Por Humberto Decarli
Una de las creencias recurrentes de la gente en Venezuela es
la de pensar en ser una nación rica. Ha sido uno de los múltiples mitos
arraigados en nuestra mente así como el de la supuesta existencia de una
democracia política y no social, ser un país no racista así como el del
igualitarismo y la ilusión de ser un receptáculo de dinero por la renta
petrolera.
El imaginario se ha formado consecuencia del valor del
crudo, incrementado a partir del embargo petrolero árabe del año 1973 que ha
sugerido una riqueza ingente ahora apuntalada por la coyuntura presente signada
por la escasez de los hidrocarburos.
Sin embargo, detrás de esa imagen de bonanza subyace un
universo diferente. Las cifras del P.I.B., por elevadas que sean, no
representan per se unos dígitos impresionantes porque muchísimas trasnacionales
generan bienes y servicios más altos que muchos Estados nacionales, entre ellos
el nuestro. Asimismo el Estado venezolano ha percibido esos descomunales
recursos y los ha dispuesto a discreción en consonancia con las directrices
impuestas desde el exterior por los ejes del orbe. De la misma manera, la desigualdad
social es imponente a pesar de haberse reducido, por efecto maquillador de la
bondad fiscal, el coeficiente de Gini.
Para definir si un país es rico no basta con observar el
conjunto de bienes y servicios producidos en un segmento temporal. Tampoco si
las divisas recibidas son muchas o pocas ni del ingreso per cápita, otro
elemento ilusorio. Los números macroeconómicos muestran cifras genéricas sin
significación alguna a los efectos de expresar el nivel de vida de las
personas. Quizá algo medianamente aproximado sería el Índice de Desarrollo
Humano porque incorpora factores distintos a los económicos, vale decir, toma
en consideración el acceso a la salud, la educación y los servicios.
Dentro del flujo informativo contemporáneo nos llegan datos
impresionantes como el de que en Chile un veinte por ciento de la población
tiene el nivel de Bélgica pero el ochenta por ciento el de Angola. También está
la noticia de ser Grecia el cuarto importador de armas en el mundo (para
resguardarse de su enemigo histórico, Turquía), concomitante a su grave crisis
cuya salida la resuelven los interventores colocando el peso del sacrificio en
las grandes mayorías. Son ejemplos que manifiestan el desnudo de realidades
encubiertas.
Realmente la riqueza de un país se encuentra en el nivel y
la calidad de vida de sus hombres y mujeres. Si tienen posibilidad de
solucionar las necesidades básicas y más allá, podríamos aseverar su riqueza.
Si no se cubren esos requerimientos estaríamos en presencia de seres humanos en
o bajo el umbral de la pobreza. El África subsahariana es el paradigma de la
inopia y América Latina, Asia y sectores europeos y africanos son militantes de
la pobreza.
En el caso venezolano es fácil la definición de nuestra
situación. El salario mínimo, percibido por la mayoría de la población activa,
es inferior a la canasta básica y la cesta alimentaria, la inflación es
permanente, los impuestos son regresivos, la salud pública es harto deficiente,
el déficit de vivienda es alarmante porque supera los dos millones y medio y la
educación es realmente precaria. La resultante es que somos una nación
ostensible y evidentemente pobre.
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