Layla Martínez
Estamos en 1916 y las armas químicas destrozan los pulmones de los soldados que combaten en el frente. Ese mismo año, el ejército alemán ha descubierto una nueva combinación de gas aún más letal que las que se habían usado hasta entonces, y las bajas se cuentan por miles. Las máscaras de gas no sirven. La mezcla de cloro y fosgeno que cae sobre las trincheras acaba filtrándose por las protecciones y alcanzando las vías respiratorias. Los soldados ni siquiera notan los síntomas al principio. Los efectos del gas tardan varias horas en manifestarse, así que siguen luchando ajenos a los abismos que han comenzado a abrirse en sus pulmones.
A unos kilómetros de allí, en Zürich, también se habita el abismo. El poeta alemán Hugo Ball acaba de abrir el Cabaret Voltaire, un antro sucio y oscuro situado en la parte superior de un teatro. Los clientes habituales son tarados, desertores, alcohólicos, adictos, enfermos, cobardes. Unos metros más abajo, en la misma calle, Vladimir Ulianov planea el asalto a los cielos, pero los conspiradores que se reúnen en el Cabaret Voltaire no están interesados en los cielos, sino en las alcantarillas. Ball decide reunir sus textos en una revista, una especie de antología del delirio capaz de escupir en la cara a una sociedad tan enferma como los soldados que se pudren con los pulmones llenos de gas. La revista tendrá el mismo nombre que el antro donde ha sido creada, y en ella aparecerá por primera vez la palabra “dadá” para referirse a ese escupitajo, a esa broma de mal gusto que será el movimiento dadaísta. Hugo Ball no lo sabe y seguramente ni siquiera le importe, pero acaba de inventar el dadaísmo.
Estamos en 1916 y las armas químicas destrozan los pulmones de los soldados que combaten en el frente. Ese mismo año, el ejército alemán ha descubierto una nueva combinación de gas aún más letal que las que se habían usado hasta entonces, y las bajas se cuentan por miles. Las máscaras de gas no sirven. La mezcla de cloro y fosgeno que cae sobre las trincheras acaba filtrándose por las protecciones y alcanzando las vías respiratorias. Los soldados ni siquiera notan los síntomas al principio. Los efectos del gas tardan varias horas en manifestarse, así que siguen luchando ajenos a los abismos que han comenzado a abrirse en sus pulmones.
A unos kilómetros de allí, en Zürich, también se habita el abismo. El poeta alemán Hugo Ball acaba de abrir el Cabaret Voltaire, un antro sucio y oscuro situado en la parte superior de un teatro. Los clientes habituales son tarados, desertores, alcohólicos, adictos, enfermos, cobardes. Unos metros más abajo, en la misma calle, Vladimir Ulianov planea el asalto a los cielos, pero los conspiradores que se reúnen en el Cabaret Voltaire no están interesados en los cielos, sino en las alcantarillas. Ball decide reunir sus textos en una revista, una especie de antología del delirio capaz de escupir en la cara a una sociedad tan enferma como los soldados que se pudren con los pulmones llenos de gas. La revista tendrá el mismo nombre que el antro donde ha sido creada, y en ella aparecerá por primera vez la palabra “dadá” para referirse a ese escupitajo, a esa broma de mal gusto que será el movimiento dadaísta. Hugo Ball no lo sabe y seguramente ni siquiera le importe, pero acaba de inventar el dadaísmo.
El dueño del local acabará expulsando a los dadaístas solo unos meses más tarde, cuando se dé cuenta de que todos aquellos muertos de hambre ni siquiera tienen para pagar las consumiciones. El Cabaret Voltaire se convertirá en un restaurante barato para gente de mala vida, uno de esos locales donde no sé preguntan los ingredientes que llevan los platos. En los años treinta sus dueños lo decorarán como una casa de campo suiza en un intento por atraer a una clientela algo mejor, pero no servirá de nada. El Cabaret Voltaire nunca será otra cosa que un agujero húmedo y oscuro excavado en medio de Zürich.
A finales de los años ochenta el local será finalmente abandonado. En las últimas dos décadas había sido una discoteca de mala fama, pero después de un tiempo sus dueños se cansarán de intentar mantener el negocio a flote. Durante los doce años siguientes permanecerá vacío, olvidado en medio de una ciudad que se apresuraba en destruir todos los túneles que llenaban su subsuelo y olvidar todas las conspiraciones que se habían urdido en sus sótanos. Por alguna razón nadie reparó en aquel antro que se caía a pedazos a causa de la humedd y el abandono. Sin embargo, en el invierno del 2002 alguien decidió abrir de nuevo el abismo. Un grupo de okupas derribaron la puerta del local y crearon un centro social que trataba de recuperar el espíritu provocador y burlón del dadaísmo. Durante más de tres meses se organizaron recitales, fiestas y proyecciones de cine similares a los que se habían hecho en el Cabaret Voltaire, aunque quizá el verdadero espíritu del dadaísmo estaba ya en el hecho de la okupación. Si dadá estaba en alguna parte era en la puerta destrozada del local, en las ruinas y los escombros colectivizados, en la burla al sistema legal, en los delitos que se estaban cometiendo.
Tres meses después el nuevo Cabaret Voltaire fue desalojado. Ese mismo año se convirtió en un museo del dadaísmo. El sistema había consumado la más cruel de sus violencias: convertirlo en parte de él. Ahora, diez años después y con cientos de visitas diarias, el dadaísmo solo puede ser homenajeado con un único acto: la reducción del Cabaret Voltaire a cenizas en el más hermoso de los incendios.
[Tomado de http://vidadeperrxs.blogspot.com.es/2015/01/el-unico-acto-dadaista-posible-es-el.html.]
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