Esteban Vidal
El parlamentarismo es un sistema
político dictatorial debido a que excluye a la sociedad de la participación
política y por tanto de los procesos decisorios. El parlamento es en esencia un
órgano de colaboración de clases que se encarga, por medio de elecciones
periódicas, de legitimar el sistema de poder que representa el Estado. Así
pues, el parlamento se encarga de ocultar las diferencias económicas y sociales
bajo la igualdad jurídica y la igualdad del voto de explotadores y explotados,
al mismo tiempo que oculta la separación que existe entre la sociedad y esta
institución en la medida en que la primera no participa en las labores
parlamentarias.
El parlamento legitima al poder
establecido para crear el debido consentimiento en la sociedad. Además de esto
se limita a ratificar las decisiones del poder lo que demuestra que este último
no reside en dicho órgano. Por el contrario, nos encontramos con que las leyes
que son aprobadas en el parlamento son redactadas en los despachos
ministeriales de los altos funcionarios y de los asesores gubernamentales, por
una elite que no sólo no ha sido elegida por nadie, sino que ni tan siquiera da
cuenta de sus decisiones ante la sociedad. De esta forma comprobamos que el
politiqueo de los partidos únicamente es parte del circo mediático para
entretener a las masas, embrutecerlas, enfrentarlas y ocultar así la verdadera
realidad de que con el voto no deciden absolutamente nada.
Como consecuencia de lo anterior
descubrimos que los políticos y los gobiernos pasan pero que el Estado, con su
sistema de dominación parlamentarista y sus elites dirigentes, permanece. Y con
este sistema de poder también permanecen las relaciones de explotación que le
son inherentes, las mismas que a través del voto son legitimadas y confirmadas.
De esta manera la clase sometida colabora con la clase dominante al proveerle
de legitimidad, y con ello manifiesta su conformidad con las relaciones de
explotación y de dominación que organizan el sistema de poder que la sojuzga.
La clase oprimida, al actuar así, es al mismo tiempo víctima y verdugo de sí
misma.
El Estado representa la gran cárcel que
la elite del poder utiliza para controlar las necesidades, la vida y el futuro
de la sociedad para, así, forzar su voluntad al obligarla a hacer lo que no
desea. Esta elite la componen no sólo los altos funcionarios de los ministerios
y los asesores gubernamentales, también los generales de los ejércitos, los
jefes de los servicios secretos, los jueces, los mandos policiales, la
patronal, los intelectuales, etc. Ellos son los dueños de la cárcel, las leyes
son los muros que mantienen al pueblo en la cautividad y los políticos son sus
carceleros. El parlamentarismo únicamente ofrece a la sociedad la ilusión de
elegir periódicamente a sus carceleros. Decimos que ilusión porque la
propaganda y la manipulación de las estructuras de dominación ideológica
dirigen, y en última instancia determinan, su elección.
La naturaleza del sistema de dominación
que representa el Estado ha permanecido intacta desde sus mismos orígenes,
mientras que las formas que ha adoptado han variado según las circunstancias
históricas, sociales, económicas, internacionales, etc. Por este motivo a lo
largo de la historia se han sucedido diferentes tipos de regímenes políticos y
formas de Estado: regímenes monárquicos y republicanos, absolutismo,
parlamentarismo, totalitarismo, etc. El régimen parlamentario sólo es un
momento organizativo estatal de la clase dominante. Su naturaleza autoritaria
es idéntica a las de los restantes regímenes políticos de dominación. En este
sentido puede afirmarse que cada régimen político persigue los mismos fines de
dominación a través de procedimientos distintos.
En el contexto del sistema de poder que
caracteriza al Estado parlamentarista los partidos políticos se presentan
públicamente como candidatos para realizar reformas que hagan más confortable
por dentro la cárcel en la que vive la sociedad. Pero reformar un sistema
existencialmente opresivo y regresivo significa perfeccionarlo, y por tanto
mejorar y hacer más eficaz la dominación sobre la clase sometida.
Inevitablemente esto implica crear una sociedad compuesta por individuos
hiperdominados, incapaces de nada por sí mismos, extremadamente deshumanizados,
que lo esperan todo de las instituciones y del poder establecido. En última
instancia significa que los esclavos amen las cadenas de su esclavitud. En lo
que a todo esto respecta el parlamentarismo, por medio de las elecciones, ha
conseguido un alto grado de consentimiento social a esta situación y que la
sociedad vea como legítimo un orden de cosas en el que una minoría privilegiada
impone su voluntad e intereses al resto. Todo esto puede resumirse en que la
última esperanza que alberga la sociedad es la de aspirar a tener algún día
unos amos justos. Pero la mera existencia de amos ya es de por sí una
injusticia que tiene su origen en la falta de libertad e igualdad.
Los partidos políticos históricamente
han demostrado que no son agentes del cambio, sino que por el contrario se han
encargado de perpetuar la dominación mediante una administración mejorada de la
misma. Así, en la medida en que su finalidad no es otra que la de gestionar las
instituciones establecidas, o en su caso reformarlas para mejorarlas en su
función dominadora, demuestran ser agentes de la reacción al operar como
elementos conservadores del orden constituido. Por este motivo es habitual que
en su afán de medrar y de rentabilizar electoralmente sus posibilidades de
ascenso político no duden en desarrollar discursos políticos profundamente
demagógicos, de manera que intentan captar parte del descontento y desencanto
social para aumentar sus cuotas de poder. Este es el claro ejemplo de la
izquierda que históricamente ha sido el pararrayos del sistema establecido al
canalizar a los sectores más contestatarios y refractarios de la sociedad hacia
las instituciones oficiales. Mediante esta estrategia el sistema ha aplacado
las protestas sociales y cualquier veleidad rupturista que cuestione el sistema
establecido, de tal modo que la izquierda siempre ha sido un carcelero eficaz
que ha logrado abortar el más mínimo atisbo de revolución a través de la
sumisión del voto.
Ante unos nuevos comicios electorales
siempre vuelve la misma cháchara propagandística y los habituales discursos
políticos cargados de demagogia. En el contexto social y político del Estado
español estos discursos han alcanzado un nivel de toxicidad inusualmente
nauseabundo que ha hecho que amplios sectores del radicalismo político hayan
pasado a entrar en la órbita electoral de la socialdemocracia más
recalcitrante, y que por tanto hayan pasado a formar parte del gran proceso de
reorganización de la izquierda institucional puesto en marcha por el Estado y
el Capital con el lanzamiento de Podemos, hoy Unidos Podemos.
La verborrea por momentos rimbombante y
pretendidamente radical y rupturista que únicamente denota populismo, así como
elevadas dosis de estulticia y demagogia, trata de encubrir una realidad por
momentos aterradora como es la del nuevo partido de la izquierda encargado de
defender a la patronal, a la banca, al ejército, a la policía y a la guardia
civil. Es el partido cuyo líder máximo no duda en afirmar que son los
empresarios (pequeños y medianos) los que sacan el país adelante, y no los
millones de trabajadores que están empleados en unas inmisericordes condiciones
de explotación. Un líder que no duda en reivindicar el patriotismo español y en
dar vivas a la policía nacional, al ejército y a la guardia civil en sus
mítines, al mismo tiempo que sus listas electorales están copadas por
individuos tan inquietantes como el teniente general Julio Rodríguez, antiguo
Jefe del Estado Mayor de la Defensa (JEMAD) y colaborador de la CIA, o guardias
civiles como Antonio Delgado, portavoz de la Asociación Unificada de Guardias
Civiles. O que dirigentes como Jesús Montero, secretario general de Podemos
Madrid y con un sueldo semejante al del presidente del gobierno, afirmen que los
dueños del Banco Santander no son casta, sino que forman parte de una cultura
empresarial que quiere contribuir al bienestar social.
No es aceptable la complicidad y la
colaboración con quienes pretenden refundar el capitalismo tratando de
humanizarlo a través de medidas keynesianas y socialdemócratas que persiguen
relanzarlo. Es el momento de denunciar y desenmascarar a quienes quieren ser
burguesía de Estado, repartirse los cargos institucionales, las prebendas y
demás privilegios con sus amigos y familiares, además de reforzar a las
instituciones que mantienen y reproducen las relaciones de explotación y
dominación vigentes. Son los nuevos carceleros que bajo una apariencia amigable
y desenfadada no van a dudar en reformar el actual sistema de dominación para
reorganizarlo y perfeccionarlo en una forma mucho más agresiva y brutal con
vistas a satisfacer las ansias de poder y riqueza de altos funcionarios,
empresarios, banqueros, militares, etc. Son, en definitiva, quienes llegado el
momento no tardarán en aplicar las mismas medidas que hoy aplica Syriza en
Grecia para convertirse así en cipayos de los poderes internacionales.
La respuesta popular a las elecciones, y
más concretamente a ese engendro electoral del Estado y del Capital que
representa Unidos Podemos, no puede ser otra que la abstención activa el día de
las elecciones, lo que significa la propagación de la abstención en el resto de
la sociedad. Pero además de esto es preciso el repudio público de este partido
señalando los intereses a los que sirve verdaderamente y lo que pretende, y
recordando a quienes le den su voto que obrando de este modo se hacen cómplices
de la patronal, la banca, el ejército, la guardia civil y, en suma, de un
sistema opresivo que, además, es esencialmente corrupto. Por todo esto se hace
necesario romper las urnas que nos relegan a la permanente postración y en las
que sólo se eligen los colores de las cadenas de nuestra esclavitud.
Cierto es aquel refrán que dice que no
hay mayor ciego que el que no quiere ver. Pero si abrimos los ojos veremos que
el lanzamiento de Podemos a la palestra política nacional lo hizo el capital
financiero a través de su entramado mediático, y que contó con el apoyo
inestimable de altos funcionarios además de mandos de las fuerzas armadas y
represivas del Estado. Y hoy observamos cómo la derecha le está haciendo la
campaña a este partido al delimitar la lucha electoral como una confrontación
política exclusivamente entre el PP y Unidos Podemos. Todo esto da claras
muestras de quién está detrás de un partido que en muy poco tiempo ha irrumpido
en la política y ha logrado instalarse en los confortables sillones de las
instituciones.
Pero la abstención no significa nada si
no se combina con la igualmente necesaria autoorganización colectiva y la lucha
para, así, proceder a la creación de espacios autogestionados al margen del
control de las instituciones e introducir en la población aquellos valores e
ideas dirigidas a crear las condiciones para lanzar la revolución social que
ponga fin al Estado y al capitalismo para, de este modo, instaurar una sociedad
sin clases.
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