Eduardo Salazar
Crees que no va a ocurrir. Oyes a diario sobre atracos y homicidios, y lo comentas en la cena entre amigos/colegas. Incluso, en mi caso, al ser periodista, he estado en la escena del crimen. Pero, con la ingenuidad de un ciudadano perteneciente a un país feliz, dices “eso no me va a pasar a mí”.
A las 6 de la tarde de un miércoles de enero decidí irme a una tienda de comida rápida de Alto Barinas – ciudad en la que vacacionaba – en el interior de Venezuela. Una vez en la mesa conecté el ordenador a la wi-fi, sin considerar que me podían estar viendo. Confieso que en ese momento dejé pasar una cierta advertencia que pudo haber sido la intuición o simplemente la experiencia previa. Continué en lo mío. Redactaba para eltoque.com un blog sobre qué hacer para eliminar la violencia aquí, en este rincón del Caribe. Algo que resulta paradójico, por cierto.
Espacios robados
Una buena y productiva tarde: comida deliciosa y texto acabado. Poco cauto emprendí el retorno, o mejor dicho, me fui directo hacia una entrevista con el mal. El cielo ya estaba oscuro, debí tardar unas dos horas en el sitio, así que al salir miré hacia todos lados. Había gente en sus vehículos y pocas personas iban a pie. Pero resté importancia y opté por irme andando, algo que a menudo procuro. Sin embargo, cada vez disfruto menos o se me imposibilita más. Y entonces anduve… no menos de 5 minutos, eso sí.
Caminé por una avenida amplia, poco iluminada, sin contratiempos. Respiré aire puro e hice un inventario rápido sobre un proyecto que me da vueltas en la cabeza. Imbuido en mis cavilaciones crucé a la derecha, esta vez por una calle bien cuidada y con luces suficientes, pero poca marcha vehicular, y nada de presencia policial, lo que de pronto me extrañó pues por allí quedan las oficinas de Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Apresuré el paso pues al final de la vía llegaba a mi destino, así que no era mucho pedir.
La mirada del miedo
Cuatro ojos puestos en mi mochila me levantaron sospechas y activaron mis alarmas tardíamente. Antes de que yo pudiera hacer un plan dos hombres a bordo de una motocicleta me impidieron seguir mi rumbo. Uno de ellos, el parrillero, obedeció la orden del conductor: “bájate, bájate”. Sus voces y sus caras permanecen inexorables en mi memoria corta. Yo no diría que se trata de dos maleantes con el crimen tatuado en la frente, más bien los describiría como dos “chamos” comunes, uno más alto que otro, uno con piel oscura y corpulento y el otro considerablemente blanco y delgado.
El que me asaltó fue el más pálido, llevaba puesta una gorra de béisbol y bermudas rojas, con franelilla de color hueso, probablemente. El otro que se quedó vigilante en su moto encendida, vestía jeans, desde los que se desenfundó algo que no pude ver si era realmente un cuchillo. Me miraron poco y sólo escuché “dámelo, dámelo”.
Pero en ese momento, no atendí a su insinuación, eché a correr, pero algo me detuvo en seco. Un arma apuntándome a la espalda me hizo volver, esta vez la voz del chico, que no superaba los 18 años, sonaba lúgubre: “párate marico o te mato”. Sus ojos hacían coro con su voz llena de odio. Luego entendí que de eso están creados: odio en forma de hombre, concebidos por la propia sociedad, han sido criados con la cultura de la muerte y la violencia… ellos a mí me ven como su enemigo, así que me resigné.
Hoy por hoy, pese a que luzca misericordioso, les tengo lástima, aunque defiendo la tesis de que bien pudieran buscar otros caminos para vivir dignamente. En ese instante no hubo tanta piedad, entregué mis pertenencias en medio de insultos y amenazas. Me atreví a formular una petición: “hermano, no me dispares”. Me empujaron, me pegaron un cachazo, por el que lancé un chillido ahogado. Apenas sentí dolor y minutos después no habían dibujado mayor línea sobre mi frente, y se burlaron sin permiso al son de la huida… Los vi desaparecer impotente, en medio de la soledad que te otorga semejante desafuero. Mi historia, afortunadamente, duró sólo 1 minuto. Quizá menos.
La vida se agradece a padres y a ladrones, por igual
A la fecha, aunque indignado, me sumo a los miles de testigos que han contado un tempestuoso episodio similar: “al menos estoy con vida”. Y eso fue lo que precisamente me dijo la policía cuando denuncié el hecho.
Yo, Eduardo Salazar, soy otra víctima más del hampa, y no es la primera vez. En total 7 veces he sido presa de la delincuencia en Venezuela en los últimos 10 años: cuatro atracos a mano armada, un arrebatón, un robo a mi domicilio y un secuestro forman parte de mi mala experiencia. Entonces, soy parte de la sociedad de los desahuciados de esta nación en la que año tras año, la cuenta de robos, atracos y asesinatos aumenta a sus anchas y nos reducen las posibilidades, a nosotros los ciudadanos, de ser felices, de estar en paz… o al menos, siquiera, de andar.
Post-data
Ahora que estoy en mi casa en Caracas, sin pasiones, puedo decir que sigo creyendo en este país y su gente. Cada uno debe dar una idea para rescatar la paz. Si no comenzamos ya, la crisis nos comerá, sin remordimientos. Y hablo de la crisis de valores. Esa es peor aún que la económica.
[Tomado de http://eltoque.com/blog/venezuela-cara-cara-con-la-violencia.]
Crees que no va a ocurrir. Oyes a diario sobre atracos y homicidios, y lo comentas en la cena entre amigos/colegas. Incluso, en mi caso, al ser periodista, he estado en la escena del crimen. Pero, con la ingenuidad de un ciudadano perteneciente a un país feliz, dices “eso no me va a pasar a mí”.
A las 6 de la tarde de un miércoles de enero decidí irme a una tienda de comida rápida de Alto Barinas – ciudad en la que vacacionaba – en el interior de Venezuela. Una vez en la mesa conecté el ordenador a la wi-fi, sin considerar que me podían estar viendo. Confieso que en ese momento dejé pasar una cierta advertencia que pudo haber sido la intuición o simplemente la experiencia previa. Continué en lo mío. Redactaba para eltoque.com un blog sobre qué hacer para eliminar la violencia aquí, en este rincón del Caribe. Algo que resulta paradójico, por cierto.
Espacios robados
Una buena y productiva tarde: comida deliciosa y texto acabado. Poco cauto emprendí el retorno, o mejor dicho, me fui directo hacia una entrevista con el mal. El cielo ya estaba oscuro, debí tardar unas dos horas en el sitio, así que al salir miré hacia todos lados. Había gente en sus vehículos y pocas personas iban a pie. Pero resté importancia y opté por irme andando, algo que a menudo procuro. Sin embargo, cada vez disfruto menos o se me imposibilita más. Y entonces anduve… no menos de 5 minutos, eso sí.
Caminé por una avenida amplia, poco iluminada, sin contratiempos. Respiré aire puro e hice un inventario rápido sobre un proyecto que me da vueltas en la cabeza. Imbuido en mis cavilaciones crucé a la derecha, esta vez por una calle bien cuidada y con luces suficientes, pero poca marcha vehicular, y nada de presencia policial, lo que de pronto me extrañó pues por allí quedan las oficinas de Petróleos de Venezuela (Pdvsa). Apresuré el paso pues al final de la vía llegaba a mi destino, así que no era mucho pedir.
La mirada del miedo
Cuatro ojos puestos en mi mochila me levantaron sospechas y activaron mis alarmas tardíamente. Antes de que yo pudiera hacer un plan dos hombres a bordo de una motocicleta me impidieron seguir mi rumbo. Uno de ellos, el parrillero, obedeció la orden del conductor: “bájate, bájate”. Sus voces y sus caras permanecen inexorables en mi memoria corta. Yo no diría que se trata de dos maleantes con el crimen tatuado en la frente, más bien los describiría como dos “chamos” comunes, uno más alto que otro, uno con piel oscura y corpulento y el otro considerablemente blanco y delgado.
El que me asaltó fue el más pálido, llevaba puesta una gorra de béisbol y bermudas rojas, con franelilla de color hueso, probablemente. El otro que se quedó vigilante en su moto encendida, vestía jeans, desde los que se desenfundó algo que no pude ver si era realmente un cuchillo. Me miraron poco y sólo escuché “dámelo, dámelo”.
Pero en ese momento, no atendí a su insinuación, eché a correr, pero algo me detuvo en seco. Un arma apuntándome a la espalda me hizo volver, esta vez la voz del chico, que no superaba los 18 años, sonaba lúgubre: “párate marico o te mato”. Sus ojos hacían coro con su voz llena de odio. Luego entendí que de eso están creados: odio en forma de hombre, concebidos por la propia sociedad, han sido criados con la cultura de la muerte y la violencia… ellos a mí me ven como su enemigo, así que me resigné.
Hoy por hoy, pese a que luzca misericordioso, les tengo lástima, aunque defiendo la tesis de que bien pudieran buscar otros caminos para vivir dignamente. En ese instante no hubo tanta piedad, entregué mis pertenencias en medio de insultos y amenazas. Me atreví a formular una petición: “hermano, no me dispares”. Me empujaron, me pegaron un cachazo, por el que lancé un chillido ahogado. Apenas sentí dolor y minutos después no habían dibujado mayor línea sobre mi frente, y se burlaron sin permiso al son de la huida… Los vi desaparecer impotente, en medio de la soledad que te otorga semejante desafuero. Mi historia, afortunadamente, duró sólo 1 minuto. Quizá menos.
La vida se agradece a padres y a ladrones, por igual
A la fecha, aunque indignado, me sumo a los miles de testigos que han contado un tempestuoso episodio similar: “al menos estoy con vida”. Y eso fue lo que precisamente me dijo la policía cuando denuncié el hecho.
Yo, Eduardo Salazar, soy otra víctima más del hampa, y no es la primera vez. En total 7 veces he sido presa de la delincuencia en Venezuela en los últimos 10 años: cuatro atracos a mano armada, un arrebatón, un robo a mi domicilio y un secuestro forman parte de mi mala experiencia. Entonces, soy parte de la sociedad de los desahuciados de esta nación en la que año tras año, la cuenta de robos, atracos y asesinatos aumenta a sus anchas y nos reducen las posibilidades, a nosotros los ciudadanos, de ser felices, de estar en paz… o al menos, siquiera, de andar.
Post-data
Ahora que estoy en mi casa en Caracas, sin pasiones, puedo decir que sigo creyendo en este país y su gente. Cada uno debe dar una idea para rescatar la paz. Si no comenzamos ya, la crisis nos comerá, sin remordimientos. Y hablo de la crisis de valores. Esa es peor aún que la económica.
[Tomado de http://eltoque.com/blog/venezuela-cara-cara-con-la-violencia.]
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