Colin Ward (1924-2010)
El
anarquismo —filosofía política de una sociedad sin gobierno formada por comunidades
autónomas—, aparentemente, no tiene nada que ver con los problemas de la ciudad.
Sin embargo, existe también en este campo una corriente de pensamiento
anarquista que, en lo que se refiere a los aspectos históricos del problema, va
de Kropotkin a Murray Bookchin, y en los ideológicos abarca de John Turner a
los situacionistas. Lo mismo que muchos otros, cuya contribución a la
elaboración de una filosofía anarquista del urbanismo podría ser inestimable,
no se plantearán nunca emprender el trabajo porque al menos en espíritu, y muy
a menudo en la práctica, han abandonado la ciudad.
La sede
natural de cada gobierno es la ciudad. ¿Ha visto alguien una nación gobernada desde
un pueblo? A menudo, si la ciudad no existe, se construye a propósito: Nueva
Delhi, Camberra, Ottawa, Washington, Chandigar y Brasilia, son algunos
ejemplos. ¿Y no resulta sintomático que el turista, si quiere ver lo que es realmente
la vida de un país, se vea obligado a escapar lejos de las ciudades de los burócratas
y tecnócratas? En Brasilia, por ejemplo, debe alejarse alrededor de quince
kilómetros y llegar a Cidade Libre,
donde viven los trabajadores de la construcción. Ellos edificaron la «Ciudad
del 2000», pero son demasiado pobres para vivir en ella; en la ciudad que se
han construido «se ha desarrollado una forma de vida espontánea, de pueblo de
barracas del Far West, que contrasta
con la formalidad de la gran ciudad, y es demasiado hermoso para dejar que se
destruya».
El mito de la vida rural
En
Inglaterra, el país más urbanizado del mundo, hemos alimentado durante siglos el
mito de la vida rural, un mito compartido por los seguidores de todas las
tendencias políticas. En su libro «The country and the City», Raymond Williams,
ha demostrado como, a través de toda la historia, este mito ha si do reforzado
por la literatura que siempre colocaba el paraíso perdido de la sociedad rural
en épocas pasadas. La pena es, observa E.P. Thompson, que el mito ha sido «dulcificado,
embellecido, mantenido con vida y, finalmente, asumido, por los habitantes de
las ciudades, como punto de referencia obligado en la crítica del
industrialismo. Por ello, ha servido para proporcionar una coartada a la falta
de valor utópico, a la hora de imaginar como podría ser una verdadera comunidad
en una ciudad industrial; incluso para darse cuenta detodo lo
que ya se podría haber realizado en este sentido.»
Igual que
Williams, Thompson atribuye a esta tendencia un poder debilitador: «es una hemorragia
cultural continua, una pérdida de sangre rebelde que fluye hacia Walden o hacia Afganistán, hacia Cornuailles o hacia
México, mientras los habitantes de las ciudades no sólo no resuelven nada en su
país, sino que se mecen en la engañosa ilusión de liberarse, en cierta medida,
de la contaminación de un sistema social del cual ellos mismos forman parte
como producto cultural». Como señalan ambos autores, los descuidados pastorcillos
del sueño arcaico, hoy son tan sólo «los pobres de Nigeria, de Bolivia y del Pakistán».
.
Paradójicamente,
las poblaciones rurales del Tercer Mundo se vuelcan en masa sobre las ciudades.
Si quieren encontrarse hoy ejemplos de ciudades anárquicas, realmente existentes,
es decir, ejemplos de enormes agrupaciones humanas que no sean el producto de una
planificación gubernativa sino de la acción popular directa, hay que buscarlas
en el Tercer Mundo. En América Latina, en Asia y en Africa, el trasvase de
enormes masas de población a las ciudades, verificado en los dos últimos
decenios, ha dado lugar a la formación de inmensos barrios abusivos en la
periferia de los grandes centros, habitados por multitud de esos «invisibles» a
quienes, oficialmente, se niega una existencia urbana. Pat Crooke observa que
las ciudades crecen y se desarrollan en dos niveles: por una parte el oficial,
teórico; por otra, el característico de la mayor parte de las poblaciones de
muchas ciudades sudamericanas, es decir, la masa no oficial de ciudadanos que
instauran una economía popular, al margen de las estructuras financieras
institucionales de la ciudad.
Una forma
de reducir la presión que amenaza con hacer explotar los contenedores urbanos, sería
mejorar las condiciones de vida en los pueblos y en las pequeñas ciudades provincianas.
Pero esto presupone una radical transformación del concepto de propiedad de la
tierra, la creación de industrias a pequeña escala con un uso intensivo de la
fuerza de trabajo, y un crecimiento notable de la producción derivada de la
agricultura. Mientras todo esto no sea posible, la gente continuará eligiendo tentar
la suerte en la ciudad, antes que dejarse morir de hambre en el campo. La gran
diferencia entre la situación actual y la explotación urbanística en la
Inglaterra del siglo XIX, se explica por el hecho de que entonces la
industrialización precedió siempre a la urbanización, mientras que hoy ocurre precisamente
lo contrario.
Generalmente,
los barrios de chabolistas de las ciudades del Tercer Mundo son considerados
terreno fértil para la difusión de la criminalidad, del vicio, de las enfermedades,
de la desorganización social y familiar. Pero John Turner, el arquitecto — anárquico—
que más que ningún otro, ha contribuido a cambiar nuestra forma de ver esta realidad,
afirma: «Diez años de trabajo en las barriadas peruanas me han enseñado que la concepción
habitual es completamente errónea: aunque funcional para intereses políticos y
burocráticos ocultos, es absolutamente inadecuada para la realidad ... No hay
caos ni desorden, sino ocupación organizada del terreno público a despecho de
la violenta represión policial; organización política interna con elecciones
locales cada año; cohabitación de millares de personas sin protección por parte
de la policía, y sin servicios públicos. Las chabolas de paja construidas
durante la ocupación, se transforman lo más rápidamente posible, en casas de
cemento, con una inversión conjunta en materiales y fuerza de trabajo, del
orden de millones de dólares. Los niveles de empleo, los salarios, los niveles
de alfabetización y de instrucción, son mucho más altos que en los ghettos del centro
de la ciudad (de los que han huido muchos habitantes de las barriadas), y, en general, por encima de la media nacional. El crimen,
la delincuencia juvenil, la prostitución y el juego de azar son raros, excepto para
los hurtos de poca importancia, cuya incidencia es, por otra parte,
aparentemente más baja que en otras partes de la ciudad».
¡Qué
extraordinaria contribución a la capacidad de solidaridad y de asistencia
recíproca de la gente humilde, de cara a la autoridad! El lector que conoce «El
apoyo mutuo», de Kropotkin, no podrá por menos de recordar, al llegar a este punto,
el capítulo en el cual el autor elogia la ciudad medieval observando que «allí
donde los hombres han encontrado, o han esperado encontrar, protección tras los
muros de la ciudad, han establecido pactos de alianza, de fraternidad y de
amistad, llevados por un único ideal firmemente dirigido a la realización de
una nueva vida de libertad y de solidaridad recíproca. Y han conseguido tan bien
su intento, que en trescientos o cuatrocientos años han cambiado la cara de
Europa». Kropotkin no es un romántico adulador de las ciudades libres
medievales, sabe bien cuáles fueron sus defectos y cómo no pudieron impedir que
se establecieran relaciones de explotación con las poblaciones campesinas. Pero
su interpretación del proceso de desarrollo, está revalidada por los estudiosos
más modernos. Walter Ullmann, por ejemplo, observa que «representan un ejemplo
bastante claro de entidades autogobernadas», y que «con el fin de regular sus
transacciones comerciales, la comunidad se reunía en asamblea... y la asamblea
no “representaba” simplemente, sino que ella misma era toda la comunidad.»
La ciudad social: una trama de comunidades
Esto
presupone que las comunidades tengan ciertas dimensiones y también Kropotkin,
en su sorprendente «Campos, talleres y fábricas», sostiene, con argumentos técnicos,
la necesidad de la mayor difusión posible, de la integración entre industria y agricultura
y (como dice Lewis Mumford) de «un desarrollo descentralizado de la ciudad en
pequeñas unidades a medida de hombre, que puedan gozar, al mismo tiempo, de las ventajas
del campo y de la ciudad». En «Garden Cities of tomorrow», Ebenezer Howard, contemporáneo
de Kropotkin, se plantea una pregunta simple: ¿cómo podemos liberarnos de la
atmósfera falsa de la ciudad y resolver el problema de la escasez de
perspectivas que ofrece el campo, motivo por el que tanta gente se traslada a
la ciudad? Y, por otra parte, ¿cómo podemos conservar, al mismo tiempo, la
belleza del campo y las grandes oportunidades que ofrece la ciudad? Su
respuesta a estos interrogantes no es sólo la ciudad jardín, sino también lo
que llama la ciudad social, la trama de comunidades. La misma idea es propuesta
por Paul y Percy Goodman en «Communitas: means of livelihood and ways of
life»
(Comunidades: medios de subsistencia y modos de vida), en la que el segundo de
los tres paradigmas, la Nueva Comuna, es lo que el profesor Thomas Reiner llama
«una ciudad polinuclear, que refleja la propia matriz anarcosindicalista». Una
propuesta análoga se contiene también en el sorprendente ensayo de Leopold Kohr
«The City as Convivial Centre» («La ciudad como centro de convivencia») en el
que la metropoli ideal está descrita como «una federación polinucleada de
ciudades», así como la ciudad es una federación de viviendas.
Lo mismo
que Kropotkin, también «Blueprint for Survival» («Proyecto para la supervivencia»),
define como objetivo «la descentralización de la sociedad en pequeñas comunidades,
en las que las industrias sean lo suficientemente reducidas como para responder
a las necesidades de la comunidad individual». Finalmente, mucho antes de que el
problema de la crisis energética saltara a la opinión pública, Murray Bookchin,
en su ensayo «Towards a Liberatory Technology» («Hacia una tecnología
liberadora»), que publicó en «Anarchy», en 1967, y ahora está incluido en el
libro «Post-Scarcity Anarchism» («El anarquismo en la sociedad de consumo»),
adelantó, a propósito de la ciudad polinuclear, una propuesta energética: «El
funcionamiento de una gran ciudad exige enormes cantidades de carbón y de
petróleo. La energía solar, del viento y de las mareas, es explotable sólo en
pequeña escala. Con excepción de las grandes implantaciones a turbina, los
nuevos aparatos raramente proporcionan algo más que unos pocos millares de kilovatios/hora
de energía eléctrica. Es difícil creer que alguna vez estaremos capacitados para
proyectar colectores solares capaces de producir la enorme cantidad de energía
que producen las grandes instalaciones de vapor; es igualmente difícil pensar
en una batería de turbinas a viento, que puedan proporcionar electricidad
suficiente como para iluminar la isla de Manhattan. Si las casas y las fábricas
están concentradas en zonas restringidas, los ingenios para la explotación de
la energía limpia, no pasarán nunca de ser simples juguetes; si, por el
contrario, las comunidades urbanas reducen sus dimensiones y se extienden por
los territorios, no existe motivo para que el uso combinado de estos instrumentos
no nos garantice todo el confort de la civilización industrial. Para usar del mejor
modo posible la energía solar, del viento y de las aguas, la megalópolis debe fracturarse
y dispersarse. A las franjas urbanas de hoy deben sustituirlas comunidades de nuevo
tipo, bien organizadas y dimensionadas según la naturaleza y los recursos de
una determinada región.».
La aceptación de la diversidad y del desorden
Una
tendencia completamente distinta del pensamiento anarquista en lo relativo al problema
urbano, está expresada en «The Uses of Disorder: personal identity and city
life» («Las funciones del desorden: identidad personal y vida urbana»), de
Richard Sennett. En las páginas de este libro se entrecruzan diferentes líneas
teóricas. Una de ellas, está representada por un concepto que el autor deriva
del psicólogo Erik Eirkson, según el cual en el período de la adolescencia el
hombre busca una identidad depurada para escapar a la incertidumbre y al dolor,
y sólo con la aceptación de la diversidad y del desorden alcanza la edad
adulta. Otra, está representada por la idea de que la sociedad americana
moderna tiende a congelar al hombre en el estado adolescente —una burda
simplificación de la vida urbana en la cual la gente, apenas dispone de medios
suficientes, huye de la complejidad de la ciudad hacia los suburbios, buscando
seguridad en el universo cerrado del núcleo familiar la comunidad depurada.
La
tercera argumentación consiste en afirmar que la planificación urbana, tal y
como fue concebida en el pasado, con la subdivisión en zonas y la eliminación
de los «disfrutadores no conformes» ha favorecido este proceso, sobre todo al
programar futuros desarrollos y basar en éstos los consumos energéticos y los
gastos actuales. «Los proyectistas de autopistas, de reestructuraciones
urbanísticas, han entendido los intentos de comunidades descentralizadas y de
grupos comunitarios, no como momentos naturales de un compromiso de
reconstrucción social, sino como una amenaza para la validez de su obra en
proyecto.» Según Sennett esto significa, en realidad, que los proyectistas han
querido considerar la planificación, la programación futura como «más reales»
que cualquier cambio en el curso de la historia, «que los imprevisibles
momentos que caracterizan el tiempo real de la vida de los hombres».
La
fórmula que Sennett propone para resolver el problema de la ciudad americana
consiste en una inversión de esta tendencia para «liberarse de la identidad
depurada»: quiere ciudades en las que las personas estén obligadas a establecer
confrontaciones de unas con otras: «No debería haber policía, ni ninguna
fórmula de control central, de organización escolástica, de subdivisión en
zonas, de reestructuración, de actividad humana de cualquier género, que no
pueda ser realizada por medio de la acción comunitaria o, mejor todavía, a
través de una conflictualidad directa, y no violenta, en el interior de la
propia ciudad.» ¿No violenta? Claro, porque Sennett sostiene que la ciudad
moderna niega a la agresividad y a la conflictividad cualquier otro desahogo
que no sea la violencia, y que esto ocurre precisamente por la falta de
posibilidades de confrontación directa y recíproca (las demandas de orden y
legalidad son mucho más fuertes en las comunidades aisladas del resto de la
ciudad). El ejemplo más claro del modo en que esta violencia se manifiesta «está
constituido por las funciones de la policía en las ciudades modernas. Los
policías son burócratas a los que corresponde dirimir las controversias y
acabar con las hostilidades», pero «una sociedad que considera instrumento
pasivo e impersonal de coerción la intervención de la ley para solucionar los
conflictos, no puede más que favorecer la aparición de reacciones violentas
contra la policía». La ciudad anárquica que Sennett auspicia, en cambio, es «una
ciudad que obligue a los hombres a decirse, unos a otros, lo que piensan, y
realizar de esta forma una condición de recíproca compatibilidad», y no representa
un compromiso entre orden y violencia, sino, por el contrario, una forma de
vida completamente distinta de la actual, en la cual la gente no estaría
obligada a elegir una cosa u otra.
¿Cambiaran las ciudades?
Deberán
cambiar por fuerza porque están al borde del colapso, responde Murray Bookchin
en un libro recientemente publicado en América: «The Limits of the City» («Los límites
de la ciudad»). Según Bookchin, las aiudades del mundo moderno, enfermas de elefantiasis,
se están arruinando: «Se están desintegrando desde todos los puntos de vista: administrativo,
institucional y logístico; cada vez pueden menos asegurar los servicios mínimamente
necesarios para la habitabilidad, la seguridad, el transporte de mercancías y personas...»
Incluso en aquellas ciudades en las que sobrevive una apariencia de democracia
formal «casi todos los problemas cívicos se resuelven, no a través de una acción
que tenga en cuenta sus raíces sociales, sino por intervención legislativa que
reduce ulteriormente los derechos del ciudadano como ser autónomo, y aumenta el
poder de las fuerzas que operan por encima del individuo».
Puede
ayudar, en este sentido, la opinión de los técnicos profesionales: «La
planificación urbana raramente ha podido trascender las desastrosas condiciones
sociales que han determinado su exigencia. En la medida en que se ha replegado
y encerrado en sí misma, en su naturaleza de profesión especializada —actividad
profesional de arquitectos, ingenieros y sociólogos—, se ha encerrado en los límites
angostos de la división del trabajo, característica de la sociedad que debería controlar.
No es casualidad que, a menudo, las propuestas con más base humanística para la
solución del problema del urbanismo, lleguen de los «no adeptos al trabajo», que
sin embargo, mantienen todavía un contacto directo con la experiencia real de
la gente y con las angustias terrenas de la vida metropolitana».
Bookchin
tiene razón. Ebenezer Howard era un estenógrafo y Patrick Geddes un botánico. Pero
los «no adeptos al trabajo» que, más que nadie según Bookchin, indican el
camino a seguir, son los representantes de la contracultura juvenil: «Se ha
escrito mucho sobre el aislamiento de los jóvenes en las comunidades rurales.
Se ha dicho mucho menos acerca de lo que la contracultura juvenil ha hecho para
someter la planificación urbana a una crítica cerrada, adelantando a menudo
propuestas alternativas a los deshumanizados proyectos de “revitalización” y de
“rehabilitación” urbana...».
Para los
nuevos proyectistas de la contracultura «el punto de partida no era el “objeto agradable”
y la “eficiencia” con que conseguir más rápidamente el intercambio, la comunicación
y las actividades económicas. Los nuevos proyectistas se dirigían, más bien, a
establecer una relación entre el proyecto y la necesidad de garantizarla
intimidad personal, la multiformidad de las relaciones sociales, la no
jerarquización de los modos de organización, el carácter comunitario de la
convivencia y la independencia material de la economía de mercado. El proyecto,
por tanto, no debía partir de una concepción abstracta del espacio, o de una
búsqueda de funcionalidad para mejorar el status quo, sino de una crítica
explícita del status quo, y del concepto que de que ésta debía sustituirse por
el de la libertad de las relaciones humanas. Los elementos de la planificación
tenían su origen en alternativas sociales completamente nuevas. Se quería
intentar sustituir el espacio jerárquico por un espacio liberado.»
Se
estaba, en la práctica, redescubriendo la polis reinventando la comuna. Ahora
Murray Bookchin sabe que el movimiento de la contracultura americana ha
abandonado las líneas de los años 60; por eso, ataca a la burda retórica política
que ha entrado a formar parte de sus componentes: «la rabia de los puños
cerrados que explotó a final de los años 60 fue tan incapaz de llegar a la
opinión pública —cada vez más alarmada—, como lo habían sido las flores de
algunos años antes». Sin embargo, afirma Bookchin, algunas de las reivindicaciones
y de los problemas planteados entonces, son imperecederos. La demanda de
«comunidades nuevas», descentralizadas, basadas en criterios ecológicos que
integren en sí las características más adelantadas de la vida urbana y rural no
podrá adormecerse nunca, entre otras cosas porque «nuestra sociedad, hoy,
carece de otras alternativas».
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