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jueves, 2 de noviembre de 2017

Sobre el Anarquismo y la Violencia


Alexander Berkman

El lector ha de haber oído alguna vez que los anarquistas tiran bombas incendiarias y creen en la violencia, y, tal vez, que Anarquía significa desorden y caos. No es extraño todo esto. La prensa, el púlpito y toda la clase de autoridad difunden con insistencia tenaz estas mentiras, aún a sabiendas. Algún motivo poderoso tendrán para mentir. Pero es el momento de hacer oír la verdad. Deseo hablar aquí con absoluta sinceridad y honestidad y espero que mis palabras pueden llegar a expresar acertadamente mis ideas y mis deseos, porque ocurre además que yo soy precisamente uno de los anarquistas acusados de violencia y espíritu destructor (Nota: Berkman en 1892 intento de asesinar al empresario, Henry Clay Frick, luego que este reprimiera una huelga de los trabajadores de su fabrica, del cual resultados 10 obreros muertos, y 60 heridos). Lo sé, y no tengo nada que ocultar. Pero deseo explicarme: todo eso que se dice y todo aquello de lo que se me acusa no significa reconocer que el anarquismo quiere decir violencia y desorden. Todo lo contrario: El gobierno –cualquier forma de gobierno- y el capitalismo sí que son la violencia y el desorden en acción. El anarquismo, repito, es precisamente lo opuesto. Anarquismo es orden sin gobierno y paz sin violencia.

¿Es posible esto?, se dirá. A eso es lo que queríamos referirnos ahora. Pero antes de ir a eso, alguien querrá acaso saber si realmente alguna vez los anarquistas han arrojado bombas o han empleado la violencia. Respondemos enseguida; sí, han habido anarquista que han arrojado bombas y han empleado la violencia. Pero no nos apresuremos. Si hubo alguna vez anarquistas que emplearon la violencia, ¿significa eso necesariamente que el anarquismo sea la violencia? Que cada cual se plantee la pregunta y trate de responder honestamente

Por qué un ciudadano deba alguna vez vestir el uniforme de soldado y estar dispuesto a arrojar bombas y emplear la violencia, ¿se puede, acaso, concluir que la ciudadanía es la violencia y la bomba? Todos rechazarán indignados la absurda imputación, porque la deducción lógica que debe desprenderse, es simplemente -y ello cualquiera puede comprenderlo- que bajo ciertas condiciones un hombre puede apelar a la violencia, aunque este hombre sea un democrata, un monárquico, un socialista, un bolchevique o un anarquista.

Se comprenderá también que esto puede aplicarse a todos los tiempos y a todos los hombres. Bruto mató a César, porque temía que su amigo traicionara la república y se proclamara rey. No porque Bruto dejara de querer menos a César, sino por que quería más a Roma. Y Bruno no era un anarquista. Era un republicano leal. Guillermo Tell, nos cuenta la leyenda, mató de un tiro al tirano para librar a su patria de la opresión. Y Guillermo Tell jamás había oído hablar de anarquismo. Menciono estos casos para demostrar cómo desde los tiempos más remotos los déspotas han encontrado en su camino la oposición inquebrantable y decidida de los amantes apasionados de la libertad. Eran, en su tiempo, generalmente, patriotas, demócratas o republicanos, ocasionalmente socialistas o anarquistas. Sus hechos fueron casos de rebeldías individual contra la injusticia y el error. El anarquismo no tuvo nada que ver con ellos.

Hubo una época en la antigua Grecia en que matar a un déspota era considerado como la más alta virtud. Hoy día las leyes condenan tales actos de firmeza y de valor, pero los sentimientos humanos al respecto aparecen haberse mantenido invariables a través de los siglos. La conciencia universal no se siente ultrajada por el tiranicidio y, aunque públicamente nos los apruebe, los comprende y, a veces, íntimamente está conforme y se siente confortada. ¿Durante los años de la Gran Guerra, no hubo miles de jóvenes patriotas norteamericanos que hubieran deseado aniquilar al Káiser, en quien ellos veían el responsable de aquella hecatombre? Y más reciente aún, ¿no se puso en libertas en Francia al hombre que mató a Petlura para vengar la muerte de millares de hombres, mujeres y niños, masacrados durante los pogroms organizados por Petlura contra los judíos del sur de Rusia? En todas las épocas y países hubo tiranicidas, es decir, hombres y mujeres lo bastante apasionados y amantes de su patria como para sacrificar por ella su vida. Por lo general eran personas sin partido ni ideología política, sino simples enemigos de la tiranía. Algunas veces eran fanáticos religiosos como aquel devoto católico Kullman que intentó asesinar a Bismarek, o la extraviada Carlota Corday que mató a Marat. En los Estados Unidos tres presidentes fueron ultimados por obra de atentados individuales. Lincoln en 1865, por Juan Wilkes Booth, demócrata; Garfield en 1881, por Carlos Julio Guiteau, republicano, y Mac Kinley, en 1901, por León Czolgosz. De los tres, sólo este último era anarquista.

Como es natural los países que han estado dominados por los peores ejemplares de la opresión, son precisamente los que mayor número de rebeldes nos han dado. Rusia, es siempre el ejemplo ilustrativo clásico. En este país fué siempre terrible la persecución y absoluta la supresión de la libertad de prensa y de palabra bajo los zares, y en estas condiciones no había otra forma de mitigar el régimen despótico y brutal que apelando a la violencia, único recurso eficaz que “ponía el temor de Dios” en el corazón endurecido de los tiranos. Aquellos vengadores eran en su mayoría jóvenes pertenecientes a la alta sociedad y a la nobleza. Jóvenes idealistas, que amaban ardientemente a su pueblo y a la libertad. Cerrados todos los caminos se vieron obligados a esgrimir la pistola o la dinamita como último recurso, con la esperanza de aliviar la miserable condición de su país y de hacer llegar alas alturas del poder una advertencia seria y terminante. Se les llamaba “nihilistas”. No eran anarquistas.

En los tiempos modernos los actos individuales de violencia por motivos políticos han sido todavía más frecuentes que en el pasado. Las sufragistas inglesas, apelaron repetidas veces a tal argumento para propagar sus exigencias de igualdad. En Alemania, en estos últimos tiempos sobre todo, hombres de las tendencias más conservadoras han hecho uso de esos métodos para tratar de restablecer el imperio. Fué un monárquico el que mató a Carlos Erzberger, el ministro de Hacienda de Prusia; y el mismo Walter Rathemann, ministro de Relaciones Exteriores, fué también derribado por un partidario de la misma tendencia. Y hasta un acontecimiento de tanta trascendencia como la última guerra europea (Nota: Se refiere a la Primera Guerra Mundial (1914-1918)), ha tenido por causa original, o por excusa, la muerte violenta del heredero del trono austriaco por un patriota servio que jamás había oído hablar de anarquismo. (La creencia popular siempre dicen que el asesinato al Archiduche Francisco Fernando fué un anarquista, lo cual no es así)

En Alemania, Hungria, Francia, Italia, España, Portugal y otros países europeos, hombres de los credos más diversos, han apelado a actos de violencia y hasta organizaciones formales como la Iglesia Católica en México, y el Ku-Klux-Klan en Norte América y los fascistas en Italia han practicado el terror cada vez que lo han creído necesario. Se comprende entonces por qué decimos que los anarquistas no tienen el monopolio de la violencia. La proporción de atentados realmente anarquistas es insignificante comparados con los que han sido cometidos por individuos de otras tendencias políticas. Lo cierto es que todos los países y en todo movimiento social, la violencia ha sido parte de la lucha desde los tiempos más remotos. Hasta que Jesús, que vino a predicar el evangelio de la paz apeló a la violencia para expulsar del templo a los mercaderes.

Como digo, los anarquistas no detentan el monopolio de la violencia. Al contrario, las enseñanzas anarquistas están en abierta oposición al uso sistemático de la violencia, y todo ellos están dominados por el sentimiento de paz y armonía, de no imposición, y, sobre todo, por el respeto sagrado a la libertad y a la vida. No hay nadie tan respetuoso de la vida como un anarquista. Pero los anarquistas son también seres humanos, y acaso -permitidme- más humanos que nadie. Son con toda seguridad más sensibles al error, a la injusticia y a la opresión, y por esto mismo no están más a salvo de manifestar alguna vez airadamente sus protestas con un acto de violencia. Pero tales hechos son sólo expresión de temperamentos individuales, y nunca de una ideología política particular.

Tal vez puede preguntarse alguien si el hecho de sostener ideas revolucionarias no dejaría de influenciar indirecta o directamente a las personas que profesan esas ideas en el sentido de inclinarlos o inducirlos a cometer actos de violencia. No lo creo; no sería razonable aceptar como valedera esa observación, después que hemos visto que han empleado de la violencia personas sostenedoras de opiniones netamente conservadoras. Resultados idénticos tienen causas idénticas, pero la cauda aquí no puede estar en las convicciones, tan dispares; más bien podría encontrárselas en las idiosincrasias individuales y en el sentir general respecto a la violencia.

Aquí está el nudo del asunto. ¿Cuál es y qué es ese sentimiento general respecto a la violencia? Si podemos responder correctamente a esta pregunta todo quedará perfecta y definitivamente aclarado. Hablando con sinceridad, debemos reconocer que todos creemos y practicamos un poco -quien más, quien menos- la violencia, aunque la condenemos cuando la emplean los demás. De hecho, todas las instituciones que soportamos y la vida misma es la sociedad actual están basadas en la violencia.

¿En qué consiste  el gobierno?¿Es acaso otra cosa que la violencia organizada? La ley nos ordena ésto y nos prohíbe lo de más allá, y si dejamos de obedecer en el acto o a plazo fijo, nos compele a ello por la fuerza. No discutimos ahora aquí si estas leyes son sabias, buenas o malas. Nos basta por el momento reconocer el hecho en sí, esto es, cómo y por qué todo gobierno, la ley y la autoridad se apoyan finalmente en la fuerza y en la violencia en el castigo o en el terror al castigo. Hasta la autoridad espiritual de la Iglesia y de Dios descansan en la fuerza y en la violencia, porque es el terror a las iras divinas y a su venganza lo que obra infaliblemente sobre el creyente y le obliga a obedecer y  creer a veces en contra de los propios dictados de su conciencia y su razón.

Hacia cualquier dirección que se mire puede verse a la violencia o al terror a la violencia actuando poderosamente sobre nuestra vida cotidiana. Desde la más tierna edad el niño comienza sujetándose a la imponderable violencia de sus padres o de sus mayores. En el hogar primero, luego en la escuela y más tarde en la oficina, en la fábrica, en el taller, o en cualquier forma de trabajo, es siempre la autoridad de alguien la que actúa sobre uno, se apodera del sujeto y le obliga a obedecer. Ese derecho que una minoría tiene de obligar al resto de sus semejantes ha sido denominado autoridad. El temor al castigo se torna en sumisión consciente y a eso se llama obediencia.

En esta atmósfera de fuerza y de violencia, de autoridad, sumisión temor y castigo, vivimos y creemos, respirando su ambiente envenenado a través de todas las horas de nuestra vida. Estamos tan empapados por el espíritu de la violencia que jamás nos detenemos a considerar si la violencia está bien o está mal. No discutimos el derecho que asiste al gobierno para confiscar, aprisionar y matar. Si una persona fuera culpable de los mismos hechos que el gobierno comete a cada instante, se le condenaría por ladrón, canalla y asesino. Pero mientras la acción cometida sea “legal”, aprobaremos y nos someteremos sin más. Así, pues, no es realmente la violencia lo que se objeta, sino el derecho del pueblo a hacer uso “ilegal” de la violencia. Esta violencia legal y el temor a ella domina toda nuestra existencia individual y colectiva. La autoridad controla nuestra vida desde la cuna a la tumba: autoridad religiosa, paterna, política, económica, social, etc. Cualquiera que sea el carácter de esta autoridad, es siempre el mismo verdugo imponiéndose sobre nosotros por medio de amenazas y castigos, en una u otra forma.

Tenemos temor a Dios y al Diablo, al sacerdote y al vecino, al amo y al patrón, al político y al policía, al juez y al cercelero, a la ley y al gobierno. Todas nuestras horas forman una larga cadena de temores. Temores y recelos que comprimen nuestros cuerpos y laceran el alma. Sobre estos temores reposan la autoridad de Dios, de la Iglesia, del Estado, y del Capitalismo y de todos los gobiernos.

Auscultemos nuestros corazones y digamos después si no es verdad todo lo que decimos. Este ambiente de violencias penetra hasta en el alma virgen de los niños. ¿Quien no ha visto al hermano mayor imponerse por su fuerza física al hermano o hermana menor? No podría ser de otro modo, pes ve al padre imponerse a todos ellos con los mismos métodos. Se tolera la autoridad del sacerdote porque él puede hacer caer sobre nosotros la maldición de Dios. Se aguanta la dominación del patrón, del juez y del gobierno, por que la fuerza de ellos detentan y con la que pueden dejarnos sin trabajo, meternos en la cárcel o arruinar nuestra posición, es una fuerza real y temible. Fuerza que, viendo bien, nosotros mismo hemos puesto y abandonado en sus manos. Sí, la autoridad regula toda nuestra vida, la autoridad del pasado y del presente, que viene desde siglos invadiendo y violando nuestra libertad y manteniendo en constante sujeción pensamientos y voluntades ajenas.

Nosotros sufrimos consciente o inconscientemente esta situación de violencia, pero luego también de un modo consciente o subconsciente nos vengamos atropellando libertades o vidas ajenas sobre las que podemos ejercer alguna autoridad o alguna imposición física o moral. De esta manera la vida se torna una extraña mazcla de autoridad, de dominación, de sumisión, de obediencia, de libertades a medias, de rebeliones terribles y de purificadoras y vibrantes protestas, a fuerzas todas de innación y de acción que se manifiestan de mil modos diferentes. El hombre verdaderamente civilizado es aquel que se despoja de todo temor y autoridad, que se niega a gobernar y a ser gobernado.

Tal es el ideal que persigue el anarquismo: una sociedad donde no haya lugar para la compulsión y la fuerza, donde todos los hombres serán iguales y la vida será libre pacífica y armónica. La palabra anarquía, de origen griego, significa ausencia de gobierno, es decir, de violencia, de fuerza compulsiva, de imposición y de coerción autoritaria. Anarquía, por consiguiente, no significa desorden y caos como se difunde malevolamente por gente interesada. Y al contrario, podemos decir con pleno conocimiento que precisamente es todo lo contrario, que la anarquía es la más alta expresión del orden, por cuanto es el orden sin Gobierno, es decir, dicho de otro, es el orden de gentes razonables, civilizadas y sensatas.

[Tomado de https://periodicolaboina.wordpress.com/2017/10/02/sobre-el-anarquismo-y-la-violencia-por-a-berkman/#more-6546.]


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