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martes, 31 de enero de 2017

El Arco Minero del Orinoco y la coartada de la "minería ecológica"



Sigfrido Lanz

 En este camino, cuyo desenlace infernal está a la vuelta de la esquina, contribuye sobremanera la minería, la actividad económica más depredadora del entorno natural, junto con la guerra. Ambas actividades son ecocidas de suyo, destruyen todo a su paso. El rastro que dejan atrás las dos es terrorífico. La muerte cabalga a galopes en sus lomos. Todo ser viviente es aniquilado allí donde se posa la minería o se desata la guerra. El ejército de mineros con sus correspondientes maquinarias, y el de los hombres armados, vestidos con uniforme verde olivo, llevan consigo la muerte desde el mismo momento en que se inician las actividades bélicas que ambos concitan. Por tanto, así como no existe guerra humanitaria tampoco es posible una actividad minera amigable con la naturaleza. La minería en todas su formas, aun con las tecnologías más sofisticadas y avanzadas, se realiza siempre a costa de arremeter en contra de los suelos, agua, bosques, biodiversidad, seres humanos.

El trato de la minería hacia la naturaleza es como si ésta fuese un peligroso enemigo que debe ser aniquilado. Es un trato guerrero, agresivo, furioso, encolerizado. Por eso los instrumentos propios de las empresas mineras son los explosivos, las trituradoras, los buldócer, las excavadoras, las retroexcavadoras, topadoras y grúas, los camiones volcadores, las sustancias tóxicas como el mercurio y el cianuro, etc. Tales son las armas naturales de los mineros. Con ellas embisten contra tan terrible enemigo que los espera, sin embargo, inerme, indefenso, desarmado. Y así, con tan poderosos instrumentos les resulta demasiado fácil penetrar en el campo contrario, avanzar sin parar, cual si fueran ejércitos conquistadores, y, finalmente triunfar. Un triunfo que resulta paradójico, pues se trata ni más ni menos que del triunfo de la muerte total, una muerte que atenaza incluso a los propios triunfadores.

Visto lo dicho resulta un contrasentido hablar de minería ecológica, tal como lo afirmara el presidente Nicolás Maduro el día 6 de agosto de este año 2016, en ocasión de la firma de los contratos de entendimiento con las empresas transnacionales de EEUU, Canadá y Suiza, beneficiarias de concesiones en el Arco Minero; y como también lo ha dicho reiteradas veces el Ministro del Poder Popular para Desarrollo Minero Ecológico, abogado Roberto Ignacio Mirabal. Tamaño disparate solo es posible pronunciar desde la demagogia, desde la ignorancia o desde el pragmatismo. Nadie medianamente informado acerca de lo que comporta el ecologismo se atrevería a proferir tal exabrupto. Sin embargo el presidente de nuestro país lo ha hecho sin ruborizarse, así como el ministro del ramo y numerosos dirigentes de la tolda psuvista. Ante tamaño desafuero lo menos que podemos decir es que estamos en presencia de una dirigencia gubernamental irresponsable, mentirosa, demagoga, inescrupulosa, que por tal razón está dispuesta a convenir un negocio a todas luces lesivo para nuestro país.

Ahora bien, para desmontar lo anteriormente dicho por tan importantes funcionarios basta con lanzar la vista hacia atrás y escrutar en la historia de la minería en Venezuela y en cualquier parte del mundo. Así nos daremos cuenta que tal actividad no ha sido ni será jamás una actividad cuidadosa con la naturaleza. Tampoco ha existido ni existirá nunca una tecnología minera amigable con el entorno ambiental. En todos los lugares de la tierra donde la minería ha tenido lugar lo que ha ocurrido son tragedias desproporcionadas. Es que a las empresas del ramo y a los mineros particulares lo que interesa es la obtención del filón, a toda costa. Mientras mayor sea la cantidad obtenida mejor. Esta es su razón de ser, su horizonte de interés. Lo demás no importa nada. Pero ocurre que los metales no se encuentran aislados del entorno, apartados del ambiente. Por el contrario, ellos existen siempre incrustados en la naturaleza, asociados a las rocas, pegados a los suelos, hermanados con las plantas, hundidos en el cauce de los ríos, riachuelos, lagos, mares, océanos; cohabitando con los animales y personas. De manera que para extraerlos hay que destruir las rocas, la capa vegetal, los suelos, los ríos, las plantas, los animales, la gente. Son millones de toneladas de materia natural las que deben removerse para obtener unos pocos gramos, por ejemplo, de oro, de plata, de diamantes. Además, están las miserias sociales que vienen, en muchos casos, asociadas con la actividad minera, tales como la prostitución, el tráfico y consumo de drogas, el alcoholismo, los crímenes, robos, atracos, el contrabando, la organización de bandas delincuenciales, el pranato, las enfermedades venéreas, paludismo, etc., todo lo cual hace de tales zonas mineras verdaderos sitios lumpen, un mundillo donde reina la anomia, la violencia, el caos. Este ha sido el caso venezolano con la minería aurífera y diamantífera desde hace más de un siglo. Lo evidente allí es la desatención del Estado, cuando no la corrupción de los funcionarios civiles y militares designados para imponer el orden, la legalidad, la constitución. En la minería aurífera y diamantífera venezolana lo tradicional ha sido la dejadez del Estado, la ausencia de controles respecto a lo que allí sucede. Y por tal dejadez estatal nada bueno ha dejado para nuestro país esta minería. Basta con visitar los lugares donde tales actividades han tenido lugar para llegar a esta conclusión. No encontramos en esos pueblos surgidos al calor de tal actividad, universidades, hospitales, escuelas, industrias, edificaciones públicas, servicios públicos, acordes con la inmensa riqueza generada allí. Lo que si existe son pueblos empobrecidos, con muchas carencias, con muy pobre calidad de vida, pues las cuantiosas riquezas extraídas de su entorno no se quedaron en estos lugares. Se fueron bien lejos, a otros territorios fuera del país, gracias a la irresponsable connivencia de los gobernantes venezolanos, de antes y de ahora.

Nicolás Maduro autoriza el ecocidio de Guayana.
Con estas premisas de fondo no dudamos en afirmar que en territorio guayanés adquirirá dimensiones mayúsculas el ecocidio, ya en curso desde hace más de un siglo, gracias a la decisión tomada por el Ejecutivo Nacional, presidido por Nicolás Maduro, de autorizar, mediante el Decreto 2248, número de Gaceta 40.855, la instalación de unas ciento cincuenta empresas, nacionales y extranjeras, para que exploten los diferentes tipos de minerales existentes en el llamado Arco Minero del Orinoco, un extenso espacio territorial situado en el Estado Bolívar, que comprende unos 114.000 Kilómetros cuadrados, y donde se ha constatado la existencia de oro, diamante, cobre, coltán, granito, bauxita, dolomita y otras riquezas naturales. Se trata de un inmenso espacio, equivalente a un tercio de todo el estado Bolívar y casi un 12% del territorio nacional, mucho más grande que los territorios pertenecientes a países como Portugal, Cuba, Guyana, Jamaica, Bélgica, Costa Rica, Guatemala, Panamá, República Dominicana, Suiza, El Salvador, Bulgaria, entre otros.

Preocupa esa decisión gubernamental pues se trata de un espacio territorial demasiado importante para Venezuela, pues allí la riqueza fundamental no está constituida por minerales y metales, sino por el agua y la compleja biodiversidad. Ese lugar es un reservorio de vida principalmente. Allí se encuentran las principales cuencas hidrográficas de Venezuela, como son la del Caroní, del Cuyuní, del Caura, del Cuchivero, del Aro y del propio Orinoco, algunas de las cuales alimentan los embalses donde se genera buena parte de la electricidad que se consume en los hogares venezolanos, que mueve las industrias y activa el comercio nacional. Además y principalmente, allí habitan desde hace varios siglos diversas poblaciones indígenas de las etnias Warao, Acawayo, E´Ñepa, Pumé, Mapoyo, Kariña, Arawak, Piaroa, Pemón, Sanema y Ye´kwuana, que en conjunto suman varios miles de personas. En total, incluyendo población indígena y criolla, en el extenso Arco Minero existen 465 centros poblados, que reúnen una población de más de un millón 660 mil personas, un número equivalente al 4,9% de la población nacional. Y se espera que para 2019, con la activación de la minería en el Arco, aumente esta cifra hasta superar el millón y medio de personas.

Como vemos, esta inmensa sección del Estado Bolívar es a todas luces demasiado importante para los venezolanos de ahora y del futuro, por cuya razón no debería ser objeto de una negociación cuyo único propósito es extraer, bajo criterios empresariales, las riquezas allí existentes. Además, es bastante conocido que algunas de tales empresas extranjeras, beneficiarias de concesiones en este Arco Minero, han cometido en distintos lugares del mundo crímenes ecológicos, denunciados así por gobiernos y organizaciones ambientalistas en los países donde tales fechorías se han presentado. Este es el caso de la empresa canadiense Gold Reserve, ya activa en la zona. Otras de las empresas instaladas en sus respectivas concesiones son las chinas Camc Engeerering CO. LTD y la Yakuang Group. El plan de inversiones compromete a 35 países de los que solo han sido mencionados Canadá, China, Rusia, Arabia Saudita, Sudáfrica, Estados Unidos, El Congo, Inglaterra, Alemania y Suiza.

Según vemos entonces, lo que allí acontecerá, de concretarse definitivamente las negociaciones, será un ecocidio de proporciones gigantescas, cuyas nefastas consecuencias se harán sentir no solo en el mismo territorio minero, sino también en Venezuela y el resto del planeta, pues como hemos explicado antes, en razón de que formamos parte de una realidad sistémica, integrada, relacional, la devastación que provocará la activación de la gran minería en tierras de Guayana se hará sentir en el sistema todo. Sus efectos serán tremendos pues estamos refiriéndonos a una sección de la gran Amazonía suramericana, el pulmón de la tierra, el proveedor de oxigeno de la madre tierra. Tal devastación actuará como un factor catalizador del cambio climático que hoy día experimenta nuestro planeta, con lo cual estaremos acercándonos en el tiempo al gran cataclismo planetario anunciado por los expertos del ramo, y cuyos primeros síntomas son evidentes en estos mismos momentos.

Para las empresas mineras ya en proceso de instalación, el filón más atractivo en esta subasta del territorio nacional adelantada ahora por el gobierno presidido por Nicolás Maduro, una subasta muy parecida a la que en su momento ejecutó el dictador Juan Vicente Gómez con el petróleo venezolano, está constituido por las 7.000 tonelada de oro que se han certificado existen allí. Se trata sin duda de la materialización ahora en el siglo XXI del viejo sueño de El Dorado, tan buscado por los conquistadores españoles hace más de 500 años atrás. El escurridizo Dorado es cierto, existe, está aquí en suelo Guayanés. Ha sido encontrado finalmente. Tenían razón aquellos aventureros del siglo XVI que llevaron adelante varias empresas en búsqueda del áureo metal, sólo que no lograron dar con la dorada veta; el dorado filón se les escurrió. Lo encontraron los aventureros de ahora, los empresarios de la minería provenientes de diferentes lugares del mundo, que vienen a chupar en las venas del territorio guayanés, abiertas ahora por este gobierno del siglo XXI que, en nombre de Bolívar y el socialismo, justifica este nuevo saqueo con su correspondiente devastación ambiental.

Esas 7.000 toneladas de oro constituyen una riqueza colosal, muy superior a todo el oro extraído de las minas de Guayana desde el año 1850, cuando se inició oficialmente la explotación aurífera en este territorio. Pero el precio que ha de pagar el país por la extracción de tal cantidad de oro es demasiado alto, demasiado oneroso, si tomamos en cuenta que para obtener entre uno y diez gramos de este metal es necesario remover materia natural en cantidades gigantescas.

Para extraer la totalidad de esas 7.000 toneladas de oro hay que remover más de 700 millones de toneladas de materia natural, constituida por rocas, suelos, árboles, aguas, etc. Esta materia removida se acumulará en inmensos cerros de desechos, contaminados con cianuro, mercurio y arsénico, que al final pasarán a formar parte del paisaje agreste, desértico y mortífero dejado por las empresas beneficiarias de la colosal riqueza extraída del lugar. Aquí quedarán los socavones, los suelos ácidos, las aguas cianuradas, las tierras empobrecidas, las comunidades indígenas expulsadas, el inmenso desierto. Un gigantesco cementerio sin ningún ser viviente en ningún lado pues allí habrán sido aniquiladas las condiciones que permiten la existencia de vida. Pasarán muchísimos siglos para que pueda de nuevo renacer algún animal o planta en ese escenario. Tal será la horrorosa herencia que dejará en el país esta fatal decisión del presidente Maduro, cohonestada por los integrantes del Ejecutivo Nacional y por el resto de los poderes públicos del país. Una decisión, cuya razón de fondo son las actuales urgencias fiscales del país, causadas por la brusca disminución de los precios del petróleo, la única fuente de divisas externas que ha tenido Venezuela a lo largo de un siglo. Con ese oro pretende el gobierno nacional tapar el hueco fiscal y proveerse de ingresos para seguir la fiesta del despilfarro, pues se trata del mismo gobierno que dilapidó en menos de tres lustros la mayor cantidad de dinero recibido por gobierno venezolano alguno, una cantidad tan grande que supera la sumatoria de los presupuestos percibidos por el país durante toda su historia republicana.

A los precios de venta actuales esas 7.000 toneladas de oro constituyen un potencial financiero superior a los 200 mil millones de dólares, una inmensa suma de dinero cuya suerte final será muy probablemente la misma que tuvo el oro de la mina El Callao, explotada en el siglo XIX; el mismo que han tenido los muchos miles de quilates diamantíferos extraídos de este territorio; y el mismo que han corrido los millones de barriles de petróleo venezolano. En todos estos casos, los usufructuarios de la mejor tajada han sido empresarios y gobiernos extranjeros, bien europeos o bien norteamericanos. La experiencia histórica a este respecto es que Venezuela pertenece al club de los países perdedores, al de los países desfalcados, al de los países cuyas riquezas naturales no le han pertenecido de hecho. Por tal situación, luego de casi dos siglos de historia republicana, nuestro país padece la enfermedad de la pobreza. En verdad, duele la vida en Venezuela. En medio de una tierra prodigiosa, bendecida por la naturaleza, los venezolanos sufren. Es mínima la calidad de vida aquí en este territorio. Tan paradójica situación se la debemos a nuestra dirigencia, a los políticos, a los empresarios y a los militares en cuyas manos ha estado siempre el destino del país. Estos son los mismos que acaban de autorizar la subasta de Guayana, la entrega a girones de una buena parte de este territorio a negociantes de la minería extranjeros. Y la invasión ya comenzó. Ya se escucha el trepidar de las grandes máquinas desfondar los suelos, derribar los árboles, destripar animales. Otra vez la misma historia. Se reitera el error. Se anuncia una gran tragedia.

[Extraido de post que en versión completa es accesible en http://www.aporrea.org/pachamama/a238316.html.]


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