Manuel Ligero
Criticones, malpensados y aguafiestas siempre hubo entre la grey practicante y la adusta patronal. ¿Pero por qué se sumó la izquierda a este ejército de santurrones? ¿De dónde han salido estos pastores rojos, cancerberos del decoro social, que nos dicen qué entretenimiento es compatible con la revolución y cuál no? Machado ya hablaba de esos “pedantones al paño” que se las dan de sabios “porque no beben el vino de las tabernas”. Pues bien, ha llegado el momento de diagnosticar su mal, encontrar su origen y ofrecer un remedio a su sufrimiento. Y para eso estamos aquí.
Igual que existen rigoristas en el ámbito de la religión, los hay también, desde siempre, entre los analistas y prescriptores culturales. Tras la Segunda Guerra Mundial, uno de los más influyentes (no en vano era consuegro de Stalin) fue Andréi Zhdánov. Enamorado de la música, fue el responsable de la persecución a la que fueron sometidos Shostakóvich y Prokófiev, entre muchos otros. A su juicio, se estaba produciendo en las artes soviéticas la impregnación de una «ideología extranjera», por lo que asumió personalmente la tarea de apuntalar el realismo socialista. El resultado de aquel celo, es sabido, fue un tostón de proporciones insondables.
Y aquí es donde llegamos a la cuestión de la utilidad política del arte. El propio Jean-Luc Godard, fascinado por la Revolución Cultural china y tras varios años dedicado de lleno al cine político, confesó su fracaso. El cine no servía como arma revolucionaria contra la realidad. Por supuesto, él intelectualizó bastante más su respuesta, pero nosotros podríamos resumirla en estas pocas palabras: no se le puede dar la turra a la gente.
Bailando, me paso el día bailando… porque puedo
Una de las funestas consecuencias de la Gran Recesión de 2008 ha sido la persecución de la frivolidad. Desde entonces, una frase sirve para cortar cualquier conato de buen humor y silenciar al bromista: «Con la que está cayendo…». Empezaba así una nueva era cimentada en el ruido de las redes sociales. Nacía el moderno capillita marxista, martillo de impíos y perseguidor de placeres. Quien no respetase escrupulosamente el amargo duelo por la crisis era denunciado como colaboracionista. «Con la que está cayendo y tú con tus chistecitos». El fenómeno es grave no sólo porque sea contraproducente para la izquierda, que queda arrinconada en su tristeza cavilosa, sino porque atenta contra la propia naturaleza humana. Hay una emergencia de la alegría que entra en erupción precisamente en los momentos más inopinados. Nadie que haya vivido una larga noche de velatorio podrá negar que, en algún momento de la misma, acabó llorando de la risa. Siempre pasa. Es una vía de escape y un gozoso atributo de nuestra especie. «La alegría es el paso del hombre de una menor a una mayor perfección», decía Spinoza.
Animados por su espíritu justiciero y provistos de una cuenta de Twitter, los miembros de la Congregación para la Doctrina de la Fe marxista no entienden de sentimientos y corren raudos a denunciar cualquier brote de felicidad. El posicionamiento no es nuevo ni se debe, por supuesto, únicamente a las redes sociales, ya que allí hallamos también hermosos ejemplos de saludable cachondeo que nos ayudan a rebajar la gravedad de la vida cotidiana. Pero aguafiestas, decíamos, ha habido siempre. Veamos algunos ejemplos.
¡Que te pires ya por ahí, hombre!
En una de las cartas que Rosa Luxemburgo le escribió a su amiga Luise Kautsky desde la cárcel, después de recordar con nostalgia sus alegres acampadas regadas con champán Mumm, se queja de que su camarada y amante Leo Jogiches le haya afeado un arrebato romántico. Ella había arrancado un dibujo de un álbum del pintor William Turner y se lo había enviado por correo. Él se lo remitió de vuelta diciendo que aceptarlo sería «vandálico» y que debería reintegrarlo al álbum. «Leo (…) no sabe cómo amar», escribió a su amiga. «Tú y yo sí lo sabemos, ¿verdad, Luise? y si cualquier día se me antoja coger un par de estrellas para regalárselas a alguien como un par de gemelos, no quiero que un sesudo pedante venga a advertirme, con empaque doctoral, que con ello echo a perder los atlas astronómicos de las escuelas».
Se le atribuye a Emma Goldman la célebre frase «si no puedo bailar, tu revolución no me interesa». En realidad, no la expresó exactamente así. El contexto en el que formuló esa idea es importante y aumenta incluso su belleza. Así lo escribió en sus memorias, Viviendo mi vida (1931):
En los bailes era una de las más alegres e incansables. Una noche, un primo de Sasha, un muchacho muy joven, me llevó aparte. Con gravedad, como si fuera a anunciarme la muerte de un compañero querido, me susurró que bailar no era propio de un agitador. Al menos, no con ese abandono. (…) Mi frivolidad solo haría daño a la Causa.
La insolencia del muchacho me puso furiosa. (…) No creía que una Causa que defendía un maravilloso ideal, el anarquismo, la liberación de las convenciones y los prejuicios, exigiera la negación de la vida y la felicidad. Insistí en que la Causa no podía esperar de mí que me metiera a monja y que el movimiento no debería ser convertido en un claustro. Si significaba eso, no quería saber nada de ella. «Quiero libertad, el derecho a la libre expresión, el derecho de todos a las cosas bellas y radiantes». Eso significaba el anarquismo para mí, y lo viviría así a pesar del mundo entero, de la cárcel, de las persecuciones, de todo.
El derecho a «las cosas bellas» también fue el motor vital de otro autor bajo sospecha: Oscar Wilde. El escritor irlandés, con sus irónicos y agudos análisis, hizo de la frivolidad un arte. Era tan brillante que sus críticas a la moral burguesa fueron aplaudidas por los propios burgueses… hasta que se cansaron de él. Antes de dar con sus huesos en la cárcel por sodomizar a un consentido y consintiente niño de papá, su habilidad con la pluma le permitió compatibilizar su simpatía por los fabianos (que serían fundamentales en la posterior creación del Partido Laborista) y por los anarquistas con el aplauso en los salones de la alta sociedad. No era lo que hoy entenderíamos por un artista comprometido. Entre el champán y el sudor eligió lo primero, como haría cualquier persona en sus cabales, pero a su manera, diletante y provocadora, dejó perlas revolucionarias como la siguiente:
Mendigar es más seguro que robar, pero mucho menos digno. No: un pobre ingrato, dispendioso, descontento y rebelde es probable que tenga verdadera personalidad y mucho que decir. Al menos la suya es una protesta saludable. Por lo que respecta a los pobres virtuosos, por supuesto, es posible compadecerlos, pero no admirarlos. Han pactado con el enemigo y vendido el derecho de primogenitura por un plato de potaje aguado. También deben de ser extraordinariamente estúpidos. Puedo entender que alguien defienda las leyes que protegen la propiedad privada y su acumulación, siempre y cuando dichas condiciones le permitan desarrollar una vida bella e intelectual. Pero me resulta increíble que las defiendan aquellos cuya vida entorpecen y afean dichas leyes.
El ensayo al que pertenecen estas líneas, El alma del hombre con el socialismo, era particularmente sarcástico y esto es lo que no se le perdona, y menos a un cantor de los placeres mundanos como Wilde. Pero Wilde ya fue suficientemente perseguido y castigado en vida. ¿De verdad quieres pertenecer a un grupo que lo persiga ahora por su frivolidad?
Amparados en que todo es político, habrá quienes crean que saltar a la comba con tu hija no sólo no aporta nada a la revolución sino que la entorpece. Lo mismo que zamparse un cachopo, ir al fútbol con tus amigas, ver una peli de coches que explotan o pasar una buena tarde de sexo. No pueden estar más equivocados.
Tampoco hay que ponerse así
La explicación a la súbita multiplicación de la figura del izquierdista cenizo podría encontrarse en la dificultad de alguna gente para convivir en el contexto actual con eso que se llama «disonancia cognitiva». Como todo está polarizado, como estás conmigo o estás contra mí, la cohabitación en su cerebro de dos ideas que se excluyen mutuamente les produce un sufrimiento insoportable. O por expresarlo de una forma más coloquial: son mu sentíos, demasiado sentíos. Nada que no se cure con un poco de relax y tolerancia intelectual.
Si a pesar de todo sigues incómodo, como último recurso, y bajo tu responsabilidad, puedes recurrir a la religión. La Iglesia católica halló una fórmula magistral para cabalgar entre contradicciones: todos somos pecadores. El ardid es asombroso en su simplicidad. Ni el más puro de nosotros está a salvo de la tentación. Ni el mismo papa de Roma. Unos la resistirán, como Jesús en el desierto, y otros caerán en el oprobio pero, finalmente, tras el debido arrepentimiento… ¡serán perdonados! ¿Es genial o no? Seguramente quienes mejor entiendan este proceso sea la gente adicta a algún tipo de sustancia. Las recaídas son inevitables, puesto que nadie es de hierro, pero no te aflijas. No estás solo. Volveremos a empezar el proceso de desintoxicación juntos y a ver hasta dónde llegamos esta vez. Pase lo que pase, tu debilidad (como la mía) será perdonada.
Sonará fatal, pero a lo mejor debemos convertirnos en consumidores desde la condescendencia, tanto en el plano político como en lo que se refiere a calidad artística. Dicho en otras palabras (y aplíquense éstas a cualquier producto cultural susceptible de entrar en la más zarrapastrosa de las categorías): «Es una mierda, pero me he entretenido». ¿Es eso, acaso, un pecado? ¿Y si fuera todo lo contrario? ¿Y si vivir en la paradoja fuera un virtuoso ejemplo de adaptación neurológica, un signo de inteligencia?
Por nuestra salud mental para la ideología debería funcionar, como en el trabajo, una especie de desconexión digital. No podemos estar todo el día aplicando a nuestro ocio el método de análisis dialéctico de Hegel. Un poco sí, vale, pero sin fliparse. Porque el exceso envenena y, en el peor de los casos, te conducirá a una ira digital ridícula. Quien aspire a la pureza tendrá la amargura como recompensa. Y eso sí que no sirve para nada. Para apoyar esta afirmación podríamos citar a excelsas filósofas o a rotundos académicos, pero llegados a este punto, y por si aún quedara algún indeciso, tendremos que jugar fuerte y recurrir al más grande de todos: «Es preferible reír que llorar». Lo dijo Peret el rey de la rumba y no hay más que hablar.
[Versión resumida de artículo accesible en https://www.lamarea.com/2020/08/07/como-acabar-de-una-vez-por-todas-con-los-aguafiestas.]
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