Armando Chaguaceda
[Nota de El Libertario: Sobre este artículo que nos remite A.Ch. en referencia a lo que sucede hoy con buena parte de las Organizaciones No Gubernamentales en la isla, vale advertir que es automático el impulso de ver paralelos con la situación de sus pares venezolanas. Nosotr@s no pudimos resistir esa tentación, y esperamos que quienes nos lean en este país tampoco.]
En Cuba, el discurso para descalificar al sector opositor de la sociedad civil gira alrededor de dos temas principales: las fuentes de financiamiento y el condicionamiento de las agendas.
En cuanto al primer tópico, la referencia es falaz por cuanto se exige transparencia desde unas coordenadas donde quienes mandan hacen de la opacidad un arte; operando arbitrariamente en las antípodas de cualquier noción de transparencia y Estado de Derecho. En un contexto donde, al decir de una colega, el día “que se destapen los dineros de todo y todos - desde el negocio privado a los privilegios enmascarados de las elites dirigentes – no vamos a poder cerrar la boca …”
El segundo “argumento” - el condicionamiento de agenda - expresado en la reiterada obsesión por la denuncia del supuesto delito y sometimiento ajenos, se asemeja a eso que la psicología llama proyección. Así, buena parte del asociacionismo oficial mide el comportamiento ajeno desde el prisma de sus propias actitudes y carencias, en particular del proverbial déficit de autonomía y la reproducción, en sus filas, del férreo mandato gubernamental. Pero también de sus mal disimulados fueros y privilegios.
Un problema de semejante retórica es que se vuelve muy fácilmente en contra de quienes la predican. Basta ver como la nómina, instalaciones, transportes y gasto corriente de los Comités de Defensa de la Revolución o la Federación de Mujeres Cubanas, asimilados por el presupuesto de gobierno, los asemeja a cualquier dependencia de la administración central del estado. Y como, teniendo estas organizaciones de masas membresías tan amplias como sus demandas, siguen replicando viejas y grandilocuentes consignas, alejadas de la vida cotidiana de la ciudadanía. Sin embargo, dada la marca de origen de estas entidades, sus patrones de comportamiento son, hasta cierto punto, comprensibles.
Lo paradójico es la forma en que reproducen el discurso incivil del Estado otros actores más contemporáneos –del tipo organizaciones no gubernamentales (ONGs)- cuya génesis y/o referentes no son los del viejo modelo de correas de transmisión de matriz leninista. Se trata de gente que conoce mejor el Manual de Marco Lógico que El Estado y la Revolución; que cita a Souza Santos antes que al compañero Machadito. Que combina la capacidad emprendedora de Bill Gates y el celo jacobino de Vladimir Ilich. Pero que, para acaparar los reflectores, vivir sin ser molestados y recibir los beneficios de sus nexos trasnacionales, no dudan en pagar los correspondientes peajes al poder. Una factura que suele ser, política y moralmente, costosa.
Esta realidad nos ha dado en la cara a aquellos que alguna vez apostamos a las potencialidades del sector para auspiciar, desde abajo y a la izquierda, una reforma participativa del socialismo de estado cubano. En mi caso, durante la etapa 2004-2008, pude conocer de cerca, como investigador y responsable de proyectos, el trabajo de varias emblemáticas ONGs habaneras. Una experiencia donde los aprendizajes y desencantos, las rupturas y afectos se atropellan en una vorágine de sucesos y recuerdos.
Los ejemplos sobran y no creo necesario mentar nombres e historias concretos: basta referirlos en genérico, pues tales situaciones se repiten hasta la fecha. Directivos de ONGs que se quejan en privado de que alguien del Comité Central del Partido les vetó la participación en un Foro social para preferir a una ONG competidora; pero luego estigmatizan a quienes reclaman derechos frente a esa misma burocracia arbitraria e ignorante. Gente que habla de participación comunitaria pero conducen sus organizaciones como realengo, negándose a renovar o ampliar sus directivas y transparentar sus recursos, mientras reaccionan con intolerancia ante cualquier crítica o sugerencia. Proyectos familiares dirigidos por un reducido grupo de fundadores, descendientes y leales, con asambleas que cumplen un rol meramente decorativo. Gestores que se disputan entre sí, con el sigilo de James Bond, los favores de las agencias de cooperación radicadas en el país y que combinan la caza de recursos de EUA y Europa -de donantes poco identificables con la causa revolucionaria– con la participación en actos de repudio como los recién orquestados en Panamá.
Muy probablemente esa gente tuvo alguna vez sueños de justicia, ganas honestas y valientes de cambiar las cosas. Pero hoy constituyen un grupo refractario a cualquier intento democratizador de sus dinámicas y organización internas, a evaluar las promesas de su retórica y los alcances de sus actos. Se trata de un pequeño estamento clasemediero, cuyos directivos viven por encima del cubano promedio -compartiendo estatus, circuitos y consumos con las elites artísticas, el cuerpo diplomático y el empresariado emergente- mientras combinan, en su praxis interna y proyección externa, los vicios del onegenismo liberal y el encuadre autoritario. Lo cual sería menos perverso -pues todo el mundo tiene el derecho a cansarse e intentar vivir mejor- si no insistieran, al compás del son gubernamental, en descalificar a los otros, presentarse como lo que no son y negar su confortable realidad.
Eso no quiere decir que el mundo del asociacionismo legalmente reconocido en Cuba no incluya personas y proyectos nobles; del mismo modo que la disidencia abriga personajes alejados de buenas causas y el oficialismo convoca a no pocos funcionarios honestos y académicos pensantes. Conozco un par de organizaciones, nada sospechosas de conspirar contra el gobierno, que atienden problemas sociales de amplio impacto -ambientales, de género, culturales- con modestos recursos y con un compromiso y experticia que aventajan al desempeño de muchos burócratas del patio. Sus planes de trabajo no están sobrecargados con aquellas palabras que encantan a donantes y académicos- como emancipación, sinergias y empoderamiento- pero trabajan duro, con bajo perfil, en comunidades empobrecidas y con jóvenes deseosos de transformarlas.
Es gente que, sin compartir la opción y los costos del asentimiento dogmático u oportunista o del disenso frontal, buscan mejorar, con pequeñas y constantes acciones, la vida cotidiana de sus compatriotas. Y que merecen, en su casi anonimato, todo el respeto por empujar en ese país –y dentro de su espacio asociativo- actitudes y realidades más humanas, más eficaces, más decentes. Personas que dignifican, frente al (ab)uso ajeno, ese manoseado concepto que es la sociedad civil.
[Nota de El Libertario: Sobre este artículo que nos remite A.Ch. en referencia a lo que sucede hoy con buena parte de las Organizaciones No Gubernamentales en la isla, vale advertir que es automático el impulso de ver paralelos con la situación de sus pares venezolanas. Nosotr@s no pudimos resistir esa tentación, y esperamos que quienes nos lean en este país tampoco.]
En Cuba, el discurso para descalificar al sector opositor de la sociedad civil gira alrededor de dos temas principales: las fuentes de financiamiento y el condicionamiento de las agendas.
En cuanto al primer tópico, la referencia es falaz por cuanto se exige transparencia desde unas coordenadas donde quienes mandan hacen de la opacidad un arte; operando arbitrariamente en las antípodas de cualquier noción de transparencia y Estado de Derecho. En un contexto donde, al decir de una colega, el día “que se destapen los dineros de todo y todos - desde el negocio privado a los privilegios enmascarados de las elites dirigentes – no vamos a poder cerrar la boca …”
El segundo “argumento” - el condicionamiento de agenda - expresado en la reiterada obsesión por la denuncia del supuesto delito y sometimiento ajenos, se asemeja a eso que la psicología llama proyección. Así, buena parte del asociacionismo oficial mide el comportamiento ajeno desde el prisma de sus propias actitudes y carencias, en particular del proverbial déficit de autonomía y la reproducción, en sus filas, del férreo mandato gubernamental. Pero también de sus mal disimulados fueros y privilegios.
Un problema de semejante retórica es que se vuelve muy fácilmente en contra de quienes la predican. Basta ver como la nómina, instalaciones, transportes y gasto corriente de los Comités de Defensa de la Revolución o la Federación de Mujeres Cubanas, asimilados por el presupuesto de gobierno, los asemeja a cualquier dependencia de la administración central del estado. Y como, teniendo estas organizaciones de masas membresías tan amplias como sus demandas, siguen replicando viejas y grandilocuentes consignas, alejadas de la vida cotidiana de la ciudadanía. Sin embargo, dada la marca de origen de estas entidades, sus patrones de comportamiento son, hasta cierto punto, comprensibles.
Lo paradójico es la forma en que reproducen el discurso incivil del Estado otros actores más contemporáneos –del tipo organizaciones no gubernamentales (ONGs)- cuya génesis y/o referentes no son los del viejo modelo de correas de transmisión de matriz leninista. Se trata de gente que conoce mejor el Manual de Marco Lógico que El Estado y la Revolución; que cita a Souza Santos antes que al compañero Machadito. Que combina la capacidad emprendedora de Bill Gates y el celo jacobino de Vladimir Ilich. Pero que, para acaparar los reflectores, vivir sin ser molestados y recibir los beneficios de sus nexos trasnacionales, no dudan en pagar los correspondientes peajes al poder. Una factura que suele ser, política y moralmente, costosa.
Esta realidad nos ha dado en la cara a aquellos que alguna vez apostamos a las potencialidades del sector para auspiciar, desde abajo y a la izquierda, una reforma participativa del socialismo de estado cubano. En mi caso, durante la etapa 2004-2008, pude conocer de cerca, como investigador y responsable de proyectos, el trabajo de varias emblemáticas ONGs habaneras. Una experiencia donde los aprendizajes y desencantos, las rupturas y afectos se atropellan en una vorágine de sucesos y recuerdos.
Los ejemplos sobran y no creo necesario mentar nombres e historias concretos: basta referirlos en genérico, pues tales situaciones se repiten hasta la fecha. Directivos de ONGs que se quejan en privado de que alguien del Comité Central del Partido les vetó la participación en un Foro social para preferir a una ONG competidora; pero luego estigmatizan a quienes reclaman derechos frente a esa misma burocracia arbitraria e ignorante. Gente que habla de participación comunitaria pero conducen sus organizaciones como realengo, negándose a renovar o ampliar sus directivas y transparentar sus recursos, mientras reaccionan con intolerancia ante cualquier crítica o sugerencia. Proyectos familiares dirigidos por un reducido grupo de fundadores, descendientes y leales, con asambleas que cumplen un rol meramente decorativo. Gestores que se disputan entre sí, con el sigilo de James Bond, los favores de las agencias de cooperación radicadas en el país y que combinan la caza de recursos de EUA y Europa -de donantes poco identificables con la causa revolucionaria– con la participación en actos de repudio como los recién orquestados en Panamá.
Muy probablemente esa gente tuvo alguna vez sueños de justicia, ganas honestas y valientes de cambiar las cosas. Pero hoy constituyen un grupo refractario a cualquier intento democratizador de sus dinámicas y organización internas, a evaluar las promesas de su retórica y los alcances de sus actos. Se trata de un pequeño estamento clasemediero, cuyos directivos viven por encima del cubano promedio -compartiendo estatus, circuitos y consumos con las elites artísticas, el cuerpo diplomático y el empresariado emergente- mientras combinan, en su praxis interna y proyección externa, los vicios del onegenismo liberal y el encuadre autoritario. Lo cual sería menos perverso -pues todo el mundo tiene el derecho a cansarse e intentar vivir mejor- si no insistieran, al compás del son gubernamental, en descalificar a los otros, presentarse como lo que no son y negar su confortable realidad.
Eso no quiere decir que el mundo del asociacionismo legalmente reconocido en Cuba no incluya personas y proyectos nobles; del mismo modo que la disidencia abriga personajes alejados de buenas causas y el oficialismo convoca a no pocos funcionarios honestos y académicos pensantes. Conozco un par de organizaciones, nada sospechosas de conspirar contra el gobierno, que atienden problemas sociales de amplio impacto -ambientales, de género, culturales- con modestos recursos y con un compromiso y experticia que aventajan al desempeño de muchos burócratas del patio. Sus planes de trabajo no están sobrecargados con aquellas palabras que encantan a donantes y académicos- como emancipación, sinergias y empoderamiento- pero trabajan duro, con bajo perfil, en comunidades empobrecidas y con jóvenes deseosos de transformarlas.
Es gente que, sin compartir la opción y los costos del asentimiento dogmático u oportunista o del disenso frontal, buscan mejorar, con pequeñas y constantes acciones, la vida cotidiana de sus compatriotas. Y que merecen, en su casi anonimato, todo el respeto por empujar en ese país –y dentro de su espacio asociativo- actitudes y realidades más humanas, más eficaces, más decentes. Personas que dignifican, frente al (ab)uso ajeno, ese manoseado concepto que es la sociedad civil.
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