Anjel Ese
¿Veis a este hombre con cara de Quijote? Efectivamente, fue un Quijote. Como el manchego, nació cuerdo, luchó loco y murió nuevamente cuerdo, políticamente hablando. Su nombre es Anton Pannekoek. Este astrónomo holandés nacido en 1873 murió el 28 de abril de 1960, hoy hace 56 años. Fue uno de los fundadores del comunismo consejista o, sencillamente, del consejismo.
Pannekoek fue uno de los promotores de la extrema izquierda dentro del movimiento marxista en Holanda y Alemania desde principios del siglo XX. Su postura, como la de Herman Gorter, partía de la premisa clásica de que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos. Algo tan sencillo y tan repetido que los popes marxistas dieron en arrinconarlo para mejor ocasión.
¿Veis a este hombre con cara de Quijote? Efectivamente, fue un Quijote. Como el manchego, nació cuerdo, luchó loco y murió nuevamente cuerdo, políticamente hablando. Su nombre es Anton Pannekoek. Este astrónomo holandés nacido en 1873 murió el 28 de abril de 1960, hoy hace 56 años. Fue uno de los fundadores del comunismo consejista o, sencillamente, del consejismo.
Pannekoek fue uno de los promotores de la extrema izquierda dentro del movimiento marxista en Holanda y Alemania desde principios del siglo XX. Su postura, como la de Herman Gorter, partía de la premisa clásica de que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos. Algo tan sencillo y tan repetido que los popes marxistas dieron en arrinconarlo para mejor ocasión.
En Alemania, desde principios del siglo XX, Pannekoek se enfrentó en el seno de la socialdemocracia al modelo organizativo y político de Kautsky. En esos momentos, estaba a flor de piel la lucha entre la concepción marxista y la anarquista del movimiento obrero. Pannekoek venía de Holanda, donde el movimiento obrero había sido fundado por anarquistas no sectarios que confluyeron con marxistas no sectarios. El marxismo ortodoxo y osificado kautskiano (Kautsky era un discípulo de Marx, algo así como su heredero) construyó un partido socialdemócrata en Alemania que dirigía al proletariado a su antojo, al margen de las opiniones del propio proletariado. Un proletariado obediente que no pasaba de ser una masa amorfa a la que había que moldear. ¿Según qué criterio? Según el criterio del partido. El socialismo, para la concepción kautskiana, era una idea que los intelectuales habían introducido desde fuera en el movimiento obrero, y a la que el movimiento obrero por sí solo nunca habría sido capaz de llegar. Lenin repitió esa fórmula palabra por palabra en su famoso libro Qué hacer. Trotsky, en su momento, calificó esa tesis de «teocrática ortodoxa».
Pannekoek, Rosa Luxemburgo y toda la extrema izquierda del momento, repudiaron esa concepción idealista y reaccionaria de la organización del proletariado. El socialismo para ellos era la condensación de los intereses y de la lucha de la clase obrera, no una ideología nebulosa fruto de mentes privilegiadas destinadas a bajar las tablas de la ley desde el monte Sinaí del marxismo. Se esbozaba la lucha dramática que pocos años después, tras la Primera Guerra Mundial, desgarraría el movimiento que dio en llamarse comunista.
Pannekoek insistía en rechazar el parlamentarismo, farsa que legitimaba ante los trabajadores su propia dominación política, y el trabajo sindical, que encuadraba a los trabajadores en un complejo que asumía el modo de producción para el que producían, aspirando simplemente a obtener las mejores condiciones en el marco de ese modo de producción. Kautsky, el maestro de Lenin, le acusó entonces de “sindicalista revolucionario”. Es decir, de anarquista. Kautsky, ciertamente, era un hombre inteligente y no andaba muy desencaminado. Pannekoek, que nunca tuvo miedo a las vacas sagradas y mucho menos a las palabras, le contestó: “Kautsky califica mis opiniones como sindicalismo revolucionario. Pues bien: ¡Adelante con el sindicalismo revolucionario!” Para los marxistas de todos los matices, ese grito de rebeldía era un desafío a todo su bagaje. Pannekoek no tenía más bagaje que su propio criterio. Fue un hombre que pasó por varios partidos, pero que nunca perteneció a ningún partido.
Todos los partidos marxistas insistían en construir, reforzar y consolidar su propio Estado una vez tomado el poder. Para ello tenían que nacionalizar la producción y el intercambio. Pannekoek fue el primero en denunciarlo. Rechazaba la nacionalización, frente a la que oponía la socialización. No creía en el Estado sino en la clase obrera autónoma, libre de la representación, que siempre conduce al privilegio.
La primera revolución proletaria del siglo XX, la revolución rusa de 1905, marcó el camino del consejismo. Los soviets (consejos) de obreros surgidos de esa revolución demostraron que los trabajadores, al margen de los partidos, podían organizarse por sí solos con probabilidades de victoria, y que la lucha espontánea no tenía por qué disiparse en acciones estériles, como auguraban los partidistas, sino que podía encauzarse a través de organizaciones de base verdaderamente proletarias: los consejos obreros. Ningún partido marxista, radical o moderado, comprendió esto jamás. Sólo la extrema izquierda lo comprendió: Pannekoek, Gorter, Luxemburgo, Trotsky en su época revolucionaria y pocos más. Ninguna tendencia del marxismo excepto la extrema izquierda supo captar la importancia de los consejos obreros, órganos revolucionarios de coordinación de los trabajadores, de administración y gestión de sus intereses en tiempos de lucha, frente al partido y al sindicato, lastres, obstáculos burocráticos y reaccionarios que se fraguan en tiempos de paz social y por tanto de sometimiento de la clase obrera, y que se adaptan y se resisten a abandonar esa coyuntura servil.
En 1917 llegó la revolución rusa de octubre, una vez más traída por los consejos obreros (soviets), y se produjo uno de los mayores equívocos de las crónicas que dan en llamarse Historia. Muchos revolucionarios sinceros abrazaron el bolchevismo. Pannekoek, Gorter y casi toda la extrema izquierda se adhirieron a la recién nacida Tercera Internacional.
Pero Pannekoek y sus compañeros creían en lo que predicaban. ¿Soviets? De acuerdo, gritaron entusiasmados, entonces fuera los partidos de jefes, fuera el parlamentarismo, fuera el sindicalismo, fuera la noción elitista y aristocrática de vanguardia. Lenin, discípulo aventajado de Kautsky, no podía tolerar semejante disparate. Los soviets fueron bonitos mientras duraron. Pero se acabó. Pannekoek y sus compañeros, que habían dirigido el buró para Europa occidental de la Tercera Internacional, fueron expulsados por Radio Moscú a principios de 1921.
La experiencia soviética de 1917 fue verdaderamente orwelliana. No en vano Orwell basó en ella su obra 1984. Los bolcheviques asfixiaron a los soviets, silenciosamente al principio, desde que sentaron sus posaderas en los palacios ministeriales, y concluyeron exterminándolos a cañonazos a principios de 1921 mientras expulsaban a los consejistas de su Internacional. El hecho de que al Imperio Bolchevique se le conociera después como Unión Soviética es un broma macabra. Pannekoek y sus compañeros consejistas resolvieron el malentendido que habían intuido prácticamente desde el principio: La URSS era y siempre había sido un régimen de capitalismo de Estado (cosa que Lenin nunca se molestó en ocultar), donde la explotación de los trabajadores, el trabajo asalariado, la plusvalía, la acumulación del capital y la jerarquía autocrática pervivían y florecían con siniestro esplendor.
Lenin defendió siempre la administración de las empresas por un solo hombre y no por la asamblea de los trabajadores. Trotsky, recién converso al bolchevismo, sin duda imbuido por el militarismo que él mismo se encargó de crear durante la guerra civil, sostuvo que el partido estaba por encima de la clase obrera, y que si la clase obrera se oponía al partido, el partido tendría la razón e impondría esa razón por la fuerza armada. En 1921, al ser expulsado junto con todos los izquierdistas de la Tercera Internacional, Pannekoek podría haberle recordado al propio Trotsky las palabras escritas por éste en 1909: «Los partidos se organizaban en el seno del proletariado; los soviets eran la organización del proletariado». Lenin y Trotsky acabaron, pues, con la organización del proletariado.
Tras su expulsión de la Tercera y última Internacional, Pannekoek y los consejistas se dedicaron a divulgar sus ideas y actuar con el ejemplo. Comprendieron y pusieron en evidencia el gigantesco malentendido que había supuesto creer que Lenin y los bolcheviques eran revolucionarios proletarios. Pannekoek los caracterizó usando las propias palabras de Lenin: eran jacobinos, es decir, revolucionarios burgueses que usaron el marxismo porque era la ideología que más les convenía para ganarse a la única clase capaz de llevarles al poder, la clase obrera. Pero los revolucionarios burgueses dejan de ser revolucionarios —no de ser burgueses— cuando llegan al poder. Y la dictadura jacobina, en un país atrasado y gigantesco como el antiguo Imperio zarista, se convirtió en la peor de las dictaduras bonapartistas: Lenin primero, luego Zinoviev, por último Stalin, crearon la peor pesadilla que se ha vivido sobre la faz de la Tierra. Los «revolucionarios profesionales» amaestrados por Lenin se revelaron finalmente como reaccionarios profesionales.
Los comunistas consejistas nunca tuvieron héroes ni líderes. A todos ellos, a Pannekoek en particular, se les trató de denigrar llamándoles los monjes de clausura del comunismo. Eso les llamaban los cardenales, obispos y popes bolcheviques, guardianes de la ortodoxia y pastores de sus rebaños y sus reses. En realidad era todo lo contrario: los consejistas estaban con las masas. Pero no diciéndoles lo que tenían que hacer, sólo diciéndoles que tenían que hacer, que tenían que hacer algo por sí mismas. Actuando de modo ejemplar y no dirigista, proponiendo acciones y no lanzando consignas. Eso era para ellos la política comunista. El comunismo oficial, nombre que patentó el bolchevismo, llevaba a cabo, no una política de masas, como dijo Gorter, sino una política de jefes, en absoluto comunista. Reprodujo el modelo de partido kautskiano, jerárquico, disciplinado, y lo perfeccionó dándole una estructura militar. Ellos, la vanguardia, meterían en la cintura del socialismo a las masas, a base de liturgia o a punta de bayoneta.
Anton Pannekoek fue el más lúcido defensor de la autonomía obrera frente a los partidos, los sindicatos y los Estados. Creía que la organización de la clase obrera viene de la lucha y no de los despachos, y que esa organización son los consejos obreros. Creía tanto en la clase obrera y en su lucha autónoma que jamás pretendió dirigirla. En 1946, cuando Europa regresó a la ilusión democrática tras la Segunda Guerra Mundial, Pannekoek puso una vez más el dedo en la llaga que provocan las cadenas:
«A menudo se oye decir —escribió— que el mundo moderno se halla frente a un dilema fundamental: democracia o dictadura. (…) Es el problema de siempre: ¿cuál es el mejor método para impedir que los esclavos se rebelen: el paternalismo o el terror? Si fueran consultados, los esclavos dirían evidentemente que prefieren ser tratados con benevolencia que con ferocidad, pero si se dejaran engañar y confundieran la vía suave con el camino a la libertad, renunciarían con ello a su emancipación».
[Tomado de http://pasabaporaquiymedije.blogspot.com/2016/04/anton-pannekoek.html.]
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