Aunque resulte poco creíble a primera vista, la evidencia reciente y muchas experiencias acumuladas permiten afirmar que la pobreza en muchos países del mundo está relacionada con la existencia de una significativa riqueza en recursos naturales. Los países ricos en recursos naturales, cuya economía se sustenta prioritariamente en su extracción y exportación, encuentran mayores dificultades para desarrollarse.
“- ¿Podrías decirme, qué camino he de tomar para salir de
aquí? - preguntó Alicia.
- Depende mucho del sitio adónde quieras ir - contestó el
Gato.
- Me da casi igual dónde - dijo Alicia.
- Entonces no importa qué camino sigas - dijo el Gato.”
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas
En la trampa de la maldición de la abundancia
Aunque resulte poco creíble a primera vista, la evidencia
reciente y muchas experiencias acumuladas permiten afirmar que la pobreza en
muchos países del mundo está relacionada con la existencia de una significativa
riqueza en recursos naturales. Los países ricos en recursos naturales, cuya
economía se sustenta prioritariamente en su extracción y exportación,
encuentran mayores dificultades para desarrollarse. Sobre todo parecen estar
condenados al subdesarrollo aquellos que disponen de una sustancial dotación de
uno o unos pocos productos primarios. Una situación que resulta aún más
compleja para aquellas economías dependientes para su financiamiento de
petróleo y minerales.
Estos países estarían atrapados en una lógica perversa
conocida en la literatura especializada como “la paradoja de la abundancia” o
“la maldición de los recursos naturales”. En este contexto, incluso hay quienes
han asumido esta maldición (casi) como un fatalismo tropical: el Banco
Interamericano de Desarrollo (BID) (1), en varios de sus reportes anuales y
estudios técnicos ha defendido “un determinismo geográfico del desarrollo: los
países más ricos en recursos naturales y más cercanos al Ecuador [a la línea
ecuatorial] están condenados a ser más atrasados y pobres. (…) Asoma un
fatalismo tropical, donde las naciones ecuatoriales parecen destinadas a la pobreza.
(…) A juicio del BID, cuanto más rico sea un país en recursos naturales, más
lento será su desarrollo y mayores sus desigualdades internas” (Gudynas,
2009c).
Frente a este determinismo geográfico y ecológico no
quedaría otra opción que la resignación. Sin embargo, el BID ofrece una salida.
Esa salida, como sintetiza el mismo Gudynas al analizar las propuestas del BID,
“es el mercado y acentuar todavía más las reformas” neoliberales.
Desde esta visión, el abordaje de los problemas y conflictos
derivados del extractivismo se resolvería con una adecuada “gobernanza” en el
manejo de los recursos naturales. Para lograrlo están las políticas económicas
de inspiración ortodoxa y conservadora, una creciente participación de la
sociedad civil como observadora de los proyectos extractivistas, una mayor
inversión social en áreas intervenidas por el extractivismo para disminuir las
protestas sociales, al tiempo que se transparentan los ingresos que obtendrían
las empresas extractivistas, los gobiernos seccionales y el gobierno central.
Los destrozos ambientales son asumidos como costos inevitables para lograr el
desarrollo. Al no dudarlo, éstas son aproximaciones poco analíticas, carentes
de análisis históricos y desvinculadas de los problemas de fondo.
No hay duda de que la audacia, con grandes dosis de
ignorancia y de una bien programada amnesia en las sociedades, va de la mano de
la prepotencia.
Vale decirlo desde el inicio, esta doble maldición de los
recursos naturales y la maldición ideológica sí pueden ser superadas, no son
inevitables.
¿Qué entendemos por extractivismo?
El extractivismo es una modalidad de acumulación que comenzó
a fraguarse masivamente hace 500 años (2). Con la conquista y la colonización
de América, África y Asia empezó a estructurarse la economía mundial: el
sistema capitalista. Esta modalidad de acumulación extractivista estuvo
determinada desde entonces por las demandas de los centros metropolitanos del
capitalismo naciente. Unas regiones fueron especializadas en la extracción y
producción de materias primas, es decir de bienes primarios, mientras que otras
asumieron el papel de productoras de manufacturas. Las primeras exportan
Naturaleza, las segundas la importan.
Para intentar una definición comprensible utilizaremos el
término de extractivismo cuando nos referimos a aquellas actividades que
remueven grandes volúmenes de recursos naturales que no son procesados (o que
lo son limitadamente), sobre todo para la exportación. El extractivismo no se
limita a los minerales o al petróleo. Hay también extractivismo agrario,
forestal e inclusive pesquero (3).
En la actualidad la cuestión de los recursos naturales
“renovables” debe ser enfocada a la luz de las recientes evoluciones y
tendencias. Dado el enorme nivel de extracción, muchos recursos “renovables”,
como por ejemplo el forestal o la fertilidad del suelo, pasan a ser no
renovables, ya que el recurso se pierde porque la tasa de extracción es mucho
más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso. Entonces, a los
ritmos actuales de extracción los problemas de los recursos naturales no
renovables podrían afectar por igual a todos los recursos, renovables o no.
En la práctica, el extractivismo, ha sido un mecanismo de
saqueo y apropiación colonial y neocolonial. Este extractivismo, que ha asumido
diversos ropajes a lo largo del tiempo, se ha forjado en la explotación de las
materias primas indispensables para el desarrollo industrial y el bienestar del
Norte global. Y se lo ha hecho sin importar la sustentabilidad de los proyectos
extractivistas, así como tampoco el agotamiento de los recursos. Lo anterior,
sumado a que la mayor parte de la producción de las empresas extractivistas no
es para consumo en el mercado interno, sino que es básicamente para
exportación. Pese a las dimensiones de esta actividad económica, ésta genera un
beneficio nacional muy escaso. Igualmente gran parte de los bienes, los insumos
y los servicios especializados para el funcionamiento de las empresas
extractivistas, pocas veces provienen de empresas nacionales. Y en los países
extractivistas tampoco parece que ha interesado mayormente el uso de los
ingresos obtenidos.
El extractivismo ha sido una constante en la vida económica,
social y política de muchos países del Sur global. Así, con diversos grados de
intensidad, todos los países de América Latina están atravesados por estas
prácticas. Esta dependencia de las metrópolis, a través de la extracción y
exportación de materias primas, se mantiene prácticamente inalterada hasta la
actualidad. Algunos países apenas han cambiado unos cuantos elementos
relevantes del extractivismo tradicional, al lograr una mayor intervención del
Estado en estas actividades. Por lo tanto, más allá de algunas diferenciaciones
más o menos importantes, la modalidad de acumulación extractivista parece estar
en la médula de la propuesta productiva tanto de los gobiernos neoliberales
como de los gobiernos progresistas (4).
Algunas patologías del extractivismo
El punto de partida de esta cuestión radica (5), en gran
medida, en la forma en que se extraen y se aprovechan dichos recursos, así como
en la manera en que se distribuyen sus frutos. Por cierto que hay otros
elementos que no podrán ser corregidos. A modo de ejemplo, hay ciertas
actividades extractivistas como la minería metálica a gran escala, depredadora
en esencia, que de ninguna manera podrá ser “sustentable”. Además, un proceso
es sustentable cuando puede mantenerse en el tiempo, sin ayuda externa y sin
que se produzca la escasez de los recursos existentes (6). Sostener lo
contrario, aunque se sostenga esta posición en una fe ciega en los avances
tecnológicos, es practicar un discurso distorsionador (7).
La historia de la región nos cuenta que este proceso extractivista
ha conducido a una generalización de la pobreza, ha dado paso a crisis
económicas recurrentes, al tiempo que ha consolidado mentalidades “rentistas”.
Todo esto profundiza la débil y escasa institucionalidad democrática, alienta
la corrupción, desestructura sociedades y comunidades locales, y deteriora
gravemente el medio ambiente. Lo expuesto se complica con las prácticas
clientelares y patrimonialistas desplegadas, que contribuyen a frenar la
construcción de ciudadanía.
Lo cierto es que la gran disponibilidad de recursos
naturales que caracteriza las economías primario-exportadoras, particularmente
si se trata de minerales o petróleo, tiende a distorsionar la estructura
económica y la asignación de los factores productivos; redistribuye regresivamente
el ingreso y concentra la riqueza en pocas manos. Esta situación se agudiza por
una serie de procesos endógenos de carácter “patológico” que acompañan a la
abundancia de estos recursos naturales.
Empecemos con la “enfermedad holandesa” (8), un proceso que
infecta al país exportador de materia prima, cuando su elevado precio o el
descubrimiento de un nuevo yacimiento desatan un boom de exportación. La
distorsión en la economía se materializa en la estructura relativa de los
precios. Las inversiones fluyen hacia los sectores beneficiados por la bonanza,
entre los que se cuentan los bienes no transables (no comerciables en el
mercado internacional), por ejemplo, el sector de la construcción. En paralelo
se produce un deterioro acelerado de la producción de aquellos bienes
transables que no se benefician del boom exportador, en tanto pueden ser
importados, incluso debido a la revalorización de la moneda nacional. Luego del
auge, como consecuencia de la existencia de rigideces para revisar los precios
y los salarios, los procesos de ajuste resultan muy complejos y dolorosos; otra
manifestación de dicha enfermedad.
La especialización en la exportación de bienes primarios ?en
el largo plazo? también ha resultado negativa, como consecuencia del deterioro
tendencial de los términos de intercambio. Este proceso actúa a favor de los
bienes industriales que se importan y en contra de los bienes primarios que se
exportan. Entre otros factores, porque estos últimos se caracterizan por su
baja elasticidad de ingreso, ya que se van sustituyendo por sintéticos, porque
no poseen poder monopólico (son commodities, es decir, en la fijación de sus
precios funciona mayormente la lógica del mercado mundial), porque su aporte
tecnológico y de desarrollo innovador es bajo, y porque el contenido de
materias primas de los productos manufacturados es cada vez menor. Esta última
aseveración no desconoce el incremento masivo de extracción y exportación de
recursos primarios en términos absolutos, provocada, por ejemplo, por el
vertiginoso crecimiento de demanda por países como la China y la India.
Adicionalmente, la elevada tasa de ganancia, por las
sustanciales rentas ricardianas (9) que contiene, invita a la sobreproducción
cuando los precios en el mercado mundial son altos. Inclusive en momentos de
crisis se mantiene esta tentación de incrementar las tasas de extracción. El
exceso de oferta, para tratar de compensar la caída de los precios, hace
descender la cotización del producto en el mercado mundial, lo que termina por
beneficiar a los países industrializados (10). Este proceso desemboca en lo que
se conoce como “crecimiento empobrecedor” (Baghwati, 1958).
Todo lo anterior explica por qué estos países con economías
extractivistas no han podido participar plenamente de las ganancias que proveen
el crecimiento económico y el progreso técnico a escala mundial. Esto se
agudiza aún más porque normalmente los países que extraen recursos primarios no
los procesan. Hay situaciones inclusive aberrantes de países que exportan
petróleo e importan derivados de petróleo porque no han desarrollado una
adecuada capacidad de refinación. Para colmo, gran parte de esos costosos
productos refinados importados los destinan a la generación de electricidad,
teniendo disponibilidades importantes de otras fuentes de energía renovables,
como la hídrica, la solar o la geotermia, como en el caso de Ecuador.
Otro rasgo característico de estas economías extractivistas
es la heterogeneidad estructural de sus aparatos productivos; es decir, la
coexistencia de sistemas productivos de alta productividad con otros atrasados
y de subsistencia. A eso se suma la desarticulación de sus estructuras
económicas, signada por la concentración de la exportación en unos pocos
productos primarios, la ausencia en la industria de una adecuada y densa
diversificación horizontal, la casi inexistente complementariedad sectorial y
la prácticamente nula integración vertical.
Este tipo de economía extractivista, con una elevada demanda
de capital y tecnología, muchas veces funciona con una lógica de enclave: es
decir, sin una propuesta integradora de estas actividades primario-exportadoras
con el resto de la economía y de la sociedad. Su aparato productivo, en
consecuencia, queda sujeto a las vicisitudes del mercado mundial.
En estas condiciones se cristaliza un callejón sin salida.
Es imposible aceptar que todos los países productores de bienes primarios
similares, que son muchos, puedan crecer esperando que la demanda internacional
sea suficiente y sostenida para garantizar ese crecimiento por mucho tiempo.
Lo preocupante es que los países primario-exportadores, que
deberían haber acumulado parecidas experiencias a lo largo del tiempo, han sido
normalmente incapaces de un manejo coordinado de cantidades y de precios. Como
una salvedad de la anterior aseveración, con todas las limitaciones y
contradicciones que se puedan identificar en su accionar, asoma la experiencia
de la Organización
de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
La volatilidad, que caracteriza a los precios de las
materias primas en el mercado mundial, ha hecho que una economía
primario-exportadora sufra problemas recurrentes de la balanza pagos y de las
cuentas fiscales, lo que genera dependencia financiera externa y somete a las
actividades económica y sociopolítica nacionales a erráticas fluctuaciones.
Todo esto se agrava cuando se desata la caída de esos precios internacionales y
la consecuente crisis de balanza de pagos se profundiza por la fuga masiva de
los capitales “golondrinos” que aterrizaron en esas economías durante la
repentina bonanza. En este contexto les acompañan prestos los también huidizos
capitales locales, agudizando la restricción externa.
El auge de la exportación primaria también atrae a la
siempre bien alerta banca internacional que desembolsa préstamos a manos
llenas, como si se tratara de un proceso sostenible; financiamiento que, por lo
demás, ha sido y es recibido con los brazos abiertos por los gobiernos y
grandes empresarios, quienes también creen en esplendores permanentes. En estas
circunstancias se acicatea aún más la sobreproducción de los recursos primarios
y, a la postre, las distorsiones económicas sectoriales. Pero, sobre todo, como
demuestra la experiencia histórica, se hipoteca el futuro de la economía cuando
llega el inevitable momento de servir la pesada deuda externa contraída en
montos sobredimensionados durante la generalmente breve euforia exportadora
(11).
La abundancia de recursos externos, alimentada por los
flujos que generan las exportaciones de petróleo, lleva a un auge consumista
que puede durar mientras dure la bonanza, y es una cuestión psicológica nada
menor en términos políticos. Este incremento del consumo material se confunde
con una mejoría de la calidad de vida. En estas circunstancias, el gobierno
puede ganar legitimidad desde la lógica del consumismo, que es no es ambiental
y socialmente sustentable, para seguir ampliando la frontera extractivista.
Esto generalmente conduce a un desperdicio de recursos.
Normalmente se pasa a la sustitución de productos nacionales por productos
externos, atizada muchas veces por la sobrevaluación cambiaria. Incluso una
mayor inversión y un creciente gasto del sector público, si no se toman las
debidas providencias, conduce a incentivar las importaciones y no
necesariamente la producción nacional. En síntesis, es difícil hacer un uso
adecuado de los cuantiosos recursos disponibles.
La experiencia de las economías petroleras y mineras de la
región nos ilustra, y el presente nos confirma, que estas actividades
extractivistas, tal como se mencionó antes, no generan encadenamientos
dinámicos tan necesarios para lograr un desarrollo coherente de la economía. No
se aseguran los tan esenciales enlaces integradores y sinérgicos hacia delante,
hacia atrás y de la demanda final (en el consumo y fiscales). Mucho menos se
facilita y garantiza la transferencia tecnológica y la generación de externalidades
a favor de otras ramas económicas del país.
De la anterior constatación se deriva una clásica
característica adicional de estas economías primario-exportadoras, incluso
desde la colonia, que es su carácter de enclave: el sector petrolero o el
sector minero, así como muchas actividades agrarias, forestales o pesqueras de
exportación, normalmente están aisladas del resto de la economía. En esta línea
de reflexión también debe incluirse la energía nuclear (12) y la producción de
biocombustibles (Houtart, 2011).
Las enormes rentas diferenciales o ricardianas que producen
estas actividades, conducen a sobreganancias que distorsionan la asignación de
recursos en el país. Derivadas de la actividad de exportación de bienes
primarios, se consolida y profundiza la concentración y centralización del
ingreso y de la riqueza en pocas manos, así como el poder político. La masiva
concentración de dichas rentas se registra en pocos grupos económicos, muchos
de los cuales no encuentran ni tampoco crean alicientes para sus inversiones en
la economía doméstica. Prefieren fomentar el consumo de bienes importados, con
frecuencia sacan sus ganancias fuera del país y muchos manejan sus negocios con
empresas afincadas en lugares conocidos como paraísos fiscales.
Como consecuencia de lo expuesto, las empresas que controlan
la explotación de los recursos naturales no renovables en forma de enclaves,
por su ubicación y forma de explotación, se convierten en poderosos entes
empresariales dentro de relativamente débiles Estados nacionales.
Grandes beneficiarias de estas actividades son las empresas
transnacionales, a las que se les reconoce el “mérito” de haberse arriesgado a
explorar y explotar los recursos en mención. Nada se dice de cómo estas
actividades conducen a una mayor “desnacionalización” de la economía, en parte
por el volumen de financiamiento necesario para llegar a la explotación de los
recursos, en parte por la falta de empresariado nacional consolidado y, en no
menor medida, por la poca voluntad gubernamental de formar alianzas
estratégicas con sus propias empresas estatales o inclusive con empresarios
privados nacionales. Por lo demás, desafortunadamente, algunas de esas
corporaciones transnacionales han aprovechado su contribución al equilibrio de
la balanza comercial, para influir sobre los balances de poder en el país,
amenazando permanentemente a los gobiernos que se atreven a ir a
contracorriente.
Comúnmente las compañías extranjeras han gozado y aún gozan
en muchos casos de un marco referencial favorable y, en no pocas ocasiones, sus
propios directivos o sus abogados ocupan puestos clave en los gobiernos. De
esta manera, cuentan también con el respaldo de poderosos bufetes de abogados y
en no pocas ocasiones, con el apoyo de la gran prensa, velando así directamente
para que las políticas aplicadas o las reformas legales les sean ventajosas.
Esta situación ?alentada por organismos como el BID y sus hermanos mayores, el
Banco Mundial (13) y el Fondo Monetario Internacional? se ha registrado una y
otra vez en los sectores petrolero y minero de América Latina.
Con estos esquemas altamente transnacionalizados se ha dado
paso a un proceso sumamente complejo: la “desterritorialización” del Estado. El
Estado se desentiende (relativamente) de los enclaves petroleros o mineros, dejando,
por ejemplo, la atención de las demandas sociales en manos de las empresas.
Esto conduce a un manejo desorganizado y no planificado de esas regiones que,
inclusive, quedan en la práctica muchas veces al margen de las leyes
nacionales. Todo eso consolida un ambiente de violencia generalizada, pobreza
creciente y marginalidad que desemboca en respuestas miopes y torpes de un
Estado policial, que no cumple sus obligaciones sociales y económicas.
La poca capacidad de absorción de la fuerza de trabajo y la
desigualdad en la distribución del ingreso y los activos, conducen a un
callejón aparentemente sin salida por los dos lados: los sectores marginales,
que tienen una mayor productividad del capital que los modernos, no pueden
acumular porque no tienen los recursos para invertir; y los sectores modernos,
en los que la productividad de la mano de obra es más alta, no invierten porque
no tienen mercados internos que les aseguren rentabilidades atractivas. Ello a
su vez agrava la disponibilidad de recursos técnicos, de fuerza laboral
calificada, de infraestructura y de divisas, lo que desincentiva la acción del
inversionista, y así sucesivamente.
A lo anterior se suma el hecho, bastante obvio (y
desgraciadamente necesario y no sólo por razones tecnológicas) de que, a
diferencia de las demás ramas económicas, la actividad minera y petrolera
genera poco ?aunque bien remunerado? trabajo directo e indirecto. Son
actividades intensivas en capital y en importaciones. Contratan fuerza
directiva y altamente calificada (muchas veces extranjera). Utilizan casi
exclusivamente insumos y tecnología foráneos. La consecuencia de estas
prácticas hace que el “valor interno de retorno” (equivalente al valor agregado
que se mantiene en el país) de la actividad primario-exportadora resulte
irrisorio.
En estas economías petroleras y mineras de enclave, la
estructura y dinámica políticas se caracterizan por prácticas “rentistas”; la
voracidad y el autoritarismo con el que se manejan las decisiones, disparan el
gasto público más allá de toda proporción y acarrean distribución fiscal
discrecional, como se analizará más adelante.
Debido a estas condiciones y a las características
tecnológicas de las actividades petrolera y minera, no hay una masiva
generación directa de empleo. Esto explicaría también la contradicción de
países ricos en materias primas donde, en la práctica, la masa de la población
está empobrecida.
Adicionalmente, las comunidades en cuyos territorios o
vecindades se realizan estas actividades extractivistas, han sufrido y sufren
los efectos de una serie de dificultades socioambientales derivadas de este
tipo de explotaciones. La miseria de grandes masas de la población parecería
ser, por tanto, consustancial a la presencia de ingentes cantidades de recursos
naturales (con alta renta diferencial). Esta modalidad de acumulación no
requiere del mercado interno e incluso no lo necesita, puesto que funciona con
salarios decrecientes. No hay la suficiente presión social para obligar a
reinvertir en mejoras de la productividad. El rentismo determina la actividad
productiva y por cierto el resto de relaciones sociales. Como corolario de lo
anterior, estas actividades extractivas, petrolera o minera, promueven
relaciones sociales clientelares, que benefician los intereses de las propias
empresas transnacionales, pero impiden el despliegue de adecuados planes de
desarrollo nacionales y locales.
Este tipo de economías extractivistas deteriora grave e
irreversiblemente el medio ambiente natural. El examen de la actividad minera o
petrolera alrededor del planeta evidencia un sinnúmero de daños y destrucciones
múltiples e irreversibles de la Naturaleza. Por igual son incontables las
tragedias humanas, tanto como la destrucción de las potencialidades culturales
de muchos pueblos. En el ámbito económico la situación tampoco es mejor. Los
países cuyas exportaciones dependen fundamentalmente de recursos minerales o
petroleros son económicamente atrasados, en donde los problemas ambientales
crecen al ritmo que se expanden las actividades extractivistas.
Fijemos un momento nuestra atención en la minería. La
explotación minera industrial moderna implica la extracción masiva ?y en un
tiempo muy corto?, de la mayor cantidad posible de recursos minerales; recursos
que se han formado en procesos de muy larga duración, a escalas tectónicas. En
la actualidad, los sitios de alta concentración mineral se van agotando. Sin
embargo, los elevados precios del mercado mundial permiten que la explotación
minera sea rentable aún en los yacimientos en donde el mineral es escaso. Para
hacer producir estos yacimientos, es necesario aplicar una minería industrial
de gran escala, con uso masivo de químicos a veces sumamente tóxicos (cianuro,
ácido sulfúrico, entre otros), un consumo cuantioso de agua y la acumulación de
grandes cantidades de desechos.
Este gigantismo provoca la generación de impactos
ambientales enormes. Los efectos nocivos no sólo afloran en la fase de
exploración y explotación, cuando se abren gigantescos hoyos en la Madre Tierra o cuando
se usan químicos tóxicos para procesar los minerales extraídos, sino también en
la movilización del material extraído que afecta grandes extensiones de
territorio.
Los desechos mineros, al ser acumulados durante muchos años,
pueden derramarse y contaminar el medio ambiente, particularmente con metales
pesados o drenaje ácido de roca. Este último fenómeno, que puede darse por
decenas y decenas de años, ocurre cuando las aguas de lluvia, o aún el aire,
entran en contacto con las rocas que han sido desplazadas desde el subsuelo
hacia la superficie y acumuladas en las escombreras, en el cráter o en los
diques de desechos de la mina. Generalmente existe un alto riesgo de que se
produzca una oxidación de minerales sulfurados por la lluvia o el aire húmedo,
que terminan por provocar una acidificación inusual de las aguas que corren
sobre estas rocas. En el Ecuador, muchos yacimientos mineros estarían
particularmente expuestos a este problema porque tienen rocas sulfurosas,
conocidas por generar drenaje ácido.
Este tipo de contaminación es particularmente devastadora
para el agua. En numerosas ocasiones, el agua termina por ser inutilizable para
el consumo humano y para la agricultura. La contaminación de las fuentes de
agua provoca además un conjunto de impactos en términos de salud pública, como
enfermedades degenerativas o de la piel, entre otras. Y todo esto sin
considerar los graves impactos sociales que conlleva esta mega actividad
extractivista.
Si bien las distintas actividades extractivas tienen una
prolongada y conocida historia de depredación en el mundo, en la actualidad se
registra ?en la medida que es notorio el agotamiento de los recursos naturales,
especialmente en los países industrializados? una creciente presión en los
países subdesarrollados para que estos entreguen sus yacimientos minerales o
petroleros. Incluso la creciente defensa del ambiente en las sociedades
consideradas como desarrolladas genera una presión sobre los países
empobrecidos con el fin de que estos abran su territorio para satisfacer la demanda
de minerales de la economía mundial.
Es preciso recordar que normalmente las empresas
transnacionales y los gobiernos cómplices destacan exclusivamente los “enormes”
montos de reservas mineras y petroleras existentes, transformados en valores
monetarios. Con estas cifras, en general altamente exageradas, se quiere
sensibilizar a la opinión pública a favor de la minería. Sin embargo, esta
mirada resulta incompleta. Habría que sumar los llamados costos ocultos,
ambientales y sociales, incorporando por ejemplo, el valor económico de la
contaminación.
Éstas son pérdidas económicas que normalmente no aparecen en
los proyectos y que son transferidas a la sociedad; recuérdese la devastación
social y ambiental en el nororiente de la Amazonía ecuatoriana, que luego dio lugar a un
juicio en contra de la compañía Chevron-Texaco. También deberían entrar en la
lista de costos los denominados “subsidios perversos” que se expresan a través
de la entrega de energía a precios menores, agua sin costo o con costo
reducido, e inclusive infraestructura de transporte (Gudynas, 2011c). ¿Se han
presentado estas evaluaciones? No. Probablemente porque el asumir estos costos
disminuiría notablemente la rentabilidad de las empresas y se pondría en
evidencia los magros beneficios para el Estado.
Estas actividades extractivistas generan, a su vez, graves
tensiones sociales en las regiones en donde se realiza la extracción de dichos
recursos naturales, en la medida en que son muy pocas las personas de la región
las que normalmente pueden integrarse a las plantillas laborales de las
empresas mineras y petroleras. Los impactos económicos y sociales provocan la
división de comunidades, peleas entre ellas y dentro de las familias, violencia
intrafamiliar, la violación de derechos comunitarios y humanos, un incremento
de la delincuencia y violencia, el tráfico de tierras, etc.
En las economías primario-exportadoras de la región, a lo
largo de décadas de una modalidad de acumulación extractivista, se han generado
niveles elevados de subempleo y desempleo, de pobreza y de una distribución del
ingreso y de los activos que se vuelve aún más desigual. Con ello se van
cerrando las puertas para ampliar el mercado interno porque no se generan
empleos e ingresos suficientes (no hay, ni habrá “chorreo”). Sin embargo, se
mantienen las presiones para orientar la economía cada vez más hacia el
exterior porque “no hay a quién vender domésticamente”, como afirman
cansinamente los defensores de este modelo.
Esta “monomentalidad exportadora” inhibe la creatividad y
los incentivos de los empresarios nacionales. También en el seno del gobierno,
e incluso entre amplios segmentos de la sociedad, se reproduce la “mentalidad
pro-exportadora” casi patológica, basada en el famoso eslogan “exportar o
morir”, lo que lleva a despreciar las enormes capacidades y potencialidades
disponibles al interior del país.
Neoextractivismo, una versión contemporánea del
extractivismo
Desde sus orígenes, las repúblicas primario-exportadoras de
América Latina no han logrado establecer un esquema de desarrollo que les
permita superar las trampas de la pobreza y del autoritarismo. Esta es la gran
paradoja: hay países que son muy ricos en recursos naturales, que incluso
pueden tener importantes ingresos financieros, pero que no han logrado
establecer las bases para su desarrollo y siguen siendo pobres. Y son pobres
porque son ricos en recursos naturales, en tanto han apostado prioritariamente
por la extracción de esa riqueza natural para el mercado mundial, marginando
otras formas de creación de valor, sustentadas más en el esfuerzo humano que en
la explotación inmisericorde de la Naturaleza.
En los últimos años, conscientes de algunas de las
patologías enunciadas anteriormente, varios países de la región con gobiernos
progresistas han impulsado algunos cambios importantes en lo que se refiere a
ciertos elementos de la modalidad extractivista. Sin embargo, más allá de los
discursos y planes oficiales, no hay señales claras de que pretendan superar
realmente dicha modalidad de acumulación. A través de este esfuerzo esperan
poder atender muchas de las largamente postergadas demandas sociales y, por
cierto, consolidarse en el poder recurriendo a prácticas clientelares e
inclusive autoritarias.
En la gestión de los gobiernos progresistas en América del
Sur “persiste la importancia de los sectores extractivistas como un pilar
relevante de los estilos de desarrollo”, destaca Eduardo Gudynas (2009b y
2010c). Siguiendo con sus reflexiones, si bien el progresismo sudamericano
“genera un extractivismo de nuevo tipo, tanto por algunos de sus componentes
como por la combinación de viejos y nuevos atributos”, no hay cambios
sustantivos en la actual estructura de acumulación. Con esto el
neoextractivismo sostiene “una inserción internacional subordinada y funcional
a la globalización” del capitalismo transnacional. No sólo que se mantiene,
sino avanza “la fragmentación territorial, con áreas relegadas y enclaves
extractivos asociados a los mercados globales”. Se sostienen, y “en algunos
casos se han agravado, los impactos sociales y ambientales de los sectores
extractivos”. Siguiendo con Gudynas, “más allá de la propiedad de los recursos,
se reproducen reglas y funcionamiento de los procesos productivos volcados a la
competitividad, eficiencia, maximización de la renta y externalización de impactos”.
Entre los puntos destacables está “una mayor presencia y un papel más activo
del Estado, con acciones tanto directas como indirectas”. Desde esta postura
nacionalista se procura principalmente un mayor acceso y control por parte del
Estado sobre los recursos naturales y los beneficios que su extracción produce.
Desde esta postura se critica el control de los recursos naturales por parte de
las transnacionales y no la extracción en sí. Incluso se acepta algunas
afectaciones ambientales e inclusive sociales graves a cambio de conseguir
beneficios para toda la colectividad nacional.
Para lograrlo, “el Estado capta (o intenta captar) una mayor
proporción del excedente generado por los sectores extractivos”. Además, “parte
de esos recursos financian importantes y masivos programas sociales, con lo que
se aseguran nuevas fuentes de legitimación social”. Y de esta manera el
extractivismo asoma como indispensable para combatir la pobreza y promover el
desarrollo.
No hay duda, “el neoextractivismo es parte de una versión
contemporánea del desarrollismo propia de América del Sur, donde se mantiene el
mito del progreso y del desarrollo bajo una nueva hibridación cultural y
política”, concluye Gudynas (2009b y 2010c).
Siendo importante un mayor control por parte del Estado de
estas actividades extractivistas, no es suficiente. El real control de las
exportaciones nacionales está en manos de los países centrales, aún cuando no
siempre se registren importantes inversiones extranjeras en las actividades
extractivistas. Perversamente muchas empresas estatales de las economías
primario-exportadoras (con la anuencia de los respectivos gobiernos, por
cierto) parecerían programadas para reaccionar exclusivamente ante impulsos
foráneos y actúan casa dentro con lógicas parecidas a las de las
transnacionales: la depredación ambiental y el irrespeto social no están
ausentes de sus prácticas. En síntesis, la lógica subordinada de su producción,
motivada por la demanda externa, caracteriza la evolución de estas economías
primario-exportadoras. El neoextractivismo, a la postre, mantiene y reproduce
elementos clave del extractivismo de raigambre colonial.
Gracias al petróleo o a la minería, es decir, a los
cuantiosos ingresos que producen las exportaciones de estos recursos, muchas veces
los gobernantes progresistas se asumen como los portadores de la voluntad
colectiva y tratan de acelerar el salto hacia la ansiada modernidad. Como
afirma Fernando Coronil (2002) en este tipo de economías aflora un “Estado
mágico”, con capacidad de desplegar la “cultura del milagro” (14). Esto es lo
que justamente se registra en Venezuela, Ecuador o Bolivia en los últimos años.
En estos países, el Estado ha cobrado fuerza nuevamente. Del
Estado mínimo del neoliberalismo, se intenta ?con justificada razón?
reconstruir y ampliar la presencia y acción del Estado. Pero, por lo pronto, en
estos países no hay manifestaciones serias de querer introducir cambios
estructurales profundos. La producción y las exportaciones mantienen
inalterados sus estructuras y rasgos fundamentales. En estas condiciones los
segmentos empresariales poderosos, que han sufrido el embate de los “discursos
revolucionarios”, no han dejado de obtener cuantiosas utilidades aprovechándose
de este renovado extractivismo.
Al menos hasta ahora, en estos países con gobiernos
progresistas que han instrumentado esquemas neoextractivistas, los segmentos
tradicionalmente marginados de la población han experimentado una relativa
mejoría gracias a la mejor distribución de los crecientes ingresos petroleros y
mineros. Sin embargo, no se ha dado paso a una radical redistribución de los
ingresos y los activos. Esta situación es explicable por lo relativamente fácil
que resulta obtener ventaja de la generosa Naturaleza, sin adentrarse en
complejos procesos sociales y políticos de redistribución.
Como en épocas pretéritas, el grueso del beneficio de esta
orientación económica va a las economías ricas, importadoras de Naturaleza, que
sacan un provecho mayor procesándola y comercializándola en forma de productos
terminados. Mientras tanto, los países exportadores de bienes primarios, que
reciben una mínima participación de la renta minera o petrolera, son los que
cargan con el peso de los pasivos ambientales y sociales.
En la medida en que se carece de una adecuada
institucionalidad para enfrentar los costos ambiental, social y político que
implican los enfrentamientos alrededor de estas actividades extractivistas,
incluso el costo económico relacionado a controlar esos posibles disturbios utilizando
la fuerza pública, no es nada despreciable. A más de lo dicho, hay que
considerar el efecto de esta inestabilidad social casi programada sobre otras
actividades productivas en las zonas de influencia extractivista, por ejemplo,
cuando las actividades mineras terminan por expulsar a los campesinos de la
zona afectada.
Los efectos de estos conflictos y de esta violencia también
afectan a los gobiernos seccionales. Estos pueden ser atraídos por los cantos
de sirena de las empresas dedicadas al extractivismo masivo y de los gobiernos
cómplices de ellas, que les ofrecerán algunos aportes financieros. No obstante,
a la postre, las sociedades tendrán que asumir los costos de esta compleja y
conflictiva relación entre comunidades, las empresas y el Estado. Los planes de
desarrollo locales estarían en riesgo, pues el extractivismo minero o petrolero
tendría supremacía sobre cualquier otra actividad. Todo esto termina por hacer
pedazos aquellos planes elaborados participativamente y con conocimiento de causa
por las poblaciones locales. Y los pasivos ambientales serán la herencia más
dolorosa e incluso costosa de las actividades extractivistas, puesto que
normalmente estos pasivos no son asumidos por las empresas explotadoras.
Está claro que si se contabilizan los costos económicos de
los impactos sociales, ambientales y productivos de la extracción del petróleo
o de los minerales, desaparecen muchos de los beneficios económicos de estas
actividades (15). Pero estas cuentas completas, como ya se anotó antes, no son
realizadas por los diversos gobiernos progresistas, que confían ciegamente en
los beneficios de estas actividades primario-exportadoras.
En síntesis, gran parte de las mayores y más graves
patologías del extractivismo tradicional se mantienen en el neoextractivismo.
Autoritarismo y disputa por la renta de la Naturaleza
Esta maldición de la abundancia en recursos naturales viene
atada, con mucha frecuencia, con la maldición del autoritarismo. La masiva
explotación de los recursos naturales no renovables en estos países ha
permitido el surgimiento de Estados paternalistas, cuya capacidad de incidencia
está atada a la capacidad política de gestionar una mayor o menor participación
de la renta minera o petrolera. Son Estados que al monopolio de la riqueza
natural han añadido el monopolio de la violencia política (Coronil, 2002).
Aunque parezca paradójico, este tipo de Estado, que muchas
veces delega parte sustantiva de las tareas sociales a las empresas petroleras
o mineras (esto comienza a cambiar en los países con gobiernos progresistas),
abandona ?desde la perspectiva del desarrollo? amplias regiones. Y en estas
condiciones de desterritorialización, cuando las empresas asumen las tareas que
competen al Estado, éste se consolida como un Estado policial que reprime a las
víctimas del sistema al tiempo que declina el cumplimiento de sus obligaciones
sociales y económicas. La propia institucionalidad jurídica termina envuelta en
los intereses y presiones de las empresas extractivistas privadas o estatales.
En estas economías de enclave se ha configurado una
estructura y una dinámica políticas, no sólo autoritarias, sino voraces. Esta
voracidad, particularmente en los años de bonanza, se plasma en un aumento
muchas veces más que proporcional del gasto público y sobre todo en una
discrecional distribución de los recursos fiscales. Este tipo de ejercicio
político se explica también por el afán de los gobiernos de mantenerse en el
poder y/o por su intención de acelerar una serie de reformas estructurales que desde
su particular perspectiva asoman como indispensables para transformar las
sociedades.
Inclusive el incremento del gasto y las inversiones públicas
es también el producto del creciente conflicto distributivo que se desata entre
los más disímiles grupos de poder. Esta realidad, percibida con más claridad en
las etapas de bonanza, la describe con claridad Jürgen Schuldt (2005), cuando
dice que se “se trata, por tanto, de un juego dinámico de horizonte infinito
derivado endógenamente del auge. Y el gasto público ?que es discrecional?
aumenta más que la recaudación atribuible al auge económico (política fiscal
pro-cíclica)”.
Este “efecto voracidad” provoca la desesperada búsqueda y la
apropiación incluso abusiva de parte importante de los excedentes generados en
el sector primario-exportador. Ante la ausencia de un gran acuerdo nacional
para manejar estos recursos naturales, sin instituciones democráticas sólidas
(que sólo pueden ser construidas con una amplia y sostenida participación
ciudadana (16)) aparecen en escena los diversos grupos de poder
no-cooperativos, desesperados por obtener una tajada de la renta minera o
petrolera.
Así, en esta disputa por la renta de los recursos naturales
intervienen, sobre todo, las empresas transnacionales involucradas directa o
indirectamente en dichas actividades y sus aliados criollos: la banca
internacional, amplios sectores empresariales y financieros, inclusive las
fuerzas armadas, algunos gobiernos seccionales cooptados por las lucrativas
rentas, así como algunos segmentos sociales con capacidad de incidir
políticamente. Igualmente, grupos sindicales conocidos como la “aristocracia
obrera” (17), vinculada a este tipo de actividades extractivistas, obtienen
importantes beneficios. Y, como es fácil comprender, esta pugna distributiva,
que puede ser más o menos conflictiva, provoca nuevas tensiones políticas.
Todo esto contribuye a debilitar la gobernabilidad
democrática, en tanto termina por establecer o facilitar la permanencia de
gobiernos autoritarios y de empresas voraces y clientelares, proclives también
a prácticas autoritarias. En efecto, en estos países no asoman los mejores
ejemplos de democracia, sino todo lo contrario. Adicionalmente, el manejo
muchas veces dispendioso de los ingresos obtenidos y la ausencia de políticas
previsibles termina por debilitar la institucionalidad existente o impide su
construcción.
América Latina tiene una amplia experiencia acumulada en
este campo. Son varios los países de la región cuyos gobiernos tienen claros
rasgos de autoritarismo derivados de esta modalidad de acumulación
primario-exportadora, particularmente cuando está sustentada en pocos recursos
naturales de origen mineral.
Esta compleja realidad existe también en otras partes del
mundo, particularmente en los países exportadores de petróleo o minerales (18).
Noruega sería la excepción que confirma la regla. La diferencia en este caso de
los anteriormente descritos radica en que la extracción de petróleo en este
país escandinavo empezó y se expandió cuando ya existían sólidas instituciones
económicas y políticas democráticas e institucionalizadas, con una sociedad sin
inequidades comparables a la de otros países petroleros o mineros del mundo
empobrecido. Es decir, este país integró el petróleo en su sociedad y economía
cuando ya era un país desarrollado.
No se puede concluir la reflexión sin dejar sentado un punto
que aparece en estos países atrapados por la maldición de la abundancia: la
violencia, que parece configurar un elemento consustancial de un modelo
depredador de la democracia. Esta violencia incluso aflora desde el lado del
Estado, a través inclusive de los gobiernos considerados como progresistas que
criminalizan la protesta popular en contra de las actividades extractivistas,
con el único fin de garantizarlas.
La violencia, desatada por las propias empresas
extractivistas, respaldada muchas veces por los gobiernos, ha provocado
diversos grados de represión. El listado de estas acciones represivas e incluso
genocidas es demasiado largo y conocido en América Latina (19). Tampoco han
faltado guerras civiles (20), hasta guerras abiertas entre países o agresión
imperial por parte de algunas potencias empeñadas en asegurarse por la fuerza
los recursos naturales, sobre todo hidrocarburíferos (21).
Estos enfrentamientos, que se procesan en un ambiente de
constantes inestabilidades, conllevan costos económicos por diversos motivos.
Piénsese, por ejemplo, en los efectos distorsionadores que provoca la ausencia
de instituciones sólidas: la subvaluación de las exportaciones o la
sobrevaluación de las importaciones por parte de las empresas mineras o
petroleras para reducir el pago de impuestos o aranceles; las eventuales e incluso
sorpresivas reducciones de la producción por parte de las empresas
transnacionales para forzar mayores beneficios; la creciente presencia y
accionar de intermediarios de todo tipo que dificultan las actividades
productivas y encarecen las transacciones. Este tipo de problemas, que no
agotan una lista de deformaciones y distorsiones que podría ser interminable, a
la postre incluso podrían provocar la reducción de las inversiones sectoriales,
al menos de las empresas más serias.
Por otro lado, depender tanto de la generosidad de la Naturaleza margina los
esfuerzos de innovación productiva e incluso de mercadeo, consolida prácticas
oligopólicas, patrimonialistas y rentistas. Y estas prácticas, atadas a la
creciente injerencia de las empresas extractivistas en los gobiernos, como se
conoce hasta la saciedad, fortalecen a pequeños pero poderosos grupos
oligárquicos.
Además, la mayor erogación pública en actividades
clientelares reduce las presiones latentes por una mayor democratización. Se da
una suerte de “pacificación fiscal” (Schuldt, 2005), dirigida a intentar
reducir la protesta social. Los altos ingresos del gobierno le permiten
prevenir la configuración de grupos y fracciones de poder contestatarias o
independientes, que estarían en condiciones de demandar derechos políticos y
otros (derechos humanos, justicia, cogobierno, etc.), desplazándolos del poder.
El gobierno puede asignar cuantiosas sumas de dinero para reforzar sus
controles internos; incluyendo la represión de los opositores.
Una situación de abundancia relativa de recursos financieros
puede permitir un manejo económico expansivo, que se complementa con
endeudamiento externo. La búsqueda permanente de más recursos para financiar la
economía, viene de la mano de los créditos externos (22). En este punto,
entonces, asoma nuevamente el efecto voracidad, manifestado por el deseo de
participar en el festín de los cuantiosos ingresos por parte de la banca, sobre
todo internacional, sea privada o multilateral, corresponsable de los procesos
de endeudamiento externo (23). Últimamente China concede cada vez más créditos
a varios países subdesarrollados, particularmente de África y América Latina,
con el fin de asegurarse yacimientos minerales y petroleros, o amplias
extensiones de tierra para la producción agrícola, además de la construcción de
importantes obras de infraestructura.
Como consecuencia de los elevados ingresos derivados de la
explotación de los recursos naturales y las abiertas posibilidades de
financiamiento externo, los gobiernos tienden a relajar sus estructuras y
prácticas tributarias. En muchas ocasiones despliegan una mínima presión
tributaria y hasta dejan de cobrar impuestos, en particular el impuesto a la
renta. (Por lo demás, la maldición ideológica neoliberal también desalienta el
incremento de la presión tributaria) (24).
En este punto cabe destacar el esfuerzo de algunos gobiernos
progresistas, como el ecuatoriano o el boliviano, para mejorar la recaudación
tributaria, incluso introduciendo esquemas más progresivos y equitativos.
De todas maneras, como reconoce Jürgen Schuldt (2005), el
manejo poco exigente de las finanzas públicas “malacostumbra” a la ciudadanía.
Y lo que es peor, “con ello se logra que la población no le demande al gobierno
transparencia, justicia, representatividad y eficiencia en el gasto”. La
permanencia de cuantiosos e inequitativos subsidios, por ejemplo en los
derivados del petróleo, se explicaría por esta mala costumbre, que es incluso
asumida equivocadamente como una “conquista popular”.
La demanda por representación democrática en el Estado, nos
recuerda el mismo Schuldt, surgió generalmente como consecuencia de los
aumentos de impuestos, por ejemplo, en Gran Bretaña hace más de cuatro siglos y
en Francia a principios del siglo XIX. La lógica del rentismo y del
clientelismo difiere de la lógica ciudadana, en la medida que inclusive frena e
impide la construcción de ciudadanía.
Los gobiernos de estas economías primario-exportadoras no
sólo cuentan con importantes recursos ?sobre todo en las fases de auge? para
asumir la necesaria obra pública, sino que están en capacidad de desplegar
medidas y acciones dirigidas a cooptar a la población, con el fin de asegurar
una base de gobernabilidad que les posibilite introducir las reformas y cambios
que ellos consideran pertinentes. El clientelismo ahoga la consolidación de
ciudadanía. Es más, cuando estas prácticas clientelares alientan el
individualismo, con políticas sociales individualmente focalizadas ?como las
desarrolladas en esquemas neoliberales y que han continuado en los gobiernos
progresistas? pueden llegar a desactivar las propuestas y las acciones
colectivas, lo que termina por afectar a las organizaciones sociales y lo que
es más grave, al sentido de comunidad (25).
Estas acciones desembocan, con frecuencia, en ejercicios
gubernamentales autoritarios y mesiánicos que, en el mejor de los casos, pueden
ocultarse detrás de lo que Guillermo O’Donnel calificaba como “democracias
delegativas”, o lo que hoy se conoce como democracias plebiscitarias.
Por otro lado, este tipo de gobiernos hiperpresidencialistas
(neoliberales o progresistas), que atienden en forma clientelar las demandas
sociales, constituyen el caldo de cultivo para nuevas formas de conflictividad
sociopolíticas. Esto se debe a que no se aborda estructuralmente las causas de
la pobreza y la marginalidad. Se redistribuyen partes de los excedentes
petroleros o mineros, pero no se dan procesos profundos de redistribución del
ingreso y los activos. Igualmente, los significativos impactos ambientales y
sociales, propios de estas actividades extractivistas a gran escala, que se
distribuyen inequitativamente, aumentan la ingobernabilidad, lo que a su vez
exige nuevas respuestas autoritarias.
Sin pretender que con esto se resuelva la insustentabilidad
intrínseca de la explotación de los recursos naturales no renovables, siguiendo
la recomendación de Anthony Bebbington, una idea de sustentabilidad ?al menos
para la transición? debería ser construida democráticamente. Los límites al
desarrollo deben estar vinculados a la propia sociedad civil y su
participación, no deben estar circunscritos a modelos donde los actores más
poderosos ?las transnacionales y los Estados, muchas veces en ese orden? son
los que deciden. De este modo se pondría a discusión el uso de los recursos
naturales y ésta sería una salida para la atmosfera antidemocrática que
acompaña al mismo extractivismo.
En síntesis, la dependencia de recursos naturales no
renovables, en muchas ocasiones, consolida gobiernos caudillistas, incluso
autoritarios, debido a los siguientes factores:
• Débiles instituciones del Estado para hacer respetar las
normas y capaces de fiscalizar las acciones gubernamentales.
• Ausencia de reglas y de transparencia que alienta la
discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos y de los bienes comunes.
• Conflicto distributivo por las rentas entre grupos de
poder, lo que a la larga, al consolidar el rentismo y patrimonialismo,
disminuye la inversión y las tasas de crecimiento económico.
• Políticas cortoplacistas y poco planificadas de los
gobiernos.
• Ilusión de la riqueza fácil y abundante derivada de la
explotación y exportación masiva de recursos naturales, incorporada como un ADN
en amplios segmentos de la sociedad y los gobiernos.
Del desarrollismo senil al postextractivismo
A alguien ?por mala fe o por ignorancia? se le podría
ocurrir una peregrina idea: si la economía primario-exportadora genera y
perenniza el subdesarrollo, la solución consistiría en dejar de explotar los
recursos naturales. Obviamente, esa es una falacia. La maldición de los
recursos naturales no es una fatalidad del destino, sino una elección. El reto
radica en encontrar una estrategia que permita construir el buen vivir aprovechando
los recursos naturales no renovables, transformándolos en “una bendición”
(Stiglitz, 2006).
Entonces, la tarea pasa por elegir otro camino, que nos
aleje de la maldición de los recursos naturales y de la maldición de las
visiones ortodoxas que nos mantienen subordinados al poder transnacional. Por
eso, una de las tareas más complejas es la construcción y ejecución de una
estrategia que conduzca hacia una economía postextractivista.
Esta nueva economía no surgirá de la noche a la mañana.
Incluso es complejo imaginarse la posibilidad de cerrar abruptamente los campos
petroleros o mineros en explotación. Pero esa transición no será nunca una
realidad si se siguen ampliando las actividades extractivistas y si no hay
alternativas específicas para irlas reduciendo a través de una evolución
adecuadamente planificada. Por cierto que esa transición no es fácil en un
mundo capitalista impensable sin las actividades extractivas como el petróleo,
minería, o forestal. Construir estas transiciones es la gran tarea del momento,
en tanto convoca todas las capacidades del pensamiento crítico, así como de
inventiva y de creatividad de las sociedades y las organizaciones sociales. Los
esfuerzos para dar paso al postextractivismo en el Sur global deberían venir de
la mano del decrecimiento económico (26), o por lo menos, del crecimiento
estacionario en el Norte global; tema que ocupa una creciente preocupación en
muchos países industrializados.
El camino de salida de una economía extractivista, que
tendrá que arrastrar por un tiempo algunas actividades de este tipo, debe
considerar un punto clave: el decrecimiento planificado del extractivismo. La
opción potencia actividades sustentables, que podrían darse en el ámbito de las
manufactureras, la agricultura, el turismo, sobre todo el conocimiento… En
definitiva, no se debe deteriorar más la Naturaleza. El
éxito de este tipo de estrategias para procesar una transición social,
económica, cultural, ecológica, dependerá de su coherencia y, sobre todo, del
grado de respaldo social que tenga.
De lo que se trata es dejar atrás las economías
extractivistas dependientes y no sustentables, que son primario-exportadoras,
sobreorientadas al mercado externo, des-industrializadas, con masivas
exclusiones y pobreza, concentradoras del ingreso y la riqueza, depredadoras y
contaminadoras. Lo que se quiere es construir economías sustentables, es decir,
diversificadas en productos y mercados, industrializadas y terciarizadas con
capacidad de generación de empleo de calidad, equitativas, respetuosas de las
culturas y de la
Naturaleza. En este punto conviene propiciar un reencuentro
con las cosmovisiones indígenas en las que los seres humanos no sólo conviven
con la Naturaleza
de forma armoniosa, sino que forman parte de ella.
Para lograr poner en marcha esta transición, que
necesariamente será plural, es imperiosa una nueva y vigorosa institucionalidad
estatal y una nueva forma de organizar la economía, así como una concepción
estratégica para participar en el mercado mundial. Se requieren, por lo tanto,
esquemas y organizaciones reguladoras, así como mecanismos debidamente
establecidos que permitan procesar estas transiciones (27).
En la mira está, entonces, la consecución de un nuevo perfil
de especialización productiva para tener países con sostenimiento interno, en
base a un consenso amplio de los diversos intereses. Para lograrlo hay que
robustecer el mercado interno y el aparato productivo doméstico, así como
generar estrategias de transición productiva que permitan que la actividad extractiva
pierda importancia económica. El reencuentro con la Naturaleza está también
entre los puntos prioritarios de la agenda, lo que significa superar los
esquemas y prácticas centradas en la explotación y apropiación de la Naturaleza. Tengamos
presente que la humanidad entera está obligada a preservar la integridad de los
procesos naturales que garantizan los flujos de energía y de materiales en la
biosfera. Esto implica sostener la biodiversidad del planeta. Para lograr esta
transformación civilizatoria, la desmercantilización de la Naturaleza se perfila
como indispensable. Los objetivos económicos deben estar subordinados a las
leyes de funcionamiento de los sistemas naturales, sin perder de vista el
respeto a la dignidad humana y la mejoría de la calidad de vida de las personas
y las comunidades.
Esto obliga a mantener, sin destruir, aquellos territorios
que poseen gran cantidad de valores ambientales y sociales, donde se encuentra
concentrada la mayor cantidad de biodiversidad: la Iniciativa Yasuní-ITT
en Ecuador, es un ejemplo global (28). También conduce a establecer el concepto
de sustentabilidad fuerte (el capital económico no puede reemplazar
íntegramente al “capital natural”), como un nuevo paradigma de la forma de
organizar la sociedad. Y también implica cambiar la contabilidad macroeconómica
convencional por nuevos indicadores e índices de sustentabilidad.
De igual manera, se precisa una amplia y verdadera
participación social para enfrentar el reto del extractivismo a gran escala.
Esto conlleva, imperativamente, a procesar una profunda y radical
redistribución de los ingresos mineros y petroleros, tanto como de otros
ingresos y activos existentes en una economía. Las inequidades (29) deben ser
abatidas, puesto que éstas son la base de los autoritarismos de todo tipo en
todos los ámbitos de la vida humana.
El tema de fondo radica en empezar por no seguir extendiendo
y profundizando un modelo económico extractivista, es decir
primario-exportador. El tratar de desarrollarse priorizando esa modalidad de
acumulación primario-exportadora, que sobrevalora la renta de la Naturaleza y no el
esfuerzo del ser humano, que destroza sistemáticamente el medio ambiente y
afecta gravemente las estructuras sociales y comunitarias, que prefiere el
mercado externo y descuida el mercado interno, que fomenta la concentración de
la riqueza y margina las equidades, no ha sido la senda para el desarrollo de
ningún país. Entonces, tampoco lo será para la construcción de una opción
posdesarrollista, como lo es el buen vivir o sumak kawsay (30).
El buen vivir, al menos conceptualmente, se perfila como una
versión que supera los desarrollos “alternativos” e intenta ser una
“alternativa al desarrollo”; en síntesis, una opción radicalmente distinta a
todas las ideas de desarrollo. Y que incluso disuelve el concepto del progreso
en su versión productivista. Por lo tanto, el buen vivir sintetiza una
oportunidad para construir otra sociedad sustentada en la convivencia del ser
humano, en diversidad y armonía con la Naturaleza , a partir del reconocimiento de los
diversos valores culturales existentes en cada país y en el mundo. La parte
intrínseca de esta propuesta, con proyección incluso global, está en dar un
gran paso revolucionario que nos infunda a transitar de visiones
antropocéntricas a visiones socio-biocéntricas, con las consiguientes consecuencias
políticas, económicas y sociales.
Definitivamente, por la vía del “desarrollismo senil”
(Martínez Alier, 2008), es decir manteniendo y peor aún profundizando el
extractivismo, no se encontrará la salida a este complejo dilema de sociedades
ricas en recursos naturales, pero a la vez empobrecidas. www.ecoportal.net
Alberto Acosta - Economista ecuatoriano. Profesor e
investigador de la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede
Ecuador. Ex Ministro de Energía y Minas. Ex presidente de la Asamblea Constituyente
y ex asambleísta constituyente. Nota: En este texto el autor recoge y sintetiza
varios de sus trabajos anteriores.
Referencias:
1. Son varios los tratadistas que construyeron, desde varias
ópticas, este “fatalismo tropical”. Entre otros podemos mencionar a Michael
Gavin, Michel L. Ross, Jeffrey Sachs, Ricardo Hausmann, Roberto Rigobon e Ivar
Kolstad.
3. Es un error asumir que el extractivismo existe solo
cuando se extraen recursos minerales o hidrocarburíferos. Hay muchas
experiencias de prácticas igualmente extractivistas en la explotación de madera
o en la agricultura de monocultivo. Sobre el caso del café en Colombia, por
ejemplo, se puede consultar en Oeindrila Dube y Juan Fernando Vargas (2006).
4. Raúl Zibechi ve en el extractivismo de estos gobiernos
progresistas una segunda fase del neoliberalismo (2011).
5. Ver el valioso aporte de Schuldt (2005). También se puede
consultar en Schuldt y Acosta (2006), así como en Acosta (2009).
6. Desarrollo sustentable es aquel proceso que permite
satisfacer las necesidades actuales sin comprometer las posibilidades de las
generaciones futuras. Para la construcción del buen vivir hay que ir incluso
mucho más allá del desarrollo sustentable, hay que asumir a la Naturaleza como sujeto
de derechos.
7. Un sugerente aporte para desmontar los mitos de la
megaminería transnacional es el elaborado en Argentina por el Colectivo Voces
de Alerta (2011).
8. El término “mal holandés” o “enfermedad holandesa” surge
en la década de los 1970, como su nombre indica, en los Países Bajos donde el
descubrimiento de yacimientos de gas incrementaron fuertemente las divisas en
el país. Esto generó la apreciación de la moneda holandesa, el florín,
perjudicando la competitividad de las exportaciones de productos
manufacturados.
9. Recordemos que las rentas ricardianas son aquellas que se
derivan de la explotación de la
Naturaleza , más que del esfuerzo empresarial, a diferencia de
las utilidades que derivan del esfuerzo y creatividad (“productividad”) de la
mano de obra.
10. Al inicio de la primera gran crisis global del siglo
XXI, cuando cayeron los precios del petróleo y los minerales, en muchos países
se reforzaron las tendencias para aumentar el volumen producido y para ofrecer
compensaciones a las empresas por los menores ingresos obtenidos.
11. La lista de textos sobre estos procesos de endeudamiento
y crisis es larga, bastaría con revisar en Ugarteche (1986), Vilate (1986),
Calcagno (1988), Marichal (1988) o Acosta (1994).
12. La energía nuclear no supone una liberación del modelo
extractivista. Por un lado, es indispensable conseguir la materia prima, el
uranio, y por otro lado, esta energía es usada para sostener e incrementar las
mismas actividades extractivas, como sucede normalmente con el desarrollo de
grandes represas hidroeléctricas y por cierto, de las plantas que emplean
energía fósil.
13. El Banco Mundial aupó el ingreso de la minería a gran
escala durante la época neoliberal y todavía sostiene que la extracción masiva
de recursos naturales es positiva. Ver Sinnott, Nash y de la Torre (2010).
14. Este autor aborda la realidad venezolana desde el
gobierno del general Juan Vicente Gómez hasta antes del gobierno del coronel
Hugo Chávez Frías.
15. Sobre los pasivos de la industria petrolera véase, por
ejemplo, el aporte de Fander Falconí (2004).
16. No se trata exclusivamente de la ciudadanía
individual/liberal. Pues, desde la lógica de derechos colectivos se abre la
puerta a ciudadanías colectivas, a ciudadanías comunitarias. Por igual, los
derechos de la Naturaleza
necesitan y a la vez originan otro tipo de ciudadanía, que se construye en lo
individual, en lo social colectivo, pero también en lo ambiental. Ese tipo de
ciudadanía es plural, ya que depende de las historias y de los ambientes, acoge
criterios de justicia ecológica que superan la visión tradicional de justicia.
Eduardo Gudynas (2009) denomina a estas ciudadanías como “meta-ciudadanías
ecológicas”.
17. En los términos que lo planteó Eric J. Hobsbawm (1981).
19. En las zonas mineras del Perú, país al que se pretende
poner como ejemplo de apertura minera, las violaciones a los derechos humanos
se han multiplicado en forma exponencial. En este país los conflictos mineros y
petroleros, sobre todo los primeros, superan más del 80% de todos los
conflictos sociales registrados (De Echave, 2008, 2009). Lo que aconteció en
Bagua, en junio del 2009, es apenas uno de los episodios más difundidos de una
larga cadena de represión y violación sistemática de los derechos humanos. En
Colombia, un país azotado por una cruenta y larga guerra civil, cerca del 70%
de los desplazamientos forzados ocurridos entre 1995 y 2002, se produjeron en
áreas mineras. En Ecuador, los más graves casos de violaciones de los derechos
humanos ocurridos en los últimos años están relacionados con empresas mineras
transnacionales y por supuesto, con las actividades petroleras.
20. Nigeria confirma esta aseveración: allí se registró una
larga y dolorosa guerra civil por el control del crudo y posteriormente, una
aguda represión en contra de los Ogoni. Luego del colapso de la Unión Soviética la
violencia no cesa en los países del Cáucaso, ricos en hidrocarburos:
Turkmenistán, Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Osetia, Daguestán o Chechenia.
21. Para ilustrar este último caso bastaría con mencionar la
agresión militar norteamericana a Irak y Afganistán, en ambos países buscando
el control de las reservas petroleras y gasíferas. La intervención de la Organización del
Tratado Atlántico Norte (OTAN) en Libia en el año 2011, podría ubicarse también
en este campo de agresiones imperiales efectuadas para controlar el petróleo y
uno de los mayores yacimientos de agua en el mundo.
22. Así, por ejemplo, Ecuador, como nuevo rico petrolero,
pudo conseguir créditos más fácilmente que cuando era apenas un pobretón
bananero. En pleno auge económico de los años setenta en el siglo XX, su deuda
pública, particularmente externa, creció más que proporcionalmente en relación
al boom petrolero propiamente dicho (es cierto que también creció por
condiciones externas derivadas de las demandas de acumulación del capital).
23. Ver Osmel Manzano y Roberto Rigobon (2001), a más de la
lista de autores citada anteriormente, quienes abordan el tema de la deuda
externa.
24. En Ecuador, uno de los gobernantes militares de la época
del boom petrolero en la década de los 1970, el general Guillermo Rodríguez
Lara, se vanagloria como uno de los logros de su gestión el no cobro de
impuestos.
25. Los diversos proyectos Socio País del gobierno de la
“revolución ciudadana” en Ecuador estarían provocando, consciente o
inconscientemente, estos efectos. Adicionalmente cabría mencionar que este
gobierno trata abiertamente de debilitar y dividir a los grandes movimientos
sociales, sobre todo al indígena, que son férreos opositores a la expansión de
las actividades extractivistas.
26. Incluso en el Sur global hay pensadores que plantean
estas cuestiones para deconstruir la economía, véase Leff (2008).
27. En los últimos años se ha empezado a discutir cada vez
más sobre cómo impulsar estas transiciones. Son varios los autores que han
aportado diversas ideas y sugerencias en este campo, entre otros: Eduardo
Gudynas, Joan Martínez Alier, Enrique Leff y Roberto Guimarães. A modo de
ejemplo concreto, véase el aporte múltiple editado por Alejandra Alayza y
Eduardo Gudynas en Perú (2011). Algunos aportes sugerentes para construir estas
transiciones se podrían obtener del informe sobre el tema elaborado por OXFAM
(2009). El autor de estas líneas también ha planteado algunas reflexiones para
la construcción de una economía pospetrolera (Acosta 2000 o 2009). Cabe anotar
que en el año 2000 se publicaron, por parte de varios autores, varias
propuestas para construir un “Ecuador pospetrolero”.
28. Ver en Martínez y Acosta (2010). Esta iniciativa se
enmarca en una propuesta de moratoria en el centro sur de la Amazonía ecuatoriana que
fue formulada en el año 2000, en el libro de varios autores, El Ecuador Post
Petrolero.
29. Inequidades del tipo económica, social,
intergeneracional, de género, étnica, cultural, regional, especialmente.
30. De una bibliografía cada vez más amplia sobre el tema
podemos sugerir: Acosta y Martínez (2009), Acosta (2010). Otro texto que permite
englobar este debate en un contexto más amplio es el de Tortosa (2011).
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