Erick
Orellana
Hoy se ha subido al bus un
muchacho joven, un artista de la calle, a hacer beatboxing, a imitar sonidos de
instrumentos con su boca. Antes de empezar a cantar, sus primeras palabras para
introducirse a su público han sido: yo sé que tengo cara de ladrón pero no les
vengo a quitar sus pertenencias.
Su presencia y sus palabras me
han hecho reflexionar una vez más (no es la primera) sobre el rostro de la
pobreza en El Salvador y la discriminación por ser indígena o mestizo. Si, el
mestizo-indígena, el nativo, el natural de estas tierras, la gente pequeña
color café, son quienes viven en el fondo del pantano de la pirámide social; es
la gente que trabaja de recoger basura, como vigilante en las colonias, el
policía de azul, el comerciante informal, el motorista del microbús y del taxi,
la vendedora del mercado municipal o la que se pone a vender en la acera, la
domestica, la prostituta paciente, la policía que recibe acoso de sus colegas,
la maquiladora, la que recoge basura en las plazas públicas. Es la gente que
tiene en sus cuerpos el estigma social y racial, la que sufre en carne propia
la desigualdad económica instaurada por la élite colonial. La que fue despojada
de sus raíces, su cultura, su alma material. La gente que fue convertida en
esclava, en peón, en trabajadores forzados de la nueva sociedad cristiana y
blanca.
Amo a la gente piel canela, a las
hijas del cacao, a las que antes cultivaron amaranto y ahora cultivan caña de
azúcar y café. Quiero de corazón su emancipación, aunque eso signifique quemar
completamente el viejo mundo.
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