Antulio Rosales
Varios meses atrás el canal del Estado, Venezolana de Televisión (VTV), transmitió una suerte de reportaje documental acerca de la reciente emigración venezolana. El reportaje puso de manifiesto un sinnúmero de prejuicios y el evidente desconocimiento que tiene el principal factor de poder mediático en Venezuela sobre la situación de los emigrados. Resultó ser una prueba del importante reto que implica para la sociedad venezolana reconocer a su propia diáspora y, más aún, para el Estado asumir la responsabilidad de garantizar los derechos de sus ciudadanos fuera del territorio nacional. [El videoreportaje en cuestión está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=WIwa41UQKE4.]
Varios meses atrás el canal del Estado, Venezolana de Televisión (VTV), transmitió una suerte de reportaje documental acerca de la reciente emigración venezolana. El reportaje puso de manifiesto un sinnúmero de prejuicios y el evidente desconocimiento que tiene el principal factor de poder mediático en Venezuela sobre la situación de los emigrados. Resultó ser una prueba del importante reto que implica para la sociedad venezolana reconocer a su propia diáspora y, más aún, para el Estado asumir la responsabilidad de garantizar los derechos de sus ciudadanos fuera del territorio nacional. [El videoreportaje en cuestión está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=WIwa41UQKE4.]
La idea central del reportaje es reducir el fenómeno de la emigración a un “tipo de venezolanos” que, en esencia, no podría llamárseles como tal. De acuerdo con una psicóloga consultada, los que migran son—casi todos—“blanquitos”, rubios, de ojos claros descendientes de inmigrantes europeos. La caracterización de este grupo poblacional la hace sin presentar dato alguno más que su propia imaginación—gracias al vocablo “diría yo”—y asumiendo un evidente prejuicio étnico-racial cuyo correlato es la romantización de lo “auténtico” que por supuesto no tendría tez blanca y es esencialmente popular, bueno y, claro está, leal. En el punto cumbre del “análisis”, asume que estos emigrados nunca tuvieron arraigo alguno en la patria y por eso se van. Eso sí, como buenos apátridas, nunca se adaptan en sus destinos, sufren la crisis del capitalismo, extrañando la belleza única de la tierra de Bolívar.
El objetivo último es desconocerlos y asumirlos como foráneos aunque tengan cédula y pasaporte venezolano. Es la excusa para ignorarlos, pero además y más importante, para negarles sus derechos. El supuesto análisis es una fachada para validar los presupuestos que tiene el poder y que entra en sintonía con las narrativas polarizadas a las que nos tiene acostumbrado el país. La migración es otro de esos temas que se ve atrapado en esas narrativas totalizantes. Es un hoyo negro en la información oficial y también resulta un espacio de fijación fácil para eslóganes vacíos.
La oleada migratoria no existe para el gobierno. No hay datos oficiales que den cuenta de esta realidad, no hay esfuerzos reales por acercar esta población a las sedes de representación oficial del Estado. Algunos revolucionarios sí reconocen el éxodo pero tienden a banalizarlo y consideran a los emigrantes unos raspacupos crónicos que viven de la teta gubernamental y jamás han pasado trabajo como el pueblo mismo.
Al otro lado de la acera, este es uno de los puntos sentimentales más hondos. Se habla del drama migrante y el de los “padres huérfanos”. Los más románticos ven en los emigrados únicamente a meritócratas formados en grandes universidades: un caudal de talento desperdiciado. Éstos deberán volver cuando la “democracia retorne” y ocuparán los espacios que dejaron o de los cuales fueron expulsados.
Maiquetía
Borroso en Maiquetía
La realidad es más compleja. Cada vez más, quienes emigran vienen de orígenes muy diversos. También tienen nuevos destinos, no solo España, Estados Unidos y Panamá, sino también Ecuador, República Dominicana, Perú, Argentina, México y muchos destinos más allá de América Latina. Ya no es extraño encontrarse con otros venezolanos atendiendo una cafetería en Toronto, gente vendiendo arepas en las calles de Santo Domingo y trabajadores informales en Quito. Y por supuesto, están muy lejos de ser esos “blanquitos pasteleros” que describía la psicóloga en aquel reportaje.
El Estado deberá alguna vez plantearse una agenda seria que logre tender puentes, pero sobre todo, reconocer derechos a ciudadanos que no están en el país. Para comenzar, hay que sacar cuentas, por muy dolorosas o incómodas que estas sean. En la actualidad, por ejemplo, los niños nacidos en Venezuela que cumplen 9 años fuera del país no tienen forma de renovar su pasaporte porque no tienen cédula. La expectativa es que los menores viajen con un documento de emergencia a Venezuela y hagan el trámite desde allá. El derecho a la identidad está siendo violentado de la forma más descarada a quienes son más vulnerables.
Los derechos económicos de quienes dejaron aportes en el seguro social deberán ser honrados. Además, los venezolanos están sub-registrados en las listas de los consulados y en el Consejo Nacional Electoral. Los pocos registrados solo pueden votar en elecciones nacionales, lo cual limita su participación política. No hay que explicar por qué nada de esto es casual. Si estos no son ciudadanos dignos de reconocimiento, mucho menos lo serán de influir en quien gobierna. En otros países, los expatriados tienen el derecho al sufragio como habitantes de su último domicilio en el país y, por ende, pueden escoger representantes al parlamento. Algunos, como Colombia y Ecuador, pueden incluso escoger representantes propios en el parlamento en circunscripciones extra-territoriales.
El principal reto que enfrenta Venezuela con sus ciudadanos dispersos por el mundo es el del reconocimiento. Para reconocerles, tendrá que saber quienes y cuántos son y asumirlos como ciudadanos, no como parásitos o traidores, sin importar qué los llevó a migrar, el color de su piel y si algo de amor sienten por la patria.
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