Carmen Martín M.
Cientos
de tratados han sido redactados para datar el comienzo de una corriente intelectual
de pensamiento político libertario, comúnmente denominado anarquismo. Generalmente
ha tendido a pensarse y escribirse que el germen del anarquismo se encuentra en
torno al siglo XIX, de la mano de Pierre Joseph Proudhon, Michael Bakunin o
Piotr Kropotkin. Si bien es cierto que los rasgos definitorios de esta doctrina
quedan explicitados en el citado siglo, no puede ni debe sostenerse lo mismo
acerca de su nacimiento. El anarquismo, entendido en sentido amplio como organización
social en ausencia de esquemas jerárquicos de poder, puede encontrarse ya en
las sociedades primitivas, sociedades compuestas por sujetos autónomos que se autogobiernan
y autogestionan y cuya sencilla economía se reduce a satisfacer las necesidades
de todos los miembros de la comunidad. Al fin y al cabo las ideas anarquistas han
estado presentes a lo largo de toda la historia, como vendría a defender el
escritor y anarcosindicalista Rudolf Rocker. Rocker y algunos historiadores del
pensamiento libertario como Max Nettlau han considerado que incluso en la
Antigua Grecia pueden encontrarse vestigios de esta ideología (Zenón, Aristipo
o Antifón).
Étienne de la Boétie
No
obstante, el propósito que aquí nos atañe no es establecer una antropología de
la teoría anarquista, sino un análisis del que podría considerarse el primer
discurso moderno con características afines a lo que vendría a ser más tarde el
pensamiento libertario. Debemos remontarnos al siglo XVI para encontrar el Discurso
de la servidumbre voluntaria de Étienne de la Boétie. La Boétie siempre ha
estado íntimamente ligado a la figura de Montaigne, del cual no debe eludirse
la importante labor ejercida para la difusión del Discurso. Es bien
conocido que ambos mantenían una relación de amistad desde su primer encuentro
en Burdeos en 1557 hasta la muerte de La Boétie. Montaigne publicó en 1571
todas las obras de La Boétie, exceptuando el Discurso. Prefiere reservarlo
para incluirlo en la publicación de una obra posterior, pero los calvinistas se
adelantan y publican en 1574 una edición sin nombre del autor titulada Le
Réveille matin des François, y en 1576 ya publican una edición con el
nombre de La Boétie y titulada Contra Uno. Esto provocó que en la primera
recepción del Discurso se diera el malentendido de considerarlo
meramente como un panfleto político, susceptible de ser utilizado por los
calvinistas. Más tarde la obra florecería y se ocultaría discontinuamente a lo
largo de los siglos. No quede sin explicitar que este intento de ocultar
doctrinas que niegan fervientemente la imposición del poder se hace patente hoy
día, basta con echar un vistazo a las noticias que difunden los medios de
comunicación, en las que incluso se llega a identificar esta teoría política
con el terrorismo, el libre albedrío y el caos y acaban por confundir términos
de la misma forma en que una parte considerable de los rusos confunden
pederastia con homosexualidad.
Lo cierto
es que el Discurso anticipa una serie de premisas ideológicas que
motivarán un cambio en el discurso político moderno, incluso viene a negar
presupuestos posteriores. A tenor con
esta idea, Pierre Leroux considera que La Boétie anticipa la figura del
anti-Hobbes, que provoca la imposibilidad del sustento del Leviatán por
su rechazo originario del Estado. Aunque Leroux desvirtúa la perspectiva de La
Boétie asegurando que fue el deseo mismo de libertad el que creó las
monarquías, pues estas son preferibles a la anarquía. La verdadera causa por la
que el hombre se somete y acepta el sometimiento, dirá Leroux, es que la
monarquía confiere unidad y cohesión social.
“Hay que
darle la vuelta al principio de La Boétie acerca de nuestra unidad natural,
nuestra fraternidad y nuestra igualdad, y decirle: si los hombres se han dejado
embaucar y cautivar tan sólo por el nombre Uno, hasta el punto de aceptar la
monarquía y preferirla a la república, es porque esta monarquía les promete la
unidad social y la concordia fraternal que usted habría deseado para ellos.”[1]
Idea que
guarda una increíble semejanza con la justificación de la figura del rey que,
actualmente, emplean la gran mayoría de los partidos políticos. El argumento principal
que sostiene la justificación del monarca es precisamente la unidad de España,
concepto que por cierto fue bastante difundido y machacado durante el terrorífico
período franquista. Lo que se esconde tras esa apología de la monarquía es la
superioridad de la unidad de la sociedad frente al caos que supone la ruptura
de esa fraternidad, dando por supuesta la premisa de que realmente el monarca
tiene la facultad de crear cohesión y que en ausencia de este sólo puede darse
la ruptura. Concepción que, en suma, encierra una comprensión cínica e inmadura
de las personas, donde estas son incapaces de convivir en armonía y solidaridad
en ausencia de una figura que represente y acapare el poder. Leroux lo
justifica del siguiente modo:
“En el
fondo, y en tanto el problema de no tener amos no encuentre solución, preferir
la monarquía a las demás formas políticas es preferir la unidad a la división,
es esperar el advenimiento de la unidad verdadera, es tender a la comunión
universal de los hombres. Por eso, la monarquía y el papado subsisten aún hoy,
a pesar de tantas revoluciones.” [2]
Sin
embargo, el Discurso tiene un evidente carácter antimonárquico (aunque
al final abogue por una crítica a la tiranía y no a la monarquía en sí),
nominalista y opuesto a la reducción de la pluralidad a la unidad política. El
Uno es un simple nombre y, como tal, no existe realidad tras él. La unidad
queda así representada como una mera ficción y no como un ente concreto. Esto
es, si aceptamos que tras los nombres no se encuentra realidad alguna y, en
consecuencia, son ficticios, entonces el Uno como mero nombre es mera ficción.
La dominación política ha olvidado el derecho romano, ha olvidado que la unidad
es sólo una ficción. Del mismo modo que hemos olvidado que el Estado es una
invención, una ficción creada que se ha ido naturalizando con el paso de los tiempos.
El
discurso político que desarrolla La Boétie no se corresponde ya con la
discusión acerca del rango de la monarquía –como en el caso de Dante y Tomás de
Aquino que exponen a ultranza la grandeza y justicia de la monarquía– porque no
hay nada propiamente público en un gobierno en el que todo pertenece a uno. Por
este motivo, La Boétie presenta el gobierno monárquico como un régimen
totalitario y acaparador. Aunque rápidamente matiza la terminología e introduce
el concepto de tiranía - degeneración o corrupción de la monarquía según la definición
aristotélica.
La causa
de la servidumbre, dirá La Boétie, reside en la atribución de realidad al Uno,
en la dotación de realidad a la unidad. La grandeza del poder del Uno es
posible porque el resto de unos le confieren voluntariamente su poder. De este
modo, la voluntad libre se convierte en voluntad de servir. Los hombres deciden
someterse voluntariamente. De ahí que el título de la obra sea Discurso de
la servidumbre voluntaria.
La libertad
Resulta
bastante sugerente la definición que La Boétie da a la libertad:
“Así
pues, no queda sino que la libertad sea natural, y, por el mismo razonamiento,
en mi opinión, que no solamente hemos nacido en posesión de nuestra libertad,
sino también con la pasión de defenderla.” [3]
Muestra,
así, una libertad naturalizada, innata, que necesariamente tenemos que
defender. En la medida en que la libertad es natural, la servidumbre, por contraposición,
se presenta como no natural, no nata, sino adquirida, aprendida. Hemos nacido
libres, pero hemos aprendido a ser esclavos. La libertad, dirá La Boétie, concede
valentía en la lucha, por eso los siervos no luchan con ardor, ya que no pueden
sentir la alegría de ser libres. Por ello, el tirano asegura su poder haciendo
que bajo él no haya un solo hombre con valor. En otras palabras, el tirano
consigue su poder embruteciendo a sus súbditos.
¿Cómo es
posible que los hombres se sometan a un tirano si este “sólo tiene el poder que
aquellos le dan”? [4] El tirano sólo puede causar tanto daño como el resto esté
dispuesto a soportar. Observamos como desde las primeras páginas La Boétie
aparta de su discurso a la monarquía y se centra en la degeneración de esta: la
tiranía.
La causa
por la que el tirano hace el mal a los otros es que estos prefieren sufrirle
que contradecirle. Las personas son serviles porque se encuentran “fascinados
por el solo nombre de uno” [5]. Ahora bien, ese uno no debe ser temido puesto
que está solo; es sólo uno. Argumento que refleja la ruptura con la
superposición de la unidad, dando paso a la estimación de la pluralidad y, con
ello, del populus. La unidad queda desbancada por su debilidad frente a la
multiplicidad, en otras palabras, el gobernante es cuantitativamente más débil
que el pueblo.
Sin
embargo, nuestra debilidad individual provoca la necesidad de someternos a la
fuerza, “no podemos ser siempre los más fuertes” [6]. La Boétie recurre a
Atenas para ejemplificarlo, diciendo de esta que fue una ciudad sometida por la
fuerza de la guerra a servir a uno – en este caso a los treinta tiranos. Y todo
lo más que puede hacerse en determinada situación es “llevar el mal
pacientemente, y reservarse a una mejor fortuna en el porvenir” [7].
La
tiranía
¿Cómo
adquiere un tirano la capacidad de hacer el mal? Este realiza actos cuasi
heroicos en defensa de los hombres, ganándose de este modo su confianza. Esa
confianza generada en los hombres provoca que estos comiencen a ceder
privilegios a su defensor. Es entonces cuando ese heroico individuo transita de
una situación en la que hacía el bien, a una en la que puede hacer el mal. Aunque
descontextualizando, podría inferirse que un proceso bastante parecido ocurre
durante las campañas electorales. Aquellos que pretenden alcanzar el poder y
convertirse en gobernadores utilizan tácticas de persuasión en las que se finge
defender a la población, de modo que la confianza del ciudadano se refleje en
un futuro voto que no es más que la cesión del poder individual. La gran diferencia
entre el tirano del que nos habla La Boétie y los gobernadores de hoy día es
que el tirano comenzó siendo un hombre que realmente defendía al resto,
mientras que el político se limita a fingir que defiende a los ciudadanos mediante
toda una parafernalia retórica. El héroe defensor se corrompe cuando adquiere
el poder que el resto le cede, mientras que el político se corrompe previamente
para alcanzar el poder.
En el
trasfondo de este argumento parece esconderse una concepción del poder en la
que este, entendido como condición de posibilidad del mal, posiciona al
detentador en el lado corrupto. Podría inferirse de esta premisa que todo aquel
que posea poder tiene la posibilidad de hacer el mal y en la medida en que el
poder permanezca ausente, no habrá posibilidad de hacer mal y, en consecuencia,
de sufrirlo. Quizás este sí sea un método efectivo para la erradicación de la
servidumbre y no únicamente el deseo de libertad que más adelante explicaremos.
El que
sirve a otro, dirá La Boétie, no se somete por cobardía, pues es aceptable que
un hombre o diez teman a uno, pero resulta inasumible que millones de hombres y
cientos de ciudades no se defiendan ante uno por simple cobardía.
Para
alcanzar la libertad no es necesario combatir con el tirano, “no hay necesidad
de derrotarlo; es derrotado por sí solo con tal de que el país no consienta a
su servidumbre; no hay que quitarle nada, sino nada darle; no hay necesidad de
que el país se moleste en hacer nada por sí, con tal de que nada haga contra sí
mismo” [8].
El pueblo
ha elegido voluntariamente ser siervo y abandonar su independencia. No se es
siervo por la voluntad de otro, sino por la de uno mismo. El esclavo no procede
del amo, sino que este procede de aquel. Aparece, entonces, la interioridad del
propio sujeto que se opone a sí mismo rechazando su libertad y sometiéndose
voluntariamente. Puede observarse en este argumento la inversión de la relación
amo-esclavo que proponía Aristóteles en la Política. Aristóteles
defendía que algunos hombres han nacido con mejores capacidades físicas y, por
tanto, están formados para obedecer por naturaleza, mientras que aquellos a los
que la naturaleza ha dotado de mayor capacidad intelectual, han nacido
naturalmente para gobernar. En cambio, en La Boétie encontramos que esta relación
se invierte, la naturaleza ha creado seres con mayor capacidad para que puedan
ayudar al que menos puede. Se trata de una condición que debe generar solidaridad
y fraternidad, una ayuda recíproca en lugar de una imposición servil continua.
Es más, en la concepción aristotélica encontramos que el esclavo nada es y nada
vale sin la existencia del amo, este se presenta como conditio sine qua non para
la existencia de aquel. En cambio, en La Boétie observamos que no es ya el amo
quien sustenta y posibilita la existencia del esclavo, la relación se invierte colocando
al siervo como condición de posibilidad del propio amo, este sólo puede concentrar
el poder que aquel le cede, sin él sería absolutamente nada. Podríamos decir, por
tanto, que el amo es, realmente, esclavo de esclavos. Ese hombre, dirá La
Boétie, que roba, saquea y destruye, sólo tiene dos manos, dos piernas y un
único cuerpo, “¿de dónde ha sacado tantos ojos con que espiaros, si no se los dais
vosotros? ¿Cómo tiene tantas manos para golpearos si no las toma de vosotros?” [9]
Para ser
libre, dirá La Boétie, basta con quererlo y desearlo. Si al tirano no se le
obedece y no se le concede nada, entonces será derrotado sin necesidad de combatir.
Uno por sí solo no es capaz de nada. La omnipotente y omnipresente unidad que
se había venido defendiendo en etapas anteriores de la historia del
pensamiento, decae en La Boétie para dejar paso a una pluralidad que va
adquiriendo fuerza paulatinamente. Para alcanzar la libertad basta con
desearla. Podría hablarse, por consiguiente, de algo así como una ‘ontología
del deseo’.
Sin
embargo, ¿basta realmente con desearla para obtenerla? ¿Es que los esclavos no
desean realmente su libertad? Son algunas de las preguntas que sugiere este
argumento. Incluso el propio La Boétie parece percibir esa insuficiencia del
deseo cuando advierte que no es necesario quitarle nada, sino nada darle. Esto
ya supone la realización de una acción y no la mera pasividad del desear.
El pueblo
Es la
pluralidad, es la ciudadanía quien cede la fuerza de su trabajo y el poder que
pertenece al Uno. Si la razón de la servidumbre es la cesión voluntaria de mi
poder, entonces la solución inmediatamente reconocible sería dejar de ceder
voluntariamente. En este caso podrían darse dos situaciones determinadas. Por
un lado, al dejar de ceder el poder voluntariamente, el uno puede obligar a
cedérselo, de forma que dejaría de ser servidumbre voluntaria y, antes bien, se
correspondería con servidumbre involuntaria. Aunque en este primer caso puede
darse la situación de que el esclavo resista a su fuerza en una lucha cuerpo a
cuerpo, uno a uno. De donde podrían derivarse otras dos situaciones: que el
esclavo venza, y por tanto se libere de la esclavitud a la que estaba sometido,
o que pierda y acabe involuntariamente subordinado. También podría darse el
caso de que todos esos entes plurales decidan, a la vez, dejar de ceder su
poder voluntariamente, de donde únicamente se derivaría una situación posible,
a saber, la victoria de la pluralidad, puesto que sobre ella misma se sustenta
ese uno. Este ya no se presenta como instancia ulterior, sino como figura vacía
que sólo puede lo que la pluralidad le cede. En definitiva, se hace patente la
fortaleza de la pluralidad frente a la ya debilitada unidad. Con esa inmediata
solución se derivan casos probables, posibles, en los que puedo vencer. Pero,
¿qué posibilidad existe de victoria cuando me limito a desear?
Por otro
lado, La Boétie otorga un enorme sentido y significado a la amistad, considerándola,
incluso, algo sagrado. “La amistad es un nombre sagrado, es cosa santa; jamás
se da sino entre gentes de bien, y no prende sino por una estima mutua” [10].
Curiosa definición de amistad como “nombre sagrado”, puesto que anteriormente
ha concluido que tras el nombre no existe realidad alguna, de donde se
derivaría que la amistad es mera ficción. No obstante no debe eludirse el uso
del adjetivo “sagrado”, que quizás otorgue alguna connotación al significado de
nombre.
La idea
que sostiene La Boétie es que la naturaleza ha insertado a todos los individuos
en la misma morada: la tierra, y nos ha formado de modo cuasi idéntico para poder
reconocernos en el otro. La naturaleza nos ha otorgado voz y palabra con las
que poder fraternizar y formar un conjunto de todas las voluntades. La
naturaleza no pone a los hombres en situación de servidumbre, ella los pone en
compañía. De forma que por ser naturalmente compañeros son naturalmente libres.
Pero allí donde hay injusticia o crueldad, nunca podrá darse la amistad. Por
este motivo, cuando los males se reúnen entre los hombres, no se da una
relación de amistad o amor, sino que se temen entre ellos, y más que amigos
podrían denominarse cómplices.
En la
relación del tirano con sus siervos directos no puede darse nunca la amistad,
porque entre ellos no se da una relación de igualdad; el tirano siempre se
presentará como el amo de todos. La igualdad es constitutivamente necesaria
para mantener una relación de amistad, en el momento en que surja la
desigualdad, la relación de amistad será imposible. Si extrapolamos esta idea a
la actualidad política española, encontramos que el mismo hecho de que el
actual presidente del Gobierno ganara en 2014 un salario de 78.185 euros, el
hecho de que cuente con coches oficiales y una larga lista de privilegios, origina
una tremenda desigualdad entre el gobernante y los gobernados, de forma que la
amistad entre ambos será imposible. Todo ello acaba favoreciendo las infames competencias
y el deseo de superioridad ante el otro, en resumen, favorece una sociedad desunida,
cómplice pero no amiga, constantemente en lucha, y todo ello a pesar de que
existe un rey que supuestamente posee la gracia para crear cohesión social.
La Boétie
cierra su ensayo con dos rasgos sobresalientes. Por un lado, deja entrever la
influencia del pensamiento griego al escribir “por el amor mismo de la virtud”,
palabras que nos evocan, sin lugar a dudas, a El Banquete de Platón. Pero enseguida se apresura a escribir
“hablando cabalmente, por el amor y el honor de Dios todopoderoso, que es
seguro testigo de nuestros actos y justo juez de nuestras faltas”[11]. En
última instancia es Dios mismo quien podrá juzgar justamente a esos tiranos,
todo acaba reduciéndose a la jurisdicción divina. En último término, todo acaba
sometido al juicio del Uno absoluto que queda representado por Dios. Toda la
crítica laboeciana al Uno se desmorona en estas últimas palabras que reinsertan
de nuevo a la unidad como figura omnipotente.
A pesar
de los varios desaciertos argumentales que podemos encontrar en esta magnífica
obra, de ella podemos aprender a releer nuestra actualidad política, a dilucidar
y desentrañar las causas por las que el hombre se ha sometido a lo largo de
toda la historia y ha renunciado a su libertad. En conclusión, podría decirse
junto con La Boétie que el hombre es libre por naturaleza y tiene la necesidad
y el deber de defender su libertad y la de los demás, dejando de ceder su poder
a terceros y luchando por crear una sociedad igualitaria, solidaria y ácrata. Desaprendamos
lo aprendido y reaprendamos lo olvidado.
Notas
[1] La
Boétie, E., El discurso de la servidumbre voluntaria, Utopía Libertaria,
Buenos Aires, 2008, p. 92 [versión digital de esta edición, accesible en http://tratarde.org/wp-content/uploads/2011/10/Etienne-de-la-Boetie-Discurso-sobre-la-servidumbre-voluntaria.pdf].
[2] Ibídem,
p. 93.
[3] Ibídem,
p. 33.
[4] Ibídem,
p. 26.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem,
p. 29.
[9] Ibídem,
p. 31.
[10] Ibídem.
[Publicado
originalmente en revista Libre
Pensamiento # 86, Madrid, primavera 2016. Número completo accesible en http://librepensamiento.org/wp-content/uploads/2016/03/LP-86.pdf#new_tab.]
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