* Conferencia presentada en la Feria Internacional del Libro, Guadalajar, México, el 30/11/2014.
I
"Que le pague Galileo”, esa fue la orden impartida al jurado de un certamen poético, cuyo tema era “el Poder y la Gloria”. El autor del dictamen fue el “El Ilustre Americano”, el general Antonio Guzmán Blanco, caudillo militar y bolivariano, que entre 1870 y 1888 ejerció en tres ocasiones la Presidencia de Venezuela, bajo una fuerte hegemonía autoritaria y megalómana. La víctima de tal determinación fue el celebrado poeta venezolano del siglo XIX, hoy en día casi completamente olvidado, Francisco Guaicaipuro Pardo, quien tal vez por lo que inocentemente podríamos calificar como “un error de interpretación” participó en el mencionado concurso con un poema dedicado a Galileo Galilei y no al caudillo presidente, como era de esperarse. Obviamente, Pardo nunca pudo hacer efectivo su premio (Silva Bauregard 45). Por su parte, el más importante poeta venezolano de la segunda mitad del siglo XIX, Juan Antonio Pérez Bonalde, perseguido por las mismas circunstancias políticas en tanto opositor al régimen guzmancista, tuvo que exiliarse y pasar buena parte del resto de su vida, hasta poco antes de fallecer, fuera de ese terruño natal tantas veces invocado en su poesía. No está de más recordar que en el mismo libro en el que Pérez Bonalde incluye su célebre poema “Vuelta al Patria”, Estrofas, publicado en New York en 1877 (luego de una corta estancia en Venezuela el año anterior) hay al menos tres poemas en los que se hace clara alusión a Guzmán Blanco: el soneto “A un tirano” que concluye con el siguiente terceto: “¡Atrás, profanador! La frente impía/Ve en el lodo a ocultar de tu conciencia,/Y no avergüences más la patria mía!”; otro soneto titulado “Tienen razón”, dedicado justamente “A un tirano” donde encontramos versos como los siguientes: “’Oprimir a mi patria’: esa es tu gloria,/ ‘Egoísmo y codicia’: ese es tu lema/’Vergüenza y deshonor : esa es tu historia’;//Por eso aún en su infortunio recio,/Ya el pueblo no te lanza su anatema…/Él te escupe a la cara su desprecio!”; y uno más extenso, titulado “Epístola”, conformado por 29 tercetos endecasílabos encadenados, en el que con marcada ironía se dirige al “buen Ricardo” (en alusión a Ricardo Becerra, “redactor del El Federalista ”, a quien dedica el poema[1]) para echarle “una fuerte reprimenda” por su carencia de sentido de realidad, al atreverse a exponer en su periódico asuntos ajenos a los intereses de la autocracia de Guzmán Blanco, en lugar de actuar como sería lo esperado, como un servil adulador. Leamos algunas estrofas del poema:
¿Cómo te has atrevido, buen Ricardo,
A hablar aquí de unión y de progreso?
¿No ves que eso es pedir rosas al cardo?
Dime ¿has perdido por ventura el seso,
Que te pones a hablar de garantías
Y de cuestiones otras de gran peso?
…
Perdona que te diga sin recelo
Que vas desorientado en tu camino
Y que te engaña tu ferviente celo.
Deja a un lado la patria y su destino;
Para un instante el curso de tu pluma
Y escúchame, inocente granadino:
¿Quieres llegar a la grandeza suma?
Quieres verte flotando en los honores
Como en el mar la delicada espuma!
¿Quieres que lluevan sobre ti las flores
Y, abriendo un palmo de admirada boca,
Te miren Generales y Doctores?
…
Pues nada más sencillo y practicable:
Predica la discordia y la anarquía
Y dí que toda unión es detestable
Llama al contrario en opinión, pantera,
Canalla, torpe, vándalo, villano…
En fin, ya tú conoces la manera.
…
En fin, rebuzna con ardiente fiebre,
Cual rebuzna, creyéndose un artista,
Pacífico jumento en su pesebre,
Que no de otra manera a periodista
Ha podido llegar tanto palurdo,
Ni tanto saltabancos a estadista:
Perdona buen Ricardo, si te aturdo
Pintándote las cosas de mi tierra,
Tierra de tanta luz…y tanto absurdo!”
Igual suerte corrió José Martí, quien había llegado a Caracas un 20 de enero de 1881 con el deseo de impulsar una importante labor periodística y cultural que lo llevó a fundar la llamada Revista Venezolana. Publicación que también se vio frustrada y que sólo alcanzó a ver dos números, pues un ensayo que escribió sobre el notable intelectual venezolano Cecilio Acosta, como homenaje luego de su fallecimiento, disgustó de nuevo al ilustre caudillo, lo cual determinó su expulsión de Venezuela a escasos seis meses de haber llegado a la ciudad natal de su admirado Bolívar. Exiliado en Nueva York, estrechará su amistad con Pérez Bonalde y allí escribirá el prólogo de “El poema del Niágara” del poeta venezolano, texto aquél considerado hoy en día como una suerte de manifiesto fundador del Modernismo hispanoamericano. Estos tres casos, los de Guaicaipuro Pardo, Pérez Bonalde y Martí, circunscritos al último tercio del siglo XIX venezolano, nos sirven para poner en evidencia una patología que a lo largo del grueso de la historia venezolana ha imperado, me refiero al militarismo caudillesco, sostenido siempre en prédicas revolucionarias o reivindicativas que propugnan como justificación de las imposiciones del poder militar sobre el orden civil el rescate de la patria. En estas notas trataremos de indagar en algunas de las derivaciones de esta fatalidad en relación con la conformación del campo intelectual y literario venezolano que desemboca en el presente.
No creo que sería exagerado extraer como corolario de la exploración del devenir histórico venezolano la certificación de la frecuencia con que ante esta penosa realidad se han impuesto innumerables espejismos en el camino, los cuales siempre han sabido seducir al sediento caminante de ese desierto de experiencias cívicas, que querámoslo o no ha constituido predominantemente el paisaje político de Venezuela. Hacia finales del primer decenio del siglo XX, Rómulo Gallegos fundó junto con un grupo de jóvenes de su generación una revista llamada justamente “La Alborada”, como órgano de promoción de las ideas de renovación y esperanza con que esos jóvenes veían el futuro, luego de hacer el diagnóstico de los males que desde el origen de la nación habían imposibilitado el asentamiento de instituciones verdaderamente democráticas y cívicas. En un artículo titulado “Hombres y principios”, publicado en el primer número de la revista, el 31 de enero de 1909, poco después del desalojo de Cipriano Castro del poder por parte de su compadre Juan Vicente Gómez, Gallegos afirmaba: “Hombres ha habido y no principios, desde el alba de la república hasta nuestros tiempos; he aquí la causa de nuestros males. A cada esperanza ha sucedido un fracaso y un caudillo más en cada fracaso y un principio menos en la conciencia social” (Una posición 11). A la vista del tiempo, resulta curioso constatar cómo estos jóvenes vieron encarnada, en ese momento, en la figura del general Juan Vicente Gómez una esperanza de cambios, sin imaginar que en realidad se trataba del inicio de la más prolongada y brutal dictadura militar de las muchas que ha vivido Venezuela. En realidad, la ilusión duró muy poco y lo que comenzaron a proliferar fueron las atrocidades autoritarias de ese régimen, que llevó a los calabozos a un importante grupo de escritores y poetas a lo largo de los 27 años en los que el llamado Benemérito, Juan Vicente Gómez, se mantuvo en el poder, rodeado de aduladores intelectuales y escritores que bajo la égida del pensamiento positivista justificaron y defendieron la permanencia de Gómez al frente del país, apoyados en la tesis del “gendarme necesario”, doctrina según la cual, en palabras del máximo ideólogo del régimen gomecista, Laureano Vallenilla Lánz: “en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino que se imponen” (Cesarismo 94), pues en ellas el caudillo representa la “única fuerza de conservación social” (94). Era, además, el inicio de una Venezuela, en la que dicho en palabras de Jesús Sanoja Hernández, “el petróleo se revelaría como el maná de la dictadura” (Memorias XVIII). Infinidad de testimonios literarios han dado cuenta de la crueldad con la que el régimen de Gómez mantuvo subyugado a todo un país, con la complacencia de grupos intelectuales y económicos nativos y foráneos. No faltaron, por supuesto, los aduladores del momento, como el por entonces afamado poeta español, cultor modernista, Francisco Villaespesa, quien no dudo en comparar la grandeza de Bolívar con la de Juan Vicente Gómez. Pero además de los inevitables adláteres y de los poetas arrojados a los confines de las mazmorras, hubo otros que desde el exterior levantaron su voz en reclamo por las inhumanidades perpetradas por Gómez. Tales fueron los casos de dos mexicanos: José Vasconcelos y Carlos Pellicer. El primero de ellos, siendo rector de la UNAM, en un discurso en 1920 invitó a los estudiantes mexicanos a solidarizarse con la causa de los venezolanos, a la vez que caracterizó, sin titubeos, la semblanza del tirano que regía los destinos de Venezuela, calificándolo como: “el último de los tiranos de la América española, el más monstruoso, el más repugnante y el más despreciable de todos los déspotas que ha producido nuestra infortunada estirpe (…) es un cerdo humano que deshonra nuestra raza y deshonra a la humanidad” (Perea 24); a lo cual añadió: “no debemos olvidar que en las prisiones de Venezuela agonizan centenares de hermanos nuestros, habiéndose dado el caso de que muera un preso, atado a otro con remaches de hierro, sin que el cadáver fuera separado de la pierna del vivo durante quince días” (24). Poco tiempo después del discurso del rector de la UNAM, un estudiante de 20 años, el joven poeta Carlos Pellicer, decidió apedrear las ventanas de la embajada de Venezuela, exigiendo la libertad de los estudiantes venezolanos presos. Asimismo escribió una misiva al presidente de la Federación de los Estudiantes de México, describiendo la situación venezolana como “una de las más vergonzosas” (Perea 25) de la historia de América, a la vez que recordaba el hecho, tal vez paradójico, de que ese país hubiera producido a Simón Bolívar -en sus palabras- “el hombre más extraordinario de toda América y uno de los genios mayores de la humanidad” (25).
Entre la intelectualidad venezolana es muy conocido el siguiente juicio de Mariano Picón Salas: “Muchos de los malos sueños y la frustración del país, se fueron a enterrar también aquel día de diciembre de 1935 en que se condujo al cementerio, no lejos de sus vacas y de los árboles y la yerba de sus potreros, a Juan Vicente Gómez (…) Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo” (Suma 21-2). Esta afirmación escondía implícita, también, la rememoración de lo que en su oportunidad fue una esperanza, un deseo renovado de iniciar un camino que llevara a la concreción de la institucionalidad democrática, al igual que lo hiciera Gallegos a poco de iniciado el siglo XX, justamente a la llegada de Gómez. Sin embargo, la ilusión de nuevo se diluyó prontamente. La dinastía andina continuaría en el poder, con dos militares del séquito gomecista, Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, quienes se plantearon recorrer una ruta de transición en la que progresivamente se concedieran algunas libertades democráticas confiscadas por el régimen de Gómez. Sin embargo, la impaciencia ante la lentitud de los cambios, así como los siempre inmoderados deseos por anunciar rupturas y revoluciones, en este caso desde las filas militares en alianza con fuerzas civiles de los partidos políticos hasta poco antes perseguidos, dio paso a un nuevo golpe de estado, que llevó a un trienio cívico militar (llamado “revolución” por sus partidarios) que finalmente condujo a un breve experimento verdaderamente democrático que permitió, en 1947, a través de las primeras elecciones libres en la historia de Venezuela (es decir, mediante el ejercicio del sufragio universal, directo y secreto) que el educador y escritor Rómulo Gallegos se convirtiera en el presidente de la república; cargo en el que se mantuvo por escasos once meses hasta que el malestar de los militares determinó su sustitución. Tras su derrocamiento, en noviembre de 1947, una junta militar que con el tiempo terminaría siendo encabezada por Marcos Pérez Jiménez se instalará en el poder hasta enero de 1958. Como muestra de que las huellas de esos tiempos y de esos estigmas no han dejado de cohabitar en el imaginario cultural, literario y poético venezolano podríamos hacer alusión a un poema titulado “Una fotografía de 1948” del poeta Eugenio Montejo, incluido en un libro llamado Partitura de la cigarra, publicado en España en 1999, en los linderos de un nuevo milenio, quizás como signo premonitorio de lo que vendría. En ese poema, tal vez el único en el que podemos hallar un referente sobre la política venezolana en toda la obra de Montejo, se dice:
Amarillos maizales de la casa
frontera al río de enormes piedras.
Blasina adolescente con dos amigas
cuyos nombres olvido. ¡Cuántos verdores
y ebrios aromas de espesos yerbazales!…
Mi ceño ostenta el tácito reproche
de quien desdeña aquel país agrario
que no termina de enterrar a Gómez.
Para luego añadir:
De pronto un click me borra cincuenta años.
Ya Blasina no finge entre mohínes
morderse los cabellos
y del denso maizal nadie retiene
un solo grano.
Queda el mismo país siempre soleado,
de feraces paisajes, veloz música
minas, planicies, petróleo,
país de amada sangre en nuestras venas,
que no termina de enterrar a Gómez.
El poema se construye sobre la plasmación de dos instantes en la historia del país, recogidos verbalmente como écfrasis de una imagen fotográfica del mismo año en que tras el derrocamiento de Gallegos se instaura una nueva dictadura y su posterior contraste con la Venezuela percibida y vivida a finales del siglo XX. Un país que en lugar de agrario se convirtió en beneficiario de una ingente renta petrolera y minera, pero que en lo sustantivo no dejó de ser ese país “siempre asoleado”, esa misma “Tierra de tanta luz… y tanto absurdo” como en el poema “Epístola”, anteriormente comentado, dijera Pérez Bonalde. Un país que a los largo de sus días no ha sido capaz de desprenderse de la tentación militarista y que por tanto “no termina de enterrar a Gómez”. La insistencia en este verso que se inscribe en el poema como sostén y estribillo demarca con precisión dos momentos políticos de la nación: la de esa primera imagen, en 1948, año en que se inicia la dictadura perezjimenista, y la del presente del poema, develado tras el “click”, cincuenta después, en 1998, año en que se inicia la era chavista en Venezuela, tras el triunfo electoral que le dio acceso a la presidencia de la república al hoy llamado Comandante Supremo y Eterno, Hugo Chávez Frías.
II
En ese medio siglo comprendido entre 1948 y 1998 se suceden dos etapas políticas claramente diferenciadas, la primera, entre 1948 y 1957, será una dictadura militar, llamada desarrollista, amparada por la alianza con el empresariado del país, las potencias extranjeras y las trasnacionales petroleras. En este período, bajo la promoción del concepto del Nuevo Ideal Nacional el país sufrirá grandes e importantes transformaciones en lo que se refiere a sus infraestructuras, en desmedro del gozo de las libertades públicas, las cuales estarán confinadas bajo la custodia de un severo régimen censor y represivo, poblador de cárceles y campos de concentración, donde los presos políticos fueron sometidos a las más abominables formas de tortura y crueldad. La segunda etapa se iniciará en 1958, tras el derrocamiento de tan nefasto régimen, y constituirá una época completamente inédita en la historia de Venezuela. Será el inicio del lapso de mayor estabilidad democrática desde su origen como república. Un período en que por primera vez, desde 1830, por 40 años continuos el país estará gobernado por civiles no serviles a caudillos militares. Hasta ese momento, de 127 años de vida republicana el país había estado gobernado por militares o presidentes “títeres” impuestos por éstos durante, al menos, 122 de ellos. Sin embargo el inicio de este nuevo proceso tampoco fue fácil. Muchos de los que padecieron la dictadura de Pérez Jiménez y la enfrentaron desde la resistencia se sintieron traicionados por los dirigentes políticos (sobre todo por Rómulo Betancourt[2]) que determinaron el rumbo del país al iniciarse esta nueva era. Muchos encontraron mayores ilusiones y esperanzas en el camino que se trazaba desde la experiencia victoriosa y armada de la Revolución Cubana, que había triunfado en enero de 1959, antes que en la instauración de una democracia liberal, alternativa y representativa. Las tensiones resultantes de esta situación provocaron el enfrentamiento entre Betancourt y Fidel Castro, y tuvieron como consecuencia el rompimiento de las relaciones diplomáticas entre Venezuela y Cuba. Ello conllevó el inicio de la guerrilla armada en Venezuela, promovida desde la Habana, la cual durante toda la década de los 60 intentó infructuosamente alcanzar el poder por vías violentas. Dentro de este ambiente convulso varios grupos de intelectuales, escritores, poetas y artistas tomaron posiciones dentro del amplio ámbito de las izquierdas, en relación con la difícil circunstancia política y social vivida por el país. En un extremo se encontraban aquellos que apoyaban la lucha armada como única vía de cambios y en el otro los que confiaban en la vía democrática y pacífica como legítima alternativa para alcanzar mayores grados de civilidad, progreso, igualdad y justicia social. Toda suerte de reacomodos, cuestionamientos, desilusiones y reajustes de posiciones se darán en el camino. Un poema que con el paso del tiempo se ha hecho representativo de ese proceso es el titulado “Derrota”, del poeta Rafael Cadenas (Ganador del Premio de la FIL en Literatura en Lenguas Romances 2009), quien había sido un militante del Partido Comunista y había sufrido cárcel y un exilio de cinco años en la isla de Trinidad durante la dictadura de perezjimenista. Cadenas en ese poema, en una larga secuencia de versos acumulativos y enumerativos, trenza la semblanza de un sujeto desprovisto de personalidad, carente de autoestima, objeto de escarnio y de burla; un ser que se insiste derrotado (para algunos como alegoría de la derrota de la misma guerrilla) pero que irónicamente, desde un disimulado orgullo, finalmente se burla de los otros al hacerlo de sí mismo. Leamos algunos de los versos de este poema:
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
(…)
que he recibido favores sin dar nada a cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma
que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy del FALN y me desespero por todas estas cosas
[y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
(…)
que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme,
[barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío una frescura
[nueva , y obstinadamente me suicidio al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros
[y de mí hasta el día del juicio final.
Cadenas publicó este texto en 1963, en un periódico del interior del país, dirigido por Luis Miquelena, quien muchos años después se convertiría en el principal mentor de Hugo Chávez, al salir éste de la cárcel luego de los dos intentos de golpe de estado que promovió en 1992. Miquelena fue quien convenció a Chávez de intentar llegar al poder por la vía electoral, fórmula en la que el Teniente Coronel no creía, por considerarla una farsa y una forma de seguir haciéndole el juego al sistema. La historia parece que lo desmintió. En cualquier caso, viendo desde ahora, a la distancia, aquel clima convulso de la década del 60, podríamos afirmar que el poema “Derrota” de Cadenas ha adquirido con el tiempo una cualidad emblemática, a expensas de la valoración que el mismo poeta pueda tener hoy en día de ese texto, por ser expresión de un momento particularmente álgido en la vida venezolana, en la cual se gestó y tuvo lugar el proceso de pacificación que permitió hacia finales de esa década integrarse a la escena política, dentro de canales democráticos, a las agrupaciones rebeldes que habían venido actuado desde la insurgencia guerrillera. En este período, además, por primera vez en la historia venezolana, el estado tomará la iniciativa de darle relevancia a la cultura como factor de integración de los diversos valores y procesos creativos del país, mediante la constitución del INCIBA (Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes), en 1965. De ello se desprende también la creación de toda una serie de instituciones culturales y artísticas, en el ámbito nacional, en las que se fueron incorporando paulatinamente artistas, intelectuales, escritores, poetas y gestores culturales, con independencia de sus posturas ideológicas. En tal sentido podríamos afirmar que uno de los sectores protagónicos para el logro del proceso de pacificación política emprendido en aquellos años fue, como nunca antes, el cultural.
Para los que nacimos en ese paréntesis histórico que tuvo lugar entre 1958 y 1998 (en la denominada “Cuarta República” por parte del chavismo o en la llamada “República Civil”, denominación suscrita por los que se oponen al régimen que desde hace más de 15 años impera en Venezuela) la patología militarista del país era cosa superada, confinada a los aburridos manuales de historia de la educación primaria, en los que el orgullo nacional se sustentaba en las epopeyas independentistas y en el culto a los héroes de esa gesta, vistos desde una perspectiva que a las vez que los glorificaba los llenaba de pátina, dejándolos reposar como parte de episodios pasados que con el tiempo dieron paso y posibilitaron la instauración de un estado democrático y civil. Pero como siempre, de nuevo la desilusión y desesperanza comenzaron a propiciar el caldo de cultivo para revitalizar la vieja patología militarista del país. La democracia surgida en 1958, si bien en su primera época logró avances indiscutibles en materia ampliación de la cobertura educativa en todos los niveles, instauración de políticas de salud, saneamiento y erradicación de enfermedades endémicas ligadas a la insalubridad y la pobreza, una mayor dinámica social que permitió la formación de una importante clase media profesional conformada por descendientes de las clases sociales históricamente excluidas y una importante modernización del país en diversos aspectos, no combatió la imposición caudillesca de los políticos de la llamada generación del 28 (fundamentalmente Betancourt, Caldera y Carlos Andrés Pérez), estudiantes rebeldes cuando Gomez que ahora no supieron asentar el destino del país en un marco institucional verdaderamente sólido y democrático. La corrupción y el despilfarro, bajo el cobijo de la renta petrolera y la impunidad, las crecientes desigualdades surgidas a raíz del declive económico del país, la repartición de todo tipo de beneficios de acuerdo a las cuotas de poder partidistas, las frecuentes violaciones a los derechos civiles y humanos, entre muchos otros factores, lograron hacer mella en la confianza que alguna vez se tuvo en el modelo político iniciado en 1958, lo cual dio paso a una marcada desesperanza.
Todo ello nos lleva al momento actual, del cual sería insuficiente todo escrutinio si perdiéramos de vista que toda contemporaneidad es también consecuencia y derivación de hechos pretéritos; valgámonos, por tanto, de dos poemas escritos por dos importantes poetas que sufrieron durante el primer tercio del siglo XX las torturas del régimen gomecista. Acudiremos a esos dos poemas pues curiosamente en ambos, el sujeto poético se pregunta, anclado en el presente de su terrible circunstancia, por la Venezuela del año 2000. El primero de esos poemas se llama “La balada del preso insomne” y fue escrito por Leoncio Martínez, en 1920, en la cárcel de La Rotunda en Caracas; famoso depósito de presos políticos en aquellos tiempos. Martínez comienza el primer canto del poema de este modo:
Estoy pensando en exilarme,
en irme lejos de aquí
a tierra extraña donde goce
las libertades de vivir:
sobre los fueros: hombre-humano
los derechos: hombre-civil.
Por adorar mis libertades
esclavo en cadenas caí:
aquí estoy cargado de hierros,
sucio, famélico, cerril,
enchiquerado como un puerco,
hirsuto como un puerco-espín.
Harto en el día de tinieblas
asomo fuera del cubil
bien la cabeza, bien un ojo,
bien la punta de la nariz;
temeroso de un escarmiento,
encorvado, convulso, ruin,
—como ladrón que se robase
sólo el reflejo de un rubí—
por mirar brillando en el patio
el claro sol de mi país.
Como podemos ver, de nuevo el habitante de esa patria absurda y asoleada –recordando nuevamente a Pérez Bonalde- imagina desde las penumbras de su calabozo un país donde sean posibles las libertades de la vida civil, aunque sea en tierra extraña, dada la imposibilidad de obtenerlas en su propio país, donde bajo ese sol alumbran “torvas miserias,/venganzas crueles, odio vil/y un dolor que no acaba nunca/ante otro dolor por venir…”. Dada esa trágica realidad, el exilio se plantea como un deseo que no deja de ser otra forma de condena, pues es una alternativa que confina al sujeto al enajenamiento de su propia lengua y a recordar a los suyos desde la contemplación del paisaje ajeno. Así lo dice en el segundo canto del poema:
Hablaré mal en otro idioma,
comeré bien otros menús,
y alguna tarde arrellanado
en mi sillón de marroquín,
viendo a través de los cristales
un cielo de invierno muy gris,
pensaré en los muertos amados,
en los amigos que perdí,
en aquella a quien quise tanto
con la vesania juvenil
de cuando iluminó mis sueños
el claro sol de mi país!
En el penúltimo canto el hablante poético imagina a sus nietos contemplando su tumba en las vísperas del actual milenio, lamentándose del destino que le tocó vivir lejos de su patria:
Y ya muchos años más tarde,
muy cerca del año 2000,
mis nietos releyendo las fechas
de mi muerte y cuando nací,
repetirán lo que a sus padres
cien veces oyeron decir:
—¡y le darán cierta importancia!—
“el abuelo no era de aquí”,
“el abuelo era un exilado”,
“el abuelo era un infeliz”,
“el abuelo no tuvo patria”,
“no tuvo patria…” ¡Y ellos sí!
El poema concluye, con el motivo reiterado de ese sol del país, convertido en suerte de atributo patrio y añoranza, de recordatorio de la existencia de una pertenencia esencial a la cual no se quiere renunciar y más aún, se intenta imaginar en el momento en que con ella –con esa luz- convivan las libertades de las que no pudo disfrutar. En la pregunta se anida la esperanza de que en esa tierra asoleada, en el país futuro, cercano al siglo XXI, se haya construido otra sociedad más justa y amable de la que le tocó vivir. Por eso dice: “¡Ay, quién sabe si para entonces,/ya cerca del año 2000,/esté alumbrando libertades/el claro sol de mi país!”
III
Como hemos comentado ya, a Rafael Cadenas le tocó vivir prisión y exilio, a causa de su militancia comunista, durante la dictadura perezjimenista. Hoy en día, su diagnóstico sobre la situación venezolana, lo ha llevado a afirmar lo siguiente: “Vivo en un segundo exilio dentro de mi país, junto con otros siete millones de venezolanos. Para el régimen, no existimos”[3]. Esta aseveración da cuenta de una realidad inobjetable en la Venezuela de hoy, particularmente, en lo que toca al propósito de estas notas, en el campo de la creación artística; me refiero a la práctica sistemática del sectarismo político y la exclusión en el campo cultural, en contradicción con la propaganda de un régimen que se dice inclusivo y que en la contratapa de los libros de una de las más importantes editoriales del estado, Monte Ávila Editores Latinoamericana, se jacta del lema: “Ahora Venezuela es de todos”. Basta con revisar, durante los últimos 15 años, la lista de premios nacionales de literatura o de periodismo; de los poetas venezolanos que asisten a los festivales Internacionales, financiados y promovidos por el régimen; los catálogos de las editoriales del estado venezolano; la programación de los espacios culturales de los muchos canales de televisión oficiales, y un largo etcétera que se haría harto tedioso considerar en estas líneas. En el caso de la poesía, la división del país ha afectado, hasta el extremo, la mínima posibilidad de diálogo o convivencia. Pareciera que de modo infranqueable, tras una perniciosa dinámica que se impuso hace ya varios años y que ha terminado instaurándose hasta con cierta naturalidad, todos los espacios culturales han sido arrebatados por la exclusión, la mutua exclusión y la autoexclusión; en definitiva por la mutua invisibilidad. Si bien, como dijimos, a partir de los años 60 el estado venezolano tomó la decisión de otorgarle a la cultura un papel importante como área de atención dentro las políticas públicas, lo cual posibilitó la participación de actores de dicho sector en diversas instituciones del ámbito cultural, sin cuestionamiento de sus posiciones ideológicas, a partir del ascenso de Chávez al poder, y en forma progresiva, los programas fomentados por el gobierno han excluido, específicamente –entre otros- en el campo literario, a los escritores y poetas no afines con el régimen. De hecho hoy en día podemos hablar de dos países literarios, como una de las varias versiones de esa trágica dualidad. Ello ha traído también como consecuencia la conformación de espacios culturales, artísticos o editoriales, por mencionar algunos, que ya no voltean hacia las instancias gubernamentales para procurarse recursos económicos que les permitan existir. Eso ha obligado, como efecto saludable de una causa perniciosa, a explorar alternativas que desde la irrupción de la Venezuela de la democracia petrolera habían quedado relegadas, dada la presencia del estado proveedor que terminó también cobijando y monopolizando todas las expresiones e iniciativas culturales del país. Eso hizo que lo que está sucediendo ahora, que tres poetas venezolanos[4] puedan asistir a la Feria de Guadalajara apoyados por una editorial independiente, como lo es Lugar Común, con ausencia de cualquier financiamiento del gobierno, sea posible. Para bien o para mal, digamos que la realidad presente ha obligado a buscar formas alternas de sobrevivencia, a la par que en el otro país, casi en exclusiva, los acólitos confesos y leales son los únicos beneficiarios del apoyo económico brindado por el régimen. Son ellos los que le concedieron, postmortem, en el año 2013, el Premio Nacional de Periodismo a Hugo Chávez; son ellos (con frecuencia también, consentidos aduladores de primer orden de regímenes anteriores) los que en los festivales internacionales de poesía afirman sin titubeos que Hugo Chávez es “el gran poeta de Venezuela”; son ellos los que no pierden ocasión de escribirle versos al Comandante Supremo y Eterno; son ellos, los que acuden a su tumba a recitárselos; son ellos los que afirman, al inaugurar un festival internacional de lectura, que en Venezuela “si todos somos Chávez, todos tenemos que ser lectores”, de modo que al tradicional lema del encuentro, “¡Viva la lectura!”, se le suma de ahora en adelante: “¡Viva Chávez!”
Seguramente, todo esto tenga que ver con ese exilio interno al que Rafael Cadenas se ha referido recientemente. Exilio distinto al que le tocó imaginarse, más que vivir, a Leoncio Martínez, desde la oscuridad su calabozo y también del que en efecto vivió Andrés Eloy Blanco, quien no sólo padeció las atrocidades penitenciarias del régimen gomecista, sino que después le tocó exilarse en México a la caída del gobierno Gallegos, en 1947. Como poeta, Andrés Eloy Blanco fue, sin duda, el más popular de la Venezuela del siglo XX y tal vez también del presente. Todavía sus poemas, de corte sencillo y popular, se memorizan y recitan en reuniones familiares en cualquier rincón del país. A él se debe la creación de un personaje llamado “Juan Bimba” con el que el poeta quiso caracterizar a ese venezolano del pueblo humilde, pobre y siempre excluido. En un poema titulado, precisamente, “Juan Bimba”, escrito como él mismo lo señalara: “en las bóvedas del presidio de Puerto Cabello”, lo describe de este modo:
1930: Juan Bimba
es el hombre del pueblo de Venezuela.
Se llama Pedro Ruiz,
Juan Álvarez,
Natividad Rojas,
pero se llama Juan Bimba.
Es buena persona;
puede matar pero no roba nunca.
Su malicia no es mala,
nace del mal que le han hecho
y por eso Juan Bimba lo dice todo a medias,
le echa media mirada a las cosas,
se masca su tabaco, su verdad y traga.
…
Su alegría está reglamentada
como el tráfico
y cuando se ríe de un todo
es con permiso del gobierno.
Tenía veinte caballos;
la revolución le llevó diez;
para perseguirla,
el Gobierno se llevó los otros diez;
y cuando no tuvo nada
se lo llevaron a él.
…
Cuando llega a Comisario
se quita el nombre de Juan Bimba
y va tomando grados
hasta la honradez de General.
Va por la calle y los campos
en una tierra enferma de heroísmo,
viendo estatuas,
saludando con su media sonrisa
a los generales de bronce
a los coroneles de mármol.
Hacia el final de la primera parte del poema, en la que se describen los hábitos y la personalidad de este “Juan Bimba”, se advierte una esperanza de cambios que deje atrás el culto a los héroes militares y le dé cauce a las aspiraciones de una verdadera república civil mediante el acceso a la educación y la lectura. Así lo dice:
Le hemos dicho que él es el dueño de esta tierra
y dice que no le hablen de política.
Se va acercando al libro y le acaricia el lomo,
como si temiera espantar un caballo.
Un día lo embridará; ese día
lo saludarán las estatuas.
Este deseo de transformación del país, se ratifica en la conclusión del poema, en la que se imagina a un “Juan Bimba”, hijo de una patria mestiza y abierta a la inmigración, que se ha liberado del culto a los héroes, perpetrado desde las estatuas ecuestres. Por eso termina diciendo:
2000: Juan Bimba y su primo Juan Shonfeld
van al campo.
Ríen alto; en el fondo de su risa
van a buscar los hombres las llaves de las tierras.
Vienen del gran rodeo; bajo sus largas sogas
ha caído el rebaño de caballos de bronce.
Lamentablemente esta Venezuela del siglo XXI, imaginada por Andrés Eloy Blanco, no pareciera corresponderse con las tendencias de la actual, la cual más bien se empeña en fortalecer las taras y prácticas autoritarias del caudillismo militarista y su correspondiente culto nacido en la Venezuela del Siglo XIX. De hecho, aunque sea una figura inexistente en la vigente constitución del país, el actual presidente de la república se refiere constantemente a la unión cívico- militar como la instancia superior para la formulación de políticas y toma de decisiones en el gobierno nacional. En términos discursivos, por una parte prolifera un lenguaje cargado de términos bélicos como: batalla, guerra, ofensiva, enemigo o combate; todos ellos para referirse: a unas elecciones, a la situación económica, a una opinión contraria a las ideas del régimen, a la existencia de un adversario político o a la libertad de expresión; por la otra, el país se ha habituado a una retórica performativa en la que se han instaurado como inobjetables términos que en muchos sentidos parecerían discrepar de algunas realidades observables. El régimen se atribuye la cualidad de socialista y le endilga a todo el que difiera de sus prácticas el calificativo de escuálido, derechista, apátrida, lacayo del imperio y fascista. Resulta curioso, por decir lo menos, pensar que un socialista en campaña electoral (aunque para el momento Hugo Chávez Frías nunca había usado ese término –el de socialista- ni tampoco el de la pretendida revolución) no sólo le haya dispensado a Marcos Pérez Jiménez una cordial y amistosa visita sino que luego, ya instalado en el poder, se haya referido a ese monstruoso dictador como: “el mejor presidente que tuvo Venezuela en mucho tiempo”[5], tal como lo afirmó en su programa semanal Aló Presidente, número 356, realizado en el Mantecal, estado Apure, el 25 de abril de 2010. A lo cual añadió frases como la siguiente: “fue mejor que Rómulo Betancourt, mejor que toditos ellos. ¡Ah lo odiaban porque era militar! Yo fui a visitarlo allá en Madrid…a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César!” No deja de resultar curioso que Chávez no nos recordara que fue el imperialismo yanqui el mayor aliado de Pérez Jiménez durante su mandato, pero sí le reclamara a los Estados Unidos que hubiera extraditado a Pérez Jiménez a Venezuela, luego de que éste se refugiara en ese país tras ser depuesto en el suyo, lamentando además que haya estado en la cárcel acusado de corrupción. Así lo dijo: “Pérez Jiménez se fue para los Estados Unidos, los yanquis lo extraditaron porque ya tenían un acuerdo con los adecos. Lo acusaron de corrupción, lo metieron preso, estuvo varios años, como cinco años se caló Pérez Jiménez allí en la penitenciaría de los llanos, San Juan de los Morros. Después lo echaron del país y además hicieron una enmienda constitucional para impedirle que se lanzara de candidato a nada, les hubiera ganado una elección, ¡uh!”. Y ante afirmaciones como éstas uno se preguntaría ¿y es que acaso el líder del socialismo del siglo XXI no hubiera votado en esas hipotéticas elecciones por su admirado Pérez Jiménez? “Cosas veredes, amigo Sancho, que farán hablar las piedras”, como diría un personaje novelesco, a quien Bolívar comparó con Jesucristo y consigo mismo y a ahora los acólitos de Chávez hacen lo propio con respecto a éste, para completar el cuarteto. De bulto pareciera que en casos así, más que responder a principios ideológicos, el Comandante Supremo y Eterno validaba y admiraba, sobretodo, la estirpe caudillesca y militar de este dictador, del que se podrá decir todo menos que no fuera un criminal, que no fuera un corrupto o que simpatizara con alguna modalidad del pensamiento de izquierda. Según testimonios, no fue fácil que renunciara a invitarlo a su toma de posesión en 1999. Fue la insistencia de sus aliados civiles (entre ellos Luis Miquelena, quien precisamente publicara en 1963 el poema “Derrota” de Cadenas) que habían padecido las torturas del régimen perezjimenista, así como todo tipo de prácticas de intolerancia y represión, lo que lo llevó a desistir de sus deseos de compartir nuevamente con Pérez Jiménez. No hace falta enumerar aquí las ocasiones en que reconoció su admiración por dictadores de toda estirpe, siempre hombres fuertes, cuya mayor virtud fue lograr perpetuarse en el poder, sin importar demasiado los modos de hacerlo.
En todo caso, para constatar la tendencia militarista de la Venezuela actual basta observar que, de acuerdo a estudios en especializados en esta materia, en los últimos 15 años más de 1600 militares de distintos rangos, entre activos y retirados han desempeñado y ejercen cargos de administración pública. Hoy en día en Venezuela cerca del 50% de los gobernadores y alrededor de 25% de los ministros son militares[6].
Ante tal escenario podría colegirse que lamentablemente no se han cumplido los deseos de Leoncio Martínez y Andrés Eloy Blanco, cuando imaginaron, desde las mazmorras gomecistas, que al llegar el año 2000 se haría posible un país donde el ejercicio militar estuviese siempre sujeto a la institucionalidad republicana, regida por un orden civil, donde imperara la plena independencia de los poderes públicos y en lugar del culto al caudillo de turno se propiciara el pleno respeto a las instituciones democráticas, garantes de la justicia y contrarias a todas las formas de corrupción y abusos de poder. Lamentablemente, adentrados ya tres lustros en el siglo XXI, podríamos sospechar la vigencia del poema de Montejo, pareciera que aún y con pena, seguimos siendo habitantes de un país con mucho sol y “que no termina de enterrar a Gómez”.
Notas
[1] Ricardo Becerra nació en Bogotá el 24 de octubre de 1836 y murió en Puerto España (Trinidad), el 4 de Abril de 1905, vivió 69 años. Periodista, historiador y diplomático. Llegó a Venezuela en 1865 como Cónsul General de Colombia, cargo que ejerció por poco tiempo (pues sus Cartas Credenciales no le llegaron a tiempo.) Frisaba los 29 años cuando se incorporó a la vida venezolana. Para el 12 de marzo de 1866, se encarga de la redacción del diario caraqueño El Federalista (fundado en 1863, por Felipe Larrazábal). Desde las columnas de tan prestigioso diario, Becerra se dedicó a discernir sobre la crítica realidad política, económica y moral por cuya virtud se hallaba postrada la nación y entrabadas sus posibles soluciones. En “1869 se enfrenta a Guzmán Blanco y éste en represalia en 1870 cuando regresa al país como jefe de la ‘Revolución de Abril’, ordenó tomar como botín de guerra la imprenta de El Federalista y detener a su director, pero éste ya se había embarcado en La Guaira para el exterior” (20).
[2] Celebre es el caso del poemario ¿Duerme usted, señor presidente?, publicado por el poeta Caupolicán Ovalles, en Caracas , en las ediciones de El Techo de la Ballena, en 1962. Este libro, en el que se ataca furiosamente y con absoluto sarcasmo a la figura de Rómulo Betancourt, quien fuera presidente en esos años, fue confiscado por la policía y le costó el exilio a su autor y la cárcel a su prologuista, Adriano González León.
[3] http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/130617/rafael-cadenas-dara-recital-en-barcelona
[4] Los otros dos fueron: Igor Barreto y Alejandro Castro
[5] http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/130123/segun-chavez-perez-jimenez-fue-el-mejor-presidente-de-venezuela
https://www.youtube.com/watch?v=AakRGbodUmk [1:52:48 min. -1:57-45 min.]
[6] Ver artículo de Oswaldo Barreto. “Civiles y militares”. Tal cual (20 de mayo de 2014). http://www.talcualdigital.com/Nota/visor.aspx?id=103067&tpCont=1
Bibliografía
Blanco, Andrés Eloy. Baedeker 2000. Caracas: Ed. Cordillera, 1960.
Cadenas, Rafael. Obra Entera. Prosa y poesía (1958-1995). México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Carrillo Batalla, Tomás E. El pensamiento económico de Ricardo Becerra. Tomo I. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 2006.
Gallegos, Rómulo. Una posición en la vida. México: Ed. Humanismo, 1954.
Martínez, Leoncio. Poesías. Caracas: Editorial Impresos Unidos, 1944.
Montejo, Eugenio. Partitura de la cigarra. Madrid: Pre-textos, 1999.
Pérez Bonalde, Juan Antonio. Poesías y traducciones (recopilación). Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación Nacional: 1947.
Picón Salas, Mariano. Suma de Venezuela. Caracas: Editorial Doña Bárbara, 1966.
Perea, Alberto Enríquez. “José Vasconcelos y Carlos Pellicer, en las jornadas educativas y políticas (1920-1924).” Tiempo Laberinto: 23-28.
Silva Bauregard, Paulette. Una vasta morada de enmascarados. Caracas: Casa de Bello, 1993.
Sanoja Hernández. Jesús. Prólogo. Memorias de un venezolano de la decadencia. Tomo I. Caracas: Biblioteca Ayacucho: VII-XX.
Vallenilla Lanz, Laureano. Cesarismo democrático y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1991.
[Tomado de http://prodavinci.com/2015/03/29/actualidad/la-poesia-y-el-militarismo-en-venezuela-por-arturo-gutierrez-plaza.]
I
"Que le pague Galileo”, esa fue la orden impartida al jurado de un certamen poético, cuyo tema era “el Poder y la Gloria”. El autor del dictamen fue el “El Ilustre Americano”, el general Antonio Guzmán Blanco, caudillo militar y bolivariano, que entre 1870 y 1888 ejerció en tres ocasiones la Presidencia de Venezuela, bajo una fuerte hegemonía autoritaria y megalómana. La víctima de tal determinación fue el celebrado poeta venezolano del siglo XIX, hoy en día casi completamente olvidado, Francisco Guaicaipuro Pardo, quien tal vez por lo que inocentemente podríamos calificar como “un error de interpretación” participó en el mencionado concurso con un poema dedicado a Galileo Galilei y no al caudillo presidente, como era de esperarse. Obviamente, Pardo nunca pudo hacer efectivo su premio (Silva Bauregard 45). Por su parte, el más importante poeta venezolano de la segunda mitad del siglo XIX, Juan Antonio Pérez Bonalde, perseguido por las mismas circunstancias políticas en tanto opositor al régimen guzmancista, tuvo que exiliarse y pasar buena parte del resto de su vida, hasta poco antes de fallecer, fuera de ese terruño natal tantas veces invocado en su poesía. No está de más recordar que en el mismo libro en el que Pérez Bonalde incluye su célebre poema “Vuelta al Patria”, Estrofas, publicado en New York en 1877 (luego de una corta estancia en Venezuela el año anterior) hay al menos tres poemas en los que se hace clara alusión a Guzmán Blanco: el soneto “A un tirano” que concluye con el siguiente terceto: “¡Atrás, profanador! La frente impía/Ve en el lodo a ocultar de tu conciencia,/Y no avergüences más la patria mía!”; otro soneto titulado “Tienen razón”, dedicado justamente “A un tirano” donde encontramos versos como los siguientes: “’Oprimir a mi patria’: esa es tu gloria,/ ‘Egoísmo y codicia’: ese es tu lema/’Vergüenza y deshonor : esa es tu historia’;//Por eso aún en su infortunio recio,/Ya el pueblo no te lanza su anatema…/Él te escupe a la cara su desprecio!”; y uno más extenso, titulado “Epístola”, conformado por 29 tercetos endecasílabos encadenados, en el que con marcada ironía se dirige al “buen Ricardo” (en alusión a Ricardo Becerra, “redactor del El Federalista ”, a quien dedica el poema[1]) para echarle “una fuerte reprimenda” por su carencia de sentido de realidad, al atreverse a exponer en su periódico asuntos ajenos a los intereses de la autocracia de Guzmán Blanco, en lugar de actuar como sería lo esperado, como un servil adulador. Leamos algunas estrofas del poema:
¿Cómo te has atrevido, buen Ricardo,
A hablar aquí de unión y de progreso?
¿No ves que eso es pedir rosas al cardo?
Dime ¿has perdido por ventura el seso,
Que te pones a hablar de garantías
Y de cuestiones otras de gran peso?
…
Perdona que te diga sin recelo
Que vas desorientado en tu camino
Y que te engaña tu ferviente celo.
Deja a un lado la patria y su destino;
Para un instante el curso de tu pluma
Y escúchame, inocente granadino:
¿Quieres llegar a la grandeza suma?
Quieres verte flotando en los honores
Como en el mar la delicada espuma!
¿Quieres que lluevan sobre ti las flores
Y, abriendo un palmo de admirada boca,
Te miren Generales y Doctores?
…
Pues nada más sencillo y practicable:
Predica la discordia y la anarquía
Y dí que toda unión es detestable
Llama al contrario en opinión, pantera,
Canalla, torpe, vándalo, villano…
En fin, ya tú conoces la manera.
…
En fin, rebuzna con ardiente fiebre,
Cual rebuzna, creyéndose un artista,
Pacífico jumento en su pesebre,
Que no de otra manera a periodista
Ha podido llegar tanto palurdo,
Ni tanto saltabancos a estadista:
Perdona buen Ricardo, si te aturdo
Pintándote las cosas de mi tierra,
Tierra de tanta luz…y tanto absurdo!”
Igual suerte corrió José Martí, quien había llegado a Caracas un 20 de enero de 1881 con el deseo de impulsar una importante labor periodística y cultural que lo llevó a fundar la llamada Revista Venezolana. Publicación que también se vio frustrada y que sólo alcanzó a ver dos números, pues un ensayo que escribió sobre el notable intelectual venezolano Cecilio Acosta, como homenaje luego de su fallecimiento, disgustó de nuevo al ilustre caudillo, lo cual determinó su expulsión de Venezuela a escasos seis meses de haber llegado a la ciudad natal de su admirado Bolívar. Exiliado en Nueva York, estrechará su amistad con Pérez Bonalde y allí escribirá el prólogo de “El poema del Niágara” del poeta venezolano, texto aquél considerado hoy en día como una suerte de manifiesto fundador del Modernismo hispanoamericano. Estos tres casos, los de Guaicaipuro Pardo, Pérez Bonalde y Martí, circunscritos al último tercio del siglo XIX venezolano, nos sirven para poner en evidencia una patología que a lo largo del grueso de la historia venezolana ha imperado, me refiero al militarismo caudillesco, sostenido siempre en prédicas revolucionarias o reivindicativas que propugnan como justificación de las imposiciones del poder militar sobre el orden civil el rescate de la patria. En estas notas trataremos de indagar en algunas de las derivaciones de esta fatalidad en relación con la conformación del campo intelectual y literario venezolano que desemboca en el presente.
No creo que sería exagerado extraer como corolario de la exploración del devenir histórico venezolano la certificación de la frecuencia con que ante esta penosa realidad se han impuesto innumerables espejismos en el camino, los cuales siempre han sabido seducir al sediento caminante de ese desierto de experiencias cívicas, que querámoslo o no ha constituido predominantemente el paisaje político de Venezuela. Hacia finales del primer decenio del siglo XX, Rómulo Gallegos fundó junto con un grupo de jóvenes de su generación una revista llamada justamente “La Alborada”, como órgano de promoción de las ideas de renovación y esperanza con que esos jóvenes veían el futuro, luego de hacer el diagnóstico de los males que desde el origen de la nación habían imposibilitado el asentamiento de instituciones verdaderamente democráticas y cívicas. En un artículo titulado “Hombres y principios”, publicado en el primer número de la revista, el 31 de enero de 1909, poco después del desalojo de Cipriano Castro del poder por parte de su compadre Juan Vicente Gómez, Gallegos afirmaba: “Hombres ha habido y no principios, desde el alba de la república hasta nuestros tiempos; he aquí la causa de nuestros males. A cada esperanza ha sucedido un fracaso y un caudillo más en cada fracaso y un principio menos en la conciencia social” (Una posición 11). A la vista del tiempo, resulta curioso constatar cómo estos jóvenes vieron encarnada, en ese momento, en la figura del general Juan Vicente Gómez una esperanza de cambios, sin imaginar que en realidad se trataba del inicio de la más prolongada y brutal dictadura militar de las muchas que ha vivido Venezuela. En realidad, la ilusión duró muy poco y lo que comenzaron a proliferar fueron las atrocidades autoritarias de ese régimen, que llevó a los calabozos a un importante grupo de escritores y poetas a lo largo de los 27 años en los que el llamado Benemérito, Juan Vicente Gómez, se mantuvo en el poder, rodeado de aduladores intelectuales y escritores que bajo la égida del pensamiento positivista justificaron y defendieron la permanencia de Gómez al frente del país, apoyados en la tesis del “gendarme necesario”, doctrina según la cual, en palabras del máximo ideólogo del régimen gomecista, Laureano Vallenilla Lánz: “en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino que se imponen” (Cesarismo 94), pues en ellas el caudillo representa la “única fuerza de conservación social” (94). Era, además, el inicio de una Venezuela, en la que dicho en palabras de Jesús Sanoja Hernández, “el petróleo se revelaría como el maná de la dictadura” (Memorias XVIII). Infinidad de testimonios literarios han dado cuenta de la crueldad con la que el régimen de Gómez mantuvo subyugado a todo un país, con la complacencia de grupos intelectuales y económicos nativos y foráneos. No faltaron, por supuesto, los aduladores del momento, como el por entonces afamado poeta español, cultor modernista, Francisco Villaespesa, quien no dudo en comparar la grandeza de Bolívar con la de Juan Vicente Gómez. Pero además de los inevitables adláteres y de los poetas arrojados a los confines de las mazmorras, hubo otros que desde el exterior levantaron su voz en reclamo por las inhumanidades perpetradas por Gómez. Tales fueron los casos de dos mexicanos: José Vasconcelos y Carlos Pellicer. El primero de ellos, siendo rector de la UNAM, en un discurso en 1920 invitó a los estudiantes mexicanos a solidarizarse con la causa de los venezolanos, a la vez que caracterizó, sin titubeos, la semblanza del tirano que regía los destinos de Venezuela, calificándolo como: “el último de los tiranos de la América española, el más monstruoso, el más repugnante y el más despreciable de todos los déspotas que ha producido nuestra infortunada estirpe (…) es un cerdo humano que deshonra nuestra raza y deshonra a la humanidad” (Perea 24); a lo cual añadió: “no debemos olvidar que en las prisiones de Venezuela agonizan centenares de hermanos nuestros, habiéndose dado el caso de que muera un preso, atado a otro con remaches de hierro, sin que el cadáver fuera separado de la pierna del vivo durante quince días” (24). Poco tiempo después del discurso del rector de la UNAM, un estudiante de 20 años, el joven poeta Carlos Pellicer, decidió apedrear las ventanas de la embajada de Venezuela, exigiendo la libertad de los estudiantes venezolanos presos. Asimismo escribió una misiva al presidente de la Federación de los Estudiantes de México, describiendo la situación venezolana como “una de las más vergonzosas” (Perea 25) de la historia de América, a la vez que recordaba el hecho, tal vez paradójico, de que ese país hubiera producido a Simón Bolívar -en sus palabras- “el hombre más extraordinario de toda América y uno de los genios mayores de la humanidad” (25).
Entre la intelectualidad venezolana es muy conocido el siguiente juicio de Mariano Picón Salas: “Muchos de los malos sueños y la frustración del país, se fueron a enterrar también aquel día de diciembre de 1935 en que se condujo al cementerio, no lejos de sus vacas y de los árboles y la yerba de sus potreros, a Juan Vicente Gómez (…) Podemos decir que con el final de la dictadura gomecista comienza apenas el siglo XX en Venezuela. Comienza con treinta y cinco años de retardo” (Suma 21-2). Esta afirmación escondía implícita, también, la rememoración de lo que en su oportunidad fue una esperanza, un deseo renovado de iniciar un camino que llevara a la concreción de la institucionalidad democrática, al igual que lo hiciera Gallegos a poco de iniciado el siglo XX, justamente a la llegada de Gómez. Sin embargo, la ilusión de nuevo se diluyó prontamente. La dinastía andina continuaría en el poder, con dos militares del séquito gomecista, Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, quienes se plantearon recorrer una ruta de transición en la que progresivamente se concedieran algunas libertades democráticas confiscadas por el régimen de Gómez. Sin embargo, la impaciencia ante la lentitud de los cambios, así como los siempre inmoderados deseos por anunciar rupturas y revoluciones, en este caso desde las filas militares en alianza con fuerzas civiles de los partidos políticos hasta poco antes perseguidos, dio paso a un nuevo golpe de estado, que llevó a un trienio cívico militar (llamado “revolución” por sus partidarios) que finalmente condujo a un breve experimento verdaderamente democrático que permitió, en 1947, a través de las primeras elecciones libres en la historia de Venezuela (es decir, mediante el ejercicio del sufragio universal, directo y secreto) que el educador y escritor Rómulo Gallegos se convirtiera en el presidente de la república; cargo en el que se mantuvo por escasos once meses hasta que el malestar de los militares determinó su sustitución. Tras su derrocamiento, en noviembre de 1947, una junta militar que con el tiempo terminaría siendo encabezada por Marcos Pérez Jiménez se instalará en el poder hasta enero de 1958. Como muestra de que las huellas de esos tiempos y de esos estigmas no han dejado de cohabitar en el imaginario cultural, literario y poético venezolano podríamos hacer alusión a un poema titulado “Una fotografía de 1948” del poeta Eugenio Montejo, incluido en un libro llamado Partitura de la cigarra, publicado en España en 1999, en los linderos de un nuevo milenio, quizás como signo premonitorio de lo que vendría. En ese poema, tal vez el único en el que podemos hallar un referente sobre la política venezolana en toda la obra de Montejo, se dice:
Amarillos maizales de la casa
frontera al río de enormes piedras.
Blasina adolescente con dos amigas
cuyos nombres olvido. ¡Cuántos verdores
y ebrios aromas de espesos yerbazales!…
Mi ceño ostenta el tácito reproche
de quien desdeña aquel país agrario
que no termina de enterrar a Gómez.
Para luego añadir:
De pronto un click me borra cincuenta años.
Ya Blasina no finge entre mohínes
morderse los cabellos
y del denso maizal nadie retiene
un solo grano.
Queda el mismo país siempre soleado,
de feraces paisajes, veloz música
minas, planicies, petróleo,
país de amada sangre en nuestras venas,
que no termina de enterrar a Gómez.
El poema se construye sobre la plasmación de dos instantes en la historia del país, recogidos verbalmente como écfrasis de una imagen fotográfica del mismo año en que tras el derrocamiento de Gallegos se instaura una nueva dictadura y su posterior contraste con la Venezuela percibida y vivida a finales del siglo XX. Un país que en lugar de agrario se convirtió en beneficiario de una ingente renta petrolera y minera, pero que en lo sustantivo no dejó de ser ese país “siempre asoleado”, esa misma “Tierra de tanta luz… y tanto absurdo” como en el poema “Epístola”, anteriormente comentado, dijera Pérez Bonalde. Un país que a los largo de sus días no ha sido capaz de desprenderse de la tentación militarista y que por tanto “no termina de enterrar a Gómez”. La insistencia en este verso que se inscribe en el poema como sostén y estribillo demarca con precisión dos momentos políticos de la nación: la de esa primera imagen, en 1948, año en que se inicia la dictadura perezjimenista, y la del presente del poema, develado tras el “click”, cincuenta después, en 1998, año en que se inicia la era chavista en Venezuela, tras el triunfo electoral que le dio acceso a la presidencia de la república al hoy llamado Comandante Supremo y Eterno, Hugo Chávez Frías.
II
En ese medio siglo comprendido entre 1948 y 1998 se suceden dos etapas políticas claramente diferenciadas, la primera, entre 1948 y 1957, será una dictadura militar, llamada desarrollista, amparada por la alianza con el empresariado del país, las potencias extranjeras y las trasnacionales petroleras. En este período, bajo la promoción del concepto del Nuevo Ideal Nacional el país sufrirá grandes e importantes transformaciones en lo que se refiere a sus infraestructuras, en desmedro del gozo de las libertades públicas, las cuales estarán confinadas bajo la custodia de un severo régimen censor y represivo, poblador de cárceles y campos de concentración, donde los presos políticos fueron sometidos a las más abominables formas de tortura y crueldad. La segunda etapa se iniciará en 1958, tras el derrocamiento de tan nefasto régimen, y constituirá una época completamente inédita en la historia de Venezuela. Será el inicio del lapso de mayor estabilidad democrática desde su origen como república. Un período en que por primera vez, desde 1830, por 40 años continuos el país estará gobernado por civiles no serviles a caudillos militares. Hasta ese momento, de 127 años de vida republicana el país había estado gobernado por militares o presidentes “títeres” impuestos por éstos durante, al menos, 122 de ellos. Sin embargo el inicio de este nuevo proceso tampoco fue fácil. Muchos de los que padecieron la dictadura de Pérez Jiménez y la enfrentaron desde la resistencia se sintieron traicionados por los dirigentes políticos (sobre todo por Rómulo Betancourt[2]) que determinaron el rumbo del país al iniciarse esta nueva era. Muchos encontraron mayores ilusiones y esperanzas en el camino que se trazaba desde la experiencia victoriosa y armada de la Revolución Cubana, que había triunfado en enero de 1959, antes que en la instauración de una democracia liberal, alternativa y representativa. Las tensiones resultantes de esta situación provocaron el enfrentamiento entre Betancourt y Fidel Castro, y tuvieron como consecuencia el rompimiento de las relaciones diplomáticas entre Venezuela y Cuba. Ello conllevó el inicio de la guerrilla armada en Venezuela, promovida desde la Habana, la cual durante toda la década de los 60 intentó infructuosamente alcanzar el poder por vías violentas. Dentro de este ambiente convulso varios grupos de intelectuales, escritores, poetas y artistas tomaron posiciones dentro del amplio ámbito de las izquierdas, en relación con la difícil circunstancia política y social vivida por el país. En un extremo se encontraban aquellos que apoyaban la lucha armada como única vía de cambios y en el otro los que confiaban en la vía democrática y pacífica como legítima alternativa para alcanzar mayores grados de civilidad, progreso, igualdad y justicia social. Toda suerte de reacomodos, cuestionamientos, desilusiones y reajustes de posiciones se darán en el camino. Un poema que con el paso del tiempo se ha hecho representativo de ese proceso es el titulado “Derrota”, del poeta Rafael Cadenas (Ganador del Premio de la FIL en Literatura en Lenguas Romances 2009), quien había sido un militante del Partido Comunista y había sufrido cárcel y un exilio de cinco años en la isla de Trinidad durante la dictadura de perezjimenista. Cadenas en ese poema, en una larga secuencia de versos acumulativos y enumerativos, trenza la semblanza de un sujeto desprovisto de personalidad, carente de autoestima, objeto de escarnio y de burla; un ser que se insiste derrotado (para algunos como alegoría de la derrota de la misma guerrilla) pero que irónicamente, desde un disimulado orgullo, finalmente se burla de los otros al hacerlo de sí mismo. Leamos algunos de los versos de este poema:
Yo que no he tenido nunca un oficio
que ante todo competidor me he sentido débil
que perdí los mejores títulos para la vida
que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución)
(…)
que he recibido favores sin dar nada a cambio
que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma
que me dejo llevar por los otros
que no tengo personalidad ni quiero tenerla
que todo el día tapo mi rebelión
que no me he ido a las guerrillas
que no he hecho nada por mi pueblo
que no soy del FALN y me desespero por todas estas cosas
[y por otras cuya enumeración sería interminable
que no puedo salir de mi prisión
(…)
que no encuentro mi cuerpo
que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme,
[barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío una frescura
[nueva , y obstinadamente me suicidio al alcance de la mano
me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros
[y de mí hasta el día del juicio final.
Cadenas publicó este texto en 1963, en un periódico del interior del país, dirigido por Luis Miquelena, quien muchos años después se convertiría en el principal mentor de Hugo Chávez, al salir éste de la cárcel luego de los dos intentos de golpe de estado que promovió en 1992. Miquelena fue quien convenció a Chávez de intentar llegar al poder por la vía electoral, fórmula en la que el Teniente Coronel no creía, por considerarla una farsa y una forma de seguir haciéndole el juego al sistema. La historia parece que lo desmintió. En cualquier caso, viendo desde ahora, a la distancia, aquel clima convulso de la década del 60, podríamos afirmar que el poema “Derrota” de Cadenas ha adquirido con el tiempo una cualidad emblemática, a expensas de la valoración que el mismo poeta pueda tener hoy en día de ese texto, por ser expresión de un momento particularmente álgido en la vida venezolana, en la cual se gestó y tuvo lugar el proceso de pacificación que permitió hacia finales de esa década integrarse a la escena política, dentro de canales democráticos, a las agrupaciones rebeldes que habían venido actuado desde la insurgencia guerrillera. En este período, además, por primera vez en la historia venezolana, el estado tomará la iniciativa de darle relevancia a la cultura como factor de integración de los diversos valores y procesos creativos del país, mediante la constitución del INCIBA (Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes), en 1965. De ello se desprende también la creación de toda una serie de instituciones culturales y artísticas, en el ámbito nacional, en las que se fueron incorporando paulatinamente artistas, intelectuales, escritores, poetas y gestores culturales, con independencia de sus posturas ideológicas. En tal sentido podríamos afirmar que uno de los sectores protagónicos para el logro del proceso de pacificación política emprendido en aquellos años fue, como nunca antes, el cultural.
Para los que nacimos en ese paréntesis histórico que tuvo lugar entre 1958 y 1998 (en la denominada “Cuarta República” por parte del chavismo o en la llamada “República Civil”, denominación suscrita por los que se oponen al régimen que desde hace más de 15 años impera en Venezuela) la patología militarista del país era cosa superada, confinada a los aburridos manuales de historia de la educación primaria, en los que el orgullo nacional se sustentaba en las epopeyas independentistas y en el culto a los héroes de esa gesta, vistos desde una perspectiva que a las vez que los glorificaba los llenaba de pátina, dejándolos reposar como parte de episodios pasados que con el tiempo dieron paso y posibilitaron la instauración de un estado democrático y civil. Pero como siempre, de nuevo la desilusión y desesperanza comenzaron a propiciar el caldo de cultivo para revitalizar la vieja patología militarista del país. La democracia surgida en 1958, si bien en su primera época logró avances indiscutibles en materia ampliación de la cobertura educativa en todos los niveles, instauración de políticas de salud, saneamiento y erradicación de enfermedades endémicas ligadas a la insalubridad y la pobreza, una mayor dinámica social que permitió la formación de una importante clase media profesional conformada por descendientes de las clases sociales históricamente excluidas y una importante modernización del país en diversos aspectos, no combatió la imposición caudillesca de los políticos de la llamada generación del 28 (fundamentalmente Betancourt, Caldera y Carlos Andrés Pérez), estudiantes rebeldes cuando Gomez que ahora no supieron asentar el destino del país en un marco institucional verdaderamente sólido y democrático. La corrupción y el despilfarro, bajo el cobijo de la renta petrolera y la impunidad, las crecientes desigualdades surgidas a raíz del declive económico del país, la repartición de todo tipo de beneficios de acuerdo a las cuotas de poder partidistas, las frecuentes violaciones a los derechos civiles y humanos, entre muchos otros factores, lograron hacer mella en la confianza que alguna vez se tuvo en el modelo político iniciado en 1958, lo cual dio paso a una marcada desesperanza.
Todo ello nos lleva al momento actual, del cual sería insuficiente todo escrutinio si perdiéramos de vista que toda contemporaneidad es también consecuencia y derivación de hechos pretéritos; valgámonos, por tanto, de dos poemas escritos por dos importantes poetas que sufrieron durante el primer tercio del siglo XX las torturas del régimen gomecista. Acudiremos a esos dos poemas pues curiosamente en ambos, el sujeto poético se pregunta, anclado en el presente de su terrible circunstancia, por la Venezuela del año 2000. El primero de esos poemas se llama “La balada del preso insomne” y fue escrito por Leoncio Martínez, en 1920, en la cárcel de La Rotunda en Caracas; famoso depósito de presos políticos en aquellos tiempos. Martínez comienza el primer canto del poema de este modo:
Estoy pensando en exilarme,
en irme lejos de aquí
a tierra extraña donde goce
las libertades de vivir:
sobre los fueros: hombre-humano
los derechos: hombre-civil.
Por adorar mis libertades
esclavo en cadenas caí:
aquí estoy cargado de hierros,
sucio, famélico, cerril,
enchiquerado como un puerco,
hirsuto como un puerco-espín.
Harto en el día de tinieblas
asomo fuera del cubil
bien la cabeza, bien un ojo,
bien la punta de la nariz;
temeroso de un escarmiento,
encorvado, convulso, ruin,
—como ladrón que se robase
sólo el reflejo de un rubí—
por mirar brillando en el patio
el claro sol de mi país.
Como podemos ver, de nuevo el habitante de esa patria absurda y asoleada –recordando nuevamente a Pérez Bonalde- imagina desde las penumbras de su calabozo un país donde sean posibles las libertades de la vida civil, aunque sea en tierra extraña, dada la imposibilidad de obtenerlas en su propio país, donde bajo ese sol alumbran “torvas miserias,/venganzas crueles, odio vil/y un dolor que no acaba nunca/ante otro dolor por venir…”. Dada esa trágica realidad, el exilio se plantea como un deseo que no deja de ser otra forma de condena, pues es una alternativa que confina al sujeto al enajenamiento de su propia lengua y a recordar a los suyos desde la contemplación del paisaje ajeno. Así lo dice en el segundo canto del poema:
Hablaré mal en otro idioma,
comeré bien otros menús,
y alguna tarde arrellanado
en mi sillón de marroquín,
viendo a través de los cristales
un cielo de invierno muy gris,
pensaré en los muertos amados,
en los amigos que perdí,
en aquella a quien quise tanto
con la vesania juvenil
de cuando iluminó mis sueños
el claro sol de mi país!
En el penúltimo canto el hablante poético imagina a sus nietos contemplando su tumba en las vísperas del actual milenio, lamentándose del destino que le tocó vivir lejos de su patria:
Y ya muchos años más tarde,
muy cerca del año 2000,
mis nietos releyendo las fechas
de mi muerte y cuando nací,
repetirán lo que a sus padres
cien veces oyeron decir:
—¡y le darán cierta importancia!—
“el abuelo no era de aquí”,
“el abuelo era un exilado”,
“el abuelo era un infeliz”,
“el abuelo no tuvo patria”,
“no tuvo patria…” ¡Y ellos sí!
El poema concluye, con el motivo reiterado de ese sol del país, convertido en suerte de atributo patrio y añoranza, de recordatorio de la existencia de una pertenencia esencial a la cual no se quiere renunciar y más aún, se intenta imaginar en el momento en que con ella –con esa luz- convivan las libertades de las que no pudo disfrutar. En la pregunta se anida la esperanza de que en esa tierra asoleada, en el país futuro, cercano al siglo XXI, se haya construido otra sociedad más justa y amable de la que le tocó vivir. Por eso dice: “¡Ay, quién sabe si para entonces,/ya cerca del año 2000,/esté alumbrando libertades/el claro sol de mi país!”
III
Como hemos comentado ya, a Rafael Cadenas le tocó vivir prisión y exilio, a causa de su militancia comunista, durante la dictadura perezjimenista. Hoy en día, su diagnóstico sobre la situación venezolana, lo ha llevado a afirmar lo siguiente: “Vivo en un segundo exilio dentro de mi país, junto con otros siete millones de venezolanos. Para el régimen, no existimos”[3]. Esta aseveración da cuenta de una realidad inobjetable en la Venezuela de hoy, particularmente, en lo que toca al propósito de estas notas, en el campo de la creación artística; me refiero a la práctica sistemática del sectarismo político y la exclusión en el campo cultural, en contradicción con la propaganda de un régimen que se dice inclusivo y que en la contratapa de los libros de una de las más importantes editoriales del estado, Monte Ávila Editores Latinoamericana, se jacta del lema: “Ahora Venezuela es de todos”. Basta con revisar, durante los últimos 15 años, la lista de premios nacionales de literatura o de periodismo; de los poetas venezolanos que asisten a los festivales Internacionales, financiados y promovidos por el régimen; los catálogos de las editoriales del estado venezolano; la programación de los espacios culturales de los muchos canales de televisión oficiales, y un largo etcétera que se haría harto tedioso considerar en estas líneas. En el caso de la poesía, la división del país ha afectado, hasta el extremo, la mínima posibilidad de diálogo o convivencia. Pareciera que de modo infranqueable, tras una perniciosa dinámica que se impuso hace ya varios años y que ha terminado instaurándose hasta con cierta naturalidad, todos los espacios culturales han sido arrebatados por la exclusión, la mutua exclusión y la autoexclusión; en definitiva por la mutua invisibilidad. Si bien, como dijimos, a partir de los años 60 el estado venezolano tomó la decisión de otorgarle a la cultura un papel importante como área de atención dentro las políticas públicas, lo cual posibilitó la participación de actores de dicho sector en diversas instituciones del ámbito cultural, sin cuestionamiento de sus posiciones ideológicas, a partir del ascenso de Chávez al poder, y en forma progresiva, los programas fomentados por el gobierno han excluido, específicamente –entre otros- en el campo literario, a los escritores y poetas no afines con el régimen. De hecho hoy en día podemos hablar de dos países literarios, como una de las varias versiones de esa trágica dualidad. Ello ha traído también como consecuencia la conformación de espacios culturales, artísticos o editoriales, por mencionar algunos, que ya no voltean hacia las instancias gubernamentales para procurarse recursos económicos que les permitan existir. Eso ha obligado, como efecto saludable de una causa perniciosa, a explorar alternativas que desde la irrupción de la Venezuela de la democracia petrolera habían quedado relegadas, dada la presencia del estado proveedor que terminó también cobijando y monopolizando todas las expresiones e iniciativas culturales del país. Eso hizo que lo que está sucediendo ahora, que tres poetas venezolanos[4] puedan asistir a la Feria de Guadalajara apoyados por una editorial independiente, como lo es Lugar Común, con ausencia de cualquier financiamiento del gobierno, sea posible. Para bien o para mal, digamos que la realidad presente ha obligado a buscar formas alternas de sobrevivencia, a la par que en el otro país, casi en exclusiva, los acólitos confesos y leales son los únicos beneficiarios del apoyo económico brindado por el régimen. Son ellos los que le concedieron, postmortem, en el año 2013, el Premio Nacional de Periodismo a Hugo Chávez; son ellos (con frecuencia también, consentidos aduladores de primer orden de regímenes anteriores) los que en los festivales internacionales de poesía afirman sin titubeos que Hugo Chávez es “el gran poeta de Venezuela”; son ellos los que no pierden ocasión de escribirle versos al Comandante Supremo y Eterno; son ellos, los que acuden a su tumba a recitárselos; son ellos los que afirman, al inaugurar un festival internacional de lectura, que en Venezuela “si todos somos Chávez, todos tenemos que ser lectores”, de modo que al tradicional lema del encuentro, “¡Viva la lectura!”, se le suma de ahora en adelante: “¡Viva Chávez!”
Seguramente, todo esto tenga que ver con ese exilio interno al que Rafael Cadenas se ha referido recientemente. Exilio distinto al que le tocó imaginarse, más que vivir, a Leoncio Martínez, desde la oscuridad su calabozo y también del que en efecto vivió Andrés Eloy Blanco, quien no sólo padeció las atrocidades penitenciarias del régimen gomecista, sino que después le tocó exilarse en México a la caída del gobierno Gallegos, en 1947. Como poeta, Andrés Eloy Blanco fue, sin duda, el más popular de la Venezuela del siglo XX y tal vez también del presente. Todavía sus poemas, de corte sencillo y popular, se memorizan y recitan en reuniones familiares en cualquier rincón del país. A él se debe la creación de un personaje llamado “Juan Bimba” con el que el poeta quiso caracterizar a ese venezolano del pueblo humilde, pobre y siempre excluido. En un poema titulado, precisamente, “Juan Bimba”, escrito como él mismo lo señalara: “en las bóvedas del presidio de Puerto Cabello”, lo describe de este modo:
1930: Juan Bimba
es el hombre del pueblo de Venezuela.
Se llama Pedro Ruiz,
Juan Álvarez,
Natividad Rojas,
pero se llama Juan Bimba.
Es buena persona;
puede matar pero no roba nunca.
Su malicia no es mala,
nace del mal que le han hecho
y por eso Juan Bimba lo dice todo a medias,
le echa media mirada a las cosas,
se masca su tabaco, su verdad y traga.
…
Su alegría está reglamentada
como el tráfico
y cuando se ríe de un todo
es con permiso del gobierno.
Tenía veinte caballos;
la revolución le llevó diez;
para perseguirla,
el Gobierno se llevó los otros diez;
y cuando no tuvo nada
se lo llevaron a él.
…
Cuando llega a Comisario
se quita el nombre de Juan Bimba
y va tomando grados
hasta la honradez de General.
Va por la calle y los campos
en una tierra enferma de heroísmo,
viendo estatuas,
saludando con su media sonrisa
a los generales de bronce
a los coroneles de mármol.
Hacia el final de la primera parte del poema, en la que se describen los hábitos y la personalidad de este “Juan Bimba”, se advierte una esperanza de cambios que deje atrás el culto a los héroes militares y le dé cauce a las aspiraciones de una verdadera república civil mediante el acceso a la educación y la lectura. Así lo dice:
Le hemos dicho que él es el dueño de esta tierra
y dice que no le hablen de política.
Se va acercando al libro y le acaricia el lomo,
como si temiera espantar un caballo.
Un día lo embridará; ese día
lo saludarán las estatuas.
Este deseo de transformación del país, se ratifica en la conclusión del poema, en la que se imagina a un “Juan Bimba”, hijo de una patria mestiza y abierta a la inmigración, que se ha liberado del culto a los héroes, perpetrado desde las estatuas ecuestres. Por eso termina diciendo:
2000: Juan Bimba y su primo Juan Shonfeld
van al campo.
Ríen alto; en el fondo de su risa
van a buscar los hombres las llaves de las tierras.
Vienen del gran rodeo; bajo sus largas sogas
ha caído el rebaño de caballos de bronce.
Lamentablemente esta Venezuela del siglo XXI, imaginada por Andrés Eloy Blanco, no pareciera corresponderse con las tendencias de la actual, la cual más bien se empeña en fortalecer las taras y prácticas autoritarias del caudillismo militarista y su correspondiente culto nacido en la Venezuela del Siglo XIX. De hecho, aunque sea una figura inexistente en la vigente constitución del país, el actual presidente de la república se refiere constantemente a la unión cívico- militar como la instancia superior para la formulación de políticas y toma de decisiones en el gobierno nacional. En términos discursivos, por una parte prolifera un lenguaje cargado de términos bélicos como: batalla, guerra, ofensiva, enemigo o combate; todos ellos para referirse: a unas elecciones, a la situación económica, a una opinión contraria a las ideas del régimen, a la existencia de un adversario político o a la libertad de expresión; por la otra, el país se ha habituado a una retórica performativa en la que se han instaurado como inobjetables términos que en muchos sentidos parecerían discrepar de algunas realidades observables. El régimen se atribuye la cualidad de socialista y le endilga a todo el que difiera de sus prácticas el calificativo de escuálido, derechista, apátrida, lacayo del imperio y fascista. Resulta curioso, por decir lo menos, pensar que un socialista en campaña electoral (aunque para el momento Hugo Chávez Frías nunca había usado ese término –el de socialista- ni tampoco el de la pretendida revolución) no sólo le haya dispensado a Marcos Pérez Jiménez una cordial y amistosa visita sino que luego, ya instalado en el poder, se haya referido a ese monstruoso dictador como: “el mejor presidente que tuvo Venezuela en mucho tiempo”[5], tal como lo afirmó en su programa semanal Aló Presidente, número 356, realizado en el Mantecal, estado Apure, el 25 de abril de 2010. A lo cual añadió frases como la siguiente: “fue mejor que Rómulo Betancourt, mejor que toditos ellos. ¡Ah lo odiaban porque era militar! Yo fui a visitarlo allá en Madrid…a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César!” No deja de resultar curioso que Chávez no nos recordara que fue el imperialismo yanqui el mayor aliado de Pérez Jiménez durante su mandato, pero sí le reclamara a los Estados Unidos que hubiera extraditado a Pérez Jiménez a Venezuela, luego de que éste se refugiara en ese país tras ser depuesto en el suyo, lamentando además que haya estado en la cárcel acusado de corrupción. Así lo dijo: “Pérez Jiménez se fue para los Estados Unidos, los yanquis lo extraditaron porque ya tenían un acuerdo con los adecos. Lo acusaron de corrupción, lo metieron preso, estuvo varios años, como cinco años se caló Pérez Jiménez allí en la penitenciaría de los llanos, San Juan de los Morros. Después lo echaron del país y además hicieron una enmienda constitucional para impedirle que se lanzara de candidato a nada, les hubiera ganado una elección, ¡uh!”. Y ante afirmaciones como éstas uno se preguntaría ¿y es que acaso el líder del socialismo del siglo XXI no hubiera votado en esas hipotéticas elecciones por su admirado Pérez Jiménez? “Cosas veredes, amigo Sancho, que farán hablar las piedras”, como diría un personaje novelesco, a quien Bolívar comparó con Jesucristo y consigo mismo y a ahora los acólitos de Chávez hacen lo propio con respecto a éste, para completar el cuarteto. De bulto pareciera que en casos así, más que responder a principios ideológicos, el Comandante Supremo y Eterno validaba y admiraba, sobretodo, la estirpe caudillesca y militar de este dictador, del que se podrá decir todo menos que no fuera un criminal, que no fuera un corrupto o que simpatizara con alguna modalidad del pensamiento de izquierda. Según testimonios, no fue fácil que renunciara a invitarlo a su toma de posesión en 1999. Fue la insistencia de sus aliados civiles (entre ellos Luis Miquelena, quien precisamente publicara en 1963 el poema “Derrota” de Cadenas) que habían padecido las torturas del régimen perezjimenista, así como todo tipo de prácticas de intolerancia y represión, lo que lo llevó a desistir de sus deseos de compartir nuevamente con Pérez Jiménez. No hace falta enumerar aquí las ocasiones en que reconoció su admiración por dictadores de toda estirpe, siempre hombres fuertes, cuya mayor virtud fue lograr perpetuarse en el poder, sin importar demasiado los modos de hacerlo.
En todo caso, para constatar la tendencia militarista de la Venezuela actual basta observar que, de acuerdo a estudios en especializados en esta materia, en los últimos 15 años más de 1600 militares de distintos rangos, entre activos y retirados han desempeñado y ejercen cargos de administración pública. Hoy en día en Venezuela cerca del 50% de los gobernadores y alrededor de 25% de los ministros son militares[6].
Ante tal escenario podría colegirse que lamentablemente no se han cumplido los deseos de Leoncio Martínez y Andrés Eloy Blanco, cuando imaginaron, desde las mazmorras gomecistas, que al llegar el año 2000 se haría posible un país donde el ejercicio militar estuviese siempre sujeto a la institucionalidad republicana, regida por un orden civil, donde imperara la plena independencia de los poderes públicos y en lugar del culto al caudillo de turno se propiciara el pleno respeto a las instituciones democráticas, garantes de la justicia y contrarias a todas las formas de corrupción y abusos de poder. Lamentablemente, adentrados ya tres lustros en el siglo XXI, podríamos sospechar la vigencia del poema de Montejo, pareciera que aún y con pena, seguimos siendo habitantes de un país con mucho sol y “que no termina de enterrar a Gómez”.
Notas
[1] Ricardo Becerra nació en Bogotá el 24 de octubre de 1836 y murió en Puerto España (Trinidad), el 4 de Abril de 1905, vivió 69 años. Periodista, historiador y diplomático. Llegó a Venezuela en 1865 como Cónsul General de Colombia, cargo que ejerció por poco tiempo (pues sus Cartas Credenciales no le llegaron a tiempo.) Frisaba los 29 años cuando se incorporó a la vida venezolana. Para el 12 de marzo de 1866, se encarga de la redacción del diario caraqueño El Federalista (fundado en 1863, por Felipe Larrazábal). Desde las columnas de tan prestigioso diario, Becerra se dedicó a discernir sobre la crítica realidad política, económica y moral por cuya virtud se hallaba postrada la nación y entrabadas sus posibles soluciones. En “1869 se enfrenta a Guzmán Blanco y éste en represalia en 1870 cuando regresa al país como jefe de la ‘Revolución de Abril’, ordenó tomar como botín de guerra la imprenta de El Federalista y detener a su director, pero éste ya se había embarcado en La Guaira para el exterior” (20).
[2] Celebre es el caso del poemario ¿Duerme usted, señor presidente?, publicado por el poeta Caupolicán Ovalles, en Caracas , en las ediciones de El Techo de la Ballena, en 1962. Este libro, en el que se ataca furiosamente y con absoluto sarcasmo a la figura de Rómulo Betancourt, quien fuera presidente en esos años, fue confiscado por la policía y le costó el exilio a su autor y la cárcel a su prologuista, Adriano González León.
[3] http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/130617/rafael-cadenas-dara-recital-en-barcelona
[4] Los otros dos fueron: Igor Barreto y Alejandro Castro
[5] http://www.eluniversal.com/nacional-y-politica/130123/segun-chavez-perez-jimenez-fue-el-mejor-presidente-de-venezuela
https://www.youtube.com/watch?v=AakRGbodUmk [1:52:48 min. -1:57-45 min.]
[6] Ver artículo de Oswaldo Barreto. “Civiles y militares”. Tal cual (20 de mayo de 2014). http://www.talcualdigital.com/Nota/visor.aspx?id=103067&tpCont=1
Bibliografía
Blanco, Andrés Eloy. Baedeker 2000. Caracas: Ed. Cordillera, 1960.
Cadenas, Rafael. Obra Entera. Prosa y poesía (1958-1995). México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Carrillo Batalla, Tomás E. El pensamiento económico de Ricardo Becerra. Tomo I. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 2006.
Gallegos, Rómulo. Una posición en la vida. México: Ed. Humanismo, 1954.
Martínez, Leoncio. Poesías. Caracas: Editorial Impresos Unidos, 1944.
Montejo, Eugenio. Partitura de la cigarra. Madrid: Pre-textos, 1999.
Pérez Bonalde, Juan Antonio. Poesías y traducciones (recopilación). Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación Nacional: 1947.
Picón Salas, Mariano. Suma de Venezuela. Caracas: Editorial Doña Bárbara, 1966.
Perea, Alberto Enríquez. “José Vasconcelos y Carlos Pellicer, en las jornadas educativas y políticas (1920-1924).” Tiempo Laberinto: 23-28.
Silva Bauregard, Paulette. Una vasta morada de enmascarados. Caracas: Casa de Bello, 1993.
Sanoja Hernández. Jesús. Prólogo. Memorias de un venezolano de la decadencia. Tomo I. Caracas: Biblioteca Ayacucho: VII-XX.
Vallenilla Lanz, Laureano. Cesarismo democrático y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1991.
[Tomado de http://prodavinci.com/2015/03/29/actualidad/la-poesia-y-el-militarismo-en-venezuela-por-arturo-gutierrez-plaza.]