Daniel Cerqueira
El pasado 30 de abril, los veintidós jugadores del Deportivo Lara y del Deportivo Anzoátegui decidieron permanecer en silencio por un minuto, al comienzo de un partido de fútbol en Barquisimeto, centro-occidente de Venezuela. El silencioso homenaje a los muertos y heridos en las protestas de abril había sido prohibido por la Federación Venezolana de Fútbol, cuyo dirigente es un confieso militante chavista. Sin embargo, para el plantel de ambos equipos lo justo era incumplir la prohibición, actitud que fue graficada con una frase de Martin Luther King Jr., publicada por el futbolista Ricardo Andruetti en su cuenta de twitter: “llega entonces un momento en que uno debe posicionarse ante algo que no carece de peligro, que no es política, ni popular, sino que debe hacerlo porque su conciencia le dice que es justo.”
La pregunta que Andruetti se hizo hace una semana y que millones de venezolanos se han hecho en los últimos meses evoca la duda inherente a cualquier acto de desobediencia civil: “¿debo cumplir una orden injusta”? En el ámbito de la moral, la respuesta de Luther King es categórica: la obediencia es debida a la conciencia individual y no a la autoridad. Pero en el ámbito estrictamente jurídico, la respuesta no parece ser tan sencilla, en tanto existen remedios constitucionales para ventilar la validez y, por ende, la autoridad de un mandamiento público.
En un Estado de Derecho funcional, la legitimidad de una orden estatal es inherente a la legalidad del mandato de la autoridad que la emite, salvo en dos situaciones: cuando hay una incompatibilidad sustantiva entre lo ordenado y la Constitución; o cuando no es posible impugnar la legitimidad del acto estatal a través de los remedios constitucionales ordinarios.
Sobra decir que en un país donde el Presidente de la República convoca una Asamblea Constituyente con engaños, mientras baila de forma chocarrera al ritmo de bombas, tanquetas y golpizas a miles de manifestantes, los remedios constitucionales son tan eficaces como píldoras de harina. Desde hace varios años el chavismo se ha empeñado en convertir la administración de la justicia, la prensa y hasta la Federación Venezolana de Fútbol en siervos del Poder Ejecutivo. La pregunta entonces es, ante la ineficacia de los remedios constitucionales y la resistencia de Maduro a la prensión internacional, ¿qué impacto tendrá la desobediencia civil para poner la casa en orden?
Uno de los registros más conocidos de dicha herramienta ciudadana se encuentra en el ensayo Resistance to Civil Government, escrito en 1849 por Henry D. Thoureau y reimpreso bajo el nombre Civil Disobedience. El autor defendía la desobediencia a mandamientos públicos injustos, habiendo sido arrestado por negarse a pagar impuestos que contribuirían a la esclavitud y al financiamiento de la guerra de Estados Unidos contra México. Dos de los más distinguidos defensores de la desobediencia civil en el siglo XX – Gandhi y Luther King Jr. – han manifestado admiración por las ideas de Thoureau.
La desobediencia civil como instrumento colectivo para promover cambios legales ha sido estudiada por pensadores de la talla de Hannah Arendt, John Rawls y Ronald Dworkin. Los dos primeros definen dicho instrumento como una manifestación pública no violenta por medio de la cual una minoría sometida a instituciones injustas expresa su rechazo a la autoridad de la medida estatal denunciada. Dworkin se aproxima más de la posición clásica de Thoureau, y define la desobediencia civil como una potestad aplicable cuando un ciudadano o ciudadana desconfía de la obligación moral de cumplir un determinado comando estatal. Tanto Rawls como Dworkin atribuyen al Poder Judicial un rol primordial en la reposición de la convicción moral de la ciudadanía en la autoridad de la ley, cuando la misma es frustrada por las demás instancias del Estado. Para Rawls, aun cuando la Suprema Corte de un país ratifica la validez de la ley impugnada, la desobediencia civil constituye un apelo último, dirigido a zanjar la discrepancia entre la validez formal de la ley y la objeción moral compartida por parte de la ciudadanía.
Lamentablemente, en Venezuela ya no quedan mecanismos adicionales a la desobediencia civil y a la protesta social para armonizar la discrepancia entre lo legalmente estatuido y lo moralmente aceptable. Desde que el Poder Judicial se convirtió en una junta que administra los negocios comunes del partido oficialista, los remedios constitucionales se han vuelto placebos suministrados a un paciente en estado terminal o, quizás, a un Estado terminal de Derecho. Aún así, queda claro que hay más venezolanos y venezolanas que prefieren desobedecer al tirano y apostar por lo que es justo. Aunque no logren librar el país de la tiranía, al menos como una suerte de terapia democrática.
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