Diego Delgado
Si el planeta Tierra fuese un ente consciente, habría dicho “basta” hace muchos —muchísimos— años. Basta de permitir que una de las especies a las que ha regalado la existencia destruya sistemáticamente todos y cada uno de sus ecosistemas, de sus especies, de su vida. Como no lo es, el final no lo marca su hartazgo, sino sus límites físicos; y permitidme el spoiler tempranero: esos límites ya han sido traspasados.
Si el planeta Tierra fuese un ente consciente, habría dicho “basta” hace muchos —muchísimos— años. Basta de permitir que una de las especies a las que ha regalado la existencia destruya sistemáticamente todos y cada uno de sus ecosistemas, de sus especies, de su vida. Como no lo es, el final no lo marca su hartazgo, sino sus límites físicos; y permitidme el spoiler tempranero: esos límites ya han sido traspasados.
Los seres humanos hemos vivido por encima de las posibilidades de nuestro planeta durante demasiado tiempo, y de ninguna forma existe ni existirá una solución viable a la crisis climática que se encuadre dentro de esta lógica del crecimiento sostenido e ilimitado. Es física y científicamente imposible, y todas las propuestas que se muevan dentro de esos parámetros son falsas. Todas. Es así de sencillo.
La cegadora burbuja verde
“Refugiado” en 2015, “Populismo” en 2016, “Aporofobia” en 2017 y “Microplástico” en 2018. Son los términos elegidos por la Fundéu como palabras más destacadas de los penúltimos cuatro años y, curiosamente, todas ellas reflejan a la perfección distintas aristas de la realidad de la crisis climática. El conflicto que enfrenta a las élites político-económicas contra la vida en el planeta está generando millones de refugiados, un fenómeno que el neofascismo está aprovechando para ganar votos mediante un populismo que criminaliza a las personas que huyen de la destrucción originada por esas mismas élites. La aporofobia patológica que sufren —y disfrutan— los grandes multimillonarios les permite observar, impasibles, cómo se cierne la catástrofe climática sobre las clases menos privilegiadas, mientras siguen cercenando vidas humanas y especies al completo con sus microplásticos.
“Emoji” ha sido la palabra galardonada en 2019, pero siguiendo la tendencia que se ha ido dibujando desde 2015, “greenwashing” habría sido un perfecto colofón a este lustro. No solo por su creciente presencia fuera de los círculos más especializados del ecologismo, sino también por la importancia vital —literalmente— de su significado. Como lo que no se nombra, no existe, hay que introducir el greenwashing en la opinión pública con toda la fuerza que sea posible, porque sus implicaciones semánticas señalan con firmeza a Gobiernos y grandes corporaciones como responsables últimos de un desastre climático que, aunque sea víctima de una inusitada campaña de ocultamiento y negación, ha permeado profundamente en la sociedad, como bien demuestra la Fundéu.
El greenwashing —que podríamos traducir como “ecoblanqueamiento” o, más literalmente, “lavado verde”— alude a una serie de estrategias a través de las cuales los adalides del capitalismo, principales responsables de la crisis ecológica, construyen una suerte de burbuja en la que la lógica del crecimiento ilimitado es la única realidad viable; se autoerigen como los únicos actores que pueden revertir la gravísima espiral de destrucción de ecosistemas, y anuncian a bombo y platillo que, de hecho, ya lo están haciendo. Desgraciadamente, los ejemplos nos rodean allá donde estemos, así que la comprensión del concepto es automática.
El blanqueamiento puede llevarse a cabo en forma de operación de falsa bandera, como la que intentó Ecoembes al publicar un vídeo en su perfil oficial de Instagram en el que podía verse el logo de Juventud por el Clima —Fridays for Future España, una de las plataformas de activismo ecologista más importantes a nivel mundial—. La respuesta fue inmediata, con un comunicado en el que denunciaban públicamente la utilización ilícita de su nombre y aprovechaban para dejar una definición cristalina del comportamiento paradigmático de greenwashing: “No toleraremos el uso de nuestro trabajo para blanquear sus más que cuestionables políticas”.
Las posibilidades de lavar la propia imagen crecen de forma paralela a la dimensión de la empresa en cuestión, llegando a límites difícilmente imaginables que, sacando la cabeza fuera de la burbuja verde, se tornan risibles e insultantes por lo evidente de sus intenciones. Endesa, en el contexto del inicio de la Cumbre del Clima (COP25) en Madrid, hizo una ostentación de su poder de autoblanqueamiento, situado en una esfera superior incluso a derechos fundamentales del ser humano, como lo es el acceso a la información.
Su logo copaba las portadas de todos los diarios impresos más importantes del país —El Mundo, ABC, El País, La Vanguardia, El Periódico y La Razón, entre otros—, acompañado de titulares que, de una forma u otra, colocaban a la compañía como líder en la lucha contra el cambio climático. “Endesa lidera el cambio hacia una sociedad libre de emisiones” o “Endesa presenta sus soluciones para una sociedad libre de emisiones”. Lo que no aparecía —ni aparecerá— en ninguna de esas cabeceras es la clasificación de empresas españolas más contaminantes. Curiosamente, ahí, Endesa también es líder.
El liderazgo tiene esta cosa tan adictiva que hace que, una vez liderado algo, ya se quiere liderar todo. Incluso —y especialmente— si las realidades lideradas son una y su contraria, porque así se puede ocultar su inevitable colisión y beneficiarse de ambas. Al menos, hasta que una sea devastada por la otra.
El neoliberalismo presenta: Las contradicciones de liderarlo todo
La COP25 convirtió Ifema [en Madrid] en un teatro en el que, durante casi dos semanas, se representó día tras día la misma obra: las contradicciones de liderarlo todo. Líderes en contribución a la destrucción del planeta, como Coca-Cola o Chevron —segunda empresa del mundo con más emisiones desde 1965—, fueron, igual que Endesa, los grandes protagonistas del evento.
El gigante de los refrescos, que por segundo año consecutivo se situó en 2019 como empresa más contaminante (en términos de desechos plásticos) del mundo, empapelaba las paredes con un greenwashing grotesco en el que pedía “reciclar juntos”; mientras que la petrolera organizaba charlas y encuentros para buscar soluciones al mismo desastre del que es subcampeona en responsabilidad. Liderar una realidad —la lucha contra el cambio climático— y su contraria —el capitalismo sádico de crecimiento ilimitado—.
Las élites político-económicas pusieron todo su empeño en interpretar al dedillo su papel en la función y, entre bambalinas, se informó al activismo ecologista de que su presencia en el escenario estaba prohibida.
La denominada “Zona verde”, espacio reservado para albergar la voz de la sociedad civil, estuvo repleta de directivos de las grandes corporaciones que diluían cualquier tipo de reivindicación con un mínimo cariz anticapitalista. Cuando no bastaba con eso, la seguridad del recinto acudía a expulsar del mismo a activistas que tratasen de liderar alguna de las líneas de discusión con ideas exoburbuja. ¿Quién se atreve a liderar en una reunión de líderes?
En este sentido, quedan pocas dudas respecto a la supremacía dogmática de las élites en la construcción del relato de la crisis climática. Una tarea que llevan a cabo en base a una meta incontestable: establecer unos marcos de realidad que logren mutilar la capacidad de cuestionamiento del modelo actual de producción y consumo, so pena de recibir, rápida y eficazmente, el estigma de figura disruptiva, antisistema y, por ende, despreciable.
El coche, el muro y el desdichado remolque
La batalla por el dominio de dicho relato es, sin ningún género de duda, condición sine qua non para poder siquiera soñar con la posibilidad de frenar el cambio climático y eludir sus secuelas más graves. Si la lógica capitalista de crecimiento ilimitado es, a la vez, causa última de la crisis climática y razón de ser de las élites político-económicas, darles a estas todo el poder de decisión es una contradicción con una dosis de autodestrucción absurda.
La humanidad se encuentra a bordo de un coche que se dirige frontalmente hacia un muro indestructible e imposible de atravesar. La sociedad civil ha sido relegada a viajar en el remolque, tapada con una lona que impide ver qué hay delante; los dueños de las grandes multinacionales, en cambio, manejan el volante. Su estrategia de conducción solo puede definirse como kamikaze, sabedores de que la dirección escogida tiene un único final: el muro.
En una incomprensible huida hacia adelante, han dejado pasar todas las salidas que permitían cambiar el rumbo, desviándolo del siniestro total, hasta llegar a un punto en el que solo queda frenar. Cuanto más tiempo se tarde, más dolorosa será la deceleración; pero el acelerador sigue pisado a fondo, quizá con la única esperanza de alcanzar una velocidad tal que permita al coche despegar del suelo y superar el muro por encima. En ese caso, el remolque quedará descolgado, con una inercia vertiginosa que nos hará papilla contra la pared. Todos muertos. Todas muertas.
A veces, las metáforas y las analogías son herramientas cuyo uso periodístico —analítico, objetivo— corre el serio riesgo de alejarse de la realidad y adentrarse en el terreno de la dramatización. Mala cosa. En otros casos, la existencia toma unos derroteros que solo pueden explicarse dejando que la imaginación trace un camino paralelo, exponiendo su verdad a modo de espejo ficcionado. La crisis climática es uno de estos casos, y el ejemplo del coche contra el muro no deforma ningún aspecto de lo que está ocurriendo, solo lo extrapola. De hecho, la necesidad de contarlo en forma de fábula es, en sí misma, la constatación de esa lona que tapa los ojos de la sociedad civil.
El coche no es un coche, sino la vida en el planeta tal y como la conocemos. El volante que controla su dirección adquiere, en el mundo real, una forma mucho más abstracta y difícil de identificar: decisiones que se ocultan, cambios de cromos que condenan a millones de muertes y escenificaciones de democracia tras las que se esconden las más crueles tiranías. La figura del remolque representa la absoluta supresión de la voluntad popular, relegada a sufrir en silencio el traqueteo del camino escogido por el coche, cuya suspensión le permite atravesar todo tipo de baches sin que sus ocupantes sean apenas conscientes, mientras detrás nos descalabramos unos contra otras.
El papel de la ya mencionada lona es, quizá, el más relevante. En origen, fue concebida para evitar las protestas de aquellos ocupantes del remolque que veían cómo pasaban de largo, uno tras otro y cada vez a más velocidad, todos los desvíos que permitían salir de la ruta hacia la devastación. Con el paso del tiempo, su efectividad resultó ser aún mayor, pues las nuevas generaciones nacidas bajo su oscura inopia empezaron a olvidar la existencia de otras carreteras y, como mecanismo de defensa de su salud mental —cobarde y conformista—, ignoraron la existencia de ese muro del que advertían sus mayores con vehemencia.
Añadir el personaje de la lona es una forma de ponerle nombre a toda esa manipulación, desde los discursos políticos hasta los medios de comunicación, pasando por literatura, series, películas y toda referencia cultural, con la que se ha logrado falsear la imagen del capitalismo como único sistema viable. “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, dijo una vez Žižek. O Jameson. O este lo escribió porque se lo escuchó decir a alguien. En la penumbra es difícil distinguir quién habla, más aún si se está refiriendo a la propia negrura que se intenta ignorar. Negro sobre negro, sobre negro.
Por último, el vuelo del coche. “Eso sí que no”, ¿verdad? “Eso tiene que ser pura retórica. Cosa de los escritores y su ansia irrefrenable por dejar una impronta estilística en la realidad cuando la describen”. Que ese sea el tipo de respuesta que se activa al procesar la imagen de las élites económicas huyendo del colapso climático solo demuestra una cosa: la lona funciona a las mil maravillas.
Allá por 2017, Douglas Rushkoff, escritor y profesor de la Universidad de Nueva York especializado en nuevas tecnologías, fue contratado para dar una charla a cinco magnates, de la que sacó una conclusión tan clara como espeluznante. “No tenían ningún interés en evitar la desgracia; están convencidos de que ya no hay tiempo para ello. (…) Sencillamente, se limitan a aceptar el más oscuro de los escenarios y a reunir la mayor cantidad de dinero y tecnología que les permita aislarse, sobre todo si se quedan sin sitio en el cohete rumbo a Marte”, escribió.
El progreso ilimitado es un pie sobre el acelerador que no cesa de empujar, disminuyendo las ya pocas posibilidades de evitar “el acontecimiento” —eufemismo empleado por los multimillonarios que hablaron con Rushkoff—; sin embargo, también es concebido por quienes conducen como una posibilidad de mantener su asiento y lograr hacer volar el coche. Poco —nada— les importa que, en ese caso, el remolque quede desenganchado y se despedace contra el muro por culpa de la velocidad que ellos mismos le han conferido. Al fin y al cabo, nunca ha sido más que una carga.
El gigante de los refrescos, que por segundo año consecutivo se situó en 2019 como empresa más contaminante (en términos de desechos plásticos) del mundo, empapelaba las paredes con un greenwashing grotesco en el que pedía “reciclar juntos”; mientras que la petrolera organizaba charlas y encuentros para buscar soluciones al mismo desastre del que es subcampeona en responsabilidad. Liderar una realidad —la lucha contra el cambio climático— y su contraria —el capitalismo sádico de crecimiento ilimitado—.
Las élites político-económicas pusieron todo su empeño en interpretar al dedillo su papel en la función y, entre bambalinas, se informó al activismo ecologista de que su presencia en el escenario estaba prohibida.
La denominada “Zona verde”, espacio reservado para albergar la voz de la sociedad civil, estuvo repleta de directivos de las grandes corporaciones que diluían cualquier tipo de reivindicación con un mínimo cariz anticapitalista. Cuando no bastaba con eso, la seguridad del recinto acudía a expulsar del mismo a activistas que tratasen de liderar alguna de las líneas de discusión con ideas exoburbuja. ¿Quién se atreve a liderar en una reunión de líderes?
En este sentido, quedan pocas dudas respecto a la supremacía dogmática de las élites en la construcción del relato de la crisis climática. Una tarea que llevan a cabo en base a una meta incontestable: establecer unos marcos de realidad que logren mutilar la capacidad de cuestionamiento del modelo actual de producción y consumo, so pena de recibir, rápida y eficazmente, el estigma de figura disruptiva, antisistema y, por ende, despreciable.
El coche, el muro y el desdichado remolque
La batalla por el dominio de dicho relato es, sin ningún género de duda, condición sine qua non para poder siquiera soñar con la posibilidad de frenar el cambio climático y eludir sus secuelas más graves. Si la lógica capitalista de crecimiento ilimitado es, a la vez, causa última de la crisis climática y razón de ser de las élites político-económicas, darles a estas todo el poder de decisión es una contradicción con una dosis de autodestrucción absurda.
La humanidad se encuentra a bordo de un coche que se dirige frontalmente hacia un muro indestructible e imposible de atravesar. La sociedad civil ha sido relegada a viajar en el remolque, tapada con una lona que impide ver qué hay delante; los dueños de las grandes multinacionales, en cambio, manejan el volante. Su estrategia de conducción solo puede definirse como kamikaze, sabedores de que la dirección escogida tiene un único final: el muro.
En una incomprensible huida hacia adelante, han dejado pasar todas las salidas que permitían cambiar el rumbo, desviándolo del siniestro total, hasta llegar a un punto en el que solo queda frenar. Cuanto más tiempo se tarde, más dolorosa será la deceleración; pero el acelerador sigue pisado a fondo, quizá con la única esperanza de alcanzar una velocidad tal que permita al coche despegar del suelo y superar el muro por encima. En ese caso, el remolque quedará descolgado, con una inercia vertiginosa que nos hará papilla contra la pared. Todos muertos. Todas muertas.
A veces, las metáforas y las analogías son herramientas cuyo uso periodístico —analítico, objetivo— corre el serio riesgo de alejarse de la realidad y adentrarse en el terreno de la dramatización. Mala cosa. En otros casos, la existencia toma unos derroteros que solo pueden explicarse dejando que la imaginación trace un camino paralelo, exponiendo su verdad a modo de espejo ficcionado. La crisis climática es uno de estos casos, y el ejemplo del coche contra el muro no deforma ningún aspecto de lo que está ocurriendo, solo lo extrapola. De hecho, la necesidad de contarlo en forma de fábula es, en sí misma, la constatación de esa lona que tapa los ojos de la sociedad civil.
El coche no es un coche, sino la vida en el planeta tal y como la conocemos. El volante que controla su dirección adquiere, en el mundo real, una forma mucho más abstracta y difícil de identificar: decisiones que se ocultan, cambios de cromos que condenan a millones de muertes y escenificaciones de democracia tras las que se esconden las más crueles tiranías. La figura del remolque representa la absoluta supresión de la voluntad popular, relegada a sufrir en silencio el traqueteo del camino escogido por el coche, cuya suspensión le permite atravesar todo tipo de baches sin que sus ocupantes sean apenas conscientes, mientras detrás nos descalabramos unos contra otras.
El papel de la ya mencionada lona es, quizá, el más relevante. En origen, fue concebida para evitar las protestas de aquellos ocupantes del remolque que veían cómo pasaban de largo, uno tras otro y cada vez a más velocidad, todos los desvíos que permitían salir de la ruta hacia la devastación. Con el paso del tiempo, su efectividad resultó ser aún mayor, pues las nuevas generaciones nacidas bajo su oscura inopia empezaron a olvidar la existencia de otras carreteras y, como mecanismo de defensa de su salud mental —cobarde y conformista—, ignoraron la existencia de ese muro del que advertían sus mayores con vehemencia.
Añadir el personaje de la lona es una forma de ponerle nombre a toda esa manipulación, desde los discursos políticos hasta los medios de comunicación, pasando por literatura, series, películas y toda referencia cultural, con la que se ha logrado falsear la imagen del capitalismo como único sistema viable. “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, dijo una vez Žižek. O Jameson. O este lo escribió porque se lo escuchó decir a alguien. En la penumbra es difícil distinguir quién habla, más aún si se está refiriendo a la propia negrura que se intenta ignorar. Negro sobre negro, sobre negro.
Por último, el vuelo del coche. “Eso sí que no”, ¿verdad? “Eso tiene que ser pura retórica. Cosa de los escritores y su ansia irrefrenable por dejar una impronta estilística en la realidad cuando la describen”. Que ese sea el tipo de respuesta que se activa al procesar la imagen de las élites económicas huyendo del colapso climático solo demuestra una cosa: la lona funciona a las mil maravillas.
Allá por 2017, Douglas Rushkoff, escritor y profesor de la Universidad de Nueva York especializado en nuevas tecnologías, fue contratado para dar una charla a cinco magnates, de la que sacó una conclusión tan clara como espeluznante. “No tenían ningún interés en evitar la desgracia; están convencidos de que ya no hay tiempo para ello. (…) Sencillamente, se limitan a aceptar el más oscuro de los escenarios y a reunir la mayor cantidad de dinero y tecnología que les permita aislarse, sobre todo si se quedan sin sitio en el cohete rumbo a Marte”, escribió.
El progreso ilimitado es un pie sobre el acelerador que no cesa de empujar, disminuyendo las ya pocas posibilidades de evitar “el acontecimiento” —eufemismo empleado por los multimillonarios que hablaron con Rushkoff—; sin embargo, también es concebido por quienes conducen como una posibilidad de mantener su asiento y lograr hacer volar el coche. Poco —nada— les importa que, en ese caso, el remolque quede desenganchado y se despedace contra el muro por culpa de la velocidad que ellos mismos le han conferido. Al fin y al cabo, nunca ha sido más que una carga.
Decrecimiento voluntario o hecatombe
La inminencia del desastre está rebullendo los ánimos aquí, bajo la lona. El activismo ecosocial ha logrado abrirse camino hasta la parte delantera del remolque, y está haciendo pequeños agujeros a través de los que se puede observar cómo se cierne la sombra del muro. De la misma forma en que la oscuridad cegó a las generaciones nacidas bajo el yugo ideológico del capitalismo, las franjas de realidad que han empezado a atisbarse alimentan el espíritu contestatario de una juventud que, al fin, parece haber descubierto la verdad: su única opción de salir con vida pasa por hacerse con el control de ese coche que es, en realidad, la organización social de la especie humana en el planeta Tierra.
Conceptos como Capitalismo Verde, ecocapitalismo o Green New Deal nacen al amparo de unas desesperadas élites que ven amenazadas sus despóticas posiciones por vez primera. Manteniendo el símil, pretenden tapar los agujeros de la lona, sumiendo de nuevo a la sociedad en una ignorancia tan dócil como lucrativa y erradicando la más mínima intención de llegar hasta el volante. El destino será el mismo: el muro; mas el rumbo suicida será amenizado con una apacible sensación de estar arreglando las cosas.
Dicho de otro modo: nos están dando a elegir entre morir, así, a pelo, que a nadie le apetece, y morir con Bajo la piel, de Alice Wonder, sonando en bucle en nuestros oídos y llevándonos a un éxtasis rayano en el síndrome de Stendhal. El hedonismo es una debilidad muy poderosa, pero es vital desvelar que, tras esas dos funestas opciones, existe una tercera vía que evitaría la mortal colisión: la desaceleración. O, como la llama Jorge Riechmann, “metamorfosis y autoconstrucción decrecentista”.
Urge esclarecer que lo que está en juego no es la supervivencia del capitalismo como sistema hegemónico, eso es insalvable. El colapso llegará de forma temprana e inminente cuando el agotamiento de los recursos naturales sea irreversible, obligando a la humanidad a un empobrecimiento traumático. El combate que se está librando tiene como objetivo reducir la violenta desigualdad en el reparto de las consecuencias del cambio de modelo, si es que este llega a tiempo.
La trampa del greenwashing está en ocultar dicho colapso, jugando al trile con falsas soluciones como el capitalismo verde, un oxímoron que se desmonta con una aseveración tan sencilla como la siguiente: es físicamente imposible sustituir el parque automovilístico actual con coches eléctricos, porque la cantidad de minerales existente en el planeta es insuficiente. No hay ecocapitalismo que valga sin una reducción en los niveles de producción y consumo. Ni más ni menos.
En términos técnicos, el físico Antonio Turiel sitúa el potencial máximo de las fuentes renovables entre un 30% y un 40% del consumo energético mundial actual. Es decir, la extenuación de los combustibles fósiles, un fenómeno en el que ya estamos inmersos, traerá consigo un decrecimiento energético de entre 60 y 70 puntos porcentuales.
La complejidad del término “autoconstrucción decrecentista” no es una cabriola caprichosa de Riechmann, sino que define con acierto el reto que la humanidad tiene por delante: empezar a construir su empobrecimiento de forma paulatina y equitativa antes de que este llegue por la fuerza. Es cuestión de vida o muerte. En un mundo en el que 26 personas acumulan la misma riqueza que 3.800 millones (según un informe de Oxfam), con un índice de pobreza extrema —incapacidad para satisfacer necesidades básicas como la alimentación o el acceso a agua potable— que azota al 10% de la población total, un acontecimiento rupturista tan radical podría suponer el exterminio de cientos de millones de seres humanos que, sobreviviendo ya en el alambre, verían sus vidas literalmente cercenadas.
Por ello, la cuestión de clase debe ser el elemento central de la lucha climática, y algunas investigaciones están dejando evidencias de lo que ocurrirá si las clases trabajadoras no logran articular una fuerza suficientemente sólida como para ejercer presión. Suficientemente sólida como para llegar al volante. Phillip Alston, Relator Especial sobre pobreza extrema y derechos humanos de la ONU, elaboró un informe en el que hablaba de “apartheid climático”, un concepto con el que pretende aludir a los abyectos intentos de las élites de salir indemnes de su propia calamidad. “De manera perversa, mientras que los pobres son responsables de solo una fracción de las emisiones globales, son los que pagarán el precio del cambio climático y tendrán la menor capacidad para protegerse”, concluye el australiano.
Si la COP25 fue un claro ejemplo de cómo las grandes compañías deforman la realidad e imponen su falaz relato mientras nos abocan al desastre, con el único objetivo de poder seguir llenando a manos llenas sus ya rebosantes bolsillos, la Cumbre Social por el Clima (o contracumbre del clima) y toda la panoplia de movilizaciones ecologistas que han sacudido el globo durante el pasado 2019 evidencian que la sociedad civil ha abierto los ojos. Llegar hasta el volante, pisar el freno y tratar de equiparar las consecuencias de la desaceleración es el único camino. El resto son eufemismos, circunloquios destinados a desviar las miradas hacia eso que llaman capitalismo verde, pero que también podrían llamar exterminio amable.
[Tomado de https://www.elsaltodiario.com/laplaza/capitalismo-verde-exterminio-amable.]
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