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viernes, 25 de diciembre de 2015

Wilckens, el ángel exterminador


Osvaldo Bayer

Ya a esa hora —las 5.30 de la mañana— del 27 de enero de 1923, Buenos Aires presentía que la jornada iba a ser calurosa. El hombre rubio tomó el tranvía en Entre Ríos y Constitución y sacó boleto obrero. Viajaría hasta la estación Portones de Palermo, en Plaza Italia. Llevaba un paquete en la mano, que bien podría ser el envoltorio del almuerzo o algunas herramientas de trabajo. Parecía tranquilo. A las pocas cuadras de ascender se puso a leer el Deutsche La Plata Zeitung que llevaba bajo el brazo.

Bajó en Plaza Italia y se dirigió por calle Santa Fe hacia el oeste, en dirección a la estación Pacífico. Pasó ésta y al llegar a la calle Fitz Roy se detuvo en la esquina, justo frente a una farmacia.

Son las 7.15, el sol ya pica fuerte. Hay mucho movimiento de gente, de carros, autos y vehículos de transporte. Al frente están los cuarteles del 1 y 2 de Infantería. Pero el hombre rubio no mira para ese lado: sus ojos no se apartan de la puerta de la casa de Fitz Roy 2461.

¿Podrá ser hoy? Pareciera que no. Nadie sale de esa vivienda. Los minutos pasan. ¿Habrá salido más temprano? ¿Tendrá alguna sospecha?

No, ahí está. De esa casa sale un militar. Son las 7.55. Pero otra vez lo mismo: lleva una niñita de la mano. El hombre rubio hace un imperceptible gesto de contrariedad. Aunque ahora el militar se detiene y conversa con la niña. Ésta le dice que se siente mal. El militar la alza rápidamente en brazos y la entra nuevamente en la casa.

Apenas pasan unos segundos y ahora sí, el militar sale solo. Va vestido con uniforme de diario y sable al cinto. Se encamina hacia la calle Santa Fe por la misma vereda en la que está el hombre rubio. En su paso enérgico se nota su carácter firme. Y ahora va al encuentro de su muerte en una mañana hermosa, tal vez un poco calurosa.

Es el famoso teniente coronel Varela. Más conocido por el “comandante Varela”. El hombre más aborrecido y odiado por los obreros. Lo llaman el “fusilador de la Patagonia”, el “sanguinario”; lo acusan de haber ejecutado en el sur a 1500 peones indefensos. Les hacía cavar las tumbas, luego los obligaba a desnudarse y los fusilaba. A los dirigentes obreros los mandaba apalear y sablear antes de dar la orden de pegarles cuatro tiros.

¿Es así el comandante Varela, tal cual dice la leyenda? Es así, a los ojos del hombre rubio que lo está esperando.

Ese hombre rubio no es pariente de ninguno de los fusilados, ni siquiera conoce la Patagonia ni ha recibido cinco centavos para matarlo. Se llama Kurt Gustav Wilckens. Es un anarquista alemán de tendencia tolstoiana, enemigo de la violencia. Pero que cree que ante la violencia de arriba, en casos extremos, la única respuesta debe ser la violencia. Y cumplirá con lo que cree un acto individual justiciero.

Cuando lo ve venir, Wilckens no vacila. Va a su encuentro y se mete en el zaguán de la casa que lleva el número 2493 de Fitz Roy. Allí lo espera. Ya se oyen los pasos del militar. El anarquista sale del zaguán para enfrentarlo. Pero no todo será tan fácil. En ese mismo momento cruza la calle una niña y se coloca sólo a tres pasos delante de Varela, caminando en su misma dirección.

Wilckens ya no tiene tiempo: la aparición de la niña echa por tierra sus planes. Pero se decide. Toma a la chica de un brazo, la quita de en medio, mientras le grita:

—¡Corre, viene un auto!

La chica no entiende, se asusta, vacila. Varela observa la extraña escena y detiene su paso. Wilckens en vez de arrojar la bomba avanza hacia él como cubriendo con sus espaldas a la nena, que ahora sí saldrá corriendo. Wilckens queda frente a Varela y arroja la bomba al piso, entre él y el militar. Es un explosivo de percusión, o de mano, de gran poder. Las esquirlas le dan de lleno en las piernas al sorprendido Varela. Pero también a Wilckens, quien al sentir el dolor punzante vuelve al zaguán y sube instintivamente tres o cuatro escalones. Es como para rehacerse porque la explosión ha sido tremenda y lo ha dejado aturdido. Todo dura apenas tres segundos. Wilckens baja de inmediato. Es en ese momento en que el anarquista comprende que está perdido, que no podrá huir, tiene rota una pierna (el peroné, astillado, se le mete dolorosamente entre los músculos, y el pie de la otra ha sido inmovilizado por una esquirla que le ha destrozado el empeine).

Al salir del zaguán se encuentra con Varela, quien tiene las dos piernas quebradas y que, mientras intenta mantenerse de pie aferrándose a un árbol con el brazo izquierdo, con la mano derecha trata de desenvainar el sable. Ahora los dos heridos están otra vez frente a frente. Wilckens se aproxima arrastrando los pies y saca un revólver Colt. Varela pega un bramido que más es un estertor como para asustar a ese desconocido de ojos profundamente azules que lo va a fusilar. El comandante se va cayendo pero no es de ésos que se entregan o piden misericordia. Sigue tironeando del sable que no quiere salir de la vaina. Ya sólo faltan veinte centímetros. Varela está todavía seguro de que lo va a poder desenvainar, cuando recibe en el pecho el primer balazo. No le quedan fuerzas y empieza a resbalar despacito por el tronco y tiene todavía tiempo y voz para rajarle una puteada al que lo está fusilando. El segundo balazo le rompe la yugular. Wilckens descarga el tambor entero. Todos los impactos son mortales. Varela ha quedado como enroscado en el árbol.

La explosión y los tiros han provocado el desmayo de mujeres y la huida de hombres y espantada de caballos.

El teniente coronel Varela ha muerto. Ejecutado. Su atacante está mal herido. Hace un supremo esfuerzo para llegar a la calle Santa Fe. La gente ya empieza a asomarse y a arremolinarse. Presintiendo lo peor, la esposa de Varela ha salido a la calle y la pobre ha visto a su marido muerto, así despenado en forma tan dramática. Mientras tanto, algunos vecinos se lanzan sobre el caído y lo empiezan a levantar para llevarlo a la farmacia de la esquina. Otros siguen de cerca a ese extraño extranjero con aspecto de marinero nórdico. Le tienen recelo porque lleva todavía el arma en la mano derecha. Pero ya se aproximan a toda carrera dos vigilantes: Adolfo González Díaz y Nicanor Serrano. Cuando están a pocos pasos de Wilckens desenfundan sus armas, pero no tienen necesidad de hacer nada porque él les está ofreciendo, de culata, su propio revólver. Le quitan el arma y le oyen decir en mal castellano:

—¡He vengado a mis hermanos!.

Por toda respuesta, el agente Serrano —el “negro” Serrano, como lo conocen en la comisaría 31ª— le rompe la boca de una trompada y le aplica un preciso rodillazo en los testículos. A Wilckens se le ha caído el sombrero, uno de esos típicos sombrerones alemanes de ala ancha, con la copa partida y el moño de la cinta detrás. Así se lo llevan, con la cabeza descubierta y haciendo extraños equilibrios con las piernas heridas, como un tero con las patas quebradas.

Se iniciaban así las venganzas por la represión obrera más sangrienta del siglo veinte, salvo el periodo de la dictadura de Videla. El primer capítulo se había desarrollado allá, dos años atrás, bien al sur, en la Patagonia, entre el frío y el eterno viento austral, con las huelgas rurales más extendidas de toda la tierra sudamericana.

En una carta del día 21 de mayo de 1923, Wilckens escribió sus razones de lo acaecido:
<<No fue venganza; yo no vi en Varela al insignificante oficial. No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal. ¡Pero la venganza es indigna de un anarquista! El mañana, nuestro mañana, no afirma rencillas, ni crímenes, ni mentiras; afirma vida, amor, ciencias; trabajemos para apresurar ese día.>>

[Fragmento del libro La Patagonia rebelde, Talleres Gráficos F.U.R.I.A., Coyhaique, Patagonia Argentina, 2009. La edición completa es accesible en http://www.folkloretradiciones.com.ar/literatura/La%20Patagonia_rebelde.pdf.]


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