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miércoles, 27 de septiembre de 2017

Cárceles y anarquismo


La Neurosis o Las Barricadas Editorial

* Texto de Introducción a la compilación de igual título publicado por esta editorial, en Madrid, 2015. La obra completa es accesible en https://mega.nz/#!Xko1CKKA!dy1zj2Y3szyLhkG2T7rtfMVsZs7VDnSeRRCDyFsY6aM.

Tememos que no nos equivocamos si señalamos que es muy poca la gente que es capaz de imaginar una sociedad sin cárceles, jueces o sin policías. Eso no es raro, porque la mayoría de las personas, ante esa posibilidad, pensarían en una sociedad como la que sufrimos todos los días pero sin policía y sin cárceles y la imaginan como un completo caos. Eso es cierto: una sociedad construida sobre la injusticia social y con el grado de violencia (económica, cultural, social, etc.) como la que vivimos actualmente necesita de una serie de instituciones coercitivas para mantener el orden actual de cosas. Y la cárcel es una de ellas.

Ahora bien, no solo es posible una sociedad futura sin cárceles ni jueces, sino que existen múltiples sociedades y pueblos que carecen hoy en día de este aparato represivo. Obras ya clásicas del pensamiento académico occidental, como Vigilar y castigar, nos recuerdan que las instituciones penitenciarias tal y como hoy las conocemos son relativamente recientes, pues apenas tienen dos siglos de existencia aproximadamente. No obstante, el movimiento anarquista no solo rechaza las cárceles como herramienta punitiva sino que ataca todas las instituciones que sustentan el aparato penal. Centrándonos en las prisiones, creemos no equivocarnos si señalamos que el movimiento anarquista coincide en una serie de críticas que hemos extraído de un artículo del sociólogo César Manzanos:[1]

1. Es ineficaz desde un punto de vista rehabilitador y de prevención del delito, puesto que no resocializa, sino lo contrario, ni disuade a la población o a los autores de delitos para no reincidir.

Como reconocen la mayoría de los estudiosos, los Estados con códigos penales más duros no son aquellos que mejor combaten el crimen, pues los Estados más represivos no son los que cuentan con un menor índice de criminalidad. El ejemplo de los países con pena de muerte es manifiestamente claro. Ponemos un ejemplo entre muchos posibles de dos países occidentales avanzados: Estados Unidos, un país con pena de muerte, tiene un índice de 4,7 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes; en España, un país sin pena de muerte, esa cifra baja hasta 0,8 homicidios intencionales por cada 100.000 habitantes.

Por otra parte, los índices de reincidencia muestran que las cárceles son, antes que otra cosa, una herramienta para perpetuar la exclusión social. Para confirmarlo solo hay que acudir a los estudios académicos que señalan cómo, por poner el ejemplo que nos toca más de cerca, en España los índices de reincidencia se mueven entre un 40% y un 70%, tal y como señala José Luis Díez Ripollés, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga y director del Instituto Andaluz de Criminología.[2]

Para explicar por qué tanta gente defiende endurecer los códigos penales para hacer frente a los problemas de delincuencia hay que hablar de lo que algunos tildan de demagogia penal que, en realidad es, simplemente, la política criminal mediática. Es evidente que los medios de comunicación son entusiastas divulgadores de asesinatos, grandes robos y espectaculares hechos criminales de toda índole. Por no hablar de la enorme propaganda vertida por las miles de películas y series televisivas de asesinos en serie, terroristas, etc. perseguidos por heroicos policías. Esto explica el apoyo que en países como España, con uno de los índices de criminalidad más bajos de Europa, encuentran las reformas que endurecen el sistema penal, una tendencia fuertemente acusada, como mínimo, en los últimos 20 años.

2. Es inhumana y degradante tanto para quien la sufre como para su entorno familiar y social, por lo que genera victimización secundaria.

La entrada en prisión, así como el proceso previo a dicha entrada, antes que servir para rehabilitar socialmente a una persona sirve, entre otras cosas, para degradarla iniciando el proceso que se ahondará una vez entre rejas. Por eso, la privación de libertad no es nada más que el inicio de un camino de humillaciones que en nada contribuye a recuperar a esa persona para la sociedad, para su entorno e incluso, como veremos más adelante, para sus víctimas. Esa victimización secundaria responde al daño que supone para el entorno familiar la encarcelación de uno de los suyos y, por supuesto, todos los procesos judiciales y policiales que rodean dicho encarcelamiento que son un añadido que tiene mucho de castigo, de contribución a la destrucción de la dignidad y nada de carácter rehabilitador.

3. Es injusta debido a su aplicación selectiva, que se dirige a una parte ínfima de la población que perpetra delitos y funciona como un dispositivo de criminalización de la pobreza y de determinados tipos de disidencia política, como un mecanismo de manipulación para invisibilizar la delincuencia con mayúsculas, etiquetando a la delincuencia convencionalizada por los propios aparatos de control penal.

La criminalización de la pobreza tiene mucho que ver con la hiperresponsabilización de cierto tipo de delincuente. La sociedad en la que vivimos elude su responsabilidad social en la perpetuación del delito y hace recaer toda la culpa en el individuo señalado y estigmatizado como delincuente. El delito continúa y la cárcel no ha conseguido erradicar la delincuencia. ¿No habrá, por tanto, una importante responsabilidad en la organización de la sociedad capitalista? Es bastante evidente que nuestra sociedad señala muchas veces al pobre y muy pocas veces a la pobreza. Y cuando mira a la pobreza es desde una visión asistencialista que, por tanto, no cuestiona la raíz de los problemas de la organización social construida sobre los valores de las clases dominantes. Hay que tener en cuenta que la sociedad estatal-capitalista necesita de la pobreza como necesita la cárcel. No es realmente un problema social, es un engranaje más que posibilita su adecuado funcionamiento.

No creemos que a estas alturas haya mucha gente que confunda la palabra ley con la palabra justicia. Todo Estado pretende hacer creer que sus instituciones son garantes de la justicia a través de la aplicación de la ley. De esto depende buena parte de su legitimidad moral. Obviamente, esto está bien lejos de la realidad, pues
la justicia penal, a través de sus diversas instituciones, está dirigida contra las clases dominadas, pretendiendo inculcar a las personas, a través de sus diferentes aparatos de poder, un tremendamente descompensando sentido del daño social causado por los delitos.

La ley está siempre en manos del Estado, que a través del poder legislativo se encarga de señalar lo que los ciudadanos y ciudadanas nunca deberían hacer. La justicia, tal y como la entiende el Estado, sería, por tanto, el marco normativo de las leyes estatalmente promulgadas. Pero las personas que no han sido completamente alienadas por el Estado entienden que la justicia debe ser el arte de hacer lo justo, o lo que es lo mismo: la interacción social que evite cualquier forma de daño social (entendiendo que el perjuicio individual es un daño a una persona que forma parte de una comunidad y, por tanto, es también un daño social). La justicia del Estado tiene sus propios valores, es decir, se basa en una serie de ideas políticas a partir de las cuales tiene su forma oportuna de medir el daño social provocado por tal o cual delito. Este daño social muestra, en palabras del experto anteriormente citado, cómo «El Código Penal es duro con el débil y débil con el duro»;[3] o como hemos gritado en muchas manifestaciones: «Los ricos nunca entran, los pobres nunca salen».

El aparato legislativo-judicial, como cúspide del aparato estatal, forma parte de las clases dominantes y, como resulta evidente, el poder siempre pone en marcha las herramientas para perpetuar su posición. Por eso, si un banquero estafa 10 millones de euros a sus clientes (nos referimos a lo que el Estado llama estafa, al margen del robo cotidiano legalmente permitido), en pocas ocasiones le veremos entrar en prisión. Y si al final entra, las penas son insignificantes, sobre todo en comparación con la condena que sufriría una persona de a pie si hace un agujero en la pared de un banco y consigue sustraer 10.000 euros.

Creemos que este punto es tan evidente que no necesita mayores explicaciones.

4. Es despreciativa para con las víctimas de los delitos, puesto que no les aporta reparación ni seguridad y les condena a ser convidadas de piedra de la intervención penal.

Todo Estado se vale de diferentes mecanismos para conseguir la mayor homogeneidad
social posible. Por eso es motivo de orgullo de la justicia estatal que sus leyes se apliquen por igual, al menos en teoría, a todas las personas. No importaría así el contexto del delito. Lo normal es que resulte poco o nada relevante si he robado para comer o si lo he hecho para comprarme un reloj de oro, por poner un ejemplo, aunque sea simplificador.

La justicia, tal y como la entiende el anarquismo, supone una crítica de la ley como algo rígido e impersonal y, por supuesto, como una forma de castigar a un delincuente o como medida ejemplificadora (que debiera evitar a los que se sientan tentados por el delito). Por un lado hay una crítica de la profesionalización de la justicia, por cuanto esta queda en manos de abogados y jueces, alejándolos del espacio de lo común, quitando la potestad de las personas de decidir sobre lo justo e injusto en su entorno y arrebatándoles la posibilidad de decidir y participar en los conflictos y decidir sobre el daño social causado por un individuo o un grupo de ellos.

Hay que tener en cuenta, por otro lado, que el anarquismo reivindica la necesidad del protagonismo de la persona (o personas) que ha(n) sufrido un daño. El sistema penitenciario estatal no está orientado, en la mayoría de los casos, a reparar el perjuicio que una persona pueda sufrir a causa de la actuación de otra. Sí que existen compensaciones, pero lo cierto es que vienen marcadas por las leyes y que las personas apenas pueden decidir sobre qué repararía el daño sufrido. De hecho, el encarcelamiento tiene un enorme potencial destructor sobre las personas que entran en presidio, pero dicho encarcelamiento, dada la escasa, casi nula, capacidad rehabilitadora de las instituciones penitenciarias, solo puede servir, en la mayoría de los casos, para saciar la posible sed de venganza cuando la hubiera.

Esta crítica supone una reivindicación de la justicia llamada por unos reparativa, por otros, transformativa. Esto implica eliminar el proceso judicial, con sus textos ininteligibles y sus burócratas e intérpretes, para colocar en el centro a los protagonistas del daño social. Ambas personas deben participar del acto de reparación, convirtiendo, en primer lugar, al que ha provocado el daño en responsable de sus actos y, por tanto, de la reparación de los mismos; y, en segundo lugar, al que lo ha recibido en actor fundamental que debe participar en la forma adecuada para lograr la satisfacción de sus necesidades como principal perjudicado de ese daño social (pero no queremos olvidar que todo perjuicio ocasionado a un individuo es también, entre otras cosas, un daño al equilibrio de las relaciones en una comunidad). En este sentido, el sentido de reparación de daño social está muy alejado del concepto de rehabilitación que hoy por hoy significa adaptar a los inadaptados a una sociedad cuyos valores dominantes son más que cuestionables para cualquier persona decente.

El movimiento anarquista se apropia de las prácticas que ponen por delante reparar daño, en vez de que la violencia (del delito) se pague con más violencia (la de la cárcel), tal y como hace el Estado, como institución autoerigida en dueña del monopolio de la violencia.

Un epílogo: sociedad-cárcel y cárcel neoliberal Con la escasa discreción que nos caracteriza, debemos reconocer que las páginas que acabas de leer son algo parcas para tratar el tema de la justicia restaurativa/transformativa y dado que no queremos extendernos demasiado, os recomendamos una lectura donde se ejemplifican las propuestas anteriormente apenas esbozadas: La anarquía funciona de Peter Gelderloos.[4]

Por ir al grano, no queremos terminar esta introducción sin comentar algunos aspectos de los textos que a continuación leerás: Los dos primeros textos son una crítica del neoliberalismo carcelario, es decir, de la mercantilización del sistema penitenciario. En un primer texto titulado "El negocio de las cárceles", leeréis una reflexión sobre los intereses económicos que se esconden en la puesta en marcha de las cárceles. En un segundo texto, con título bastante parecido, "El negocio oculto de las cárceles españolas", os encontraréis con un acercamiento a la realidad de la explotación laboral en los centros penitenciarios del Estado español. Por último, en un tercer artículo, "Viaje breve por la prisión social", veremos hasta qué punto las relaciones sociales fuera de la cárcel son las mismas que las de las propias prisiones, siendo la sociedad estatal un modelo organizativo basado en una visión carcelaria de la vida y de la libertad, que es el construido sobre los valores de las clases dominantes que imponen un control en todos los ámbitos de las vidas de las personas, moldeando nuestra visión del mundo y, por tanto, de las relaciones humanas.

Notas

[1] Manzanos, César, «Cinco motivos para abolir la cárcel», Gara, 3 enero 2012.

[2] Ríos, Pere, «Muchos presos para pocos delitos», El País, 5 agosto 2005.

[3] Ibidem.

[4] En Gelderloos, Peter, La anarquía funciona, La Neurosis o Las Barricadas Ed. Madrid, 2014, hay un capítulo titulado «Crimen» que hace un recorrido serio y riguroso
que profundiza en los temas hasta aquí esbozados.

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