Rafael Mondragón
A pesar de su título, las Memorias de un revolucionario del príncipe anarquista Piotr Kropotkin no dicen mucho de la revolución propiamente dicha. La actividad revolucionaria que lo hizo famoso está despachada en algunas decenas de páginas, al final y de forma apresurada. El grueso de esa autobiografía, que fue justamente saludada por Tólstoi como una de las grandes obras literarias de su época, está dedicada a narrar la infancia y juventud de Kropotkin.
En ese sentido puede decirse que las Memorias de un revolucionario son literatura infantil y juvenil: no están escritas para el consumo de niños y jóvenes (como sí lo están demasiados libros de entonces y ahora que se ven a sí mismos como recursos didácticos o dispositivos moralizantes), pero sí fueron pensadas desde la experiencia de la infancia y la juventud, en la que Kropotkin siguió habitando toda su vida. Por eso su libro está cerca de los cuentos de Andersen, los libros de Jonathan Swift y las obras de Tolkien y Ende: ninguno de esos autores sabía que estaba escribiendo para niños o jóvenes, pero todos ellos habitaron su infancia de manera obstinada e intensa, y siguieron viviendo en ella, incluso viejos, y desde ella ensayaron una crítica radical del mundo que interpela a todos aquellos que habitan ese paisaje ensoñado, entre ellos muchos jóvenes y niños de verdad.
En ese relato de infancia, la madre de Kropotkin juega un papel especial. A pesar de que ella hubiera muerto cuando el futuro anarquista era pequeño, la presencia de su madre proyecta en la primera parte del libro una sombra silenciosa. El narrador siente como si ella le hubiera dejado mensajes que él fue descubriendo conforme crecía: un día el niño abrió la despensa, y en un rincón encontró escondido un diario donde su madre hablaba de paisajes alemanes, de sus amarguras y sus ansias de felicidad; encontró libros llenos de versos rusos prohibidos por la censura, obras de teatro en francés, partituras, poemas de Byron y Lamartine, todo copiado por su madre; encontró también acuarelas.
Como el de Bakunin, el de Kropotkin es un anarquismo maternal y femenino. Como Bakunin, Kropotkin tuvo una relación difícil con su padre, que en sus Memorias es caricaturizado como un hombre irremediablemente banal, incapaz de conectarse con las sutilezas del arte y la vida, y obsesionado con los rituales de una aristocracia estrafalaria y un poco pasada de moda. Sobre todo con los rituales del ejército. La crítica de la ley y la obediencia impuesta verticalmente está prefigurada en el horror del niño Kropotkin hacia el ejército adorado por su padre, un ejército que ni siquiera puede adornarse con historias de heroísmo: cuando él y su hermano eran niños, Piotr le preguntó a su padre qué era lo más impresionante que había vivido en la guerra. La respuesta fue decepcionante: una vez le tocó ser perseguido por los lobos…
—¿Y esa medalla?
—Bueno, una vez me tocó ver cómo se incendiaba una casa. Adentro había niños y mi criado no vaciló en meterse a la casa para rescatarlos.
—¿Entonces por qué tienes tú la medalla? Quien la merecía era él.
—¡Pero es que él era mi criado!, respondía el padre, sin comprender la indignación de los niños.
Como ocurriría con el peruano José María Arguedas algunas décadas después, el príncipe Kropotkin creció entre sus criados, que lo volvieron uno más de su familia y alimentaron su infancia con historias de su madre, que había dejado huella profunda en todos los que la habían conocido y le legó a aquel niño una enseñanza de cómo en los ambientes más sofocantes es posible construir espacios de libertad. Esas anécdotas me interpelan porque yo también he recibido mensajes de fantasmas. He sido arropado por sus presencias, y ellas también me han enseñado a crecer en libertad.
Leer, una aventura
Como ocurriría después con Arguedas, Kropotkin creció con un sentimiento de no saber a qué mundo social pertenecía plenamente, y se llevó ese sentimiento a una adolescencia que sus Memorias describen en clave de novela de aventuras. Como ocurre a menudo con los niños lectores, las aventuras reales están prefiguradas en las aventuras relacionadas con los libros. No sólo con los libros de aventuras, sino con la aventura que implica leer, sobre todo en lugares donde leer no es necesariamente una actividad reconocida.
Por esa razón en estas aventuras juega un papel importante el hermano mayor, el transmisor, el que invita e incita. Ese papel, que antes había estado reservado al fantasma de su madre, lo cumplió, años después, su hermano Alejandro, quien decidió sacrificarse entrando al ejército para evitar en algunos años la entrada de Piotr. Las Memorias recrean las cartas apasionadas que Alejandro le mandaba a Piotr desde el cuartel, acompañadas de libros que Alejandro recomendaba con fervor. Libros prohibidos por el padre que tratan de todos los temas posibles, de la teología a la historia; que se vuelven excusa para que los hermanos alejados puedan encontrarse en el espacio de una carta y para que construyan juntos proyectos de lectura y estudio. A veces incluso es posible que Alejandro se escape del cuartel a la mitad de la noche, que baje por la ventana, que se meta a escondidas a la casa paterna, y entonces el niño Kropotkin recibe una seña misteriosa de uno de los criados y se mete a la cocina. Allí, rodeado de la presencia protectora de los siervos, está Alejandro, esperándolo para conversar sobre libros en horas que se vuelven breves por la pasión compartida. Luego Alejandro vuelve al cuartel, antes de que amanezca, y Piotr se queda inquieto, masticando los hallazgos de aquel día.
Sólo lo difícil es estimulante
A los quince años Piotr entró a una escuela militar. No a cualquier escuela, sino a la que formaba al cuerpo de pajes que daría servicio a la familia del emperador. Allí vivió las aventuras que añora todo adolescente respetable: se enfrentó a maestros infames y estudiantes abusivos.
Allí también se encontró con el profesor Klássovski, un erudito de salud delicada, al que el inspector de la escuela había convencido para que diera clases de gramática rusa. El inspector estaba radiante: el profesor era una eminencia y acompañaría a los jóvenes en los cinco años de su formación, siguiéndolos de un curso al siguiente. Sólo tendrían que esperarlo hasta la mitad del semestre, pues se había puesto mal de salud durante el invierno y no podía salir de su casa.
Kropotkin nunca olvidó la primera clase de su profesor. Era un hombre chaparro, de unos cincuenta años, al que yo siempre imagino como alguien aún mayor. Tenía una expresión ligeramente sarcástica, la frente ancha y los ojos brillantes. El primer día les dijo que se seguía sintiendo mal y no podía hablar lo bastante alto, así que todos iban a tenerse que sentar junto a él. Colocó su silla junto a la primera fila “y nos agrupamos a su alrededor como un enjambre de abejas”. Se suponía que la clase era de gramática, pero en realidad era de mucho más. Klássovski saltaba entre las épocas y las lenguas. Comparaba un antiguo proverbio ruso con un verso de Homero o del Mahabharata, que traducía en el momento para sus alumnos con enorme belleza. Recitaba a Schiller, comentaba mordazmente la cerrazón moral del mundo contemporáneo, volvía a la gramática, hacía una reflexión poética o filosófica.
Kropotkin recordaba que ni él ni sus compañeros entendían lo que les estaba diciendo, pero que todos estaban fascinados. Y añadió que lo más importante de la educación ocurre en esos momentos en que se abre el horizonte y se invita a penetrar más y más en eso que en un primer momento se siente borroso e impreciso. Recuerda los gestos de sus compañeros. Uno apoya las manos en las espaldas de su compañero. Otro se acuesta en la mesa de la primera fila. Otro más está de pie detrás del maestro. Todos están expectantes, intentando no perderse una palabra de esa voz. Hacia el final de la clase, el agotamiento convierte esa voz en un susurro, y los estudiantes aguantan la respiración para poder oír mejor. El inspector abre la puerta para ver cómo se portan los adolescentes, pero al ver “aquel inmóvil enjambre” la cierra con cuidado. Incluso los tontos y los inquietos están inmóviles y, a decir de Kropotkin, todos sienten que algo bueno y elevado les bulle en el fondo del corazón, como si la visión de un mundo desconocido apareciese frente a ellos.
En Rusia, añade el viejo anarquista, toda persona que vale algo en política o en literatura debió sus primeros pasos a un profesor de literatura. Sólo ellos son capaces de unir las materias dispersas en una narración que reflexiona sobre el sentido del mundo y de la historia humana. Así se imagina él que un día podrán enseñarse las ciencias naturales. Un día podrán enseñarse juntas la física y la química, la astronomía y la meteorología, la zoología y la botánica, todas ellas acompañadas de una visión general de la naturaleza en su conjunto, como la que se encuentra en el primer tomo de Cosmos de Alejandro de Humboldt. Quizá un día el profesor de geografía sea el encargado de enseñar de esa manera.
Releo sus reflexiones y pienso en lo distante en que están ellas respecto de tantas prácticas pedagógicas de hoy que se asumen “radicales” porque expulsan la dificultad y construyen prejuicios hacia las manifestaciones culturales presuntamente elitistas por estar lejos de la experiencia de los educandos. Todavía me sorprende hoy esta alabanza del asombro, de la seducción que ejerce lo desconocido, del saber con vocación cósmica, de la generosidad.
Tras graduarse en la escuela militar, Kropotkin se fue a Siberia. Su padre quedó horrorizado: había renunciado a una carrera en la corte imperial. Para el adolescente, Siberia era la libertad, su única alternativa porque sabía que su familia le impediría que estudiara en la universidad. En Siberia comenzó un capítulo nuevo: el de su diálogo cotidiano con los campesinos, su vivencia intensa del mundo natural, sus reflexiones sobre la cooperación. Ese capítulo sólo terminó cuando escuchó las noticias de la Comuna de París. Pero esa es otra historia y tendrá que ser contada en otra ocasión.
[Tomado de https://www.revistacomun.com/blog/kropotkin-y-la-infancia.]
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