J. Caro
Yo fui católico hasta que tuve uso de razón.
Me bautizaron sin mi consentimiento, me obligaron a ir a catequesis sin mi
consentimiento, y quisieron que fuera a misa sin mi consentimiento. Ahí terminó
la cosa. En cuanto pude, me zafé de toda esa basura.
Lo
hice pronto, la verdad. Al poco tiempo de hacer la comunión, ya no creía en
nada. Ni siquiera iba a misa los domingos. En lugar de aburrirme en la iglesia
escuchando el mismo tostón, me quedaba en la sala de billares, esperando a mis
amigos. En cuanto ellos llegaban, provistos de la paga dominical, lo primero
que hacía era preguntarles por el color de la casulla del cura, y no lo hacía
por una rara y precoz perversión, sino para satisfacer a mi madre que todos los
domingos me preguntaba lo mismo para comprobar que efectivamente había ido a la
iglesia.
En
el internado de curas a donde fui a estudiar con nueve años, teníamos misa a
diario, cosa que me parecía extremadamente cargante, como en alguna ocasión
hice constar en voz alta. No es de extrañar entonces que me expulsaran, por esa
y otras cuestiones, digamos, disciplinarias. En cuanto abandoné el colegio,
jamás volví a poner los pies en una iglesia. Creía haber tragado misas
suficientes para toda una vida.
Desde
muy jovencito adopté una regla: cuestionarlo todo y no creer nada que las
autoridades me dijeran, incluyendo en esta categoría a padres, profesores,
curas y políticos. Ya a tan temprana edad pensaba que los ricos se quedan con
todo el dinero y todos los privilegios, mientras que los demás, la clase
trabajadora a la que pertenecía por nacimiento, estaba ahí para pagar impuestos
y hacer todo el trabajo sucio. Los pobres, por supuesto, ni siquiera contaban
socialmente. Y años después, sigo manteniendo las mismas ideas sobre la
sociedad.
No
debe sorprender, por tanto, que siendo tan escéptico y descreído, hubiera
mandado al colegio (incluyendo mis estudios) a tomar viento. La verdad es que,
desde que recuerdo, me resultó imposible creer en esas patrañas del buen
gobierno de la nación, y de la existencia en el más allá que predicaba la
Iglesia. Todos los que mandaban, los que detentaban cargos altos, nunca me
parecieron gente de fiar. No los veía honrados ni decentes. Por el contrario,
siempre me parecieron unos sinvergüenzas que deseaban vivir bien a costa de los
demás.
Nunca
atiné a comprender cómo las personas podían tragarse semejantes embustes. Había
que ser realmente estúpido para creer en cosas tales como los ángeles. ¿Los
ángeles? ¿Acaso la gente vivía colocada sin yo saberlo?
La
religión con la que pretendían que comulgara quería hacerme creer que había un
ser supuestamente divino e invisible que habitaba en el cielo, que veía todo
cuanto hacemos y que se preocupaba de todos y cada uno de nosotros. También nos
había enviado una serie de reglas para vivir. Normas que la propia Iglesia
controlaba a través de algo que llaman confesión. Nunca entendí este sacramento
muy bien y si he de ser sincero hasta me resultaba repugnante. Confesar tus
intimidades a un tipo de negro que estaba dentro de una cabina de madera, me
parecía una solemne y enorme estupidez, por un doble motivo, además del alegado
anteriormente: yo estudiaba en un colegio religioso como he dicho, y debía
confesarme con los mismos curas que nos vigilaban y educaban. Me parecía del
género tonto confesar mis faltas a los mismos que luego, fuera de la iglesia,
en la vida cotidiana del colegio, me castigarían haciéndomelas pagar todas
juntas. Ese importante motivo personal me apartó por completo de la confesión.
Creí mejor para mi integridad y salud mental prescindir de aquello. Y, tras
hacerlo unas cuantas veces, nunca más volví a pisar un confesionario.
Tampoco
podía llegar a comprender que un dios supuestamente amoroso, como un padre
hacia sus hijos, te pudiera condenar a las llamas del infierno para toda la
eternidad. ¿Por qué? Por soltar algunas mentiras, por hacerte una paja, por
pegarte con un compañero…era todo demasiado absurdo y atroz como para tomarlo
en serio.
La
idea del infierno y del demonio parecía sacada de una mala película de serie B.
Un demonio rojo, con cuernos y rabo, que te pinchaba con un tridente, mientras
te consumías en un lugar de fuego, humo y torturas eternas. El ser humano
normal se me antojaba demasiado débil y falible para luchar con tantas
tentaciones, pero aun así, el castigo resultaba excesivamente cruel para la
mayor parte de la gente, que a fin de cuentas, no serían San Francisco ni la
Madre Teresa, pero tampoco eran Hitler o Stalin, por mencionar a dos de los
mayores desalmados de la historia de la humanidad, con millones de crímenes y
muertos sobre su conciencia.
De
creer en algo me parecía mejor ser un indio nativo americano y adorar al sol o
a un gran espíritu; el sol es visible y proporciona, como todos sabemos, luz,
calor y alimento a los seres vivos, y el gran espíritu encarnado en las fuerzas
de la naturaleza, como el rayo y la lluvia, te daba aliento y fuerza espiritual
a través de una existencia estrechamente conectada con la naturaleza. Eso podía
entenderlo, pero lo otro no.
Estas
creencias, como las ideas filosóficas que más adelante descubrí, no entrañaban
misterios, ni milagros ni creer por un acto de fe, es decir, dejando en
suspenso la razón, no había jerarquías eclesiásticas, ni normas que aprender,
ni tenían un edificio especial donde ir a adorar a ese dios. Tampoco me hacía
sentir miserable, como los católicos con su carga inútil de pecados y culpas,
para someter el espíritu de cualquier creyente.
Siguiendo
con el tema, no podía entender cómo la gente se tragaba lo de los diez
mandamientos. Por citar uno: no matarás. Que está bien, es un adelanto sobre la
ley del talión que imperaba en las sociedades antiguas. Pero si analizas un
poco la historia, puedes ver como todas las religiones están manchadas de
sangre, pues toda ellas se han entregado a un baño de muerte por rivalidad. Los
católicos quemando herejes en la hoguera, los musulmanes combatiendo en una
guerra santa. Los ejemplos son abrumadores. Empezando por la esclavitud,
mantenida por estos credos como algo admitido y deseado por Dios, sin una sola
palabra de condena para una de las mayores atrocidades e infamias humanas,
siguiendo por las Cruzadas y la Inquisición, y terminando en los actuales
atentados de multitudes perpetrados por fanáticos fundamentalistas que se
inmolan en nombre de su fe. Todas serán religiones de amor en la teoría, pero a
la hora de la verdad no dudan en masacrar a los que no creen igual.
Yo
sería partidario de unas ideas más básicas, más humanas a mi entender, como ser
honesto, tener dignidad y no hacer daño a los demás. Pero es indudable que no
existe un deseo real en promover una idea del respeto humano, de la ayuda mutua
como forma de convivencia social.
Desde
la temprana escuela, pasando por el adoctrinamiento religioso y la instrucción
militar del ejército, todo te encaminaba a lo mismo: hacer de ti un tipo
aborregado, sin opinión propia, un ciudadano obediente y pasivo, un trabajador
dócil y sumiso; por eso pienso que la educación y la cultura, en su mayor
parte, apesta y tiende a mantener a la sociedad alienada y sujeta.
Por
supuesto, los que controlan la sociedad, los ricos y poderosos, no tienen
interés alguno en mejorar la educación. Una educación que realmente sirva para
hacer mejores y más felices a las personas. Para infundir ideas y crear un
pensamiento crítico. Para enseñarnos desde niños a ser responsables y libres.
Pero todo eso iría en contra de sus prerrogativas de clase. En un momento dado,
la gente podría empezar a pensar que las cosas no estaban bien, y podrían
organizarse, como ya se ha hecho otras veces en el pasado, y, por último,
atacar sus privilegios. No, desde luego, no era deseable un pueblo con la
suficiente lucidez para comprender quién es realmente su enemigo.
Los
dueños auténticos, los verdaderos amos, no son los políticos ni el gobierno de
la nación. Estos no son más que sus representantes, con una capacidad de
decisión restringida y manipulada. Los que de verdad mandan son un reducido
números de personas que forman una rica y poderosa élite mundial, propietaria
de las grandes corporaciones industriales, de la banca y las finanzas, ellos sí
que controlan el mundo y a la gente, ello son los que deciden el precio de la
luz, del pan y los salarios de los trabajadores. Lo otro, lo de votar es una
filfa, pura comedia, con el fin de dar a la gente una sensación aparente de
libertad, de que podemos elegir. Pero la realidad es que no podemos elegir
nada. Todo nos viene impuesto desde arriba. Ellos son los amos de todo. Ellos
son los dueños de la tierra, del agua y del cielo. Ellos poseen las industrias,
las fábricas y, por extensión, el colosal edifico del Estado. Nosotros, es
decir, la inmensa mayoría de la población, estamos para contribuir al
sostenimiento del gasto general con nuestros impuestos. Y para trabajar,
trabajar para su beneficio personal. La mayor parte de la gente trabaja lo
justo para no ser despedido en correspondencia con unos salarios que únicamente
te permiten sobrevivir. Muchas personas padecen, como decía Thoreau,
existencias de callada desesperación, con graves dificultades para salir
adelante y llevar una vida decente.
Además,
la clase dirigente posee los medios de comunicación, de manera que dictan las
noticias y la información que llega a nuestros hogares. Nos tienen sujetos y
nosotros berreamos como ovejas. Codician más para ellos y menos para nosotros.
Ellos no desean una población que pueda decidir sobre su destino. Ciudadanos
con sentido crítico, bien informados y capaces de pensar por sí mismos. No
quieren eso porque va contra sus intereses.
Estoy
totalmente a favor de separar a la Iglesia del Estado. Esta dos instituciones
ya son de por sí suficiente dañinas por separado, de manera que estrechamente
unidas y confabuladas como se mantienen en nuestro país, ya es el no va más.
Una mano lava los crímenes de la otra. No es una exageración, o acaso no
recordamos ya las fotos con obispos brazo en alto haciendo el saludo fascista.
Situación que no ha mejorado con la democracia, por mucho que la constitución
declare que somos un país laico y aconfesional. La Iglesia Católica Española
sigue manteniendo los mismos privilegios y acuerdos firmados con la dictadura
franquista: exención de impuestos, ayudas económicas millonarias, presencia
constante en los medios de comunicación y en las escuelas, cuyas clases de
religión católica constituyen un agravio comparativo hacia las demás
confesiones, además de suponer un gasto que no deberíamos pagar todos, sino
asumir privada y familiarmente los interesados en recibir enseñanza religiosa.
Pero insisto, dejando la enseñanza pública exenta de algo que debería
pertenecer enteramente al ámbito personal.
Por
todas las razones aducidas anteriormente, considero que no sólo hay que enseñar
a la gente la importancia de leer, sino de leer con sentido crítico, ensañar a
cuestionar todo lo que nos dicen, en especial los medios de información de
masas, como la TV y la prensa. Una verdadera educación pasa necesariamente por
cuestionarlo todo, empezando por el principio de autoridad.
Y
no es algo que debamos dejar para tiempos mejores. Como las religiones, con su
promesa de un paraíso ultra terrenal. El presente es tan fugaz que no llega a
existir por completo, tan sólo existe un pasado reciente que se esfuma y un
futuro inmediato que nunca termina por llegar, de tal modo que se puede
asegurar que el futuro pronto es cosa del pasado. O dicho más claramente, hay
que vivir y actuar ya.
Por
eso no podemos dejar las cosas importantes para el mañana. Debemos hacerlo
ahora. No más promesas de un paraíso futuro. El infierno para mucha gente y
muchos animales se encuentra aquí, en la Tierra, en su vida diaria. Entonces
¿por qué no traer ese paraíso futuro al presente y vivirlo ahora, mientras
todavía hay vida y esperanza? No más mentiras, ni promesas baldías, de
políticos embusteros y religiones falsas. Es aquí y ahora cuando queremos
vivir, y queremos hacerlo como seres humanos dignos y libres. Pero todo eso
sólo depende de nosotros, de todos y cada uno de nosotros. No hay otro camino. Tú
verás.
[Tomado
de http://www.jcaro.es/ideas-intempestivas.]
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