Janet Biehl [1]
El
proyecto de vida de Murray Bookchin (1921-2006) fue tratar de perpetuar la
centenaria tradición socialista revolucionaria mediante su renovación para la
era actual. Frente al fracaso del marxismo después de la Segunda Guerra
Mundial, muchos socialistas, quizá los más radicales de su generación, abandonaron
la izquierda. Pero Bookchin se negó a abandonar el objetivo de sustituir el
capitalismo y el Estado-nación por una sociedad racional, ecológica, comunista,
libertaria, sobre la base de las relaciones sociales humanas y de cooperación.
En
lugar de abandonar esas ideas, trató de repensar la revolución. Durante la
década de 1950 llegó a la conclusión de que el nuevo escenario revolucionario
no sería la fábrica, sino la ciudad; que el nuevo agente revolucionario no
sería el trabajador industrial sino el ciudadano; que la institución básica de la
nueva sociedad debe ser, no la dictadura del proletariado, sino la asamblea de
ciudadanos en una democracia cara a cara; y que los límites del capitalismo
eran sobre todo ecológicos.
Además,
Bookchin concluyó que la tecnología moderna estaba eliminando la necesidad del
trabajo (una condición que él llamó "post-escasez"), liberando a las
personas para reconstruir la sociedad y participar en el autogobierno
democrático. Desarrolló un programa para la creación de asambleas y confederaciones
en barrios urbanos, pueblos y aldeas que, en varios momentos de su vida, llamó
ecoanarquismo, municipalismo libertario o comunalismo.
En la
década de 1970, surgieron nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo,
comunitarismo, ambientalismo) que aumentaron las esperanzas para el
cumplimiento de este programa, pero finalmente no lograron generar una nueva
dinámica revolucionaria. Hoy, 2015, cuando fue escrito este trabajo, el
concepto de asambleas radicales de ciudadanos está ganando un renovado interés
entre la izquierda internacional. Para esta nueva generación, me propongo a bosquejar
el programa básico a medida que Bookchin lo desarrolló en las décadas de 1980 y
1990.
Municipalismo
libertario
El
ideal de la “comuna de comunas”, planteó Bookchin frente a muchos públicos y lectores,
ha sido parte de la historia revolucionaria durante dos siglos: el ideal de las
comunas descentralizadas, sin Estado y autogestionadas colectivamente, o de
municipios libres, unidos en confederaciones. Los sans-culottes [2] de principios de 1790 habían
gobernado el revolucionario París precisamente a través de asambleas. La Comuna
de París de 1871 pidió “la autonomía absoluta de la comuna extendida a todas
las localidades en Francia”. Los principales pensadores anarquistas del siglo
XIX, Proudhon, Bakunin y Kropotkin, pidieron una federación de comunas.
El
municipalismo libertario pretendía ser una expresión de esta tradición. En
lugar de tratar de formar una máquina de partido para alcanzar el poder del
Estado e instituir reformas desde arriba hacia abajo, aborda la pregunta que
Aristóteles hizo hace dos mil años, el problema central de toda teoría
política: ¿qué tipo de política permite del mejor modo el florecimiento de la
vida humana comunal? Y la respuesta de Bookchin fue: la política en la que los ciudadanos
empoderados manejan su vida comunitaria a través de democracia asamblearia.
Para
Bookchin, la ciudad era la arena revolucionaria, mientras que la política ideal
sería aquella en la que los ciudadanos empoderados administran su vida
comunitaria a través de la democracia asamblearia.
Según
Bookchin, la ciudad era la nueva arena revolucionaria, como lo había sido en el
pasado. La izquierda del siglo XX, cegada por su compromiso con el proletariado
y con la fábrica, había pasado por alto este hecho. Históricamente, la
actividad revolucionaria en París, San Petersburgo y Barcelona se había basado
al menos tanto en el barrio urbano como en el lugar de trabajo. Durante la
Revolución
española
de 1936-37, los amigos anarquistas de Durruti insistieron en que “el municipio
es el auténtico gobierno revolucionario”.
Hoy en
día, pensaba Bookchin, los barrios urbanos guardan recuerdos de antiguas
libertades cívicas y de luchas libradas por los oprimidos. Si reviviésemos esos
recuerdos y construyésemos sobre esas libertades, argumentó, podríamos
resucitar el ámbito político local, la esfera cívica, como la arena para la
autogestión política autoconsciente.
Gran
parte de la vida social actual es trivial y vacía, señaló, en una modernidad
que nos deja sin dirección y desarraigados, viviendo bajo Estados nacionales
que nos hacen consumidores pasivos. El municipalismo libertario, por el
contrario, presente en la tradición del humanismo cívico, ofrece una alternativa
moral, otorgando el más alto valor a la participación ciudadana activa y
responsable. La política, insiste, es demasiado importante para dejarla en
manos de profesionales: debe convertirse en la provincia de la gente común y
corriente, y cada ciudadano adulto es potencialmente competente para participar
directamente en la política democrática.
La
democracia asamblearia es un proceso civilizador que puede transformar a un
grupo de individuos interesados solamente en sí mismos en un cuerpo político
deliberativo, racional y ético. Al compartir la responsabilidad de la
autogestión, los ciudadanos se dan cuenta de que pueden confiar unos en otros,
y pueden ganarse la confianza entre ellos. El individuo y la comunidad se crean
mutuamente en un proceso recíproco. Incrustar la vida social en formas de vida
éticas e instituciones democráticas da como resultado una transformación tanto
moral como material.
Donde
ya existen asambleas, el municipalismo libertario apunta a expandir su
potencial radical; donde antes existían, su objetivo es reavivarlas; y donde
nunca existieron, su objetivo es crearlas por fin. Bookchin ofreció
recomendaciones prácticas sobre cómo crear tales asambleas, que en 1996, en colaboración
con él, resumí en un manual, comenzando con la autoeducación a través de grupos
de estudio.
El
proceso puede involucrar la presentación de candidatos para cargos electivos
municipales en programas que exigen la devolución del poder a los vecindarios.
Donde eso es imposible, las asambleas pueden formarse extralegalmente y
esforzarse por alcanzar el poder conferido a través de la fuerza moral.
En las
grandes ciudades, los activistas pueden establecer inicialmente asambleas en
solo unos pocos barrios, que luego pueden servir como modelos para otros
barrios. A medida que las asambleas ganen un poder real de facto, la participación
ciudadana aumentará, mejorando aún más su poder. Finalmente, las normativas de
la ciudad “city charters” [3]
u otras constituciones serían alteradas para legitimar el poder de las
asambleas en el autogobierno local.
Vida
política democrática
En una
reunión típica de la asamblea, se convoca a los ciudadanos a abordar un
problema en particular, desarrollando un curso de acción o estableciendo una
política. Desarrollan opciones y deliberan sobre las fortalezas y debilidades
de cada uno, luego deciden por mayoría de votos. El proceso mismo de deliberar
racionalmente, tomar decisiones pacíficamente e implementar sus elecciones de
manera responsable desarrolla una estructura de carácter [character
structure] en los ciudadanos (fortalezas personales y virtudes cívicas) que
es adecuada a la vida política democrática.
Los
ciudadanos se toman en serio la noción de que la supervivencia de su nueva
comunidad política depende de la solidaridad, de su propia participación
compartida en ella. Llegan a comprender que disfrutan de derechos en su sistema
de gobierno, pero que también deben deberes a su comunidad y cumplen con sus
responsabilidades sabiendo que tanto los derechos como los deberes son compartidos
por todos.
La
civilidad razonada es esencial para una participación democrática tolerante,
funcional y creativa. Es un prerrequisito para la discusión constructiva y la
deliberación. Es indispensable para superar los prejuicios personales y al
espíritu de venganza, y para resistir los llamamientos a la codicia [cupidity]
y la avaricia [greed], en aras de preservar la naturaleza cooperativa de
la comunidad.
Una
cosa de la que no depende la democracia directa es de la homogeneidad étnica:
ni sus prácticas ni sus virtudes son propiedad exclusiva de ningún grupo
étnico. Una política democrática racional proporciona los espacios públicos
donde el entendimiento mutuo entre personas de diferentes etnias puede crecer y
florecer: sus procedimientos neutrales permiten a los miembros de los grupos
étnicos articular sus problemas específicos en el intercambio de ideas. En este
contexto compartido, las personas de todas las culturas pueden desarrollar
modestia sobre sus propios supuestos culturales y lograr un reconocimiento
común de un interés general, especialmente en función de las preocupaciones
ambientales y comunales.
Es de
esperar que las decisiones de las asambleas se guíen por criterios racionales y
ecológicos. El ethos de la responsabilidad pública podría evitar la
adquisición derrochadora, exclusiva e irresponsable de bienes, la destrucción
ecológica y las violaciones de los derechos humanos. Los ciudadanos en las
asambleas podrían asegurar conscientemente que la vida económica se adhiere a los
preceptos éticos de cooperación y participación, creando lo que Bookchin llamó
una economía moral en lugar de una economía de mercado.
Las
nociones clásicas de límite y equilibrio reemplazarían el imperativo
capitalista de expandirse y competir en la búsqueda de ganancias. La comunidad
valoraría a las personas, no por sus niveles de producción y consumo, sino por
sus contribuciones positivas a la solidaridad comunitaria.
Descentralización
y confederación
Para
apoyar el autogobierno democrático, la vida política municipal debería ser
reescalada a dimensiones más pequeñas: las grandes ciudades tendrán que
descentralizarse política y administrativamente en municipios de un tamaño
manejable, en barrios. La forma física de la ciudad podría descentralizarse
también. Al descentralizar las ciudades y reescalar los recursos tecnológicos a
lo largo de líneas ecológicas, el municipalismo libertario propone llevar a la
ciudad y al país a un equilibrio creativo.
La
descentralización, sin embargo, no presupone la autarquía. Cualquier comunidad
individual dada, en lo que respecta a los medios de vida, necesita más recursos
y materias primas que las que se encuentran dentro de sus propias fronteras.
Los municipios son necesariamente interdependientes, especialmente en la vida
económica. La interdependencia económica es una función no de la economía de
mercado competitiva o del capitalismo, sino de la vida social como tal: es
simplemente un hecho.
La
cooperación organizada es, por tanto, necesaria, y Bookchin argumentó que hacer
esto posible requiere la forma institucional de una confederación, una unión
lateral en la que varias entidades políticas se combinan para formar un todo
más amplio, como la ciudad o la región. Los barrios democratizados no se
disuelven en la confederación, sino que conservan su identidad distintiva mientras
se entrelazan para abordar su vida municipal o regional compartida.
Las
asambleas envían delegados a un consejo confederal para coordinar y administrar
las políticas que las asambleas han establecido, para conciliar (con aprobación
de las bases) las diferencias entre ellas y llevarlas a cabo. Los delegados no
son encargados de formular políticas, sino que son responsables ante las
asambleas que los eligieron, y tienen un mandato imperativo, inmediatamente revocable
a discreción de las asambleas.
Los
consejos confederales existen únicamente para fines administrativos y
adjudicativos. Conscientemente formados para expresar y acomodar la
interdependencia, y asegurar que el poder fluya de abajo hacia arriba.
Encarnan, por esto, el sueño revolucionario de una “comuna de comunas”.
Propiedad
comunitaria
La
vida económica que promueve el municipalismo libertario no está nacionalizada
(como en el socialismo de Estado), ni puesta en manos de los trabajadores de
cada fábrica (como en el sindicalismo), ni de propiedad privada (como en el
capitalismo), ni reducida a pequeñas cooperativas propietarias (como en
comunitarismo). Más bien, está municipalizada, es decir, se coloca bajo “propiedad”
de la comunidad en forma de asambleas de ciudadanos.
Todos
los principales activos económicos serían expropiados y entregados a los
ciudadanos en sus municipios confederados. Los ciudadanos, los “propietarios”
colectivos de los recursos económicos de su comunidad, formulan políticas
económicas persiguiendo interés de la comunidad en su conjunto. Es decir, las
decisiones que se toman no serían guiadas por los intereses de la empresa o los
de una vocación específica, que pueden volverse estrechos, particulares u
orientados sólo al lucro, sino por las necesidades de la comunidad. Así, los
miembros de un lugar de trabajo particular ayudarían a formular políticas no
solo para ese lugar de trabajo sino para todos los demás lugares de trabajo en
la comunidad; y ellos no participarían como trabajadores, agricultores,
técnicos, ingenieros o profesionales, sino como ciudadanos.
La
asamblea tomaría decisiones sobre la distribución de los medios de vida
materiales entre todos los barrios de un municipio y entre todos los municipios
de una región, donde se puede utilizar en beneficio de todos, de acuerdo con la
máxima de los movimientos comunistas del siglo XIX: “de cada uno según su
capacidad y para cada uno según su necesidad”. Todos en la comunidad tendrían
acceso a los medios de vida, independientemente del trabajo que él o ella fuera
capaz de realizar. La asamblea determinaría racionalmente los niveles de
necesidad.
La
vida económica como tal se incluiría en el ámbito político, absorbida como
parte de los asuntos públicos de las asambleas confederadas. Si un municipio
intentara absorberse a expensas de otros, sus confederados tendrían el derecho
de evitar que lo haga. Ni la fábrica, ni la tierra podrían volver a ser una
unidad competitiva separada con sus propios intereses particulares.
Hoy,
argumentó Bookchin durante mucho tiempo, las tecnologías productivas se han
desarrollado lo suficiente como para hacer posible una inmensa expansión del
tiempo libre, a través de la automatización de las tareas que alguna vez fueron
realizadas por el trabajo humano. Los medios básicos para eliminar el trabajo
extenuante [toil] y el trabajo pesado [drudgery], que además son
para vivir con comodidad y seguridad, racional y ecológicamente, y para atender
los fines sociales más que los meramente privados, están potencialmente
disponibles para todos los pueblos del mundo. En la sociedad actual, la
automatización ha creado dificultades sociales, como la pobreza que resulta del
desempleo debido a que las corporaciones prefieren las máquinas al trabajo
humano para reducir los costos de producción. Pero en una sociedad racional,
las tecnologías productivas podrían usarse para crear tiempo libre en lugar de
miseria. Sería usada la infraestructura tecnológica de hoy para satisfacer las
necesidades básicas de la vida y eliminar el trabajo oneroso en lugar de servir
a los imperativos del capitalismo. Los hombres y las mujeres tendrían el tiempo
libre para participar en la vida política y disfrutar también de una vida
personal rica y significativa.
Milicias
de ciudadanos
A
medida que más y más municipios se democratizasen y formasen confederaciones,
observó Bookchin, su poder compartido constituiría una amenaza tanto para el
Estado como para el sistema capitalista. Resolver esta situación inestable
podría implicar una confrontación, ya que la estructura de poder existente
seguramente se movería contra el sistema de gobierno autónomo. Bookchin pensaba
que las asambleas tendrían que crear una guardia armada o una milicia ciudadana
para proteger sus libertades recién descubiertas.
En este
respecto, él se alinea con la comprensión de larga data del movimiento
socialista internacional de que el pueblo armado, las milicias de los
ciudadanos como una alternativa a los ejércitos permanentes, era una condición sine
qua non para una sociedad libre. Bakunin, por ejemplo, escribió en la
década de 1860: “Todos los ciudadanos que estén en condiciones de hacerlo,
deberían, si es necesario, tomar las armas para defender sus hogares y su
libertad. La defensa y el equipo militar de cada país deben ser organizados
localmente por la comuna, o provincialmente, de manera similar a las milicias
en Suiza o los Estados Unidos”.
La
milicia de los ciudadanos no es simplemente una fuerza militar, sino que
también manifiesta el poder de una ciudadanía libre, lo que refleja su
determinación de hacer valer sus derechos y su compromiso con su nueva
dispensación política. La milicia o guardia cívica estaría organizada democráticamente,
con oficiales elegidos tanto por la milicia como por la asamblea de ciudadanos,
y existiría bajo la estrecha supervisión de las asambleas de ciudadanos.
Es
posible que la confrontación armada sea innecesaria, observó Bookchin, ya que
la existencia misma de la democracia
directa podría “vaciar” el propio poder del Estado, deslegitimando su autoridad
y ganando a la mayoría de la gente a las nuevas instituciones cívicas y
confederales. Cuanto más grandes y numerosas se vuelvan las confederaciones
municipales, mayor será su potencial para constituir un poder dual (para usar
la frase de Trotsky) o un contrapoder para el Estado-nación. Expresando la
voluntad del pueblo, la confederación podría constituir una palanca para la transferencia
del poder.
Con o
sin confrontación armada, el poder se desviaría del Estado y pasaría a manos
del pueblo y sus asambleas confederadas. En París en 1789 y en Petrogrado en
febrero de 1917, la autoridad estatal simplemente colapsó frente a una
confrontación revolucionaria. Tan vacío estaba el poder de las aparentemente
poderosas monarquías francesas y rusas que cuando el pueblo revolucionario los desafió,
se derrumbaron. En ambos casos, y esto es crucial, los soldados ordinarios de
las fuerzas armadas adhirieron al movimiento revolucionario. También hoy,
pensaba Bookchin, sería decisivo que las fuerzas armadas existentes cruzaran
del lado del Estado al lado del pueblo.
Aprovechando
el momento revolucionario
Bookchin
enfatizó en repetidas veces en sus últimos años que para que una revolución
tenga éxito, la historia debe estar de su lado. El éxito no es posible en todo momento;
además de la voluntad de los individuos, también deben actuar grandes fuerzas
sociales.
Pero,
con demasiada frecuencia, cuando una revolución está en el horizonte, la gente
no está lista para ella. En los “momentos revolucionarios”, como los llamaba
Bookchin, en el momento en que estalla una crisis social o política, las
personas salen a las calles y manifiestan su rabia. Sin embargo, sin la existencia
de instituciones revolucionarias para encarnar una alternativa, terminan
preguntándose qué se puede hacer. Cuando se produce un momento revolucionario,
es demasiado tarde para crear tales instituciones.
Es
imposible predecir, insistió Bookchin, cuándo ocurrirán las crisis sociales,
por lo que las instituciones emancipadoras deben crearse conscientemente antes
del momento revolucionario, a través de un trabajo molecular minucioso. Instó a
sus estudiantes a comenzar a crear las instituciones de la nueva sociedad
dentro del cascaron de la antigua, para que estén en su lugar en el momento de la
crisis.
Los arquitectos
de la revolución de Rojava entendieron este punto claramente. A principios de
la década de 2000, incluso cuando el brutal régimen de Assad proscribió la
actividad política, el sindicato de mujeres Yekitîya Star y el PYD [4] comenzaron
a organizarse clandestinamente, de acuerdo con la ideología del confederalismo
democrático, la nueva ideología del PKK [5]. En marzo de 2011 comenzó el
levantamiento sirio, lo que permitió una organización más abierta, y se
lanzaron con toda su fuerza: el Consejo Popular del Kurdistán Occidental (MGRK)
creó consejos en barrios, aldeas, distritos y regiones.
Los
ciudadanos ingresaron a estas instituciones alternativas, tanto que se creó un
nuevo nivel, la calle residencial, que se convirtió en el hogar de la comuna,
la verdadera asamblea de ciudadanos. Cuando el momento revolucionario de Rojava
ocurrió en julio de 2012, cuando el régimen de Assad evacuó la región, el
proceso había estado en marcha durante más de un año, y se habían establecido
sus bases: el sistema del consejo democrático estaba en su lugar y contaba con
el apoyo del pueblo.
El
próximo desafío no será sólo sobrevivir en la guerra contra los yihadistas,
sino garantizar que el poder continúe fluyendo de abajo hacia arriba. Para el
resto del mundo, la revolución de Rojava ofrece una importante lección sobre la
necesidad de una preparación anticipada. Si bien los activistas occidentales a
menudo enfrentan represión, no se enfrentan a nada parecido a la brutalidad de
la dictadura de Assad, y tienen la relativa libertad para comenzar a crear
nuevas instituciones ahora mismo.
La
cuestión del poder
Bookchin
descubrió con frustración que muchos activistas en los movimientos sociales de
hoy consideran el poder mismo como un mal maligno, algo que debe ser abolido o
evitado como moralmente impuro. Se opuso con vehemencia a esta noción, al final
de la vida, insistiendo en que el poder no es ni bueno ni malo, simplemente es.
La cuestión pertinente no es si existirá (existirá, siempre) sino si está en
manos de las élites o en manos del pueblo, y los propósitos e intereses para los
que se ejerce.
Ilustra
Bookchin este punto comentando una historia de la Revolución española de
1936-37. En las décadas anteriores, los anarquistas españoles habían construido
una institución revolucionaria fuerte, la CNT (Confederación Nacional del
Trabajo), el sindicato anarcosindicalista más grande del mundo. El 21 de julio
de 1936, cuando los generales de Franco estaban invadiendo gran parte de España
con la intención de destruir la República española en favor de una dictadura
militar, los trabajadores de Barcelona, organizados por la CNT, formaron
milicias armadas, y en algunos lugares, especialmente en Cataluña, consiguieron
hacer retroceder a los reaccionarios franquistas.
Una
vez las cosas se calmaron, los trabajadores y campesinos tenían el poder de
facto en Cataluña. Habían colectivizado los lugares de trabajo tanto en
fábricas como barrios urbanos; en el campo, colectivizaron la tierra. Además
establecieron una red de comités autónomos para manejar defensa, suministros y
transporte. Estas instituciones de abajo hacia arriba constituyeron un
verdadero gobierno revolucionario. A través de ellos, los trabajadores y los
campesinos no destruyeron el poder; en virtud de su autoorganización y su éxito
militar, lo sostuvieron. Fue, pensaba Bookchin, uno de los mayores momentos
revolucionarios del siglo XX, de hecho en toda la historia revolucionaria.
Para
obtener orientación sobre cómo administrar ese poder, los trabajadores y
campesinos acudieron a la CNT, que el 23 de julio convocó una asamblea o
plenario cerca de Barcelona para discutir el asunto. Algunos delegados
argumentaron apasionadamente que la CNT debería aprobar a los colectivos y
comités como un gobierno revolucionario y proclamar el comunismo libertario [6]. Pero otros argumentaron que tal
movimiento constituiría una “toma del poder bolchevique”. En cambio, instaron a
la CNT a unirse a todos los otros partidos antifascistas (liberales burgueses,
socialistas e incluso estalinistas) y formar un gobierno de coalición regional
en Cataluña.
El
pleno de la CNT perdió su nervio revolucionario y eligió el segundo curso.
Trágicamente, en esencia transfirió el poder del autogobierno de facto al
gobierno de coalición, que realmente era un nuevo Estado regional.
Posteriormente, este Estado catalán consolidó su poder, restaurando las viejas fuerzas
policiales e incluso permitiéndole a los estalinistas ir a sus anchas. En unos
pocos meses, los estalinistas suprimieron los comités de trabajadores y
campesinos, demolieron la revolución y arrestaron a sus partidarios.
Bookchin,
por supuesto, pensó que los anarquistas catalanes de 1936 debieron haber
proclamado el comunismo libertario cuando tuvieron la oportunidad. Pero la
teoría anarquista les había enseñado a rechazar todo poder como maligno en
lugar de abrazar el poder popular basado en el pueblo. Los amigos de Durruti, a
quienes Bookchin admiraba, atribuyeron el fracaso de la revolución de julio de 1936 a
su falta de “un programa concreto. No teníamos idea a dónde íbamos. Teníamos
mucho romanticismo; pero cuando todo estaba dicho y hecho, no sabíamos qué
hacer con nuestras masas de trabajadores o cómo dar sustancia al derrame
popular que estalló dentro de nuestras organizaciones. Al no saber qué hacer,
entregamos la revolución en bandeja a la burguesía y los marxistas”.
Con el
municipalismo libertario, Bookchin buscó proveer la teoría libertaria del poder
que se necesitaba en 1936-37. Así también hizo Öcalan con el confederalismo
democrático. Armados con teorías libertarias del poder, podemos esperar que
en el futuro tales momentos revolucionarios no se pierdan trágicamente una vez
más.
¡Radicaliza
la democracia!
El
Estado-nación y el sistema capitalista no pueden sobrevivir indefinidamente. En
todo el mundo, las divisiones entre ricos y pobres se han ampliado hasta
convertirse en un abismo enorme, y todo el sistema está en curso de colisión
con la biosfera.
El
imperativo del capitalismo de crecer o morir, que busca ganancias para la
expansión del capital a expensas de todas las demás consideraciones, está
radicalmente en desacuerdo con las realidades prácticas de la interdependencia
y el límite, tanto en términos sociales como en términos de la capacidad del
planeta para sostener la vida. El calentamiento global ya está causando
estragos, causando el aumento del nivel del mar, extremos climáticos catastróficos,
epidemias de enfermedades infecciosas y la disminución de la tierra cultivable.
Para
Bookchin, la elección era clara: o las personas establecen una sociedad
democrática, cooperativa y ecológica, o los cimientos ecológicos de la sociedad
simplemente van a colapsar. La recuperación de la política y la ciudadanía era,
por lo tanto, para él no solo una condición previa para una sociedad libre: era
una condición previa para nuestra supervivencia como especie. La cuestión
ecológica exige una reconstrucción fundamental de la sociedad, en líneas que
sean cooperativas en lugar de competitivas, democráticas en lugar de
autoritarias, comunitarias en lugar de individualistas, sobre todo eliminando
el sistema capitalista que está causando estragos en la biosfera.
Bookchin
creía que el deseo de preservar la biosfera sería universal entre las personas
racionales, que la necesidad de comunidad permanecería en el espíritu humano,
surgiendo a lo largo de los siglos en tiempos de crisis social. En lo que
respecta a la economía capitalista, no debe olvidarse que tiene poco más de dos
siglos. En la economía mixta que la precedió, la cultura restringió los deseos
de adquisición, y podría hacerlo una vez más, reforzado por una tecnología
posterior a la escasez.
La
demanda de una sociedad racional nos convoca a ser seres racionales, a vivir a
la altura de nuestros potenciales humanos únicos y construir la comuna de
comunas. Argumentó Bookchin que en muchos lugares las viejas instituciones
democráticas persisten dentro de los soportes de los estados republicanos de
hoy. La comuna yace escondida y distorsionada en el ayuntamiento; el conjunto seccional
yace escondido y distorsionado en el vecindario; la reunión del pueblo yace
escondida y distorsionada en el municipio; y las confederaciones municipales
yacen ocultas y distorsionadas en las asociaciones regionales de pueblos y
ciudades.
Al
desenterrar, renovar y construir sobre estas instituciones ocultas donde
existen, y construirlas donde no existen, podemos crear las condiciones para
una nueva sociedad que sea democrática, ecológica, racional y no jerárquica. De
ahí la consigna con la que Bookchin cerró tantas de sus prédicas inspiradoras: “¡Democratiza
la república! ¡Radicaliza la democracia!”.
Notas:
[1]
Original en inglés: Biehl, Janet, “Bookchin’s Revolutionary Program”, ROAR
Magazine, n° 0.
[2] Los
sans-culottes, literalmente “sin calzones”, eran aquellos sectores de
menores ingresos durante la Francia del siglo XVIII. El ejército revolucionario
de la Revolución francesa estaba principalmente compuesto por personas de este
sector social. El nombre es referencia a los culottes, la prenda de
vestir que podían utilizar los sectores más acomodados de la sociedad.
[3] “City
charters” es una expresión que refiere a leyes que sólo competen a la ciudad y
no al Estado en su conjunto.
[4] Partido
de Unión Democrática. PYD por sus siglas en kurdo, Partiya Yekîtiya
Demokrat.
[5] Partido
de los Trabajadores de Kurdistán. PKK por sus siglas en kurdo, Partiya
Karkerên Kurdistan.
[6] En
español en el original, así como en todas las otras ocasiones que figura la
expresión “comunismo libertario”.
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