Editorial de la edición 60 del periódico El Libertario
El discurso del presidente ecuatoriano Rafael Correa, en el marco de las celebraciones del 5 de julio en Caracas, permite aclarar un poco más el papel de los gobiernos autodenominados “progresistas” en América Latina. En su alocución, el primer mandatario atacó a las organizaciones sociales de su país que conservan autonomía y capacidad de convocatoria: ecologistas e indígenas, quienes sin eufemismos han caracterizado como neoliberal y capitalista la continuación del modelo desarrollista basado en la exportación de hidrocarburos: “Quieren impedirnos extraer nuestros recursos, no nos sirve ser mendigos y estar sentados en un saco de oro”. Correa expresó con claridad quienes constituían la principal amenaza para el tipo de gobernabilidad que representaba: “El mayor peligro para los socialistas no son los escuálidos ni los pitiyanquis (...) son los que toman nuestras banderas y con infantilismo ridículo toman nuestros discursos y le hacen daño. Hay que estar atentos con el izquierdismo infantil del todo o nada que es el mejor aliado del estatus quo”.
El discurso del presidente ecuatoriano Rafael Correa, en el marco de las celebraciones del 5 de julio en Caracas, permite aclarar un poco más el papel de los gobiernos autodenominados “progresistas” en América Latina. En su alocución, el primer mandatario atacó a las organizaciones sociales de su país que conservan autonomía y capacidad de convocatoria: ecologistas e indígenas, quienes sin eufemismos han caracterizado como neoliberal y capitalista la continuación del modelo desarrollista basado en la exportación de hidrocarburos: “Quieren impedirnos extraer nuestros recursos, no nos sirve ser mendigos y estar sentados en un saco de oro”. Correa expresó con claridad quienes constituían la principal amenaza para el tipo de gobernabilidad que representaba: “El mayor peligro para los socialistas no son los escuálidos ni los pitiyanquis (...) son los que toman nuestras banderas y con infantilismo ridículo toman nuestros discursos y le hacen daño. Hay que estar atentos con el izquierdismo infantil del todo o nada que es el mejor aliado del estatus quo”.
El modus operandi de la “revolución ciudadana” tiene parentescos con los procesos adelantados tanto en Bolivia como en Venezuela. Las expectativas generadas por la elección de un presidente indígena en el país del Altiplano, se han venido desinflando debido a la continuación de políticas extractivistas, acuerdos con las compañías trasnacionales y la subordinación de las aspiraciones de mujeres, indígenas y ecologistas a los denominados “grandes asuntos de interés nacional”. Desde Caracas, por su parte, se ha revertido el proceso de nacionalización de la industria petrolera tras el establecimiento, por la vía de los hechos, de empresas de capital mixto en donde compañías como Chevron, Repsol y BP son socias del Estado venezolano. No es casual que esta subordinación al mercado planetario energético, en tiempos de globalización, ocurra a través de líderes carismáticos y de retórica izquierdista en países cuyas sociedades demostraron significativa capacidad de resistencia y movilización contra los programas de ajuste neoliberal en la década de los noventas. Iniciativas que eran casi impensables quince años atrás, debido al rechazo popular que hubieran generado, hoy puedan instrumentarse cómodamente, tras construir un modelo de gobernabilidad basado en incorporar antiguos sectores antisistema al engranaje estatal, con una frenética campaña disciplinaria y de marketing para transformar en “revolucionarias” políticas de entrega de los recursos naturales a los principales compradores internacionales.
En este esquema, en el que conviven las apetencias de poder locales con las bolsas de valores mundiales, Venezuela se promociona a sí misma como vanguardia, en parte por la mayor capacidad de negociación que representa el poseer las más grandes reservas de gas y petróleo de la región. Sin embargo, a diferencia de sus pares, la jefatura del “Socialismo del siglo XXI” tiene como soporte a los movimientos sociales más débiles e institucionalizados del continente. La ausencia de un discurso e historicidad propia, la repetición de la cultura política adeca, la sustitución de los lazos de solidaridad horizontal por la fidelidad incontestable con la cúspide del poder así como la electoralización de sus agendas de movilización, forman parte del desierto movimientista creado tras una década de gobierno bolivariano. Es por ello que los ingredientes de la receta exitosa durante la década se repiten en la proximidad del 26 de septiembre, en donde las aspiraciones y exigencias populares deben hipotecarse al día después de las urnas electorales. Sin embargo, los tiempos no son los mismos. Todas las evidencias reflejan el progresivo desgaste de la hegemonía bolivariana. Y este descontento, cosa muy significativa, no está acarreando agua al molino de los partidos y tendencias desplazadas del poder en 1998.
Si algo hemos aprendido de los últimos años es que las verdaderas transformaciones no surgen por decreto, por mágicas sustituciones de nombre o por el altruismo de caudillos o líderes providenciales. Los cambios, profundos y auténticos, surgirán por la cultura y beligerancia generada desde las iniciativas sociales y populares autónomas, de base e independientes. No son los votos los que acabaran con la pobreza y las injusticias, sino nuestro hermanamiento desde los conflictos en los que participemos y el apoyo con todos y cada uno con los sectores en lucha por la dignidad humana. L@s anarquistas, y muchos otros y otras, sabemos que nuestro puesto no es la Asamblea Nacional ni el Palacio de Miraflores. Nuestro lugar se encuentra junto a los trabajadores tercerizados y precarios del país, los indígenas que pelean por sus tierras, los familiares de las víctimas de abuso policial, las organizaciones de derechos humanos, los artistas que no venden su arte ni al mercado ni al Estado, los presos y presas por protestar y las minorías sexuales.
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