Félix Carrasquer (1905-1993)
Solemos suponer que el concepto antitético de la libertad es la tiranía, lo que no es descabellado, pero no podría haber tiranía ni autoridad en su amplísima gama sin la actitud resignada de obediencia. Obedecer no es solamente actuar al dictado de otro; implica además renunciar de la propia iniciativa y un sometimiento que nos acostumbra a la pereza mental y a un cierto grado de amorfismo, en consecuencia. Analizado el hábito de obedecer desde esta perspectiva se nos presenta como un ademán de funestísimas consecuencias, puesto que hace al sujeto siervo de una voluntad ajena en lamentable detrimento de la formación de su propia personalidad.
Sin embargo, se nos dirá: ¿Los que no obedecen, en la infancia muy especialmente, no acabarán siendo unos díscolos o inadaptados? Desgraciadamente así piensan demasiadas personas moldeadas por la costumbre y el autoritarismo imperante. Si obedecer implica sumisión y actuar sin intervención del yo inteligente, las actividades o gestos del sujeto son meramente automáticos, y exentos, por ello, de la motivación que estimula y les proporciona interés. Y si obedecer dificulta la estructuración de la personalidad y hace al individuo proclive a la indiferencia y la pereza, la obediencia será mucho más nociva para los jóvenes que están en el delicado período de organizar su mente y vitalizar su sentido crítico, que es lo más valioso que los seres humanos atesoramos para distinguir lo conveniente de lo morboso y lo exacto de lo erróneo. Nunca es beneficioso obedecer; pero cuando el sometimiento hace más daño es durante la infancia.
Al argumentar de este modo se nos replica que los niños vienen al mundo ignorándolo todo y que, por lo mismo, tienen que aprender cuanto el estatuto de su grupo practica: idioma, higiene elemental, trato con los demás, intercambio en dar y tomar afectos, cosas, etc. Nada más exacto, aunque ninguna de esas actitudes o aprendizajes precisa del rígido mandato de los mayores ni la servil obediencia de los pequeños para ser aprendidas. El idioma, por ejemplo, una de las adquisiciones más difíciles y que es indubitablemente lo más peculiar de los humanos, lo vienen enseñando las madres desde el paleolítico con la naturalidad más amable y sencilla. En esa práctica ancestral tenemos el mejor paradigma para darnos cuenta de que todo puede lograrse por el diálogo espontáneo y por el amor. Los niños, en tres o cuatro años, aprenden miles de palabras para adaptarse a su cultura y lo hacen motivados por su curiosidad, repitiendo lo que les dicen y contentos de poder ir asimilando el vehículo instrumental que utilizan los mayores. En ese actuar de asimilación imitativa no hay obediencia, sino interés y ganas auténticas de superar estadios.
Examinemos otra adquisición que se logra simultáneamente al lenguaje: la higiene, primaria y elemental.
Si la madre o quien se ocupe del bebé le enseña a controlar sus micciones con explicaciones sencillas y cariñosas, el pequeño aprende a inhibirse en edad adecuada y en la alegría de haberlo conseguido reside su afán de ir remontando otras adaptaciones. Por el contrario, si la madre es ansiógena y, subconscientemente, autoritaria, pueden ocurrir dos cosas: que el hijo aprenda por repetición impositiva, adicionando a su carácter funestos nerviosismos y rebeldías, que pueden dejar huella para toda la vida, o que el disgusto que va almacenando por la imposición, lo vuelvan testarudo y no logre el dominio de sus esfínteres hasta edad retrasada, lo que es muy corriente, siendo estos malos hábitos los que dejan en la persona vestigios de inadaptación. El abandono, sin embargo, es asimismo nocivo; lo que significa que, si la obediencia es perjudicial para organizar el carácter, no es menos malo el abandono que lleva implícito el desafecto y la irresponsabilidad de los mayores.
Todos los otros intercambios entre los niños de cualquier edad y la comunidad en que se mueven, pueden hacerse con la misma espontánea cordialidad que la que hemos señalado para la adquisición del lenguaje; aunque en este prolongado período, el lugar central y el que más influye en la formación de los jóvenes es la escuela, desde el jardín de infancia hasta la universidad. Considerando a los niños seres menguados que tienen que aprender aquello que los profesores les dicten, la escuela reclama en primer término la disciplina, sea, obligar a los chicos a que hagan lo que no les interesa o a menudo rechazan. En tal actitud hay una buena parte de rutina y otra de miedo a la juventud dispuesta siempre a eliminar barreras y a introducir alentadoras innovaciones. Por ese temor que viene de muy lejos, las prácticas de las iniciaciones arcaicas y la disciplina de las escuelas modernas se han planificado y calculado expresamente para matar la curiosidad infantil e ir socavando su sentido crítico. Cuanto representa esta praxis secular es difícil de imaginar; aunque a ello supone frenar el progreso científico y sobremanera el psicosocial, retrasando así el valor ético de los individuos y la solidaridad entre los pueblos.
Las repeticiones estereotipadas de la rutina nos dicen que sin disciplina ni autoridad los muchachos no harían nada y sólo lograríamos fomentar el gamberrismo y el caos social. Todos sabemos que es cierto el proverbio «más se alcanza con miel que con hiel» y, no obstante, por pereza mental seguimos uncidos al marchamo cansino de una supina tradición. Desde Pestalozzi, Decroly, Ferriere, Tolstoy, Ferrer, Dewey, Freinet y tantos otros, sabemos experimentalmente que la autoridad escolar es además de innecesaria, nociva, y que a mayor libertad en los centros educativos, mayor rendimiento en el aprendizaje, y algo que es muchísimo más importante, más alegría y cooperación entre los alumnos.
No nos sustraemos a recordar positivas realizaciones producidas en un período tan esperanzador, aun dentro de los horrores de la guerra, como los ensayos revolucionarios, educativos y económicos realizados de 1936 a 1939, en la zona antifascista.
Tanto en la Escuela instalada en la ciudad, como en el Internado para adolescentes, en zona rural, no había el menor indicio de autoridad; los muchachos opinaban, discutían y decidían responsablemente. Insisto en lo de la responsabilidad, porque en el internado se desarrollaban diferentes trabajos que eran realizados con igual satisfacción e interés que la parte didáctica. Y si aquellos niños, en la ciudad, y los jóvenes en las zonas rurales, pudieron desenvolverse con libertad y eficacia en un modelo de autogestión, lo mismo podrían hacer todos los niños de la Tierra, si padres y maestros supieran sacudirse el influjo de la rutina, y comprendiesen que la libertad y el respeto mutuo son el mejor camino para educar y propi-ciar el bienestar de los pueblos.
Deliberadamente, y puesto que ahondar en ejemplos y evidencias que apoyarían nuestros argumentos merecería un espacio del que no disponemos, solo es oportuno señalar los bien recientes, dramáticos y brutales episodios del Golfo Pérsico, y aún de otras áreas geográficas, donde la ambición, el afán de dominio y sometimiento, por la vía de la disciplina y la obediencia, han situado a los considerados dirigentes políticos, económicos y espirituales del mundo en niveles de tal brutalidad, de la que los seres más feroces y primarios de la escala zoológica se sentirían avergonzados.
Es innegable que en el influjo de la jerarquización está el motor de la discordia humana, que los fantasmas de las religiones fomentarán el miedo, pero también es cierto que en el mecanismo reiterado del obedecer radica la praxis que sostiene todo régimen despótico y su prolongación en el tiempo. ¿Quién iría a la guerra, tanto para asesinar como para ser asesinado, sin un previo entrenamiento de resignación y ciega obediencia?
Por esa actitud de obedecer toda orden exponemos la vida absurdamente, aceptamos la explotación más o menos encubierta, y renunciamos a la auténtica cultura y al placer de vivir y convivir en un mundo proyectado a propiciar la felicidad de todos los seres, y a garantizar, al menos, su sustento, su educación y su libertad.
[Tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2018/10/16/la-obediencia.]
Solemos suponer que el concepto antitético de la libertad es la tiranía, lo que no es descabellado, pero no podría haber tiranía ni autoridad en su amplísima gama sin la actitud resignada de obediencia. Obedecer no es solamente actuar al dictado de otro; implica además renunciar de la propia iniciativa y un sometimiento que nos acostumbra a la pereza mental y a un cierto grado de amorfismo, en consecuencia. Analizado el hábito de obedecer desde esta perspectiva se nos presenta como un ademán de funestísimas consecuencias, puesto que hace al sujeto siervo de una voluntad ajena en lamentable detrimento de la formación de su propia personalidad.
Sin embargo, se nos dirá: ¿Los que no obedecen, en la infancia muy especialmente, no acabarán siendo unos díscolos o inadaptados? Desgraciadamente así piensan demasiadas personas moldeadas por la costumbre y el autoritarismo imperante. Si obedecer implica sumisión y actuar sin intervención del yo inteligente, las actividades o gestos del sujeto son meramente automáticos, y exentos, por ello, de la motivación que estimula y les proporciona interés. Y si obedecer dificulta la estructuración de la personalidad y hace al individuo proclive a la indiferencia y la pereza, la obediencia será mucho más nociva para los jóvenes que están en el delicado período de organizar su mente y vitalizar su sentido crítico, que es lo más valioso que los seres humanos atesoramos para distinguir lo conveniente de lo morboso y lo exacto de lo erróneo. Nunca es beneficioso obedecer; pero cuando el sometimiento hace más daño es durante la infancia.
Al argumentar de este modo se nos replica que los niños vienen al mundo ignorándolo todo y que, por lo mismo, tienen que aprender cuanto el estatuto de su grupo practica: idioma, higiene elemental, trato con los demás, intercambio en dar y tomar afectos, cosas, etc. Nada más exacto, aunque ninguna de esas actitudes o aprendizajes precisa del rígido mandato de los mayores ni la servil obediencia de los pequeños para ser aprendidas. El idioma, por ejemplo, una de las adquisiciones más difíciles y que es indubitablemente lo más peculiar de los humanos, lo vienen enseñando las madres desde el paleolítico con la naturalidad más amable y sencilla. En esa práctica ancestral tenemos el mejor paradigma para darnos cuenta de que todo puede lograrse por el diálogo espontáneo y por el amor. Los niños, en tres o cuatro años, aprenden miles de palabras para adaptarse a su cultura y lo hacen motivados por su curiosidad, repitiendo lo que les dicen y contentos de poder ir asimilando el vehículo instrumental que utilizan los mayores. En ese actuar de asimilación imitativa no hay obediencia, sino interés y ganas auténticas de superar estadios.
Examinemos otra adquisición que se logra simultáneamente al lenguaje: la higiene, primaria y elemental.
Si la madre o quien se ocupe del bebé le enseña a controlar sus micciones con explicaciones sencillas y cariñosas, el pequeño aprende a inhibirse en edad adecuada y en la alegría de haberlo conseguido reside su afán de ir remontando otras adaptaciones. Por el contrario, si la madre es ansiógena y, subconscientemente, autoritaria, pueden ocurrir dos cosas: que el hijo aprenda por repetición impositiva, adicionando a su carácter funestos nerviosismos y rebeldías, que pueden dejar huella para toda la vida, o que el disgusto que va almacenando por la imposición, lo vuelvan testarudo y no logre el dominio de sus esfínteres hasta edad retrasada, lo que es muy corriente, siendo estos malos hábitos los que dejan en la persona vestigios de inadaptación. El abandono, sin embargo, es asimismo nocivo; lo que significa que, si la obediencia es perjudicial para organizar el carácter, no es menos malo el abandono que lleva implícito el desafecto y la irresponsabilidad de los mayores.
Todos los otros intercambios entre los niños de cualquier edad y la comunidad en que se mueven, pueden hacerse con la misma espontánea cordialidad que la que hemos señalado para la adquisición del lenguaje; aunque en este prolongado período, el lugar central y el que más influye en la formación de los jóvenes es la escuela, desde el jardín de infancia hasta la universidad. Considerando a los niños seres menguados que tienen que aprender aquello que los profesores les dicten, la escuela reclama en primer término la disciplina, sea, obligar a los chicos a que hagan lo que no les interesa o a menudo rechazan. En tal actitud hay una buena parte de rutina y otra de miedo a la juventud dispuesta siempre a eliminar barreras y a introducir alentadoras innovaciones. Por ese temor que viene de muy lejos, las prácticas de las iniciaciones arcaicas y la disciplina de las escuelas modernas se han planificado y calculado expresamente para matar la curiosidad infantil e ir socavando su sentido crítico. Cuanto representa esta praxis secular es difícil de imaginar; aunque a ello supone frenar el progreso científico y sobremanera el psicosocial, retrasando así el valor ético de los individuos y la solidaridad entre los pueblos.
Las repeticiones estereotipadas de la rutina nos dicen que sin disciplina ni autoridad los muchachos no harían nada y sólo lograríamos fomentar el gamberrismo y el caos social. Todos sabemos que es cierto el proverbio «más se alcanza con miel que con hiel» y, no obstante, por pereza mental seguimos uncidos al marchamo cansino de una supina tradición. Desde Pestalozzi, Decroly, Ferriere, Tolstoy, Ferrer, Dewey, Freinet y tantos otros, sabemos experimentalmente que la autoridad escolar es además de innecesaria, nociva, y que a mayor libertad en los centros educativos, mayor rendimiento en el aprendizaje, y algo que es muchísimo más importante, más alegría y cooperación entre los alumnos.
No nos sustraemos a recordar positivas realizaciones producidas en un período tan esperanzador, aun dentro de los horrores de la guerra, como los ensayos revolucionarios, educativos y económicos realizados de 1936 a 1939, en la zona antifascista.
Tanto en la Escuela instalada en la ciudad, como en el Internado para adolescentes, en zona rural, no había el menor indicio de autoridad; los muchachos opinaban, discutían y decidían responsablemente. Insisto en lo de la responsabilidad, porque en el internado se desarrollaban diferentes trabajos que eran realizados con igual satisfacción e interés que la parte didáctica. Y si aquellos niños, en la ciudad, y los jóvenes en las zonas rurales, pudieron desenvolverse con libertad y eficacia en un modelo de autogestión, lo mismo podrían hacer todos los niños de la Tierra, si padres y maestros supieran sacudirse el influjo de la rutina, y comprendiesen que la libertad y el respeto mutuo son el mejor camino para educar y propi-ciar el bienestar de los pueblos.
Deliberadamente, y puesto que ahondar en ejemplos y evidencias que apoyarían nuestros argumentos merecería un espacio del que no disponemos, solo es oportuno señalar los bien recientes, dramáticos y brutales episodios del Golfo Pérsico, y aún de otras áreas geográficas, donde la ambición, el afán de dominio y sometimiento, por la vía de la disciplina y la obediencia, han situado a los considerados dirigentes políticos, económicos y espirituales del mundo en niveles de tal brutalidad, de la que los seres más feroces y primarios de la escala zoológica se sentirían avergonzados.
Es innegable que en el influjo de la jerarquización está el motor de la discordia humana, que los fantasmas de las religiones fomentarán el miedo, pero también es cierto que en el mecanismo reiterado del obedecer radica la praxis que sostiene todo régimen despótico y su prolongación en el tiempo. ¿Quién iría a la guerra, tanto para asesinar como para ser asesinado, sin un previo entrenamiento de resignación y ciega obediencia?
Por esa actitud de obedecer toda orden exponemos la vida absurdamente, aceptamos la explotación más o menos encubierta, y renunciamos a la auténtica cultura y al placer de vivir y convivir en un mundo proyectado a propiciar la felicidad de todos los seres, y a garantizar, al menos, su sustento, su educación y su libertad.
[Tomado de https://revistapolemica.wordpress.com/2018/10/16/la-obediencia.]
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