Claudio Albertani
“Anarquía: victoria del espíritu sobre
las certidumbres.”
George Henein
Asistimos
al fracaso estrepitoso de los sistemas totalitarios. Aparentemente invencibles,
los fundamentalismos políticos, religiosos y económicos se muestran al fin por
lo que siempre fueron: engaños de masa, mortíferas alucinaciones colectivas. Al
derrumbe sin gloria del socialismo soviético le siguió el desplome del
neoliberalismo y ahora cae el mito del islamismo radical. Por su parte, los
poderosos de Occidente no duermen contentos. Los 250 mil cables diplomáticos
filtrados por Wikileaks han tenido el saludable efecto de desnudar no a uno
sino a muchos reyes sembrando el pánico entre los poderosos. El secreto
generalizado es el modus operandi de la sociedad del espectáculo decía Debord,
pero ahora resulta que las criptas del poder están huecas. ¿Necesitábamos a
Wikileaks para saber que Berlusconi es un depravado engreído, Sarkozy un
arrastrado arrogante y Calderón un dipsómano incompetente? El verdadero
escándalo no son sus fechorías, ni tampoco las de sus semejantes. Lo peor es
que el secreto del poder es un secreto de polichinela: nadie debería conocerlo,
ni contarlo, y sin embargo todos lo conocen y lo cuentan.
Son
buenas noticias, pero no es el momento de echar las campanas al vuelo. La
humanidad se encuentra ante una disyuntiva: correr el riesgo de desaparecer o
lograr un cambio radical para acabar de una vez por todas con las formas de
alienación y de servidumbre. Así las cosas, ¿es posible apostarle a la
creatividad individual y colectiva, a la liberación del deseo, a la autogestión
generalizada? O, dicho de otra manera, ¿es actual el anarquismo? ¿Contribuye a
revitalizar los proyectos de liberación humana? ¿Aporta algo a la solución de
los grandes problemas del mundo actual?
Se
dice que el anarquismo es una teoría bonita, pero “utópica”. ¿Qué es una
utopía? Una forma de impaciencia respiratoria que roba oxigeno al futuro, dice
George Henein. Y añade: la utopía es la propensión natural del ser a actualizar
lo imposible. Se recarga al hacer contacto con la subjetividad apasionada, esa
que se mueve en el universo como en un teatro de lava ardiente, que sopla.
Hay
muchas utopías: geográficas, médicas, científicas, técnicas...Hubo utopías
piratas, islas y escondites en donde, por breves momentos se fundaron
comunidades de intentos al margen de la sociedad. Los utopistas más
perseverantes son los poetas y las utopías de todo género son poemas en espera
de editor.
Charles
Fourier identificó en el principio de repetición –la existencia “realista”,
vivida en papel carbón-una lenta preparación para la muerte, la desgracia en la
que se consuman la sensibilidad y el gusto por la vida. Sus teorías pueden
aparecer descabelladas, pero sólo quería comunicarnos la alegría de vivir, la
versatilidad de actuar, la multiplicidad del ser.
Bajo
esta perspectiva, todas las ideas, mientras no hayan sido realizadas son utopías
y sin ellas no puede nacer ninguna realidad nueva. En la medida en que
responden a una inclinación natural, presente en todo individuo no carcomido
por la desesperanza, las utopías despiertan la imaginación y el deseo de
elevarse más allá de la trivialidad cotidiana. Son –diría Joseph Déjacque, uno
de nuestros abuelos-sueños no realizados, pero realizables. Los anarquistas son
cazadores incasables de utopías; buscan lo invisible, lo extraen de los
intersticios del tiempo y lo cultivan en la vida diaria.
¿Podemos
meter las elaboraciones de tipo milenarista en el cajón de sastre de las
utopías? No. El milenarismo –que se trate del Tercer Reich paranoico de Hitler,
de la aventura sionista o del delirio maoísta en la (mal llamada) revolución
cultural-se nutre de un resentimiento infausto en el que sólo tienen cabida
ciegos vengadores. No ignoramos que los sistemas de pensamiento conocidos como
“utopías” pueden incluir ingredientes autoritarios. Desde la República de
Platón, se han multiplicado los intentos de imponer una disciplina militar al
conjunto de la sociedad reservando el ejercicio del pensamiento a una elite de
guardianes y eliminando el gusto dionisíaco por la fiesta, la bebida y el sexo.
El
anarquismo reivindica los aspectos subversivos de la utopía, pero no es una
utopía en el sentido tradicional de aspiración quimérica e ilusión
especulativa. La anarquía es utópica porque defiende la irrupción de lo
maravilloso en la vida cotidiana, pero no lo es en el sentido literal de un no
lugar o un lugar sin lugar. Una de sus características es centrarse, aquí y
ahora, en la acción directa. Acción directa, vale más aclararlo, no quiere
decir acción violenta, sino acción autónoma de individuos y colectivos que
rehúsan someterse a la política parlamentaria y a partidos de cualquier
ideología. Incluye una enorme cantidad de opciones: desde la desobediencia
civil a la resistencia pasiva pasando por la guerrilla informática, el boicot,
la huelga auto-organizada y el sabotaje.
El
anarquismo –señala Emma Goldman- es una fuerza concreta en los asuntos de
nuestra vida, constantemente creando nuevas condiciones. Sus métodos no
contienen un programa armado de una vez por todas para llevarlo a cabo en
cualquier circunstancia. Los métodos deben salir de las necesidades de cada
lugar y clima y de los requisitos intelectuales y temperamentales del
individuo.” Tiene que ver con una marcada disposición a cuestionar los dogmas y
los poderes establecidos. Pregona, igual que Nietzsche, el ocaso de todos los
ídolos. Cree firmemente que todo puede ydebe ser objeto de duda,
particularmente los credos absolutos: el trabajo, la patria, la familia, la
religión... Defiende la libertad de expresión siempre: “nada es sagrado, todo
se puede decir” (Raoul Vaneigem).
No
aplazamos nuestra liberación a un futuro inasible. Tampoco pretendemos liberar
a los demás. Queremos, en primer lugar, liberarnos a nosotros mismos en unión
con los demás. Buscamos apartar de la vida todo lo que implica la reproducción
del viejo mundo y el deseo de dominar. Un deseo ominoso que se pierde en la
noche de los tiempos: junto al primer usurpador de la propiedad ajena nace el
primer dominador .El primero que inventa las reglas, imparte órdenes, impone
obediencia es el mismo que reparte bienes entre sus acólitos después de
robarlos; que lleva a la conquista de la tierra prometida, o sea la tierra
fecundada por otros; que constituye en nación a las tribus que lo siguen y las llama
pueblo elegido, es decir pueblo autorizado a saquear la tierra de otros
pueblos. Ese mismo señor, después de haberse sustituido a la tribu y a la
nación, declara: “el estado soy yo”.
La
lucha contra las relaciones de explotación y dominación corre el riesgo de
quedarse en lo meramente negativo cuando no logra transformarse en fuerza afirmativa,
capaz de recomponer relaciones sociales. A pesar de su carácter fragmentario –o
tal vez gracias a ello- el pensamiento anarquista anticipó algunos de los
asuntos centrales de nuestro tiempo. Mencionaré aquí únicamente tres: 1) la
emancipación de la mujer, 2) la pedagogía antiautoritaria y 3) la cuestión
ambiental.
Ya
Charles Fourier –ese soñador sublime-había aclarado que el sistema civilizado
(léase: el capitalismo) reprime las pasiones, la atracción y la naturaleza. La
mutilación del amor es el crimen fundante de la civilización mercantil, pero
sus raíces calan hondo en el neolítico cuando se impusieron contemporáneamente
el poder jerarquizado, la religión y el patriarcado. La víctima de ese crimen
no es sólo la mujer, sino también el niño. Una violencia disimulada o, de
plano, brutal aplasta la inocencia infantil para formar seres humanos -hombre y
mujeres-autoritarios y, al mismo tiempo, serviles que reproducen el orden
patriarcal.
Desde
los tiempos de Marx pasando por Kautsky, Bernstein, Lenin y Trotsky, las
corrientes hegemónicas del socialismo han asegurado que para cambiar la
sociedad es necesario contar con el aparato del Estado. La historia ha
desmentido esta creencia. El derrumbe de la Unión Soviética –la patria de todas
las tristezas proletarias- y ahora el desprestigio universal de los partidos
políticos eliminaron los principales obstáculos ideológicos para reformular una
crítica social digna de este nombre: la gran mentira comunista por un lado; la
ideología neoliberal y del Estado de derecho, por el otro.
Así
las cosas, hablar de socialismo implica hablar de más de un siglo de lucha por
la justicia... por el camino equivocado. En la actualidad, no podemos separar
la idea de socialismo, la palabra socialismo, del proceso histórico real, de la
lucha real asociados con una evolución específica. La única manera de proseguir
la discusión sobre el socialismo es empezar con el supuesto de que el
socialismo tuvo un principio y llegó a su fin. Ya es tiempo de voltear la
página.
De
izquierda a derecha es la misma nada que aparece ya sea como tiranía o como
democracia, el mismo mostrador en que las mercancías cambian de lugar según las
necesidades publicitarias. Quienes todavía votan dan la impresión de querer
hacer explotar las urnas a fuerza de actos de protesta. Se comienza a sospechar
que es contra el voto mismo que la gente sigue votando. Ninguna propuesta está,
ni de lejos, a la altura de la situación y la población, incluso cuando calla,
es infinitamente más madura de todos los títeres que se disputan el poder. De
izquierda a derecha, todos los partidos en todo el mundo tienen un objetivo
claro: desmantelar incluso el recuerdo de las asociaciones y mecanismos que
expresan solidaridad y una sociabilidad no capitalista. Cualquier intento de lucha
que se salga de los cauces institucionales es exhibido como una quimera
insensata destinada a reproducir las pesadillas totalitarias del siglo XX.
La
conciencia insurreccional, sin embargo, siempre duerme con un ojo abierto. Es
claro que las clases dominantes no tienen mucho que celebrar. Anunciado con
apresurado triunfalismo, el fin de la historia –esa torpe utopía de un
capitalismo sin contradicciones y sin antagonistas-no abrió paso al nuevo mundo
feliz que pregonaban sus mentores, sino a una era de discordias sangrientas.
La
larga historia de rebeldía de las clases peligrosas está lejos de haber
concluido. Conjurada durante décadas, la revolución social -es decir la opción
de acabar con la explotación de los seres humanos y de la naturaleza para construir
un mundo nuevo-no sólo sigue siendo viable, sino cada día más urgente: la carga
energética que durante más de dos siglos ha levantado pueblos y hecho saltar
edificios históricos seculares no está agotada. Hoy, la revolución no tiene por
qué ser violenta, entre otras razones porque no se puede combatir la
enajenación con medios enajenados y porque la capacidad destructora de nuestros
enemigos es inmensa.
Si
la revolución de nuestro tiempo ya no puede parodiar al octubre soviético,
puede, en cambio, buscar fuentes de inspiración en otras experiencias. Una de
ellas es precisamente el anarquismo, una corriente política fundada en el
principio de la autonomía del individuo y en el proyecto de una sociedad sin
Estado y sin Capital. El anarquismo es una actitud frente a la vida más que una
doctrina política en el sentido tradicional. Apela, como diría Albert Camus, a
esa parte calurosa del ser humano que no puede reducirse a la ideay que no
puede servir sino para ser. Emplea una estrategia de profanación: liberar lo
que se encuentra encadenado para restituirlo a la esfera sensible y a un
posible uso común.
Hay
muchos anarquismos. El carácter plural del pensamiento libertario tiene que ver
con lo más profundo de la condición humana: si, a pesar de todo, nuestro
destino no es tan desdichado, si todavía tenemos alguna posibilidad de no
sucumbir, es porque una multitud de almas habitan un solo cuerpo. El punto de
partida siempre es el individuo. No el individuo abstracto como principio
filosófico, sino el individuo concreto, vinculado a los demás seres humanos por
mil razones materiales y espirituales. No existimos aislados de la sociedad,
nuestros deseos no pueden realizarse más que en ella; vivir una vida plena pasa
por la toma de conciencia de nuestros derechos personales y también de nuestra
responsabilidad social.
Una
anécdota reportada por el historiador italiano Pier Carlo Masini ilustra la
riqueza de la tradición libertaria. Ante un juez que le invitaba a definir en
pocas palabras su ideal político, un militante obrero contestó con espíritu
bíblico que para él la anarquía era el Arca de Noé sin Noé. A lo cual otro
imputado objetó que, si acaso, la anarquía era el diluvio universal sin el
arca. He aquí las dos almas del anarquismo; optimista y racional la una,
romántica y nihilista, la otra.
La
libertad es el valor central, pero va asociada a las ideas de autonomía,
voluntad y potencia. Tiene, por tanto, un sentido muy diferente al del lenguaje
vulgar: “la libertad no es el derecho abstracto, sino la capacidad de hacer
algo. (...) y es en la cooperación con los demás que el hombre encuentra los
medios para desplegar su actividad y sus potencialidades”.
Se
dice que los anarquistas rechazan la organización, bajo el presupuesto de que
obstaculizaría la libertad. Aunque es verdad que algunos individualistas se
definen a sí mismos “anti-organizadores”, esto es básicamente falso. La
organización es la práctica de la cooperación y de la solidaridad, la condición
necesaria de la vida social. Constituye un hecho ineluctable que se impone a
todo grupo de personas que tenga un fin común que realizar. Permanecer aislados
actuando o queriendo actuar cada uno por su cuenta, sin entenderse con los
demás, significa condenarse a la impotencia, malgastar la energía en pequeños
actos sin eficacia y muy pronto caer en la completa inacción.
Mientras
lo mejor del marxismo revolucionario radica en el descubrimiento de la lógica y
las contradicciones del capitalismo, el anarquismo es, en primer lugar, una
práctica revolucionaria que busca lograr un cambio radical desde abajo. El
principio de la organización es su alma, su esencia misma y lo que lo distingue
de otras corrientes socialistas. Tan es así que las diferentes tendencias
libertarias siempre emergen de principios práctico-organizativos: mutualistas,
anarco-sindicalistas, anarco-comunistas, insurreccionalistas, plataformistas,
etc. Lejos de crear el autoritarismo, la organización es el remedio más eficaz
contra ello y el modo para que cada uno de nosotros se habitúe a tomar parte
activa y consciente en el trabajo colectivo y deje de ser un instrumento pasivo
en mano de los jefes.
Lo
que sí combaten los anarquistas es la centralización política y social a la que contraponen la libre asociación de
grupos independientes unidos
por objetivos comunes. Cuando la organización se autonomiza de sus integrantes para convertirse en un
fin en sí mismo -es lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en la mayoría de
las organizaciones de izquierda-se extingue el espíritu creador y se atrofia
el pensamiento.
La
política de los partidos
siempre es la razón de Estado. No existe, ni
puede existir, un parlamentarismo revolucionario, de la misma manera que tampoco existe, ni nunca existió, un
Estado revolucionario. Entre los regímenes
parlamentarios y los regímenes dictatoriales,
sólo existe la diferencia entre
la fuerza de la mentira y la verdad del terror. La mejor garantía contra todo poder separado,
necesariamente opresivo (como partidos,
sindicatos corruptos, organizaciones jerarquizadas, grupúsculos intelectuales o activistas, embriones todos ellos de Estados), es la construcción inmediata de condiciones de
vida radicalmente nuevas.
Una
opción es construir aquí y ahora contra-poderes,
es decir poderes anti-estatales, espacios que no remedan el poder
dominante, sino que lo niegan. Es la propuesta de las ZAD francesas (Zones à defendre, zonas para defender) y de las
Zonas Temporalmente autónomas(TAZ, por sus siglas en inglés): liberar,
aunque sea por un corto tiempo
áreas de tierra, de tiempo, de imaginación y luego autodisolverse
para reconstruirse en cualquier otro lugar o tiempo, antes de
que el Estado pueda aplastarnos.“La
TAZ es un campamento de guerrilleros
ontológicos: atacan y escapan”.
Tiene
que defenderse, pero tanto el ataque como la defensa deben, siempre que puedan, eludir la violencia del Estado, que es
una violencia sin sentido.
El ataque se libra contra estructuras de control, esencialmente contra las ideas; y la defensa
es la invisibilidad-un arte
marcial-y la invulnerabilidad, un arte oculto entre las artes
marciales. La máquina de guerra nómada
conquista antes de ser detectada, y se desplaza
antes de que el mapa pueda ser reajustado. Por lo que concierne al futuro; sólo los autónomos
podrán planear la autonomía, organizarla,
crearla”. No se trata de preparar
la revolución para el gran día. La
irrupción de los individuos y las colectividades en el espacio público ya
es la revolución.
Muchos
nos acusan de
ignorar las “mediaciones” y de
no presentar “proposiciones prácticas”. A lo que
respondemos: el mundo está patas arriba; todo está por
reinventarse. ¿Por qué exigir a los anarquistas, una minoría radical entre
muchas, esa solución que corresponde
a la humanidad en su conjunto? No poseemos el secreto para
cambiar el mundo, nadie lo
detiene. Pero formulamos
preguntas de las que pueden salir respuestas
colectivas. Y sabemos que las “mediaciones”
tradicionales -el partido, la
vanguardia, el Comité Central...- lejos de acercarnos a un mundo mejor no
producen más que pesadillas.
No
somos ilusos. Sabemos que la
actual ola de rebeliones
no se inscribe necesariamente en la práctica conscientemente
libertaria que reivindicamos.
También estamos al tanto de que
puede desembocar en nuevas formas de barbarie. ¿Qué hacer? La
revolución en permanencia.
Huelga decir que la revolución
no es la toma del palacio de
invierno. Es el advenimiento de
la autonomía, el momento en que los seres
humanos empiezan a actuar por sí mismos, dejando atrás al viejo mundo e instituyendo los criterios y los
fines de su acción. Esta
revolución no está inscrita en ninguna ley histórica. Tampoco
es –nunca ha sido-una necesidad dialéctica. Es una opción lúdica. Hace
más de medio siglo, Guy Debord
recomendó “crear situaciones de
ruptura”. Un buen comienzo es rechazar la pandemia de
servidumbre voluntaria que ofusca las conciencias.
No
mantenemos certidumbres sobre el futuro. Sabemos que vivimos una época de descomposición social,
pero sabemos también que esa
misma descomposición puede convertirse en nuestra fuerza. En el
trabajo, en la escuela, en la familia,
tenemos la opción de defender la
libertad y oponernos a la injusticia.
Llamamos a la construcción de colectividades urbanas y rurales federadas entre sí para poner en marcha la
producción de energías naturales,
de agricultura regenerada, de medios de
comunicación comunitarios, y de
servicios públicos gratuitos al margen del robo perpetrado
por gobiernos y empresas privadas.
No somos pesimistas ni optimistas. Pero sabemos que si actuamos a partir de principios autogestivos, si evitamos
la separación entre dirigentes
y ejecutantes, si comprendemos que no podemos combatir la enajenación con medios enajenados, puede ser
que el resultado de nuestras
luchas sea un mundo mejor. Un mundo no muy diferente al que alguna vez imaginaron nuestros abuelos anarquistas. No importa cómo nos
llamemos o cómo nos llamen. Lo importante es que, en
donde estemos, luchemos por
ello.
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