Revista Orto
Cuando pensamos en fascistas cotidianos, hay que tener en cuenta que los regímenes fascistas del pasado no podrían haber sobrevivido sin una capa de amplio apoyo social. Con los años, la investigación histórica ha demostrado que el proceso de demonizar a los marginados requiere el privilegio de los favorecidos, haciendo a muchos de ellos aliados explícitos o implícitos de Mussolini, Hitler y otros líderes.
El fascismo requiere para el desarrollo de su híper nacionalismo el apoyo social a la destrucción de normas “artificiales” y “burguesas” tales como los “derechos del hombre”, por ello en la actualidad hay que estar alerta a la campaña en curso de deslegitimización de las normas éticas y políticas que tenemos a nuestra disposición para responder. Esto es evidente en muchos de los argumentos de la extrema derecha, pero me pareció útil la articulación de la misma que se encuentra en el comienzo de un artículo de uno de los típicos asquerosos blogs de la alt-right:
Una de las mejores cosas de la gloriosa, GLORIOSA victoria electoral de Donald Trump, es como se probó que todas las principales difamaciones que los SJWs (Guerreros de <<la Justicia Social) y “periodistas” lanzan a las personas desinformadas –sexista, racista, islamófobo, etc.- han perdido la mayor parte de su poder. Después de todo, Trump fue agredido constantemente con estos insultos durante la campaña presidencial, incluso por los medios de comunicación “respetables”, y aún así terminó superando a Hillary Clinton decisivamente. Es cuestión de tiempo, porque las incesantes acusaciones de racismo y sexismo no solo han ido perdiendo impacto, también se han convertido básicamente en veneno intelectual.>>
Después de la victoria de Trump, tenemos una mezcla peligrosa de conservadores convencionales que no quieren parecer racistas y “realistas raciales” de la alt-right que acusan a la “izquierda” de usar desproporcionadamente un término que hoy carece de sentido, en otras palabras, ya nadie es racista (¿o ahora todos somos racistas?). Hay una diferencia importante entre el paradigma anterior, donde la izquierda acusó a la derecha de ser racista, y la derecha acusó a la izquierda de ser los verdaderos racistas porque se centraban tanto en lo racial, y un paradigma de desarrollo, donde la alt-right y éstos han influido en tratar de debilitar la fuerza que tiene la acusación.
Los fascistas cotidianos son los ardientes partidarios de Trump que “dicen las cosas como son” tratando activamente de desmantelar los tabúes contra la opresión para los que los movimientos por el feminismo, la liberación negra, la liberación queer y otros han dado su sudor, sus lágrimas y con demasiada frecuencia, su sangre, estableciendo, como es sabido, chapuceros y demasiado fácilmente manipulables baluartes contra el fascismo abierto.
Estas normas sociales son constantemente cuestionadas y, lamentablemente, están sujetas a la resignificación en direcciones opresivas, como cuando George W. Bush vendió la guerra en Afganistán como una cruzada por los derechos de las mujeres. Sin embargo, el hecho de que los políticos hayan sentido la necesidad de participar en los campos que la resistencia popular ha establecido significa que fueron permeables a los ataques políticos sobre bases que al menos tácitamente reconocían. Sin embargo, una de las principales preocupaciones de Trump y de la alt-right es que esperan vaciar esas cuestiones de significado.
Los progres tienden a examinar las cuestiones de sexismo o racismo en términos de creencias o lo que está “en el corazón de cada uno”. Lo que a menudo se pasa por alto en tales conversaciones es que lo que uno realmente cree es a veces mucho menos importante que lo que las limitaciones sociales permiten a esa persona articular o desarrollar. Este asunto está en el centro de la cuestión del progreso o regresión social y sus contornos se establecen a través de redes aparentemente infinitas de interacciones humanas que componen nuestra sociedad.
Aunque siempre hay que tener cuidado al tratar de dibujar grandes grupos de personas con brocha gorda, es evidente que los ardientes partidarios de Trump votaron por su candidato, ya sea a causa o a pesar de su misoginia, racismo, desprecio por personas discapacitadas, islamofobia y otros muchos
rasgos odiosos. Cuando en el cenit de la campaña presidencial “Americanos por una Vía Mejor” envió cartas a cinco mezquitas en California llamando a los musulmanes “un pueblo vil y sucio” y amenazando con el genocidio, podemos ver cómo los fundamentos básicos del fascismo cotidiano envalentonan a quienes intentan aterrorizar a las personas marginadas.
Antifascismo cotidiano
Cuando los izquierdistas piensan en antifascismo tienden a centrarse en los movimientos alrededor de los muchos grupos de acción antifascista popularmente abreviados como “antifa”. Estos sin duda juegan en todo el mundo un papel tremendamente importante en la resistencia a la extrema derecha y la protección de los vulnerables. Aquí, sin embargo, me interesan las formas más sutiles de antifascismo cotidiano que privan a la extrema derecha de sus bases de apoyo en la opinión popular. Para entender lo que quiero decir con antifascismo cotidiano, primero echemos un vistazo a lo que yo llamo una perspectiva antifascista que proporciona su fundamento.
En su núcleo, la política antifascista consiste en impedir que los fascistas tengan una plataforma para promover sus políticas en la sociedad. Esto se puede hacer enfrentándolos físicamente cuando realizan convocatorias públicas, presionando para cancelar sus eventos, cerrando sus sitios web, robando sus periódicos, etc. En el corazón del ethos antifascista está el rechazo a la clásica idea progre adoptada de Voltaire de que “desapruebo lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho de decirlo”. Después de Auschwitz y Treblinka, los antifascistas se comprometieron a luchar hasta la muerte para pisotear el derecho de los nazis a decir lo que sea.
En teoría, el liberalismo estadounidense es alérgico a la noción de “discriminación” contra cualquier persona basada en sus opciones políticas, y considera al gobierno como árbitro de un juego al que todas las tendencias políticas están invitados a jugar (a pesar de la inexactitud empírica de este sueño). A menos que rompan la ley, los nazis pueden ser nazis. Esa es sólo su “opinión”, que es tan legítima como cualquier otra en un imaginario mercado libre de ideologías. Por el contrario, el antifascismo es manifiestamente político en su determinación de negar la legitimidad de las opiniones nazis y tomar en serio las ramificaciones que tales opiniones pueden tener y tienen en el mundo que nos rodea.
Una perspectiva antifascista aplica esta lógica a cualquier tipo de interacción con los fascistas. Se niega a aceptar la peligrosa idea de que la homofobia es sólo una “opinión” personal que se tiene derecho a mantener. Rehúsa aceptar la oposición a “Black Lives Matter” que argumenta que es un simple desacuerdo político. Una perspectiva antifascista no tolera la “intolerancia”. No “aceptará estar en desacuerdo”. Para aquellos que sostienen que esto no nos haría mejores que los nazis, debemos señalar que nuestra crítica no es contra la violencia, la discriminación o el boicot de las charlas en abstracto, sino contra quienes lo hacen al servicio de la supremacía blanca, del hetero-patriarcado, de la opresión de clase y del genocidio. No es una cuestión táctica, sino política.
Si el objetivo de la política antifascista normal es lograr que los nazis no puedan mostrarse en público sin oposición, entonces el objetivo del antifascismo cotidiano es aumentar el costo social del comportamiento opresivo a tal punto que los que lo promueven no vean otra opción que ocultar sus opiniones. Ciertamente este objetivo no se había logrado por completo antes del ascenso de Trump, pero su elección y el crecimiento de alt-right (al menos en la web) ha hecho esta tarea aún más apremiante.
La perspectiva antifascista se puso en acción de muchas maneras en las protestas durante la toma de posesión: desde el ejemplo más visible de pegar a Richard Spencer, pasando por quemar las gorras de béisbol de Trump de los asistentes al evento “Deploraball” de la alt-right, a encararse a los partidarios de Trump en la Marcha de las Mujeres. Dos pancartas que vi en la Marcha de las Mujeres encarnan esta perspectiva. Decían: “Hagamos que los racistas tengan miedo de nuevo” y “Hagamos que los violadores tengan miedo de nuevo”. Estos lemas señalan el hecho de que, aunque idealmente podamos convencer a todos los racistas y violadores de cambiar sus maneras, la tarea apremiante para la protección de las personas vulnerables es: hagamos que se lo piensen dos veces antes de actuar.
Para aclarar, sin duda estoy de acuerdo en que el cambio de corazones y mentes es ideal y que puede suceder. Un ejemplo llamativo ocurrió con el caso de Derek Black, hijo del fundador del portal Nazionale Stormfront, que renegó de la supremacía blanca gracias a conversaciones con amigos del New College of Florida.
Pero aparte de la rareza de esta evolución, debe recordarse un punto: que las ideas supremacistas de White Derek Black y las ideas antirracistas de los estudiantes del New College no se encontraron en igualdad de condiciones. Derek Black estaba avergonzado de ser un neonazi y ese hecho salió a la luz solamente cuando otros lo hicieron público. ¿Por qué estaba avergonzado? Debido a que el nazismo ha sido tan completamente desacreditado que se sentía como que era una pequeña minoría en desacuerdo con todo el mundo a su alrededor.
En otras palabras, los movimientos antirracistas del pasado construyeron el alto costo social que suponía la perspectiva supremacista blanca de Black, allanando así el camino para que se abriera a una visión antirracista. Los corazones y las mentes nunca se cambian en el vacío; son productos de los mundos que los rodean y de las estructuras de discurso que les dan sentido.
Cada vez que alguien actúa contra un fanático transfóbico y racista -desde desafiarlos a boicotear su negocio, a avergonzarlos por sus creencias opresivas, a poner fin a una amistad a menos que rectifique- ponen en práctica una perspectiva antifascista que contribuye a un antifascismo cotidiano más amplio necesario para apoyar la corriente contra el alt-right, Trump y sus leales partidarios. Nuestro objetivo debe ser que los que votaron por Trump se sientan demasiado incómodos como para reconocerlo en público dentro de 20 años.
Es posible que no siempre podamos cambiar las creencias de alguien, pero con seguridad podemos hacer que sea políticamente, socialmente, económicamente y a veces físicamente costoso articularlas.
En el paquete de tabaco se indica que mata. Los usuarios moderados lo leen también. ¿Habría que indicar, en la cabecera de los libros religiosos y en los edificios religiosos, que dios, inexistente, puede matar?
[Texto extraido de artículo que en versión completa está disponible en https://revistaorto.net/blog/2017/07/10/trump-y-el-antifascismo-cotidiano.]
Cuando pensamos en fascistas cotidianos, hay que tener en cuenta que los regímenes fascistas del pasado no podrían haber sobrevivido sin una capa de amplio apoyo social. Con los años, la investigación histórica ha demostrado que el proceso de demonizar a los marginados requiere el privilegio de los favorecidos, haciendo a muchos de ellos aliados explícitos o implícitos de Mussolini, Hitler y otros líderes.
El fascismo requiere para el desarrollo de su híper nacionalismo el apoyo social a la destrucción de normas “artificiales” y “burguesas” tales como los “derechos del hombre”, por ello en la actualidad hay que estar alerta a la campaña en curso de deslegitimización de las normas éticas y políticas que tenemos a nuestra disposición para responder. Esto es evidente en muchos de los argumentos de la extrema derecha, pero me pareció útil la articulación de la misma que se encuentra en el comienzo de un artículo de uno de los típicos asquerosos blogs de la alt-right:
Una de las mejores cosas de la gloriosa, GLORIOSA victoria electoral de Donald Trump, es como se probó que todas las principales difamaciones que los SJWs (Guerreros de <<la Justicia Social) y “periodistas” lanzan a las personas desinformadas –sexista, racista, islamófobo, etc.- han perdido la mayor parte de su poder. Después de todo, Trump fue agredido constantemente con estos insultos durante la campaña presidencial, incluso por los medios de comunicación “respetables”, y aún así terminó superando a Hillary Clinton decisivamente. Es cuestión de tiempo, porque las incesantes acusaciones de racismo y sexismo no solo han ido perdiendo impacto, también se han convertido básicamente en veneno intelectual.>>
Después de la victoria de Trump, tenemos una mezcla peligrosa de conservadores convencionales que no quieren parecer racistas y “realistas raciales” de la alt-right que acusan a la “izquierda” de usar desproporcionadamente un término que hoy carece de sentido, en otras palabras, ya nadie es racista (¿o ahora todos somos racistas?). Hay una diferencia importante entre el paradigma anterior, donde la izquierda acusó a la derecha de ser racista, y la derecha acusó a la izquierda de ser los verdaderos racistas porque se centraban tanto en lo racial, y un paradigma de desarrollo, donde la alt-right y éstos han influido en tratar de debilitar la fuerza que tiene la acusación.
Los fascistas cotidianos son los ardientes partidarios de Trump que “dicen las cosas como son” tratando activamente de desmantelar los tabúes contra la opresión para los que los movimientos por el feminismo, la liberación negra, la liberación queer y otros han dado su sudor, sus lágrimas y con demasiada frecuencia, su sangre, estableciendo, como es sabido, chapuceros y demasiado fácilmente manipulables baluartes contra el fascismo abierto.
Estas normas sociales son constantemente cuestionadas y, lamentablemente, están sujetas a la resignificación en direcciones opresivas, como cuando George W. Bush vendió la guerra en Afganistán como una cruzada por los derechos de las mujeres. Sin embargo, el hecho de que los políticos hayan sentido la necesidad de participar en los campos que la resistencia popular ha establecido significa que fueron permeables a los ataques políticos sobre bases que al menos tácitamente reconocían. Sin embargo, una de las principales preocupaciones de Trump y de la alt-right es que esperan vaciar esas cuestiones de significado.
Los progres tienden a examinar las cuestiones de sexismo o racismo en términos de creencias o lo que está “en el corazón de cada uno”. Lo que a menudo se pasa por alto en tales conversaciones es que lo que uno realmente cree es a veces mucho menos importante que lo que las limitaciones sociales permiten a esa persona articular o desarrollar. Este asunto está en el centro de la cuestión del progreso o regresión social y sus contornos se establecen a través de redes aparentemente infinitas de interacciones humanas que componen nuestra sociedad.
Aunque siempre hay que tener cuidado al tratar de dibujar grandes grupos de personas con brocha gorda, es evidente que los ardientes partidarios de Trump votaron por su candidato, ya sea a causa o a pesar de su misoginia, racismo, desprecio por personas discapacitadas, islamofobia y otros muchos
rasgos odiosos. Cuando en el cenit de la campaña presidencial “Americanos por una Vía Mejor” envió cartas a cinco mezquitas en California llamando a los musulmanes “un pueblo vil y sucio” y amenazando con el genocidio, podemos ver cómo los fundamentos básicos del fascismo cotidiano envalentonan a quienes intentan aterrorizar a las personas marginadas.
Antifascismo cotidiano
Cuando los izquierdistas piensan en antifascismo tienden a centrarse en los movimientos alrededor de los muchos grupos de acción antifascista popularmente abreviados como “antifa”. Estos sin duda juegan en todo el mundo un papel tremendamente importante en la resistencia a la extrema derecha y la protección de los vulnerables. Aquí, sin embargo, me interesan las formas más sutiles de antifascismo cotidiano que privan a la extrema derecha de sus bases de apoyo en la opinión popular. Para entender lo que quiero decir con antifascismo cotidiano, primero echemos un vistazo a lo que yo llamo una perspectiva antifascista que proporciona su fundamento.
En su núcleo, la política antifascista consiste en impedir que los fascistas tengan una plataforma para promover sus políticas en la sociedad. Esto se puede hacer enfrentándolos físicamente cuando realizan convocatorias públicas, presionando para cancelar sus eventos, cerrando sus sitios web, robando sus periódicos, etc. En el corazón del ethos antifascista está el rechazo a la clásica idea progre adoptada de Voltaire de que “desapruebo lo que usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho de decirlo”. Después de Auschwitz y Treblinka, los antifascistas se comprometieron a luchar hasta la muerte para pisotear el derecho de los nazis a decir lo que sea.
En teoría, el liberalismo estadounidense es alérgico a la noción de “discriminación” contra cualquier persona basada en sus opciones políticas, y considera al gobierno como árbitro de un juego al que todas las tendencias políticas están invitados a jugar (a pesar de la inexactitud empírica de este sueño). A menos que rompan la ley, los nazis pueden ser nazis. Esa es sólo su “opinión”, que es tan legítima como cualquier otra en un imaginario mercado libre de ideologías. Por el contrario, el antifascismo es manifiestamente político en su determinación de negar la legitimidad de las opiniones nazis y tomar en serio las ramificaciones que tales opiniones pueden tener y tienen en el mundo que nos rodea.
Una perspectiva antifascista aplica esta lógica a cualquier tipo de interacción con los fascistas. Se niega a aceptar la peligrosa idea de que la homofobia es sólo una “opinión” personal que se tiene derecho a mantener. Rehúsa aceptar la oposición a “Black Lives Matter” que argumenta que es un simple desacuerdo político. Una perspectiva antifascista no tolera la “intolerancia”. No “aceptará estar en desacuerdo”. Para aquellos que sostienen que esto no nos haría mejores que los nazis, debemos señalar que nuestra crítica no es contra la violencia, la discriminación o el boicot de las charlas en abstracto, sino contra quienes lo hacen al servicio de la supremacía blanca, del hetero-patriarcado, de la opresión de clase y del genocidio. No es una cuestión táctica, sino política.
Si el objetivo de la política antifascista normal es lograr que los nazis no puedan mostrarse en público sin oposición, entonces el objetivo del antifascismo cotidiano es aumentar el costo social del comportamiento opresivo a tal punto que los que lo promueven no vean otra opción que ocultar sus opiniones. Ciertamente este objetivo no se había logrado por completo antes del ascenso de Trump, pero su elección y el crecimiento de alt-right (al menos en la web) ha hecho esta tarea aún más apremiante.
La perspectiva antifascista se puso en acción de muchas maneras en las protestas durante la toma de posesión: desde el ejemplo más visible de pegar a Richard Spencer, pasando por quemar las gorras de béisbol de Trump de los asistentes al evento “Deploraball” de la alt-right, a encararse a los partidarios de Trump en la Marcha de las Mujeres. Dos pancartas que vi en la Marcha de las Mujeres encarnan esta perspectiva. Decían: “Hagamos que los racistas tengan miedo de nuevo” y “Hagamos que los violadores tengan miedo de nuevo”. Estos lemas señalan el hecho de que, aunque idealmente podamos convencer a todos los racistas y violadores de cambiar sus maneras, la tarea apremiante para la protección de las personas vulnerables es: hagamos que se lo piensen dos veces antes de actuar.
Para aclarar, sin duda estoy de acuerdo en que el cambio de corazones y mentes es ideal y que puede suceder. Un ejemplo llamativo ocurrió con el caso de Derek Black, hijo del fundador del portal Nazionale Stormfront, que renegó de la supremacía blanca gracias a conversaciones con amigos del New College of Florida.
Pero aparte de la rareza de esta evolución, debe recordarse un punto: que las ideas supremacistas de White Derek Black y las ideas antirracistas de los estudiantes del New College no se encontraron en igualdad de condiciones. Derek Black estaba avergonzado de ser un neonazi y ese hecho salió a la luz solamente cuando otros lo hicieron público. ¿Por qué estaba avergonzado? Debido a que el nazismo ha sido tan completamente desacreditado que se sentía como que era una pequeña minoría en desacuerdo con todo el mundo a su alrededor.
En otras palabras, los movimientos antirracistas del pasado construyeron el alto costo social que suponía la perspectiva supremacista blanca de Black, allanando así el camino para que se abriera a una visión antirracista. Los corazones y las mentes nunca se cambian en el vacío; son productos de los mundos que los rodean y de las estructuras de discurso que les dan sentido.
Cada vez que alguien actúa contra un fanático transfóbico y racista -desde desafiarlos a boicotear su negocio, a avergonzarlos por sus creencias opresivas, a poner fin a una amistad a menos que rectifique- ponen en práctica una perspectiva antifascista que contribuye a un antifascismo cotidiano más amplio necesario para apoyar la corriente contra el alt-right, Trump y sus leales partidarios. Nuestro objetivo debe ser que los que votaron por Trump se sientan demasiado incómodos como para reconocerlo en público dentro de 20 años.
Es posible que no siempre podamos cambiar las creencias de alguien, pero con seguridad podemos hacer que sea políticamente, socialmente, económicamente y a veces físicamente costoso articularlas.
En el paquete de tabaco se indica que mata. Los usuarios moderados lo leen también. ¿Habría que indicar, en la cabecera de los libros religiosos y en los edificios religiosos, que dios, inexistente, puede matar?
[Texto extraido de artículo que en versión completa está disponible en https://revistaorto.net/blog/2017/07/10/trump-y-el-antifascismo-cotidiano.]
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