Comité Invisible (Francia)
Parece una ley física. Cuanto más pierde crédito el orden social, más arma a su policía. Cuanto más se retraen las instituciones, más hacen avanzar a sus vigilantes. Cuanto menos inspiran respeto las autoridades, más buscan mantenernos respetuosos por medio de la fuerza. Y es un círculo vicioso, porque la fuerza nunca posee nada respetable. Es por esto que al creciente desenfreno de fuerza responde una eficacia cada vez menor de ésta. El mantenimiento del orden es la actividad principal de un orden ya fallido.
Parece una ley física. Cuanto más pierde crédito el orden social, más arma a su policía. Cuanto más se retraen las instituciones, más hacen avanzar a sus vigilantes. Cuanto menos inspiran respeto las autoridades, más buscan mantenernos respetuosos por medio de la fuerza. Y es un círculo vicioso, porque la fuerza nunca posee nada respetable. Es por esto que al creciente desenfreno de fuerza responde una eficacia cada vez menor de ésta. El mantenimiento del orden es la actividad principal de un orden ya fallido.
Cuando una administración tan benigna tiene que rodearse con tantos guardias, subterfugios y amenazas para defenderse de sus administrados hasta tomar pintas de fortaleza kafkiana, es que una cierta racionalidad ha llegado a su término. Cuando el buen orden de las manifestaciones no puede seguir siendo garantizado más que con el impacto de granadas de perdigones, de encapsulamientos y que los manifestantes corren huyendo del láser verde de las LBD 40 de la brigada anticriminal que están apuntando a sus futuras víctimas, es que «la sociedad» ha alcanzado ya el estadio de los cuidados paliativos. Cuando la calma de las periferias es al precio de armar a los antimotines con fusiles automáticos, es que una figura del mundo ha pasado. Nunca es una buena señal, para un régimen «democrático», tomar la costumbre de disparar contra su población. Desde el tiempo en que la política se reduce, en todos los dominios, a una vasta operación de policía librada día tras día, era inevitable que la policía se convirtiera en una cuestión política.
Mientras que la policía tiene, en el seno del aparato gubernamental, la función de asegurar en última instancia la sumisión individual y producir a la población como población, como masa despolitizada, impotente y por tanto gobernable, era lógico que un conflicto que expresa el rechazo a ser gobernado comience por arremeter contra la policía y adopte como eslogan más popular: «Todo el mundo detesta a la policía». El rebaño, escapando de su pastor, no podía encontrar mejor grito de guerra. Lo que es más inesperado es que este eslogan, que apareció en las manifestaciones que siguieron al asesinato de Rémi Fraisse en Sivens, hiciera finalmente su camino hasta Bobigny después de la violación de Théo, lanzado por «jóvenes» de las periferias cara a los perros con uniforme que los miraban con desprecio desde una pasarela metálica convertida en mirador.
«Todo el mundo detesta la policía» dice más que una simple animadversión contra los policías. Porque, para los primeros pensadores de la soberanía a comienzos del siglo XVII, la policía no es nada más que la constitución del Estado, su forma misma. En la época, no es todavía un instrumento a las manos de éste, y no existe aún una lugartenencia en París. Es así que en el curso de los siglos xvii y xviii, la policía tiene todavía un significado muy amplio: la policía es entonces «todo lo que puede dar ornamento, forma y esplendor a la ciudad» (Turquet de Mayerne), «el conjunto de los medios que sirven al esplendor de la totalidad del Estado y a la felicidad de todos los ciudadanos» (Hohenthal). Su papel, se dice, es «conducir al hombre a la más perfecta felicidad de la que pueda gozar en esta vida» (Delamare). La policía es tanto la propiedad de las calles como el abastecimiento de los mercados, tanto el alumbrado público como el encierro de los vagabundos, tanto el justo precio del grano como la limpia de los canales, tanto la salubridad del hábitat urbano como el arresto del bandido. Fouché y Vidocq aún no le han dado su rostro moderno y popular.
Si se quiere comprender lo que se juega en esta cuestión eminentemente política de la policía, hace falta aprehender el truco de prestidigitación que se opera entre la policía como medio y la policía como fin. Hay por un lado el orden ideal, legal, ficticio del mundo —la policía como fin— y hay su orden, o más bien su desorden, real. La función de la policía como medio es hacer que, exteriormente, el orden querido tenga la apariencia de reinar. Vela por el orden de las cosas mediante las armas del desorden y reina sobre lo visible mediante su actividad inasible. Sus prácticas cotidianas —secuestrar, golpear, espiar, robar, forzar, engañar, mentir, matar, estar armada— cubren el conjunto del registro de la ilegalidad. Tanto es así que su existencia misma no deja nunca de ser, en el fondo, inconfesable. Puesto que es la prueba de que lo legal no es lo real, de que el orden no reina, de que la sociedad no se sostiene porque no se sostiene por sí misma, la policía se encuentra infinitamente expulsada hacia un punto del mundo que está ciego de pensamiento. Ya que es, para el orden reinante, como una marca de nacimiento en medio de la cara.
Mientras que la policía tiene, en el seno del aparato gubernamental, la función de asegurar en última instancia la sumisión individual y producir a la población como población, como masa despolitizada, impotente y por tanto gobernable, era lógico que un conflicto que expresa el rechazo a ser gobernado comience por arremeter contra la policía y adopte como eslogan más popular: «Todo el mundo detesta a la policía». El rebaño, escapando de su pastor, no podía encontrar mejor grito de guerra. Lo que es más inesperado es que este eslogan, que apareció en las manifestaciones que siguieron al asesinato de Rémi Fraisse en Sivens, hiciera finalmente su camino hasta Bobigny después de la violación de Théo, lanzado por «jóvenes» de las periferias cara a los perros con uniforme que los miraban con desprecio desde una pasarela metálica convertida en mirador.
«Todo el mundo detesta la policía» dice más que una simple animadversión contra los policías. Porque, para los primeros pensadores de la soberanía a comienzos del siglo XVII, la policía no es nada más que la constitución del Estado, su forma misma. En la época, no es todavía un instrumento a las manos de éste, y no existe aún una lugartenencia en París. Es así que en el curso de los siglos xvii y xviii, la policía tiene todavía un significado muy amplio: la policía es entonces «todo lo que puede dar ornamento, forma y esplendor a la ciudad» (Turquet de Mayerne), «el conjunto de los medios que sirven al esplendor de la totalidad del Estado y a la felicidad de todos los ciudadanos» (Hohenthal). Su papel, se dice, es «conducir al hombre a la más perfecta felicidad de la que pueda gozar en esta vida» (Delamare). La policía es tanto la propiedad de las calles como el abastecimiento de los mercados, tanto el alumbrado público como el encierro de los vagabundos, tanto el justo precio del grano como la limpia de los canales, tanto la salubridad del hábitat urbano como el arresto del bandido. Fouché y Vidocq aún no le han dado su rostro moderno y popular.
Si se quiere comprender lo que se juega en esta cuestión eminentemente política de la policía, hace falta aprehender el truco de prestidigitación que se opera entre la policía como medio y la policía como fin. Hay por un lado el orden ideal, legal, ficticio del mundo —la policía como fin— y hay su orden, o más bien su desorden, real. La función de la policía como medio es hacer que, exteriormente, el orden querido tenga la apariencia de reinar. Vela por el orden de las cosas mediante las armas del desorden y reina sobre lo visible mediante su actividad inasible. Sus prácticas cotidianas —secuestrar, golpear, espiar, robar, forzar, engañar, mentir, matar, estar armada— cubren el conjunto del registro de la ilegalidad. Tanto es así que su existencia misma no deja nunca de ser, en el fondo, inconfesable. Puesto que es la prueba de que lo legal no es lo real, de que el orden no reina, de que la sociedad no se sostiene porque no se sostiene por sí misma, la policía se encuentra infinitamente expulsada hacia un punto del mundo que está ciego de pensamiento. Ya que es, para el orden reinante, como una marca de nacimiento en medio de la cara.
Es la actualidad y la permanencia del estado de excepción — lo que toda soberanía quisiera poder ocultar, pero que es forzada a exhibir regularmente para hacerse temer. Si el estado de excepción es esa suspensión momentánea de la ley que permite restablecer, por medio de las medidas más arbitrarias y más sangrientas, las condiciones del reino de la ley, la policía es lo que queda del estado de excepción cuando esas condiciones han sido restauradas. La policía, en su funcionamiento cotidiano, es lo que persiste del estado de excepción en la situación normal. Es por esto que su funcionamiento soberano está él mismo tan oculto. Es siempre enmascarado, frente al detenido recalcitrante, cuando el policía suelta: «¡La ley son yo!». O cuando el antimotines mete en el coche a un camarada sin razón alguna un día de manifestación e ironiza: «Hago lo que yo quiero. ¿Lo ves? Hoy para mí ¡también es la anarquía!». Tanto para la economía política como para la cibernética, la policía permanece como un resto vergonzoso e impensable, un memento mori que les recuerda que su orden, que se quisiera natural, no lo es todavía y sin duda no lo será jamás. Así, la policía vela por un orden aparente que no es interiormente sino desorden. Es la verdad de un mundo de mentira, y de este modo mentira continuada. Atestigua que el orden reinante es artificial, y será tarde o temprano destruido.
El eslogan «Todo el mundo detesta a la policía» no expresa una constatación, que sería falsa, sino un afecto, que es vital. Contrariamente a aquello por lo que se inquietan cobardemente gobernantes y editores, no hay un «foso que se ahonda año con año entre policía y población», hay un foso que se ahonda entre aquellos, innumerables, que tienen excelentes motivos para detestar a la policía y la masa asustada de quienes abrazan la causa de los policías, cuando no abrazan a un policía. En realidad, a lo que asistimos es a un vuelco mayor en la relación gobierno y policía. Durante mucho tiempo, las fuerzas del orden eran esas marionetas idiotas, despreciadas pero brutales, alzadas contra las poblaciones reacias. Algo a mitad de camino entre el paracaidista, el pararrayo y el punching-ball.
El eslogan «Todo el mundo detesta a la policía» no expresa una constatación, que sería falsa, sino un afecto, que es vital. Contrariamente a aquello por lo que se inquietan cobardemente gobernantes y editores, no hay un «foso que se ahonda año con año entre policía y población», hay un foso que se ahonda entre aquellos, innumerables, que tienen excelentes motivos para detestar a la policía y la masa asustada de quienes abrazan la causa de los policías, cuando no abrazan a un policía. En realidad, a lo que asistimos es a un vuelco mayor en la relación gobierno y policía. Durante mucho tiempo, las fuerzas del orden eran esas marionetas idiotas, despreciadas pero brutales, alzadas contra las poblaciones reacias. Algo a mitad de camino entre el paracaidista, el pararrayo y el punching-ball.
A partir de ahora, los gobernantes han alcanzado tales abismos de descrédito que el desprecio que atraen ha superado al de la policía, y ésta lo sabe. La corporación de policía ha comprendido, aunque lentamente, que se había convertido en la condición del gobierno, su kit de supervivencia, su respirador ambulante. Tanto es así que su relación se ha invertido. Son los gobernantes quienes son ahora los juguetes en manos de la policía. Ya no les queda otra elección que acudir a la camilla de cualquier policía arañado y ceder a todos los caprichos de la corporación. Después del derecho a matar, el anonimato, la impunidad, el último modelo en armamento, ¿qué más puede conseguir? Por lo demás, no faltan facciones del cuerpo policiaco que sienten que les crecen alas y sueñan con transformarse en una fuerza autónoma que tiene su propia agenda política. En esto, Rusia constituye una figura paradisiaca, donde los servicios secretos, la policía y el ejército han tomado ya el poder y gobiernan el país a su beneficio. Si la policía no es capaz ciertamente de autonomizarse materialmente, esto no impide manifestar con sus sirenas escandalosas la amenaza de su autonomía política.
La policía se encuentra así divida entre dos tendencias contradictorias. Una, conservadora, funcionaria, «republicana», querría sin duda continuar siendo un simple medio al servicio de un orden por cierto cada vez menos respetado. Otra arde en deseos de romper las costuras, «hacer una limpieza de la chusma» y no obedecer ya a nadie — ser para sí misma su propio fin. En el fondo, sólo la llegada al poder de un partido decidido a «hacer una limpieza de la chusma» y a apoyar infaliblemente el aparato policiaco podría reconciliar estas dos tendencias. Pero semejante gobierno sería a su vez un gobierno de guerra civil.
La policía se encuentra así divida entre dos tendencias contradictorias. Una, conservadora, funcionaria, «republicana», querría sin duda continuar siendo un simple medio al servicio de un orden por cierto cada vez menos respetado. Otra arde en deseos de romper las costuras, «hacer una limpieza de la chusma» y no obedecer ya a nadie — ser para sí misma su propio fin. En el fondo, sólo la llegada al poder de un partido decidido a «hacer una limpieza de la chusma» y a apoyar infaliblemente el aparato policiaco podría reconciliar estas dos tendencias. Pero semejante gobierno sería a su vez un gobierno de guerra civil.
Para justificarse no le queda ya al Estado más que la legitimidad plebiscitaria de las grandes elecciones democráticas; ahora bien, esta última fuente de legitimidad actualmente está agotada. Sea cual sea el resultado de una elección presidencial, incluso cuando la opción de un «poder fuerte» es la que predomina, a partir de ahora es un poder débil lo que la elección da a luz. Todo pasa como si la elección no hubiera tenido lugar. La minoría que se ha movilizado para hacer vencer a su favorito lo ha puesto al timón de una nave en perdición. Como se lo ve con Trump en los Estados Unidos, la promesa de rehacer brutalmente la unidad nacional se convierte en su contrario: una vez llegado al poder, el candidato del retorno al orden encuentra frente a él no solamente secciones enteras de la sociedad, sino secciones enteras del aparato de Estado mismo. La promesa de volver a poner el orden no hace más que acrecentar el caos.
Si ante la policía los revolucionarios se presentan por ahora débiles, desarmados, desorganizados, fichados, tienen sobre ella la ventaja estratégica de no ser el medio de nadie, de no tener ninguna orden que cumplir y no ser un cuerpo. Nosotros, revolucionarios, no estamos vinculados por ninguna obediencia, estamos vinculados con todo tipo de camaradas, amigos, fuerzas, medios, cómplices, aliados. Esto nos vuelve capaces de hacer pesar sobre ciertas intervenciones de policía la amenaza de que la operación de mantenimiento del orden desencadene a cambio un desorden ingestionable. Que un «abuso» en las periferias desencadene semanas de motines difusos, equivale a pagar demasiado caro la licencia para humillar concedida a las brigadas de seguridad pública. Cuando una intervención de policía produce más desorden de lo que restablece orden, su razón de ser es lo que incluso se pone en entredicho. Entonces, o bien se obstina y termina por aparecer como un partido con sus intereses propios, o bien regresa al nicho. En ambos casos, deja de ser un medio útil. Es destituida.
Existe una asimetría fundamental entre policía y revolucionarios. Mientras que la policía nos toma por blanco de sus operaciones, a lo que apuntamos nosotros la excede muy lejos — es la policía general de la sociedad, su organización misma, la que tenemos en la línea de mira. La ultranza de las prerrogativas policiacas y la inflación de los medios tecnológicos de control dibujan un nuevo marco táctico. Una existencia puramente pública empuja a los revolucionarios o bien a la impotencia práctica, o bien a una represión inmediata. Una existencia puramente conspirativa deja ciertamente una mayor libertad de acción, pero vuelve muy vulnerable a la represión y políticamente inofensivo. Se trata por tanto de mantener juntos una capacidad de difusión de masas y un necesario escalón conspirativo. Organizarse revolucionariamente implica un juego sutil entre lo visible y lo invisible, lo público y lo clandestino, lo legal y lo ilegal. Nos hace falta aceptar que la lucha, en este mundo, es esencialmente criminal, porque en ella todo se ha vuelto criminalizable. Ni siquiera existen militantes que ayuden a migrantes que, en nuestros días, no utilicen astucias de sioux con el fin de burlar la vigilancia de la que son objeto, y actuar libremente.
Una fuerza revolucionaria no puede construirse más que en red, de lo cercano a lo cercano, apoyándose en amistades seguras, tejiendo furtivamente complicidades inesperadas hasta en el corazón del aparato adverso. Es así como se formaron en Siria los «tanzikiyat», ese tejido de pequeños núcleos autónomos de revolucionarios que más adelante fueron la columna vertebral de la autoorganización popular. En su tiempo, las primeras redes de la Resistencia [contra la ocupación nazi en la 2da. Guerra Mundial] no procedieron de otro modo. Tanto en el caso de Siria como de los viejos maquis, se trata de conseguir arrancar barrios, campos, disponer de zonas un poco seguras que permitan superar el estadio de la actividad discreta, anónima, de grupos pequeños.
[Versión resumida de una sección del extenso texto titulado "Ahora", accesible en https://tiqqunim.blogspot.com/2018/06/ahora-comite-invisible.html.]
Si ante la policía los revolucionarios se presentan por ahora débiles, desarmados, desorganizados, fichados, tienen sobre ella la ventaja estratégica de no ser el medio de nadie, de no tener ninguna orden que cumplir y no ser un cuerpo. Nosotros, revolucionarios, no estamos vinculados por ninguna obediencia, estamos vinculados con todo tipo de camaradas, amigos, fuerzas, medios, cómplices, aliados. Esto nos vuelve capaces de hacer pesar sobre ciertas intervenciones de policía la amenaza de que la operación de mantenimiento del orden desencadene a cambio un desorden ingestionable. Que un «abuso» en las periferias desencadene semanas de motines difusos, equivale a pagar demasiado caro la licencia para humillar concedida a las brigadas de seguridad pública. Cuando una intervención de policía produce más desorden de lo que restablece orden, su razón de ser es lo que incluso se pone en entredicho. Entonces, o bien se obstina y termina por aparecer como un partido con sus intereses propios, o bien regresa al nicho. En ambos casos, deja de ser un medio útil. Es destituida.
Existe una asimetría fundamental entre policía y revolucionarios. Mientras que la policía nos toma por blanco de sus operaciones, a lo que apuntamos nosotros la excede muy lejos — es la policía general de la sociedad, su organización misma, la que tenemos en la línea de mira. La ultranza de las prerrogativas policiacas y la inflación de los medios tecnológicos de control dibujan un nuevo marco táctico. Una existencia puramente pública empuja a los revolucionarios o bien a la impotencia práctica, o bien a una represión inmediata. Una existencia puramente conspirativa deja ciertamente una mayor libertad de acción, pero vuelve muy vulnerable a la represión y políticamente inofensivo. Se trata por tanto de mantener juntos una capacidad de difusión de masas y un necesario escalón conspirativo. Organizarse revolucionariamente implica un juego sutil entre lo visible y lo invisible, lo público y lo clandestino, lo legal y lo ilegal. Nos hace falta aceptar que la lucha, en este mundo, es esencialmente criminal, porque en ella todo se ha vuelto criminalizable. Ni siquiera existen militantes que ayuden a migrantes que, en nuestros días, no utilicen astucias de sioux con el fin de burlar la vigilancia de la que son objeto, y actuar libremente.
Una fuerza revolucionaria no puede construirse más que en red, de lo cercano a lo cercano, apoyándose en amistades seguras, tejiendo furtivamente complicidades inesperadas hasta en el corazón del aparato adverso. Es así como se formaron en Siria los «tanzikiyat», ese tejido de pequeños núcleos autónomos de revolucionarios que más adelante fueron la columna vertebral de la autoorganización popular. En su tiempo, las primeras redes de la Resistencia [contra la ocupación nazi en la 2da. Guerra Mundial] no procedieron de otro modo. Tanto en el caso de Siria como de los viejos maquis, se trata de conseguir arrancar barrios, campos, disponer de zonas un poco seguras que permitan superar el estadio de la actividad discreta, anónima, de grupos pequeños.
[Versión resumida de una sección del extenso texto titulado "Ahora", accesible en https://tiqqunim.blogspot.com/2018/06/ahora-comite-invisible.html.]
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