Rafael Uzcátegui
La vocación estadocéntrica de muchos y muchas de las
partidarias de “El Proceso” tiene varias explicaciones. Una de ellas es su fe
sobre la presunta arremetida neoliberal en la región, por la cual los gobiernos
denominados “progresistas” constituyen un muro de contención. Este argumento en
los años noventas era discutible, pero en los días que corren es absolutamente erróneo.
Hace dos décadas, tras la caída del Muro de Berlín y la
profecía del fin de la historia, el llamado Consenso de Washington era el
paradigma impulsado en el continente, lo cual incluía programas de ajuste
macroeconómico y la promoción de la reducción de la soberanía estatal y sus
funciones en la sociedad, roles que pasarían a ser satisfechos por el mercado.
El recetario neoliberal que se aplicó reiteró su incapacidad para la reducción
de la pobreza en la región, considerada la principal violación a los derechos
humanos, y originó desordenes y resistencias hercúleas, de las cuales la
primera conocida fueron los hechos del Caracazo. A su vez, los adelantos
tecnológicos en materia de comunicaciones catapultaron la propia recomposición
de la arquitectura capitalista en el mundo, con lo que los flujos de dinero ya
no poseen, como antaño, equivalentes materiales o territoriales.
El nuevo siglo trajo consigo una redimensión de las propias
funciones estatales, evidente para el caso de los países exportadores de
energía. En el llamado “neoextractivismo progresista” el Estado tiene una
función primordial en el apuntalamiento de la competitividad nacional en el
mercado mundial de hidrocarburos. Profundizando el modelo de economías de
enclave Venezuela, Ecuador y Bolivia aumentan las regalías por el producto y establecen
alianzas comerciales, conservando la mayoría accionaria, con las empresas
trasnacionales del ramo, lo cual constituye -como en nuestro caso y a pesar del
discurso-, una reversión del proceso de nacionalización de la industria. Los
Estados-Nación han mutado de sujetos soberanos al rol de actores estratégicos,
ocupándose de sus intereses en un sistema global de interacción, donde existe
una soberanía compartida sistémicamente.
Repitiendo un discurso con veinte años de atraso, muchas y
muchos adeptos al gobierno no perciben que contribuyen a legitimar la
estatización de la vida cotidiana, donde
se pretende que los cambios aparezcan por decreto y mediante el subsidio al
voluntarismo mágico. Lo resultante de un proceso que no viene genuinamente
desde abajo es un artificio maquillado por la propaganda. Si atenemos a la
última encuesta de valores de Grupo de Investigación Siglo XXI, después de 12
años somos un país 87% antiabortista, 72% machista y 69% homofóbico. ¿No
estábamos en una “revolución”? De la ficción estatista a la ficción a secas.
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