
llegamos al punto en el que, observando más de ciento veinticinco años de independencia,
podemos decir que el gobierno sencillo, concebido por los republicanos
revolucionarios, fue un predestinado fracaso. Esto fue así por: 1) la esencia
del gobierno en sí; 2) la esencia de la naturaleza humana; 3) la esencia del
comercio y la manufactura.
De la esencia del gobierno, ya he
hablado antes: es una cosa aparte, que desarrolla sus propios intereses a
expensas de lo que se le opone; cualquier intento de hacerlo actuar de manera
diferente fracasará. En esto, los anarquistas estamos de acuerdo con los
enemigos tradicionales de la Revolución, los monarquistas, federalistas,
creyentes del gobierno fortalecido, los Roosevelts de hoy, los Jays, Marshalls,
y Hamiltons de ese entonces – ese Hamilton, quien, como secretario del tesoro,
ideó un sistema financiero del cual somos sus desafortunados herederos, y cuyos
objetivos eran ambiguos: desconcertar a las personas y crear una oscura
financia pública para aquellos que pagaran por ella; «por el que reconoció la
opinión de que el hombre sólo puede ser gobernado por dos motivos, fuerza e
interés»; la fuerza estaba entonces fuera de la cuestión, se echó mano del
interés, la avaricia de los legisladores, para poner en marcha un asociación de
personas teniendo un bienestar completamente separado del bienestar de sus
electores, ligados por la mutua
corrupción y el mutuo deseo del saqueo. Los anarquistas estamos de acuerdo en
que Hamilton fue lógico y comprendió el núcleo del gobierno; la diferencia es,
que mientras los creyentes del gobierno fortalecido creen que es necesario y
deseable, nosotros elegimos lo opuesto, Ningún
gobierno en absoluto.
Con respecto a la esencia de la
naturaleza humana, lo que nuestra experiencia nacional ha hecho claro es esto,
que permanecer en una continua moral exaltada no es la naturaleza humana. Ha
sucedido lo que fue profetizado: hemos ido cuesta abajo desde la Revolución
hasta nuestros días; hemos sido absorbidos por el «sólo producir dinero.» el
deseo por la comodidad material hace mucho tiempo que ha vencido el espíritu
del 76. ¿Qué fue de ese espíritu? El espíritu que animó a la gente de Virginia,
de las Carolinas, de Massachusetts, de Nueva York, cuando se rehusaron a
importar los bienes de Inglaterra; cuando prefirieron (y permanecieron firmes a
ello) vestir ropas toscas, tejidas en casa, beber los fermentos de su propia
cosecha, aliviar sus apetitos con los suministros de sus casas, en lugar de
aceptar los impuestos del ministerio imperial.
Incluso en el tiempo de los revolucionarios, ese espíritu decayó. El
amor por la comodidad material siempre ha sido, en las masas y permanentemente
proclamado, más grande que el amor por la libertad. Novecientos noventa y nueve
mujeres de cada millar están más interesadas en el corte de un vestido que en
la independencia de su sexo; novecientos noventa y nueve hombres de cada millar
están más interesados en beber un vaso de cerveza que en cuestionar el impuesto
que se le impone; ¿cuántos niños no están dispuestos a comerciar su libertad
para poder jugar con la promesa de una nueva gorra o un nuevo vestido? Eso es
lo que engendra el complicado mecanismo de la sociedad; el cual está,
multiplicando lo que concierne al gobierno, multiplicando la fuerza del estado
y la correspondiente debilidad del pueblo; esto es lo que engendra la indiferencia
por los asuntos públicos, así se hace fácil la corrupción del gobierno.
Con respecto a la esencia del
comercio y la manufactura, es esto: establecer conexiones en cada esquina de la
faz de la tierra y en todos los demás
lugares, para multiplicar las necesidades de la humanidad, y el deseo por las
posesiones materiales y el disfrute.
La tradición americana fue el
aislamiento de los Estados lo más lejos posible. Dijeron: hemos ganado nuestras
libertades con duros sacrificios y luchando a muerte. Ahora deseamos que se nos
deje en paz y a su vez dejar a otros en paz, permitan que nuestros principios
tengan tiempo para ser juzgados; que nos podamos acostumbrar a nuestros
derechos; que podamos permanecer libres de la contaminante influencia de las
supercherías, de los espectáculos y de las distinciones europeas. Así ellos
estimaron suntuosamente la ausencia de estos, que escribieron con fervor: «Veremos
multiplicadas las peticiones de los europeos que desean venir a América, pero
ningún hombre verá alguna vez a un americano partiendo para establecerse en
Europa, y continuando su vida allá.» ¡Pero ay, en menos de un siglo, la mayor
meta de una «hija de la Revolución» fue, y sigue siendo, comprar un castillo,
un título y un vil señor, con el dinero sudado por la servidumbre americana! ¡Y
el interés comercial de América busca convertirse en un imperio mundial!
En los tempranos días de la
revuelta y la subsecuente independencia, apareció que el «destino evidente» de
América iba a ser un pueblo agrícola, que intercambiaría materia prima por
artículos de fabrica. Y en aquellos días estaba escrito: «Seremos virtuosos
siempre y cuando la agricultura sea nuestro propósito principal, el cual será
la causa mientras siga habiendo tierras vacantes en cualquier parte de América.
Cuando estemos apilados los unos sobre los otros en grandes ciudades, como en
Europa, nos volveremos corruptos como los europeos, y nos comeremos los unos a
los otros como hacen allá.» Lo cual estamos haciendo, por el inevitable
desarrollo del comercio y la manufactura, y la concomitante evolución del
gobierno. Y la correspondiente profecía se ha cumplido: «Si alguna vez este
vasto país es conducido por un solo gobierno, será una de las más gigantescas
corrupciones, indiferente e incapaz de un saludable cuidado sobre tan ancha
extensión de tierra.» No hay hoy sobre la faz de la tierra un gobierno tan
absoluta y desvergonzadamente corrupto como el de los Estados Unidos de
América. Hay otros más crueles, más tiránicos, más devastadores; pero ninguno
tan corrompido.
E incluso en los días de los
profetas, inclusive con su consentimiento, la primera concesión de la
tiranía fue hecha. Se hizo cuando la
Constitución fue escrita; y la Constitución se hizo inicua por las demandas del
comercio. Así fue al comienzo de una
maquina mercante, cuyos intereses, ajenos a los del país, a los de la tierra y
el trabajo, incluso entonces se anunció que destruiría las libertades. En vano
su recelo del poder central se promulgó en las primeras doce enmiendas. En vano
lucharon por establecer barreras sobre las que el poder federal no se atreviera
parapetar. En vano promulgaron por leyes para la libertad de expresión, de
prensa, de asamblea y de demanda. Todas estas cosas las vemos pisoteadas a
diario, y se han visto con relativos descansos desde el siglo XIX. En estos
días todo lugarteniente de la policía se considera a sí mismo, y con razones
suficientes, con más poder que la Ley General de la Unión; y lo que dijo Robert
Hunter, que tenía en sus puños algo más fuerte que la Constitución, fue
perfectamente correcto. El derecho de la asamblea es una tradición que ha
pasado de moda; el club de la policía ahora es la nueva costumbre. Y es así en
virtud de la indiferencia de las personas, y del constante progreso de la
interpretación constitucional hacia la esencia de un gobierno imperial.
Es una tradición americana que un
ejército estable es siempre una duradera amenaza a la libertad; durante la
presidencia de Jefferson el ejército fue reducido a 3000 hombres. Es una
tradición americana que nos mantengamos fuera de los asuntos de otras naciones.
Pero es una práctica americana que nos entrometamos en los asuntos de todo el
mundo desde occidente hasta las indias orientales, desde Rusia hasta Japón; y
para hacerlo tenemos un ejército de 83251 hombres.
Es tradición americana que los
asuntos de finanza de una nación deben ser tramitados con los mismos principios
de honestidad con los que un individuo conduce su negocio; es decir, que la
deuda es algo malo, y que la primera superávit ganada debe ser aplicada para
sus deudas; que los oficios y los encargados deben ser unos pocos. Pero es una
práctica americana que el gobierno general deba tener siempre millones de
deudas, incluso si el pánico o la guerra tengan que forzarlo a prevenirse
pagándolas; y en cuanto a la aplicación de los ingresos de sus encargados
siempre viene primero. Y dentro de la última administración está reportado que
99000 oficios han sido creados con un gasto anual de 1663000000. ¡Las sombras
de Jefferson! «¿Cuántas vacantes han de ser obtenidas? Aquellas por muertes
serán pocas; y por renuncia ninguna.» ¡Roosevelt cortó el lazo creando 99000
nuevas! Y algunos pocos morirán – y ninguno renunciará. Tendrán hijos e hijas, ¡y
Taft tendrá de crear 99000 más! En verdad, una cosa simple y servicial es
nuestro gobierno.
Es tradición americana que el
Poder Judicial actúe como un controlador sobre la impetuosidad de las
legislaturas, si estas intentan pasar las barreras de la limitación
constitucional. Pero es una práctica americana que el Poder Judicial justifique
toda ley que bloquee las libertades del pueblo y anule todo acto de la
legislatura por el cual las personas busquen recuperar un poco de su libertad.
Nuevamente, en palabras de Jefferson: «la Constitución es una mera cosa
moldeable en manos del Poder Judicial, con el cual pueden doblarla y formarla
bajo cualquier forma que les apetezca.» Verdaderamente, si los hombres que lucharon
por la buena causa del triunfo de la libre, honesta y simple vida, fueran a ver
ahora el escenario logrado por sus trabajos, llorarían junto a aquel que dijo:
«Lamento que voy a morir ahora
con la creencia de que los inútiles sacrificios de la generación del 76 para
adquirir la autogestión y la felicidad del país, están prontos a ser arrojados
por la pasión imprudente e indigna de confianza de nuestros hijos, y que mi
único consuelo es que no voy a vivir para poder ver tal cosa.»
Y ahora, ¿qué tiene que decir el
anarquismo a todo esto, a esta bancarrota del republicanismo, a este imperio
moderno que ha crecido sobre las ruinas de nuestra prematura libertad? Decimos
esto, que el pecado que nuestros padres cometieron fue el de no confiar
totalmente en la libertad. Ellos pensaron que era posible comprometer la
libertad con el gobierno, creyendo que este último era un «mal necesario», y en
el momento en que el compromiso fue hecho, el monstruo ilegítimo de nuestra
presente tiranía comenzó a crecer. Instrumentos que están establecidos para
salvaguardar nuestros derechos se convierten en el látigo con el cual la
libertad es atormentada.
El anarquismo dice, no hagan
ninguna clase de ley que concierne a la expresión pública, y esta será libre;
tan pronto como hacen una declaración en papel de que la expresión será libre,
tendrán cientos de abogados probando que «la libertad no significa el abuso»; y
definirán y definirán la libertad como algo fuera de la existencia. Dejad que
la garantía de la libertad de expresión esté en la determinación de cada hombre
para usarla, y así no tendremos necesidad de declaraciones en papel. Por otra
parte, basta con que las personas no se preocupen en ejercer su libertad, para
que aquellos que desean tiranizarlos lo hagan; los tiranos activos y ardientes,
que se consagrarán en el nombre de cualquier número de dioses, religiosos y por
otra parte, para poner grilletes sobre los hombres dormidos.
El problema se convierte
entonces, ¿es posible remover de los hombres su indiferencia? Hemos dicho que
el espíritu de la libertad fue alimentado por la vida colonial; que los elementos
de la vida colonial fueron el deseo por una independencia sectaria, y la
vigilancia recelosa incidente a sí misma; el aislamiento de las comunidades
pioneras que llevó fuertemente a cada individuo por sus propios recursos, y así
desarrolló hombres completos, mas, al mismo tiempo hizo muy fuertes tales lazos
sociales como los que existían; y, por último, la comparativa simplicidad de
las pequeñas comunidades.
Todo esto ha desaparecido. Como
al sectarismo, es sólo por los esfuerzos de una ocasional y estúpida
persecución que una secta se hace interesante; en la ausencia de esta, las
sectas extravagantes juegan el papel del tonto, son cualquier cosa menos
heroica, y tienen poco que hacer con el nombre o la esencia de la libertad. Los
viejos partidos colonos religiosos gradualmente se han convertido en los
«pilares de la sociedad», sus animosidades se han extinguido, sus ofensivas
peculiaridades han sido borradas, son tan similares entre sí como los frijoles
de una vaina, construyen iglesias – y duermen en ellas.
Como a nuestras comunidades, que
son desesperada e indefensamente interdependientes, como nosotros mismos somos,
salvo esa continua y menguante proporción comprometida en todas partes a la
agricultura; e incluso estos son esclavos de las hipotecas. Por nuestras
ciudades, probablemente no hay nadie que esté abastecido para durar una semana,
y con certeza no hay nadie que no estaría en bancarrota con el desespero en el
propósito de producir su propia comida. En respuesta a esta condición y su correlativa
tiranía política, el anarquismo afirma la economía del auto-sustento, de la
desintegración de las grandes comunidades, del uso de la tierra.
Aún no puedo decir que veo
claramente que esto tomará lugar; pero sí veo claramente que esto debe tomar lugar si los hombres van a
volver a ser libres alguna vez. Estoy tan bien convencida de que las masas de
la humanidad prefieren las posesiones materiales a la libertad, que no tengo
esperanza alguna en que alguna vez, por medios de agitaciones intelectuales o
morales, simplemente, van a arrojar lejos el yugo de la opresión que tienen
clavado por el presente sistema económico. Mi única esperanza está en el ciego
desarrollo del sistema económico y de la opresión política por sí misma. La
gran característica, el factor de amenaza en este gigantesco poder es la manufactura.
La tendencia de cada nación es convertirse cada vez más y más en un país de
fabricación, un exportador de fábricas, no un importador. Si esta tendencia
sigue su propia lógica, eventualmente debe circular alrededor de cada comunidad
produciendo por sí misma. ¿Qué, entonces, será del superávit de producción
cuando la manufactura no tenga un mercado extranjero? Porque, entonces la
humanidad deberá enfrentar el dilema de sentarse y morir en medio de ésta, o
confiscar los bienes.
De hecho, parcialmente, estamos enfrentando
este problema incluso ahora; y hasta el momento, nos estamos sentando y
muriendo. Opino, sin embargo, que los hombres no harán esto por siempre, y
cuando una vez por un acto de expropiación general hayan sobrellevado la
reverencia y el miedo a la propiedad, y sus temores al gobierno, podrán
despertar a la consciencia de que las cosas están para ser usadas, y por eso
los hombres son más grandes que las cosas. Esto puede despertar el espíritu de
la libertad.
Si, por el otro lado, la
tendencia de la invención por simplificar, posibilitando que las ventajas de la
maquinaria sean combinadas con pequeños agregados de trabajadores, sigue
también su propia lógica, las grandes plantas fabricadoras se quebrarán, la
población perseguirá los fragmentos, y no serán vistas las duras,
auto-sustentables, y aisladas comunidades pioneras de la temprana América, sino
miles de pequeñas comunidades extendiéndose a lo largo de las líneas de
transportación, cada uno produciendo lo suficiente para sus propias
necesidades, capaces de confiar en sí mismos, y por ello capaces para ser
independientes. Por la misma regla se sostiene el bien para las sociedades como
para los individuos – aquellos que pueden ser libres son capaces de hacer su
propia vida.
En consideración al quiebre de
esta, la más vil, creación de la tiranía, el ejército y la armada, está claro
que tanto como los hombres deseen pelear, estarán armados de una u otra forma.
Nuestros padres pensaban que ellos se habían protegido de un ejército
permanente por proveer para una milicia voluntaria. En nuestros días, hemos
vivido para ver esta milicia siendo declarada parte de la fuerza militar de los
Estados Unidos, y sujeta a las mismas demandas que las fuerzas regulares.
Dentro de otra generación probablemente veremos a sus miembros en el pago
regular del gobierno. Desde cualquier encarnación del espíritu de lucha,
cualquier organización militar, inevitablemente se sigue la misma línea de
centralización, la lógica del anarquismo es que la menos objetable forma de
fuerza armada es aquella que surge voluntariamente, como los milicianos de
Massachusetts, y se disuelve tan pronto como la ocasión que la llamó a existir
desaparece: lo realmente deseable para todos los hombres —no sólo los
americanos— debe ser estar en paz; y para alcanzarla, todo persona pacífica
debe retirar su apoyo al ejército, y exigir que todo aquél que hace la guerra
lo hará a su propio costo y riesgo; que nadie pagará, ni se le darán pensiones
a aquellos que eligieron matar a hombres como negocio.
En cuanto a la tradición
americana de la no intromisión, el anarquismo pregunta si será llevado a los
mismos individuos. Demanda que no haya celosas barreras de aislamiento; sabe
que tal aislamiento es indeseable e imposible; sino que se enseñe a cada hombre
a ocuparse estrictamente de sus asuntos, en una sociedad fluida, adaptándose
libremente a sus propias necesidades, en la que todo el mundo pertenecerá a
todos los hombres, tanto como necesiten o deseen; tal cosa sí resultará.
Y cuando la Moderna Revolución
así haya sido llevada al corazón del mundo entero —si alguna vez esto será,
como espero que sea— entonces podremos esperar ver una resurrección de aquel
orgulloso espíritu de nuestros padres que colocaron la sencilla dignidad del
hombre por encima de las supercherías de bienestar y clases, y se mantuvieron firmes
en que, ser un americano era mucho más grande que ser un rey.
En esos días, no habrá ni reyes
ni americanos – sólo hombres; por toda la tierra, HOMBRES.
Mother Earth 3, nos. 10-11 de diciembre de 1908 – enero de 1909
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