Capi Vidal
Lanzamos unas cuantas reflexiones sobre lo que es, y ha sido, el anarquismo; mejor dicho, el movimiento anarquista, ya que se caracteriza por la diversidad de ideas y de acción, por el constante devenir y la permanente reflexión, en busca de las mejores prácticas, algo que le garantiza como alternativa a todo sistema unificador y coercitivo.
El anarquismo nunca ha sido, ni mucho menos podrá ser, un movimiento doctrinario de carácter cerrado, ya que sus rasgos de identidad se basan en la libertad y la autonomía, dos conceptos que se construyen en un devenir constante. Recordemos, a propósito de esa tensión entre modernidad y posmodernidad, que Bakunin, uno de los padres del anarquismo ya lo dejó muy claro: “Aborrezco todo sistema impuesto, porque amo sincera y apasionadamente la libertad”. Al anarquista le debería ser ajena siempre toda tentación doctrinaria. Si indagamos en la historia del anarquismo, cuyo punto de partida podemos situarlo de forma concreta en el siglo XVIII, difícilmente podemos establecer unos contornos precisos; es más, incluso podemos hallar en su seno, no solo una obvia pluralidad de discursos, también incluso a veces ideas dispares y enfrentadas. Lo que en la modernidad han definido sus enemigos (es decir, todos los autoritarios) de forma despectiva como “debilidad teórica” (por supuesto, cuestionable), en la época de la crisis de los grandes relatos e ideologías se ha descubierto para el anarquismo como su principal fortaleza; lo que, con toda probabilidad, le asegura su perpetuidad. El anarquismo posee, en cualquier caso, un gran corpus histórico, tremendamente rico y plural; pero, por encima de estas propuestas teóricas, están sus prácticas sociales. Lo que incrementa la fortaleza del movimiento anarquista, por encima de sus discursos, es su permanente actividad social.
Lanzamos unas cuantas reflexiones sobre lo que es, y ha sido, el anarquismo; mejor dicho, el movimiento anarquista, ya que se caracteriza por la diversidad de ideas y de acción, por el constante devenir y la permanente reflexión, en busca de las mejores prácticas, algo que le garantiza como alternativa a todo sistema unificador y coercitivo.
El anarquismo nunca ha sido, ni mucho menos podrá ser, un movimiento doctrinario de carácter cerrado, ya que sus rasgos de identidad se basan en la libertad y la autonomía, dos conceptos que se construyen en un devenir constante. Recordemos, a propósito de esa tensión entre modernidad y posmodernidad, que Bakunin, uno de los padres del anarquismo ya lo dejó muy claro: “Aborrezco todo sistema impuesto, porque amo sincera y apasionadamente la libertad”. Al anarquista le debería ser ajena siempre toda tentación doctrinaria. Si indagamos en la historia del anarquismo, cuyo punto de partida podemos situarlo de forma concreta en el siglo XVIII, difícilmente podemos establecer unos contornos precisos; es más, incluso podemos hallar en su seno, no solo una obvia pluralidad de discursos, también incluso a veces ideas dispares y enfrentadas. Lo que en la modernidad han definido sus enemigos (es decir, todos los autoritarios) de forma despectiva como “debilidad teórica” (por supuesto, cuestionable), en la época de la crisis de los grandes relatos e ideologías se ha descubierto para el anarquismo como su principal fortaleza; lo que, con toda probabilidad, le asegura su perpetuidad. El anarquismo posee, en cualquier caso, un gran corpus histórico, tremendamente rico y plural; pero, por encima de estas propuestas teóricas, están sus prácticas sociales. Lo que incrementa la fortaleza del movimiento anarquista, por encima de sus discursos, es su permanente actividad social.
Hemos mencionado las libertad y la autonomía, como señas de identidad y permanentes conquistas del movimiento anarquista; no olvidemos el apoyo mutuo, la solidaridad, el federalismo, la asociación voluntaria… Frente a toda ortodoxia, rigidez teórica e imposición práctica, el anarquismo reclama con esas armas una lectura compleja de la realidad. Así, liberados para siempre de toda atadura y de toda carga pesada, de todo dogma, los anarquistas son capaces de emprender, aquí y ahora, un camino de liberación. No existe nada tan satisfactorio como leer y comprender a los clásicos del anarquismo desde este perspectiva antiautoritaria y antidogmática del siglo XXI (posmoderna, si se quiere llamar así, aunque sea un término anatema para muchos), desprendida de cualquier fundamento, ya que nos es odioso cualquier “fundamentalismo”. De esa manera el anarquismo se muestra como el mejor movimiento (y conjunto de ideas, claro) para liberar la tensión entre modernidad (promesa de emancipación) y posmodernidad (crisis de los grandes discursos liberadores). Esa crisis de las grandes herramientas que, supuestamente, iban a traer el progreso a la humanidad, pueden ser superados por un anarquismo que, paradójicamente para aquellos que hacen una lectura de la posmodernidad deprimente y reaccionaria, trata de dar un nuevo sentido, todo lo amplio posible, a los conceptos de libertad, razón y autonomía. Las lecturas de la realidad que pudiera hacer, por mencionar a uno de los grandes pensadores, el bueno de Kropotkin, no las repetismo sin más, como si fuera una fórmula válida para cualquier época, sino que las tomamos como ejemplo a la luz de los nuevos tiempos para comprender que la realidad se muestra siempre demasiado compleja.
En un tiempo donde los grandes relatos, políticos, religiosos o incluso científicos, no parecen tener cabida, el anarquismo se ha mostrado como único garante para que el ser humano no se subordine, no solo a disquisiciones metafísicas, tampoco a ninguna forma de abstracción o de esencia inexistente (no hay esencia, porque nada nos es dado para siempre, la posibilidad del cambio es permanente). El anarquismo, o mejor los anarquistas, se enfrentan a realidades concretas tratando de aportar las mejores soluciones en beneficio de la libertad y la solidaridad. La motivación es la acción permanente, frente a todo inmovilismo que pretenda justificarse en el pasado (por muy glorioso y reivindicable que quiera presentarse, siempre tiene algo de reaccionario). Dejemos claro, en este viaje, que se puede ser anarquista de múltiples formas; si el modelo es la humanidad, aceptemos entonces en primer lugar su pluralidad. No es concebible, desde la perspectiva ácrata, la sociedad como un conjunto cerrado y ordenado (por mucho que repitamos al clásico, “la anarquía es la máxima expresión del orden”, frase que tal vez incurre en alguna que otra contradicción).
Tal vez a algún lector le parezca un discurso abstruso. Recapitulemos. Al anarquismo le definen más sus prácticas, que su rico corpus teórico, alejado en cualquier caso de toda forma dogmática; por lo tanto, hablemos mejor de movimiento anarquista. El movimiento anarquista es eminentemente ético; no es, por supuesto, contrario a la política (“antipolítico” decían antiguamente), sino al Estado; no cree en división alguna entre la sociedad (horizontalidad: las personas relacionadas y asociadas libremente) y el Estado (jerarquía: una minoría que usurpa ese poder). Frente a ese intento de unidad que desea el Estado, el movimiento anarquista lucha por la diversidad, la fragmentación, pluralidad social, pero con el garante ético de la solidaridad y el apoyo mutuo. Frente al estatismo unificador y el capitalismo depredador el movimiento anarquista supone la alternativa viable de una sociedad sin dominación, no como un proyecto ideal para un futuro, sino como un trabajo constante aquí y ahora para construir y conquistar ese terreno que hoy quiere verse como utópico.
[Tomado de http://acracia.org/libertad-autonomia-y-solidaridad-el-devenir-constante-del-movimiento-anarquista/#more-2078.]
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