Alèssi Dell’Umbria
Andreas Lubitz era un hombre normal. Todos los que lo conocieron lo dicen, no hay ninguna duda en el asunto: sólo se es normal en la única medida en que se es reconocido como tal por la mayoría. No era musulmán, ni anarquista, ni un drogadicto, ¡ni siquiera un alcohólico! Era tan normal que padecía, como casi todos en Europa occidental, una «depresión». Después de todo, ¿qué es más normal que deprimirse cuando se vive en un país deprimente?
Este hombre normal, que llevó a más de 150 personas a una muerte absurda y atroz, pertenecía a aquella inmensa clase media alemana, cuyos gobernantes son capaces de matar de hambre voluntariamente a un pequeño país del Mediterráneo (donde la gente había conservado cierto arte de vivir y no acudía a las salas de espera de los psiquiatras), en el nombre de aquella moraleja de pequeños ahorradores que la Merkel encarna perfectamente.
El uso indiferenciado de aquella palabra de «depresión» en las dos pseudo-ciencias reconocidas como autoridades en este mundo, a saber, la economía y la psiquiatría, es de por sí significativo. En su versión psiquiátrica, la depresión es la reducción a una enfermedad individual de un hecho social, a saber, la ausencia. La gente catalogada como deprimida es sencillamente gente que ya no tiene ningún lazo con los demás, que perdió pues todo arte de vivir. Gente que ya no puede habitar un mundo. Pero el capitalismo se nutre de los desastres que provoca, y una experiencia bastante común en un mundo tan inhabitable ha sido transformada en un mero problema personal, curado a golpe de moléculas químicas, alimentando la prosperidad del negocio farmacéutico –y no importa si los antidepresivos no impiden de ninguna manera los suicidios, sino que se sospecha, los facilitan…
Claro, Andreas Lubitz podría haberse colgado sencillamente en su garaje, o abrirse las venas en su baño. Pero en un mundo donde lo imaginario es cada vez más formateado por los efectos especiales de la industria audiovisual, hubiera sido una pena conformarse con un final tan banal, tan anónimo, ¡especialmente cuando se tiene la suerte de disponer de una herramienta tan potente como un Airbus A320! «No se puede llamar un suicidio a esto», dijo con mucha razón el procurador a cargo del caso. De lo que allí se trata es, justo como la magnífica y terrorífica snuff movie del 11 de septiembre de 2001, de una performance. Andreas Lubitz, que practicaba deporte, era seguramente sensible a una noción así, pero esa también tiene que ver con la dimensión artística, en una época donde los artistas tienden a realizar performances más que obras. El copiloto se regaló una experiencia digna de las más grandes películas de acción, una que le abrió las puertas de la eternidad –el nombre de Andreas Lubitz ha entrado en la Historia. Solo una pendeja luterana como Angela Merkel puede encontrar que el gesto de Andreas Lubitz es «absolutamente incomprensible».
En el último minuto de su vida, sin duda alguna tuvo la sensación vertiginosa de ser todopoderoso, algo que los creyentes calificarían de diabólico. Los autores del 11 de septiembre de 2001 han de haber sentido algo así, más fuerte aún. Este mundo no cesa de excitar en nosotros el vértigo de la aniquilación, y ya sea inyectándose con heroína o alistándose en las tropas del Estado Islámico; no faltan las posibilidades de vivir una experiencia absoluta que alivie ese terrible sentimiento de ausencia. El precio a pagar para eso es una renuncia a la vida misma, abiertamente reivindicada tanto por el drogadicto como por el soldado yihadista, y eso constituye precisamente toda la intensidad de esa experiencia…
Matar consiste en ejercer un poder absoluto, el de poner fin brutalmente a una vida ajena, de ahí la fascinación que ese acto produce más allá de todo criterio moral –durante mucho tiempo, los seres humanos consideraban que sólo Dios podía disponer de tal poder o, como mucho, los soberanos que habían recibido los atributos de la divinidad. Pero este mundo, que multiplicó los medios tecnológicos de aniquilar la vida, banalizó los atributos divinos. Desde el tiempo de Hiroshima, la posibilidad de una aniquilación llegada del Cielo provoca que mortales ordinarios puedan realizar lo que innumerables profecías anunciaban antaño como la venganza de una divinidad ofendida.
A veces tengo que viajar en avión, y la idea de que un clon de Andreas Lubitz pudiera algún día decidir llevarme con él al mundo de los Muertos no me es en absoluto agradable, pero no es de ayer. Desde hace demasiado tiempo considero a la gente normal como gente sumamente peligrosa.
Al estrellarse contra la montaña, el Airbus de la Germanwings nos recuerda la banalidad del mal, que regresa hacia nosotros como mal de la banalidad: de la misma manera que Hannah Arendt se quedó estupefacta al descubrir en la figura de Eichmann a un alto funcionario concienzudo y aplicado en hacer bien su trabajo, en el lugar del fanático exaltado que ella se esperaba, nosotros descubrimos en la existencia banal e insípida que llevaba Andreas Lubitz, y que corresponde precisamente a la norma en Europa occidental, la figura misma del mal.
[Tomado de https://argelaga.wordpress.com/2015/04/01/el-airbus-a320-que-se-cayo-en-la-sierra/.]
Andreas Lubitz era un hombre normal. Todos los que lo conocieron lo dicen, no hay ninguna duda en el asunto: sólo se es normal en la única medida en que se es reconocido como tal por la mayoría. No era musulmán, ni anarquista, ni un drogadicto, ¡ni siquiera un alcohólico! Era tan normal que padecía, como casi todos en Europa occidental, una «depresión». Después de todo, ¿qué es más normal que deprimirse cuando se vive en un país deprimente?
Este hombre normal, que llevó a más de 150 personas a una muerte absurda y atroz, pertenecía a aquella inmensa clase media alemana, cuyos gobernantes son capaces de matar de hambre voluntariamente a un pequeño país del Mediterráneo (donde la gente había conservado cierto arte de vivir y no acudía a las salas de espera de los psiquiatras), en el nombre de aquella moraleja de pequeños ahorradores que la Merkel encarna perfectamente.
El uso indiferenciado de aquella palabra de «depresión» en las dos pseudo-ciencias reconocidas como autoridades en este mundo, a saber, la economía y la psiquiatría, es de por sí significativo. En su versión psiquiátrica, la depresión es la reducción a una enfermedad individual de un hecho social, a saber, la ausencia. La gente catalogada como deprimida es sencillamente gente que ya no tiene ningún lazo con los demás, que perdió pues todo arte de vivir. Gente que ya no puede habitar un mundo. Pero el capitalismo se nutre de los desastres que provoca, y una experiencia bastante común en un mundo tan inhabitable ha sido transformada en un mero problema personal, curado a golpe de moléculas químicas, alimentando la prosperidad del negocio farmacéutico –y no importa si los antidepresivos no impiden de ninguna manera los suicidios, sino que se sospecha, los facilitan…
Claro, Andreas Lubitz podría haberse colgado sencillamente en su garaje, o abrirse las venas en su baño. Pero en un mundo donde lo imaginario es cada vez más formateado por los efectos especiales de la industria audiovisual, hubiera sido una pena conformarse con un final tan banal, tan anónimo, ¡especialmente cuando se tiene la suerte de disponer de una herramienta tan potente como un Airbus A320! «No se puede llamar un suicidio a esto», dijo con mucha razón el procurador a cargo del caso. De lo que allí se trata es, justo como la magnífica y terrorífica snuff movie del 11 de septiembre de 2001, de una performance. Andreas Lubitz, que practicaba deporte, era seguramente sensible a una noción así, pero esa también tiene que ver con la dimensión artística, en una época donde los artistas tienden a realizar performances más que obras. El copiloto se regaló una experiencia digna de las más grandes películas de acción, una que le abrió las puertas de la eternidad –el nombre de Andreas Lubitz ha entrado en la Historia. Solo una pendeja luterana como Angela Merkel puede encontrar que el gesto de Andreas Lubitz es «absolutamente incomprensible».
En el último minuto de su vida, sin duda alguna tuvo la sensación vertiginosa de ser todopoderoso, algo que los creyentes calificarían de diabólico. Los autores del 11 de septiembre de 2001 han de haber sentido algo así, más fuerte aún. Este mundo no cesa de excitar en nosotros el vértigo de la aniquilación, y ya sea inyectándose con heroína o alistándose en las tropas del Estado Islámico; no faltan las posibilidades de vivir una experiencia absoluta que alivie ese terrible sentimiento de ausencia. El precio a pagar para eso es una renuncia a la vida misma, abiertamente reivindicada tanto por el drogadicto como por el soldado yihadista, y eso constituye precisamente toda la intensidad de esa experiencia…
Matar consiste en ejercer un poder absoluto, el de poner fin brutalmente a una vida ajena, de ahí la fascinación que ese acto produce más allá de todo criterio moral –durante mucho tiempo, los seres humanos consideraban que sólo Dios podía disponer de tal poder o, como mucho, los soberanos que habían recibido los atributos de la divinidad. Pero este mundo, que multiplicó los medios tecnológicos de aniquilar la vida, banalizó los atributos divinos. Desde el tiempo de Hiroshima, la posibilidad de una aniquilación llegada del Cielo provoca que mortales ordinarios puedan realizar lo que innumerables profecías anunciaban antaño como la venganza de una divinidad ofendida.
A veces tengo que viajar en avión, y la idea de que un clon de Andreas Lubitz pudiera algún día decidir llevarme con él al mundo de los Muertos no me es en absoluto agradable, pero no es de ayer. Desde hace demasiado tiempo considero a la gente normal como gente sumamente peligrosa.
Al estrellarse contra la montaña, el Airbus de la Germanwings nos recuerda la banalidad del mal, que regresa hacia nosotros como mal de la banalidad: de la misma manera que Hannah Arendt se quedó estupefacta al descubrir en la figura de Eichmann a un alto funcionario concienzudo y aplicado en hacer bien su trabajo, en el lugar del fanático exaltado que ella se esperaba, nosotros descubrimos en la existencia banal e insípida que llevaba Andreas Lubitz, y que corresponde precisamente a la norma en Europa occidental, la figura misma del mal.
[Tomado de https://argelaga.wordpress.com/2015/04/01/el-airbus-a320-que-se-cayo-en-la-sierra/.]
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