Por Armando Chaguaceda
Han pasado 14 años desde que irrumpió en la presidencia venezolana Hugo Chávez y, con él, el proyecto conocido como la Revolución Bolivariana.
Entonces, el hastío con las corruptelas de la IV República y
la exclusión de los pobres -afectados por las políticas neoliberales- llevó a
la constitución de un frente electoral que candidateó al teniente coronel,
quien obtuvo un triunfo por amplia ventaja frente a los otros candidatos, en
especial los representantes de los partidos tradicionales.
A partir de ese momento, el nuevo gobierno enfrentó la
férrea resistencia de esos partidos, así como de una alianza de medios masivos
y clases medias y altas urbanas que apelaron (durante 2002 y 2003) a
estrategias desestabilizadoras, incluyendo un fallido golpe de estado.
Situación que logró capear el nuevo gobierno, remontando las cotas de
legitimidad doméstica e internacional en sucesivos procesos electorales, de
2004 a 2006.
El proceso, al intentar superar los déficits de la IV
República, expandió en Venezuela la participación ciudadana y puso la agenda
social en el centro del debate. Crecieron las políticas públicas, generando
procesos de inclusión de los marginados, al amparo de la renta petrolera.
Estos elementos –sin duda positivos- se unieron a la
redefinición del marco normativo -con nueva Constitución y leyes aprobadas- y
la recuperación del rol del Estado como agente activo en la vida nacional,
delineando los rasgos centrales del proyecto (auto) identificado como
bolivariano.
Pero el efecto democratizador del nuevo gobierno se vio
paulatinamente matizado, desde 2006, por el creciente personalismo y
burocratización político, con la aparición de un régimen hiperpresidencialista,
una organización política dominante –el Partido Socialista Unido de Venezuela
(PSUV)- y el desarrollo de mecanismos de participación –Consejos Comunales- que
operan como factores de control y movilización políticos.
El encumbramiento del liderazgo carismático de Hugo Chávez
fue acompañado por el uso discrecional de los recursos estatales, así como por
el acotamiento de los otros poderes nacionales, tanto político-partidarios como
societales (movimientos, organizaciones) y fácticos (medios), tanto
identificados con la burguesía como con actores populares y de izquierda
autónomos.
Con la difusión de la idea del “Socialismo del Siglo XXI”,
el impulso a una nueva Ley Habilitante, la propuesta de Reforma Constitucional
y la creación del PSUV, se produce un avance de las tendencias autoritarias y
estatizantes, particularmente visibles en las instituciones del Estado, en el
modelo económico y la arquitectura jurídica de la nación.
La concentración de poderes, que convergen en la figura del
presidente Hugo Chávez, apela a una relación líder-masa y a la confrontación
con el enemigo (opositores) dentro de una estrategia que tiende a desconocer,
cada vez más, la normatividad vigente- incluida la propia Constitución- y que
conlleva la instrumentalización de la justicia, el control y vigilancia sobre
la prensa y retrocesos en la situación de los Derechos Humanos.
Asimismo, se restringen, dentro de las propias filas
bolivarianas, las opciones para disentir y participar en la construcción del
proceso: las constantes apelaciones al Comandante-Presidente, el léxico militar
(batalla, campaña, misiones) y los estilos de ordeno y mando implementados
dentro de la estructura vertical del chavismo no dejan espacio a semejantes
“desvaríos burgueses”.
Con semejante trasfondo, Venezuela halla en las elecciones
de este 7 de octubre uno de los momentos más trascendentales de su historia
política contemporánea. Por un lado, se exhibe toda la fuerza y desgaste de un
oficialismo anclado en el poder durante 14 años, cuyo éxito depende en buena
medida del liderazgo carismático de Hugo Chávez y la amplitud de sus exitosas
(pero deterioradas) políticas sociales.
En la esquina contraria, una variopinta oposición que parece
haber superado errores y divisiones y que proyectó la figura juvenil de
Henrique Capriles Radonski, con un lenguaje menos beligerante que su adversario
pero que comparte con este el rosario de promesas, las alusiones
mágico-religiosas y cierta pobreza programática.
Ambas opciones parecen no convencer a un sector importante
del electorado (los Ni-Ni) que oscila entre el reconocimiento de la gestión
social del gobierno chavista y el rechazo a su talante autoritario, entre la
esperanza de un cambio y la desconfianza de viejas elites que rodean al candidato
opositor.
El drama que subyace, sin embargo, es que los grandes
bloques en pugna en la actual coyuntura electoral -chavistas vs. antichavistas-
apelan a elementos organizativos e identitarios semejantes: partidos con
ideologías difusas, liderazgos carismáticos, empleo de retórica, programas y
estilos populistas, clientelares y movilizativos.
Una opción despolarizadora, que combinase la defensa de
derechos y libertades con una preocupación sincera y sustantiva con la justicia
social, ha sido bloqueada por el ambiente de polarización así como por el
diseño institucional –véase la Ley Orgánica de Procesos Electorales- que lo
favorece y perpetúa.
Experiencias como la del Partido Patria para Todos en 2010 y
la del bloque de organizaciones populares que postula al líder obrero Orlando
Chirinos como candidato independiente -frente al oficialismo y la oposición- no
parecen tener muchas opciones en el escenario vigente, aun cuando resulten
posturas esperanzadoras para quienes nos identificamos con una opción
socialista y democrática como salida a la crisis venezolana.
Una vez más la relación entre lo posible, lo probable y lo
preferible tensa el panorama de los análisis y opciones políticos. Eso explica
que, ante la venidera elección presidencial, la mira de no pocos demócratas y
luchadores sociales se centre en impedir la victoria del chavismo, identificada
como la opción política cuya victoria- si atendemos a las sostenidas y
beligerantes referencias de su desempeño y discurso- amenaza con capturar y transformar
radicalmente el campo político, anulando la posibilidad de representar la
pluralidad y correlación de fuerzas políticas y garantizar la acción autónoma
de la ciudadanía.
Interpretación que se acompaña con la constatación de que,
aun resultando ganador, Capriles tendría que incorporar aquellas políticas
popularmente reconocidas del actual gobierno -como las misiones sociales y la
participación comunitaria- y gobernar con un estilo y programa de
(re)conciliación nacional, ante la enorme heterogeneidad de su alianza
postulante y frente a la fuerza política del chavismo, convertido -salvo que la
derrota electoral o la muerte de su líder opere en modo adverso- en una
formidable y unida oposición.
Lo que está en juego en Venezuela no es, como en otras naciones
del hemisferio, una rotación dentro de las elites gobernantes o algún giro
moderado en la continuidad de un proyecto político y económico de integración a
la globalización.
La disyuntiva central de cada venezolano es si vuelve a
depositar su voto (y confianza) en un gobierno que amenaza con modificar
radical e irreversiblemente el campo político con el avance de sus tendencias
autoritarias; o si elige una alternativa que, con sus inconsistencias y
debilidades, tendrá objetivamente que negociar con sus oponentes y con el resto
de la sociedad, sentando mejores bases para el ejercicio de los derechos y
autonomía ciudadanos y el pluralismo político.
De tal suerte, mucha gente no votará por Capriles y su
alianza/programa electorales sino contra Chávez y su visible proyecto
hegemónico. Sea cual fuere el resultado del 7-O (transición de régimen o
profundización del rumbo autoritario) lo cierto es que se abre una etapa de
creciente complejidad y riesgos políticos en el país andino.
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