Murray Bookchin (1921-2006)
No son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las revoluciones sociales: éstas ocurren como resultado de fuerzas históricas profundamente asentadas, y contradicciones que movilizan a grandes sectores de la población. No sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran intolerable a la sociedad existente (como decía Trotsky) sino también a causa de la tensión entre lo real y lo posible, entre lo-que-es y lo-que-podría-ser. La miseria más abyecta no produce revoluciones, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la supervivencia.
La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básicamente, el producto de una «situación intolerable», de una devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente destruidos por una guerra civil aún más sangrienta, por el hambre y la traición. Lo que resultó de la revolución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de Estado.[16] Los bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia ideología y pagaron con sus vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en la escasez las normas de una sabiduría única. Lo que podemos aprender de las revoluciones del pasado es lo que todas las revoluciones tienen en común, y sus profundas limitaciones en comparación con las enormes posibilidades que actualmente se nos presentan.
No son los partidos, grupos y cuadros quienes realizan las revoluciones sociales: éstas ocurren como resultado de fuerzas históricas profundamente asentadas, y contradicciones que movilizan a grandes sectores de la población. No sobrevienen sólo porque las «masas» encuentran intolerable a la sociedad existente (como decía Trotsky) sino también a causa de la tensión entre lo real y lo posible, entre lo-que-es y lo-que-podría-ser. La miseria más abyecta no produce revoluciones, por sí sola; más bien suele engendrar una profunda desmoralización, o, peor aún, una lucha personal por la supervivencia.
La Revolución Rusa de 1917 pesa sobre la conciencia de sus supervivientes como una pesadilla porque fue, básicamente, el producto de una «situación intolerable», de una devastadora guerra imperialista. Todos sus sueños fueron virtualmente destruidos por una guerra civil aún más sangrienta, por el hambre y la traición. Lo que resultó de la revolución no fueron las ruinas de la vieja sociedad sino las de todas las esperanzas de construir una nueva sociedad. La Revolución Rusa fracasó penosamente; reemplazó el zarismo por el capitalismo de Estado.[16] Los bolcheviques fueron trágicas víctimas de su propia ideología y pagaron con sus vidas, en gran número, a lo largo de las purgas de los años treinta. Es ridículo pretender extraer de esta revolución en la escasez las normas de una sabiduría única. Lo que podemos aprender de las revoluciones del pasado es lo que todas las revoluciones tienen en común, y sus profundas limitaciones en comparación con las enormes posibilidades que actualmente se nos presentan.
La característica más llamativa de las revoluciones conocidas radica en lo espontáneo de sus comienzos. Si examinamos la fase inicial de la Revolución Francesa de 1789, las de 1848, la Comuna de París, la Revolución de 1905 en Rusia, el derrocamiento del zar en 1917, la revolución húngara de 1956 o la huelga general de 1968 en Francia, observaremos que, en términos generales, todos estos fenómenos comenzaron del mismo modo: un período de fermentación culminando, espontáneamente, con un alzamiento de las masas. El éxito o fracaso de este alzamiento depende de su decisión y de que las tropas carguen —o no— contra el pueblo.
El «glorioso partido», cuando existe, marcha casi invariablemente a la zaga de los acontecimientos. En febrero de 1917, la organización bolchevique de Petrogrado se opuso a las huelgas, precisamente en vísperas de la revolución que acabaría por derrocar a los zares. Afortunadamente, los obreros ignoraron las «directivas» bolcheviques y fueron a la huelga. Durante los hechos que siguieron, nadie se vio más sorprendido por la revolución que los partidos «revolucionarios», bolcheviques incluidos. Recuerda el dirigente bolchevique Kayurov: «No hubo, absolutamente, iniciativas directrices del partido... el comité de Petrogrado había sido arrestado, y el representante del Comité Central, camarada Shliapnikov, no estaba en condiciones de emitir directivas para el día siguiente».[17] Tal vez fue un hecho afortunado. Antes del arresto del comité de Petrogrado, su evaluación de la situación y de su propio papel había sido tan débil que, si los obreros hubieran seguido sus indicaciones, es probable que la revolución no hubiera estallado en aquel momento.
Cosas parecidas pueden decirse de los alzamientos que precedieron al de 1917, y de los que le siguieron, por ejemplo la huelga general, de mayo y junio de 1968, en Francia, para citar sólo el caso más reciente. Existe una tendencia a olvidar convenientemente el hecho de que había cerca de una docena de organizaciones de tipo bolchevique, «estrechamente centralizadas», en París, por aquellos días. Rara vez se menciona que prácticamente todos estos grupos de «vanguardia» desdeñaron la movilización estudiantil hasta el 7 de mayo, cuando la lucha callejera adquirió sus contornos más agudos. La trotskista Jeunesse Communiste Révolutionnaire fue una notable excepción, y se limitó a acompañar el proceso, siguiendo básicamente las iniciativas del Movimiento 22 de Marzo.[18] Antes del 7 de mayo, todos los grupos maoístas criticaban al alzamiento estudiantil, calificándolo de periférico e insignificante; la también trotskista Fédération des Etudiants Révolutionnaires lo consideraba «aventurero» y trató de que los estudiantes abandonaran las barricadas, el 10 de mayo; el Partido Comunista jugó, como es natural, un papel totalmente traidor. Lejos de conducir el movimiento popular, los maoístas y trotskistas fueron sus cautivos. La mayor parte de estos grupos bolcheviques utilizó desvergonzadas técnicas manipuladoras durante la asamblea estudiantil de la Sorbona para tratar de «controlarla», creando una atmósfera tensa que desmoralizó a todo el cuerpo. Finalmente, para completar esta ironía, todos los grupos bolcheviques rompieron a parlotear sobre la necesidad de una «vanguardia centralizada» ante el colapso del movimiento popular, que había surgido a pesar de sus directivas y, a menudo, contrariándolas.
Las revoluciones y los alzamientos dignos de mención no sólo tienen una fase inicial magníficamente anárquica, sino que también tienden a crear sus propias modalidades de autogobierno revolucionario. Las secciones parisinas de 1793-94 fueron las formas de autogobierno más notables de todas las revoluciones sociales de la historia.[19] Los consejos o «soviets» instaurados por los obreros de Petrogrado en 1905 eran formalmente más convencionales. Aunque menos democráticos que las secciones, estos consejos habrían de reaparecer en muchas revoluciones posteriores.
A esta altura debiéramos preguntarnos cuál es el rol que juega el partido «revolucionario» en todos estos movimientos. Al principio, como acabamos de ver, tiende a servir una función inhibitoria y no a ocupar la «vanguardia». Allí donde ejerce alguna influencia, tiende a desacelerar el rumbo de los acontecimientos, y no a «coordinar» las fuerzas revolucionarias. Esto no es accidental. El partido está estructurado conforme a líneas jerárquicas que reflejan a la misma sociedad, que se pretende combatir.
A pesar de sus pretensiones teóricas, es un organismo burgués, un Estado en miniatura con un aparato y unos cuadros cuya función es tomar el poder, y no disolverlo. Arraigado en el período prerrevolucionario, asimila todas las formas, técnicas y mecanismos mentales de la burocracia. Sus miembros son adoctrinados en la obediencia y los prejuicios de un dogma rígido, y se les enseña a reverenciar a la autoridad de los líderes. El dirigente del partido, a su vez, recibe una formación compuesta de hábitos que están asociados al comando, la autoridad, la manipulación y la egomanía. Esta situación se agrava cuando el partido interviene en elecciones parlamentarias. Durante las campañas electorales, el partido de vanguardia se amolda totalmente a las formas burguesas convencionales y adquiere, incluso, la parafernalia de los partidos electorales. La situación cobra dimensiones auténticamente críticas cuando el partido recurre a la gran prensa, a costosos locales, a cadenas periodísticas controladas y desarrolla un «aparato» profesional; una burocracia, en una palabra, con velados intereses materiales.
Con la expansión del partido, aumenta invariablemente la distancia entre los dirigentes y las bases. Sus líderes, convertidos en «personalidades», pierden contacto con las condiciones de vida de la masa. Los grupos locales, que conocen mejor su propia situación que cualquier líder remoto, son obligados a subordinar sus puntos de vista a las directivas emanadas de lo alto. La dirección, a falta de todo conocimiento directo de los problemas locales, actúa con prudencia y moderación. Aunque suelen aducirse justificaciones a base de una «visión más amplia» y de una mayor «competencia teórica», la idoneidad de los dirigentes tiende a disminuir a medida que asciende la jerarquía del comando. Cuanto más nos aproximarnos al nivel donde se formulan las decisiones concretas, tanto más conservador es el proceso de elaboración de las decisiones, tanto más burocráticos y exteriores los factores en juego, tanto más reemplazan el prestigio y la antigüedad a la creatividad, la imaginación y la entrega desinteresada a los objetivos revolucionarios.
El partido pierde eficacia, desde un punto de vista revolucionario, cuando la busca a través de la jerarquía, los cuadros y la centralización. Aunque todo y todos están en su lugar, las órdenes suelen resultar erróneas, especialmente cuando los acontecimientos se desarrollan con rapidez y toman cursos inesperados, como ocurre en todas las revoluciones. El partido sólo es eficiente en la tarea de amoldar la sociedad a su propia imagen jerárquica, cuando triunfa la revolución. Regenera la burocracia, la centralización y el Estado. Redobla la burocracia, la centralización y el Estado.
Ampara las condiciones sociales creadas por este tipo de sociedad. En lugar de «suprimirlas», el Estado controlado por el «glorioso partido» preserva las condiciones que hacen «necesaria» la existencia del Estado, y la de un partido que lo «guarde».
Por otro lado, este tipo de partido es extremadamente vulnerable durante los períodos de represión. La burguesía no tiene más que echar mano a sus dirigentes para inmovilizar a todo el movimiento. Con sus líderes presos u ocultos, el partido se paraliza; los disciplinados militantes no tienen a quién obedecer y tienden a disgregarse. Cunde la desmoralización. El partido se descompone no sólo debido a la atmósfera represiva sino también a su indigencia en materia de recursos internos.
La descripción que acabo de reseñar no es una serie de inferencias hipotéticas sino un esbozo compuesto por las características de todos los partidos marxistas de masas del último siglo: los socialdemócratas, los comunistas y el partido trotskista de Ceylán, que es el único de masas en su tipo. Pretender que estos partidos fracasaron porque no tomaron en serio sus principios marxistas equivale a soslayar otra pregunta: ¿A qué se debió, en principio, esta incapacidad? El hecho es que estos partidos fueron asimilados por la sociedad burguesa porque estaban estructurados según lineamientos burgueses. El germen de la traición estaba en ellos desde su nacimiento.
El Partido Bolchevique eludió esta suerte entre 1904 y 1917 por una sola razón: durante casi todos los años anteriores a la revolución, fue una organización ilegal. El partido fue reiteradamente desintegrado y reconstituido, con el resultado de que, hasta la toma del poder, no llegó a organizarse como máquina plenamente centralizada, burocrática y jerárquica. Además, estaba dividido en facciones; una atmósfera intensamente facciosa persistió durante todo 1917 y hasta la guerra civil. A pesar de todo, la dirección bolchevique era extremadamente conservadora, rasgo que Lenin se vio obligado a combatir en 1917: primero, con sus esfuerzos para orientar al Comité Central contra el gobierno provisional (el famoso conflicto en torno a las «Tesis de Abril») y luego, en octubre, llevando al Comité Central a la insurrección. En ambos casos, amenazó con renunciar al Comité Central y presentar sus puntos de vista a los «cuadros de base del partido».
En 1918, las disputas facciosas sobre el problema del tratado de Brest-Litovsk se tornaron tan serias que los bolcheviques estuvieron a punto de dividirse en dos partidos comunistas enemigos. Los grupos bolcheviques de oposición, como los centralistas democráticos y la Oposición Obrera, libraron amargas batallas dentro del partido durante 1919 y 1920, para no mencionar los movimientos opositores que se desarrollaron dentro del Ejército Rojo a causa de las inclinaciones centralizadoras de Trotsky. La centralización total del partido bolchevique —luego recibió el nombre de «unidad leninista»— no se produjo hasta 1921, cuando Lenin logró que el Décimo Congreso del Partido proscribiera las facciones. Para esas fechas, la mayoría de la Guardia Blanca había sido aplastada, y los intervencionistas extranjeros habían retirado sus tropas de Rusia.
Jamás insistiremos demasiado en la observación de que los bolcheviques centralizaron el partido hasta el punto de aislarse de la clase obrera. Este fenómeno ha sido poco investigado en los círculos leninistas de la actualidad, aunque Lenin, en su momento, tuvo la honestidad de admitirlo. La historia de la Revolución Rusa no es sólo la historia del Partido Bolchevique y sus acólitos. Bajo el flujo de los acontecimientos oficiales que describen los historiadores soviéticos, transcurría otro fenómeno, más profundo; la espontánea movilización de los obreros y campesinos revolucionarios, que luego chocaría violentamente, contra la política burocrática de los bolcheviques. Con el derrocamiento del zar, en febrero de 1917, los trabajadores de casi todas las fábricas de Rusia establecieron espontáneamente sus comités de fábrica. En junio de 1917, tuvo lugar en Petrogrado una conferencia de comités de fábrica de todas las Rusias, que proclamó la necesidad de «un amplio control de la producción y la distribución por los trabajadores». Rara vez se mencionan estas exigencias en los relatos leninistas de la Revolución Rusa, a pesar de que la conferencia se asoció a la línea bolchevique. Trotsky, que describe los comités de fábrica como «la representación más directa e indudable del proletariado en todo el país», sólo trata ocasionalmente el tema en los tres volúmenes de su historia de la revolución. Sin embargo, tan importantes eran estos organismos espontáneos de autogobierno que Lenin, cuando desesperaba de obtener el control de los soviets en el verano de 1917, se preparó a lanzar la consigna de «todo el poder a los comités de fábrica» en lugar de «todo el poder a los soviets». Esta proclama hubiera catapultado a los bolcheviques hacia una posición por completo anarco-sindicalista, aunque es dudoso que la hubieran conservado por mucho tiempo.
Con la Revolución de Octubre, todos los comités de fábrica tomaron el control de las plantas productivas, expulsando a la burguesía y dominando por completo el funcionamiento industrial. Al aceptar el concepto del control obrero con su famoso decreto del 14 de noviembre de 1917, Lenin no hizo más que reconocer un hecho consumado. Los bolcheviques no se atrevieron a oponerse a los trabajadores en aquellos comienzos; prefirieron desgastar el poder de los comités de fábrica. En enero de 1918, dos meses escasos después de «decretar» el control obrero de la producción, Lenin comenzó a abogar por que la administración de las fábricas fuera encargada a los sindicatos. La historia de que los bolcheviques experimentaron «pacientemente» con el control obrero, encontrándolo en definitiva «caótico» o «ineficiente», es un mito. Su «paciencia» no duró más que unas pocas semanas, Lenin no sólo suprimió el control obrero directo en el término de unas semanas, a partir del decreto del 14 de noviembre, sino que hasta el control por los sindicatos tuvo vida corta. Hacia el verano de 1918, casi toda la industria rusa se regía por formas de administración burguesa. Como decía Lenin: «la revolución exige... precisamente en interés del socialismo, que las masas obedezcan sin objeciones las directivas únicas de los líderes del proceso productivo».[20] De aquí en adelante, se condena al control obrero de la producción no sólo por «ineficiente», «caótico» y «poco práctico» sino también por ¡«pequeño burgués»!
El comunista de izquierdas Osinsky censuró amargamente todos estos conceptos espurios, advirtiendo al partido que «el socialismo y la organización socialista serán edificados por el proletariado mismo, o no lo serán en absoluto; se estará edificando otra cosa; el capitalismo de Estado».[21] En «interés del socialismo», el Partido Bolchevique apartó al proletariado de todos los terrenos que había conquistado por su propio esfuerzo e iniciativa propia. El partido no coordinó la revolución, ni siquiera la dirigió; la dominó. Primero el control obrero, y luego el control sindical, fueron reemplazados por una elaborada jerarquía, tan monstruosa como cualquier estructura de los tiempos prerrevolucionarios. Como se vería en años posteriores, la profecía de Osinsky se había vuelto realidad.
El problema de «quién debe prevalecer» —los bolcheviques o las «masas» de Rusia— no se limitaba, en modo alguno, a las fábricas. Una turbulenta guerra campesina había rebasado al movimiento obrero. A pesar de lo que rezan los relatos leninistas oficiales, el alzamiento agrario no consistía en una mera redistribución de la tierra en parcelas privadas. En Ucrania, campesinos inspirados por las milicias anarquistas de Néstor Makhno y guiados por la máxima comunista de «tomar de cada uno de acuerdo a su capacidad; darle de acuerdo a sus necesidades» establecieron un sinnúmero de comunas rurales. Por todas partes, en el norte y en el Asia soviética, emergieron varios miles de estos organismos, en parte por iniciativa de la izquierda socialrevolucionaria y en gran medida como resultado de los tradicionales impulsos colectivistas que provenían de la aldea rusa, o mir. Poco importa que estas comunas fueran numerosas o que agruparan a grandes cantidades de campesinos; el hecho es que se trataba de auténticos organismos populares, núcleos de un espíritu moral y social que se alzaba muy por encima de los valores deshumanizados de la sociedad burguesa.
Los bolcheviques temieron a estos organismos desde el principio, y finalmente los condenaron. Para Lenin, la forma superior y más «socialista» de empresa agrícola estaba representada por la granja del Estado: una fábrica agraria en la cual tanto la tierra como el equipo de labranza eran de propiedad estatal, y el Estado nombraba administradores que contrataban campesinos según un régimen de jornales. En estas actitudes hacia el control obrero y las comunas agrícolas se advierte el espíritu y la mentalidad esencialmente burguesas de que estaba impregnado el Partido Bolchevique, que no sólo emanaban de sus teorías, sino también de su tipo de organización. En diciembre de 1918, Lenin se lanzó contra las comunas con el pretexto de que se «obligaba» a los campesinos a incorporarse a ellas. En realidad, poca o ninguna coacción se utilizaba para organizar estas formas comunitarias de autogobierno. Robert G. Wesson, que estudió en detalle las comunas soviéticas, concluye; «Quienes entraban a las comunas debían hacerlo, fundamentalmente, por su propia voluntad».[22] Las comunas no fueron suprimidas, pero se desalentó su crecimiento hasta que Stalin subsumió todo el movimiento en las medidas de colectivización forzosa de finales de la década del veinte y comienzos de la del treinta.
Hacia 1920, los bolcheviques se habían aislado de la clase obrera rusa y el campesinado. La eliminación del control obrero, la supresión de los makhnovistas, una atmósfera política restrictiva en el campo, una burocracia agigantada y la demoledora indigencia material heredada de los años de la guerra civil originaron una profunda hostilidad popular contra el gobierno bolchevique. Con el fin de la guerra, surgió de las profundidades de la sociedad rusa un movimiento por la «tercera revolución»: no para restaurar el pasado, como adujeron los bolcheviques, sino para realizar las mismas aspiraciones de libertad económica y política que habían alineado a las masas tras el programa bolchevique de 1917. El nuevo movimiento encontró su expresión más consciente en el proletariado de Petrogrado y entre los marineros de Kronstadt. También tuvo entusiastas dentro del partido: el crecimiento de las tendencias anticentralistas y anarco-sindicalistas entre los bolcheviques llegó a tal punto que un bloque de grupos opositores, de esta orientación, obtuvo 124 escaños en una conferencia provincial de Moscú, contra 154 para los partidarios del Comité Central.
El 2 de marzo de 1921, los «marineros rojos» de Kronstadt se alzaron en abierta rebelión, portaestandartes de una «Tercera Revolución de los Trabajadores». El programa de Kronstadt exigía elecciones libres para los soviets, libertad de prensa y de palabra para los partidos anarquistas y socialistas de izquierda, sindicatos libres, y la liberación de todos los prisioneros afiliados a partidos socialistas. Los bolcheviques inventaron las historias más desvergonzadas para explicar este alzamiento: en años posteriores se ha reconocido que no fueron más que mentiras. La revuelta fue descrita como un «complot de la Guardia Blanca», a pesar de que la gran mayoría de los miembros del Partido Comunista de Kronstadt se unió a los marineros —precisamente, como comunistas— denunciando a los jefes del partido como traidores a la Revolución de Octubre. Observa Vincent Daniels en su estudio de los movimientos de oposición bolchevique: «Tan poco se podía confiar en los comunistas ordinarios... que el gobierno no recurrió a ellos para el asalto de Kronstadt ni para mantener el orden en Petrogrado, donde los de Kronstadt abrigaban mayores esperanzas de encontrar apoyo. El cuerpo principal de tropas estaba integrado por Chekistas y cadetes del Ejército Rojo. El asalto final de Kronstadt fue dirigido por la alta oficialidad del Partido Comunista: un gran grupo de delegados del Décimo Congreso del Partido fue enviado precipitadamente desde Moscú, con este propósito».[23] El régimen sufría una debilidad interna tan acusada que la élite tenía que realizar su propio trabajo sucio.
Aún más significativo que la revuelta de Kronstadt fue el movimiento huelguístico de los obreros de Petrogrado. Los historiadores leninistas omiten este hecho de importancia crítica. Las primeras huelgas estallaron en la fábrica Troutbotchny, el 23 de febrero de 1921. En cuestión de días, el movimiento pasó de una fábrica a otra, hasta que el 28 de febrero se declaró el paro en las famosas obras de Putilov. No sólo se formulaban reivindicaciones económicas; los obreros alzaron banderas definidamente políticas, anticipándose a todas las exigencias que, pocos días después, proclamarían los marineros de Kronstadt. El 24 de febrero, los bolcheviques decretaron el «estado de sitio» en Petrogrado, arrestando a los líderes de la huelga y reprimiendo las demostraciones obreras con cadetes de la oficialidad. El hecho es que los bolcheviques no sólo aplastaron un «motín de marineros»; reprimieron a la propia clase obrera. Fue en este punto cuando Lenin exigió la supresión de las tendencias internas en el Partido Comunista Ruso. La centralización del partido era completa: estaba despejado el camino de Stalin.
Hemos examinado minuciosamente estos acontecimientos porque nos llevan a una conclusión soslayada por la última camada de marxistas-leninistas: el Partido Bolchevique alcanzó su máximo grado de centralización en tiempos de Lenin, no para realizar la revolución ni para suprimir la contrarrevolución de la Guardia Blanca, sino para llevar a cabo su propia contrarrevolución, oponiéndose a las fuerzas sociales que afirmaba estar representando. Se prohibieron las tendencias internas, se creó un partido monolítico, no para evitar una «restauración capitalista» sino para contener un movimiento de masas obreras por la democracia soviética y la libertad social. El Lenin de 1921 se volvía contra el de 1917.
De aquí en adelante, Lenin, que, por encima de todas las cosas había luchado por inscribir los problemas de su partido en el contexto de las contradicciones sociales, se encontró jugando a las maniobras organizativas en un postrero intento de detener la burocratización que él mismo había desencadenado. No hay nada más patético y trágico que los últimos años de Lenin. Paralizado por un cuerpo simplista de fórmulas marxistas, no logra idear mejores contramedidas que las de tipo organizativo. Propone la formación de la Inspección Obrera y Campesina para corregir deformaciones burocráticas en el partido y el Estado, pero el nuevo organismo cae en manos de Stalin, tomando formas altamente burocráticas. Lenin sugiere, entonces, que se reduzca el tamaño de la Inspección Obrera y Campesina, integrándosela a la Comisión de control. Aboga por la ampliación del Comité Central. Y en fin: este cuerpo debe ampliarse, aquél debe integrarse con otro, un tercero debe ser modificado o suprimido. El curioso ballet de las formas organizativas continúa, hasta su propia muerte, como si el problema pudiera resolverse por medios organizativos. Como admite Moisés Levin, notorio admirador de Lenin, el líder bolchevique «encaraba los problemas de gobierno más bien como un jefe ejecutivo, con un criterio estrictamente elitista. No aplicaba al gobierno sus métodos, métodos de análisis social; se contentaba con una consideración en términos de pura metodología organizativa».[24]
Si es cierto que, en las revoluciones burguesas, las «frases se anteponían al contenido», en la revolución bolchevique las formas sustituyeron al contenido. Los soviets reemplazaron a los obreros y sus comités de fábrica, el partido a los soviets, el Comité Central al Partido, y el Buró Político al Comité Central. En otras palabras, los medios reemplazaron a los fines. Esta increíble sustitución de forma por contenido es uno de los rasgos más característicos del marxismo-leninismo, En Francia, durante los acontecimientos de mayo y junio de 1968, todas las organizaciones bolcheviques estaban preparadas para destruir la asamblea estudiantil de la Sorbona, con tal de aumentar su influencia y caudal de afiliados. Su preocupación principal no era la revolución, sino las auténticas formas sociales creadas por los estudiantes, sino el crecimiento de sus respectivos partidos.
Sólo una fuerza social pudo haber detenido el crecimiento de la burocracia en Rusia. Si el proletariado y el campesinado ruso hubieran logrado ampliar el alcance del autogobierno a través del desarrollo de comités de fábrica viables, comunas rurales y soviets libres eficientes, la historia del país habría tomado un curso espectacularmente diferente. No puede discutirse que el fracaso de las revoluciones socialistas en Europa, después de la Primera Guerra Mundial, condujo al aislamiento de la revolución rusa. La indigencia material de Rusia, sumada a la presión del mundo capitalista que la rodeaba, conspiró claramente contra el desarrollo de una sociedad socialista o coherentemente libertaria. Pero de ningún modo era inevitable que Rusia se desarrollara según las pautas del capitalismo de Estado; a pesar de las previsiones iniciales de Lenin y Trotsky, la revolución fue derrotada por fuerzas internas y no por ejércitos invasores. Si un movimiento desde abajo hubiera restaurado las conquistas originales de la revolución de 1917, se habría desarrollado una estructura social multifacética, basada en el control obrero de la industria, en una economía campesina de desarrollo libre para el agro y en un libre juego de ideas, programas y movimientos políticos. Rusia no habría sido aprisionada, en lo más mínimo, por cadenas totalitarias, ni el stalinismo habría envenenado el movimiento revolucionario mundial, preparando el camino para el fascismo y la Segunda Guerra Mundial.
La evolución del Partido Bolchevique, sin embargo, impidió todos estos fenómenos, a pesar de las «buenas intenciones» de Lenin y Trotsky. Al destruir el poder de los comités de fábrica en la industria y aplastar a los makhnovistas, los obreros de Petrogrado y los marineros de Kronstadt, los bolcheviques garantizaron el triunfo de la burocracia rusa sobre la sociedad rusa. El partido centralizado —institución burguesa, si las hay— se convirtió en un reducto de la más siniestra contrarrevolución. Ésta era la contrarrevolución encubierta, escudada tras la bandera roja y la terminología de Marx. En última instancia, lo que los bolcheviques suprimieron en 1921 no era una «ideología» ni una «conspiración de guardias blancos» sino una lucha elemental del pueblo ruso por liberarse de toda sujeción y asumir el control de su propio destino.[25] A Rusia, esto le valió la pesadilla de la dictadura stalinista; para la generación de los años treinta significó el horror del fascismo y la traición de los partidos comunistas en Europa y los Estados Unidos.
Notas
[16] Este es un hecho que Trotsky jamás comprendió, por no desarrollar hasta sus últimas consecuencias su propio concepto de «desarrollo combinado». Trotsky estimó correctamente que la Rusia de los zares, rezagada en el desarrollo burgués europeo, elaboraría aceleradamente las etapas más avanzadas del capitalismo industrial, sin reconstruir el proceso desde el principio. Hipnotizado por la ecuación «propiedad nacionalizada = socialismo». Trotsky no comprendió que el capitalismo monopolista tendía a amalgamarse con el Estado, y que lo que se instauraba en Rusia era esta nueva forma del capitalismo. Eliminadas las estructuras burguesas tradicionales, el stalinismo preparó un «puro» capitalismo de Estado, una contrarrevolución que reconstruyó las formas mercantiles en un nivel industrial superior. El Estado se convirtió en clase dominante.
[17] Citado por Leon Trotsky en su Historia de la Revolución Rusa, Zero, 1973.
[18] El movimiento 22 de Marzo funcionó como agente catalizador y no como vanguardia. No ordenó: instigó, permitiendo el libre juego de los acontecimientos, indispensable a la dialéctica del alzamiento; por esto los estudiantes actuaron en el momento adecuado. Sin él, no hubieran existido las barricadas del 10 de mayo, que desencadenaron la huelga general obrera.
[19] Ver «Las formas de la libertad».
[20] V. I. Lenin, «Las tareas inmediatas del Gobierno Soviético». En este áspero articulo, Lenin abandona por completo su perspectiva libertaria de Estado y Revolución, subrayando la necesidad de «disciplina» y propugnando el sistema de Taylor, que antes de la revolución condenara porque hacía del hombre un esclavo de la máquina.
[21] V. V. Osinsky, «On the Building oficina Socialism», citado por R. V. Daniels, The Conscience of the Revolution (Harvard University Press; Cambridge, 1960), págs. 85-86.
[22] Robert G. Wesson, Soviet Communes (Rutgers University Press; New Brumswich; N.J., 1963), pág. 145.
[23] R. V. Daniels, op cit., pág. 145.
[24] Mosche Lewin, Lenin's Last Struggle (Pantheon, Nueva York, 1968) página 122.
[25] Describiendo este movimiento elemental de los trabajadores rusos como «complot del capital internacional», «resitencia kulak» o «conspiración de la Guardia Blanca», los bolcheviques descendieron a un nivel teórico paupérrimo, sin engañar a nadie salvo a sí mismos. La erosión espiritual dentro del partido allanó el camino para la política de policía secreta y asesinato de la personalidad, conduciendo finalmente a la aniquilación de los cuadros bolcheviques. Esta odiosa mentalidad policial campea, por ejemplo, en cualquier edición de la revista Progressive Labor, para quien Marcuse es un agente de la CIA y todo adversario un «anti-obrero».
[Fragmento del ensayo "¡Escucha marxista!", que en versión completa es accesible en http://www.portaloaca.com/pensamiento-libertario/textos-sobre-anarquismo/13165-escucha-marxista-murray-bookchin.html.]
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