Antón Fernández de Rota.
1.Más allá del obrerismo.
Dentro del anarquismo existieron y existen muy diversas
tendencias, muchas veces incluso irreconciliables. Tal es el caso del
liquidador neo-primitivismo (Zerzan, et al) frente al progresismo reformador de
Chomsky o el recientemente fallecido Bookchin, por citar un par de ejemplos.
Hay también vertientes radicalmente individualistas, inspiradas por el
excéntrico Max Stirner, que nunca se refirió a sí mismo como anarquista, pero,
sin duda, si una fue la mayoritaria esa fue el anarco-sindicalismo, una
corriente socialista (libertaria) fundada sobre la (crítica obrera) de la
Economía Política, crítica aunque dentro de ella
El anarcosindicalismo, hoy minoritario en algunos países
(EEUU), mayoritario en otros (España), sigue siendo una fracción muy importante
del movimiento. No cabe duda de que el anarcosindicalismo actual, por mucho que
siga refiriéndose al 1936 y que este acontecimiento continúe siendo central en
la constitución de su identidad, ya no es lo que fue. Muchas cosas han mutado
en su composición con el devenir de los tiempos y el cambio en las
subjetividades. Su discurso obrerista es casi el de siempre, su burocratismo
similar, pero la subjetividad de los sindicatos del siglo XXI ha cambiado. Ya
no es necesario un grupo como fue en su tiempo Mujeres Libres para combatir el
machismo interno, tampoco sería hoy necesario crear un colectivo gay con las
mismas intenciones anti-homófobas. De igual modo, la crítica de la retórica del
progreso, cínica o miope, tiene hoy el terreno allanado en muchas federaciones
locales y el ecologismo rezumba en casi todas ellas, mucho más que en sus
tiempos gloriosos. Sin embargo, la estrategia sindical, el fin de esa estrategia,
la forma de entender la revolución, el discurso economicista, el obrerismo y su
forma burocrática siguen siendo hoy sus santos y señas, marcas de fábrica que
poco ha sido lo que han cambiado. Poco o más bien nada ha mutado la percepción
que se tiene del papel que debería jugar el sindicato en el proceso
revolucionario. La idea sigue siendo crear un sindicato de masas que
progresivamente se vaya haciendo con el poder en el reino económico, hasta que
consiga derribar el estado. Sobra decir, y así nos lo hicieron saber los
planificadores de la sociedad futura en vísperas de la revolución (véase el
Congreso de la CNT de 1936), que en la vieja utopía anarcosindical las
estructuras del sindicato con todo su entramado adyacente (ateneos,
cooperativas de consumo, etc.) deberían ser quienes llevasen las nuevas riendas
sociales, o al menos así debería ser en la situación ideal, esto es, si en el
momento revolucionario el sindicato es omnipotente y no necesita pactar con
otras fracciones revolucionarias.
Lejos de quienes prematuramente quieren poner fin al
sindicalismo antagonista pronosticándole una prematura muerte, creo que éste
tiene todavía un papel que jugar. No será el rol comentado, qué duda cabe, pero
puede proporcionar al antagonismo un elemento interesante si consigue superar
ciertos lastres del pasado. Ante él, en este periodo post-obrerista de luchas,
se plantea la problemática del continuismo o la refundación, dos polos que no
son otros sino los de la musealización o su salto hacia delante, su aprehensión
de las pulsaciones de estos tiempos, y que requeriría su metamorfosis y
renacimiento como biosindicalismo.
No sería menos lo que habría que criticar a la otra fracción
del anarquismo actual, el habitualmente denominado “anarquismo autónomo”. En
él, en los últimos años, se ha vivido una frenética experimentación con las
ideas, si bien con una seriedad y profundidad más que precaria. Además, las
nuevas ideas e identidades políticas, si bien han contribuido a hacer de él un
devenir irrecuperable por las instancias de la dominación, también han
desembocado en políticas autodestructivas (tal sería el caso del insurreccionalismo),
posicionamientos identitarios aislacionistas o guettistas que no conllevan más
que un desempoderamiento del cuerpo anarco-autónomo. En este artículo se
defenderá que, si el anarquismo tiene hoy alguna utilidad de cara a transformar
el mundo de una manera revolucionaria, para hacerlo ha de reinventarse
completamente, aunque esto pase por dejar de ser lo que fue y lo que es.
2.Mundos post-89, galaxias post-68.
Una serie de golpes y contragolpes modelan la figura de
nuestro periodo post-obrerista. Distintos martillazos golpearon contra la
bandera roja por “un rostro más humano” en Hungría 1956 y en Praga 1968.
Definitivamente, la bandera fue derribada en 1989 y 1991. En los países
capitalistas hubo un momento común a muchos de ellos que fue especialmente
agresivo y radical a finales de los años sesenta.
La década de los 1960 no fue tanto el “nacimiento de una
contracultura” como la generalización y la refundación creativa de otra que por
debajo latía y se había configurado en los grupos de artistas (surrealistas,
dadá, etc.), estudiantes, bohemios, ciertos intelectuales y músicos al vapor de
las luchas sociales y el paulatino minado del puritanismo y ascetismo. El 1968
marca simbólicamente la eclosión multitudinaria de este flujo contracultural, singular
en cada territorio: casi insurreccional en EEUU desde la primavera del 1964,
posiblemente la localización antagonista más radical culturalmente hablando
junto con Holanda; especialmente conflictivos también los alemanes, franceses y
sobre todo los italianos, cuya rebelión se prolongaría hasta el final de los
setenta. Común a todas estas emergencias semi-globales (desde Brasil a Japón)
fue el rechazo ampliamente extendido del autoritarismo, las burocracias, el
vanguardismo marxista y su dictadura del proletariado. Los insurgentes, de
forma generalizada, apostaron por ideas y prácticas que los acercaban mucho a
las postuladas por las corrientes anarquistas: autogestión, asamblearismo,
políticas no-representativas y performativas, democracia directa, lucha
extraparlamentaria.
Las organizaciones clásicas del periodo obrerista, el
sindicato de masas y el partido obrero, entraron en una profunda crisis con la
proliferación de estos flujos de subjetividad, deseos e ideas. Una crisis de la
que ya no se recuperarían. En muchos lugares la crisis ya era manifiesta tiempo
antes. El horror de los crímenes estalinistas se hicieron definitivamente
públicos con la llegada al poder de Kruschev. Desde principios de los sesenta
el tedio que causaban las burocracias político-sindicales era ya patente. En
muchos países los sindicatos y partidos habían reformado sus políticas y se
habían acabado por entregar en los brazos de las formaciones estatales
capitalistas. 1968 fue el momento en que finalmente tales organizaciones se
mostraron no ya como un impedimento sino como enemigos abiertos de lo
revolucionario. Tanto en EEUU como en Francia como en Italia (en 1968 y 1977)
ejercieron de apagafuegos de las revueltas y como formaciones reaccionarias
frente la revolución cultural en curso. Tampoco el obrerismo que permanecía
antagonista supo, ni quiso, ni pudo actualizarse y recombinarse con esta
drástica mutación de la subjetividad antagonista, es decir, con sus nuevas
formas culturales, políticas y deseantes. Unos y otros no se entendían; no
obstante la contracultura y la nueva izquierda ponían en entredicho la primacía
de lo económico, su determinación económica de lo político-cultural. Los nuevos
rebeldes ponían en tela de juicio la idea del proletariado como el (único)
agente revolucionario. De hecho, y contra todas las previsiones obreristas, la
revolución no era llevado a cabo por la clase obrera en tanto clase, tampoco
ocurría en el momento de máxima tensión de las contradicciones económicas sino
en plena bonanza, en la “edad dorada” del capitalismo: sin darse las
“condiciones objetivas”, subjetivamente los revolucionarios construían sus
propias condiciones. Era el deseo con sus líneas de fuga y no las
“contradicciones económicas” el que las producía.
Estas fugas contraculturales del deseo se producían tanto
dentro de los sectores politizados como en los “apolíticos”. Los sindicatos,
los partidos, incluso una parte del movimiento estudiantil intentaron
“politizar” esta subversión y lo intentaron de la forma que tradicionalmente se
hacía: mediante la inmersión en la clase obrera, mediante la creación de una
identidad de clase trabajadora, “concienciándolos” dentro de la Economía
Política. Pero los nuevos rebeldes se escapaban de estas codificaciones
económicas: su lucha no era por otra economía sino por cambiar la vida entera,
por una afectividad, por una sexualidad, por una convivialidad, por un estilo
de vida y unos principios distintos, muchas veces incompatibles o contrarios a
los valores económicos. Se posicionaron radicalmente en contra de la ética del
trabajo y en contra del principio instrumental de la economía y defendieron la
sustitución de todo esto por una creatividad “artística” (“la imaginación al
poder”), una poietica no “productivista”. De ahí el enorme éxodo de los jóvenes
hacia fuera de las fábricas, lugar de referencia central para los partidos y
sindicatos de clase.
Con el rechazo al trabajo fordista y fabril los jóvenes
inventaban formas de vida y trabajo flexibles e intermitentes, alternando meses
de trabajo y meses de fiesta, viaje y experiencias personales y comunitarias.
Este éxodo del trabajo en la sociedad de (casi) pleno empleo fue un rechazo a
los viejos cánones fordistas en los que se inscribían tanto los burgueses como
los obreros (y obreristas) socialistas y anarquistas. El rechazo al trabajo fue
también un rechazo a cualquier forma de disciplina y rigidez. En oposición al
trabajo o al matrimonio de por vida se practicaban formas flexibles y
experimentales con las que combatir tales instituciones. “Cambiar la vida,
cambiar la sociedad” era el lema. Las revueltas contraculturales de 1967-68-69
ó 1977 fueron rebeliones contra la sociedad disciplinaria, contra el
panopticismo, sus exclusiones y sus normalizaciones: contra el matrimonio, los
psiquiátricos, la escuela y la universidad, la fábrica, la familia, etc. Todas
estas instituciones fueron cuestionadas a la vez que se hacía lo propio con las
dos formas disciplinares tradicionales del e inmanentes al antagonismo: el
partido y el sindicato.
Estas fracturas históricas significaron el fin del
proletariado en tanto “sujeto revolucionario”; marcaron el fin de la clase
obrera en tanto patrón-oro de las revueltas y las contradicciones entre la
dominación y sus antagonistas. Los sesenta significaron también la aparición
transversal de nuevos frentes de lucha que aún hoy permanecen vivos y abiertos,
susceptibles de derivas revolucionarias: el feminismo, el anti-racismo, el
pacifismo y el antimilitarismo, los jóvenes y estudiantes que reclaman la
palabra, los artistas rebeldes, los neo-utopistas (en okupas urbanas o
rurales), y más tarde el ecologismo, los indígenas, el movimiento gay, el
postfeminista y el queer. Todo esto forma collage con la subjetivización
obrera, que ya no es sino un componente más entre muchos sin la vieja
centralidad económica que subsumía bajo su monopolio el resto de las causas.
Todas ellas a partir de ahora no podrán más que aspirar a estar
transversalmente federadas sin primacía de una de ellas ni subordinación de las
restantes.
En el estado español la revuelta contracultural no tuvo la
misma repercusión que en otras partes. En la llamada Transición, aunque se
incorporó elementos, gestos, estilos y deseos contraculturales, aunque de
alguna manera impregnó todo, ésta fue minoritaria o de poca intensidad. Las
luchas que se iniciaron en los sesenta, hasta el final de los setenta seguían
teniendo una forma mayoritariamente obrerista. Incluso la lucha estudiantil,
que indudablemente incorporaba elementos muy distintos, lo era hasta cierto punto,
mucho más de lo que lo había sido la lucha de los estudiantes franceses o
alemanes del 68. También la centralidad subjetiva del movimiento asambleario de
la segunda mitad de los setenta era clásicamente obrerista, y en buena medida
por esto fue fácilmente recuperable por los partidos y sindicatos que
rápidamente se vendieron, como sus homónimos habían hecho en el resto de los
países. En el inicio de los ochenta ya estaba más que claro que esas
organizaciones no servían para nada; se habían pasado al otro bando y su
obrerismo ya no era más que un simulacro. Los sindicatos que permanecían
antagonistas y autónomos rápidamente perdieron el atractivo que por un breve
tiempo (resucitado fugazmente el fantasma de la guerra civil) tuvieron tras la
muerte de Franco. Más que el flujo inminentemente antagonista y creativo de la
contracultura lo que llegó fue su remasticación capitalista mediante el
espectáculo y el consumo, incluso esto fue así con la “movida” (madrileña y
televisiva). De todas maneras, el nuevo ciclo de luchas post-obrerista se
materializó en los años ochenta. Los partidos revolucionarios desaparecieron,
los sindicatos rebeldes se desinflaron y la innovación movimentística provino
continuamente del lado de las políticas autónomas post-obreristas: el
movimiento contra la OTAN y el antinuclear hasta el 1986, la insumisión al
ejército (hasta el 2000), las marchas contra el paro y la pobreza en los
noventa, la okupación desde mediados de los ochenta hasta hoy, el movimiento de
los centros sociales que los entienden como nueva territorialidad política, los
movimientos “anti”-globalización, las multitudinarias manifestaciones contra la
guerra, etc.
3.La contrarrevolución.
La polinización de los antagonismos contraculturales y
anticoloniales sobre el campo global provocó a nivel mundial lo que los
“científicos sociales” llamaron en los setenta “la crisis de gobernabilidad”, o
como la llamaría alarmado Samuel Huntington en el 1973 en un informe para la
Comisión Trilateral: “el exceso de democracia”. La respuesta fue un movimiento
de huída, recuperación y ofensiva hacia el neoliberalismo y el capitalismo
cognitivo, en el cual cobraba especial importancia el trabajo inmaterial y los
flujos desterritorializados de capital financiero global. Al mismo tiempo perdían
poder el estado y las organizaciones obreras.
Para aplastar el levantamiento antagonista se recurrió a la
represión física (especialmente en el 1977 italiano), al aumento salarial y
también a la movilización de la población reaccionaria (como hizo De Gaulle en
Francia). Se recurrió a la cultura del miedo reconstituyendo un deseo
cancerígeno (preso del pánico) por medio de la subjetivización a través de la
“amenaza comunista” (especialmente en EEUU, pero no sólo allí) y también
mediante la subjetivización en la estética y los mundos producidos por el
espectáculo. De la sociedad disciplinaria se pasó a la sociedad de control.
A pesar de la represión y los modos de subjetivización, si
no fuese por toda esa enorme masa de ciudadanos a los que les irritaba la
contracultura y la izquierda, el movimiento no se abría podido parar. Pero una
vez movilizada la población reactiva, tras la desarticulación de los
movimientos los gobiernos y las empresas se encontraron con otro problema nada
despreciable, por lo demás imposible de eludir: la radical transformación de la
subjetividad, cultural y deseante, no afectaba solamente a los sectores
insurgentes sino a capas sociales mucho más amplias. El cuestionamiento de las
viejas instituciones disciplinarias y normalizadoras era algo mucho más
general: desde la fábrica a la sexualidad, desde la familia a la escuela y el
estado. La respuesta a esta subjetividad suave, flexible, creativa,
anti-laborista, hedonista e indisciplinada fue el neoliberalismo y el
capitalismo cognitivo. Fue una innovación reactiva o más bien una
rufianización, como prefiere llamarla Suely Rolnik. Esta rufianización captaba
e instrumentalizaba lo que inventaron las subjetividades en los sesenta y
setenta, innovaciones que, como decíamos, ya venían de atrás, desde los dadá y
los surrealistas e incluso antes. El capitalismo cognitivo instrumentalizó sus
formas de vida, deseos, creencias e ideas. El trabajo intermitente y flexible
pasó de ser una línea de fuga contra el fordismo a convertirse, en el postfordismo
neoliberal, en un mecanismo de control sobre la psique y el cuerpo; se
metamorfoseó en precariedad. La innovación artística fue capturada y vendida
como pop art, como en la obra de Andy Warhol. Frente aquello que los
dispositivos capitalistas ya no tenían capacidad de combatir porque poseía
mayor poder de seducción que el propio capitalismo, tal fue el caso del
feminismo y puede llegar a serlo del movimiento gay hoy, la cultura hegemónica
terminó por ceder pero institucionalizándolo y desarmándolo de sus deseos más
revolucionarios. La maquinaria de la Sociedad del Espectáculo caminaba
arrasando las singularidades formadas desde “abajo”, y creaba mundos
perceptivos con forma maniaco-depresiva: por un lado la disciplina del
terror-odio (al comunismo, al Islam, al terrorismo en general, al paro o no
renovar el contrato); por el otro lado, creaba mundos apoteósicos, simulaciones
publicitarias de una sociedad de “consumidores felices”, vidas excitantes,
exuberantes o elegantes, dinámicas o misteriosas y sensuales inscritas como
cuerpo simbólico-deseante sobre los productos y sus marcas.
Las tecnologías de la gobernabilidad (desde la precariedad
laboral a la Sociedad-Espectáculo, pasando por la cultura del terror) recrearon
el mundo. Pero muy al contrario de lo que parecía deducirse de los análisis
frankfurtianos y situacionistas, los dispositivos materiales y culturales
capitalísticos no pudieron ni pueden recrearlo a su antojo ni a su imagen y
semejanza. De la misma manera que la reestructuración neoliberal y cognitiva
del capital fue el resultado de la crisis provocada por las transformaciones
subjetivas de la multitud, que le obligó a reinventarse y le delimitó los
límites de su movimiento de respuesta posible, con la producción del
espectáculo pasa lo mismo. De hecho, el capitalismo espectacular se fue
forjando a través de todos los cambios operados en las décadas anteriores a su
irrupción. Al margen de las cuestiones tecnológicas, la industria pornográfica
no podía haberse extendido si no fuese por el continuo minado de la moral
victoriana (creció a la par que ésta implosionaba); por mucho que las
tecnologías de la comunicación progresasen, la industria musical no se hubiese
revolucionado en los sesenta si no fuese por la invención de la juventud, que
ha su vez no sería nada sin las fugas producidas en las décadas anteriores
(especialmente con las músicas negras) y que finalmente dio lugar al rock y
luego al pop, el punk, etc. Pensar las innovaciones culturales, económicas o
tecnológicas como algo reducido a la productividad de las elites es
mistificarlas por endiosamiento. El funcionamiento del capital bien pudiera ser
a la inversa, es decir, producir a través de la captura de la cooperación de
cerebros que se da en su afuera, reempaquetando y resignificando lo que vende a
aquellos mismos que inspiran y hacen posible lo que compran. Este reempaquetaje
y esta resignificación es la función más íntima del marketing y por eso existen
los estudios de opinión y de mercado: necesitan que la multitud hable, sino estarían
ciegos y sordos y les resultaría muy difícil vender algo.
La captura y reempaquetación del devenir contracultural, la
nueva ofensiva capitalista tuvo funestas consecuencias. Las distintas luchas
sociales que se han sucedido desde entonces ponen de relieve el malestar que en
cada uno de los aspectos de la vida y los territorios provoca esta nueva
ofensiva. La emergencia del Movimiento de Seattle las puso todas de manifiesto,
todas a la vez y a un tiempo en el mundo entero. Sin embargo, no sólo han sido
negativas las consecuencias de estos procesos de desterritorialización
antagonista, captura y reterritorialización capitalista. El efecto más
llamativo de estas fugas y reempaquetaciones del mundo, geopolíticamente
hablando, fue la crisis en la que sumieron a las dictaduras. Una por una fueron
cayendo, tanto si se trataban de regímenes derechistas (los coroneles griegos,
Pinochet, Franco, Portugal, Argentina) como izquierdistas (a partir del 1989).
En otras zonas, en cambio, el “fascismo” avanzó. Si el gusto por la diversidad
transcultural y la ética anti-imperialista hubiese triunfado totalmente, si no
se hubiese producido la contrarrevolución neocon, es muy posible que el
integrismo capitalístico-cristiano y sus prácticas sanguinarias no hubiesen
provocado la fundamentalización islámica de otras regiones. Aún así, si no
fuese por la transformación operada en los cerebros la situación del actual
Estado de Excepción Global sería mucho más crítica. Las subjetividades suaves,
amantes de la diferencia y pacifistas son hoy la primera línea del frente
contra la barbarie bélica de los nuevos cruzados: en el 2003 ellas, en su
devenir global, movilizaron a un tiempo a millones de personas contra sus
gobiernos o los otros gobiernos occidentales que comandaban la carnicería en
Irak.
No pocos obreristas consideran que tal mutación de la
composición antagonista fue una verdadera catástrofe, pues liquidó las
“verdaderas” formas de lucha revolucionarias (es decir, proletarias) y con
ellas las garantías sociales que había logrado. Según este tipo de
interpretaciones, sería por culpa de la contracultura que lo que se conquistó
con el wellfare state se perdió en el nuevo workfare world. Los izquierdistas,
sociólogos y politólogos anclados en las viejas formas dialécticas y políticas
clásicas no son capaces de comprender las nuevas formas de conflicto, de igual
modo que no se dan cuenta de que lo que realmente acabó con el obrerismo no fue
ninguna antitesis externa sino la propia fuerza de la diferenciación inmanente:
fueron los propios obreros los que implosionaron el obrerismo. El obrerismo
desearía que la gente fuese por siempre proletaria, al menos hasta el momento
de la llegada de la revolución social. Lo desea pues sin esta condición no se
puede cumplir su programa: la revolución proletaria a través de la agudización
de las contradicciones económicas. Sin embargo, el propio movimiento obrero,
con las conquistas que consiguió (ya fuese directamente a través de reformas o
indirectamente a través de la presión de las tétricas “revoluciones victoriosas”),
fue él mismo quien se liquidó en tanto proletariado, cumpliendo el sueño
marxista en el mundo capitalista del funcionariado wellfare.
La liquidación y crisis del obrerismo fue provocada por él
mismo, desde dentro. La emergencia contracultural lo que hizo fue librarse de
un plumazo de ese caparazón pútrido, asestarle el golpe de gracia a un
organismo irremediablemente moribundo. Estos revolucionarios no acabaron con el
wellfare state, aunque cierto es que tal formación fordista no la querían para
nada, sino que combatieron creando nuevas posibilidades, transmutando la
subjetividad en vectores radicalmente revolucionarios y todavía no
explosionados. Como decimos, si no hubiese sido por ellos las décadas que los
siguieron hubiesen sido mucho más intolerables. También han creado
posibilidades para nuevos combates, un potencial revolucionario nada
despreciable.
El devenir capitalista de los últimos dos siglos ha creado
una eco-crisis suicida, cuando no apocalíptica, pero la generalización de la
subjetividad-verde (más que marginal hasta los años 1970) significa un rayo de
esperanza, si es que conseguimos revolucionarla y agenciarla con el resto de
las fugas. Sin una subjetividad-verde, que duda cabe, la especia humana estaría
irremediablemente condenada a una extinción prematura. Las luchas de las
mujeres, de los gay y queer han conseguido visualizar la sexualidad y el género
como vectores en los que se cristaliza la dominación, territorios de lucha tan
importantes como cualquier otro. El devenir migrante global nos recuerda que
sigue existiendo un colonialismo en esta era postcolonial y vuelve a poner en
crisis la gobernabilidad del estado-nación y su exclusión fronteriza. El
radical rechazo de la ética del trabajo (el trabajo como dignidad, como valor
en sí mismo) y la revalorización del placer (desestigmatizándolo) posibilita
transformaciones en la vida y contra los principios burgueses de la Economía
Política mucho más revolucionarias que las que se podían haber logrado a partir
de las enunciaciones del viejo obrerismo en sus “años gloriosos”. Éste, en el
plano ético-vital, no era sino una imagen-espejo del puritanismo burgués (igual
de ascético, panóptico, disciplinario y productivista).
Más allá de los pesim-ismos claudicantes y de los
hundimientos en tierra cual avestruz (“nada nuevo bajo el sol, yo sigo como
siempre con la verdad”), lo importante es seguir de cerca el fluir de los
cambios y beber de sus emanaciones; discernir las posibilidades y “las
oportunidades no realizadas que duermen bajo los pliegues del presente”, sin
nostalgia del mundo obrerista desvanecido y combatiendo no ya al viejo enemigo
sino al nuevo. Si el post-anarquismo ha de ser algo, ha de ser una política de
la experimentación que nunca se deje atrapar en las “verdades” ni en las formas
acabadas. De ninguna otra manera se puede ser revolucionario. ¿Acaso hay un fin
de trayecto en el itinerario de la caravana revolucionaria? Ninguna parada
tiene por nombre “revolución”, pues la revolución es precisamente lo contrario
a cualquier parada.
4.Dentro de la bestia.
Para poder seguir la variabilidad de lo humano y sus
posibilidades, para abrazar la diferencia y las políticas de la experimentación
el anarquismo debe librarse del lastre decimonónico que en buena medida aún
pesa sobre él, tanto en los sectores obreristas como en aquellos, por llamarlos
de alguna manera, autónomos.
Si una de las grandes corrientes socialistas fue
revolucionaria para sus tiempos, en el momento de la 1ª Internacional, esa fue
la anarquista. El comunismo marxista, que con bastante fidelidad implementó en
Rusia Lenin, era la perfecta imagen exagerada del primer capitalismo
industrial; en concreto, del capitalismo de guerra alemán de cuyos trust estaba
Lenin enamorado. El panopticismo bolchevique, su arte monumental, sobrio e
industrial, su culto stajanovista a la ética del trabajo fueron la exageración
del mundo contra el que se debiera alzar. Lo cierto es que tanto el marxismo
como el anarquismo obrerista estaban dentro de la familia de enunciados que la
burguesía industrial había creado como su propia marca identitaria a finales
del siglo XVIII y principios del XIX, diferenciándose de las doctrinas
económicas de los mercantilistas y los fisiócratas. En efecto, el concepto de
clase fue una innovación axial de las doctrinas burguesas, de hecho una pieza
axial de su discurso; con tal concepto se diferenciaba de la aristocracia. En
general, el socialismo más que una revolución teórica fue una reforma de las
doctrinas burguesas. Como el propio Marx admitía en sus escritos del 1844, de
lo que se trataba era de tomar todos los conceptos burgueses, aceptar su lógica
y llevarla a su última consecuencia. Si la Economía Política, al menos desde
Ricardo, interpretaba lo que conceptualizaba como “trabajo productivo” como el
fundamento de todo valor y si además ésta quería agenciarse con la idea
ilustrada de justicia, en tanto matematización moral, la última consecuencia
del pensamiento de la Economía Política, decía Marx, debía ser el reintegro de
la plusvalía (un concepto de Sismondi) a la clase trabajadora, al proletariado
(otro concepto de Sismondi). El socialismo en lugar de crear nuevos mundos
perceptivos se limitaba a redireccionarlos, conservando sus valores y su moral.
Esta era una de las razones por las que Nietzsche concluía que los socialismos
(marxista y anarquista) eran resentimientos: un re-sentimiento de las ideas y
valores del amo.
En lugar de entender la vida en su conjunto como instancia
productiva y el concepto de trabajo como una captura de la misma, el socialismo
se limitaba a reproducir la lógica económica y la universalizaba: el
materialismo histórico no es otra cosa que el arte de subsumir el pasado y toda
la posibilidad futura en su presente burgués, interpretando la historia como
una dialéctica de la economía y silenciando la multiplicidad y la diferencia
bajo el manto del positivismo del cual no podía escaparse (“siempre hubo
trabajo, siempre producción, siempre medios de producción”, aunque nadie
hubiese pensado ni organizado su sociedad en estos términos antes). En la
metafísica de Marx y Engels, la interpretación que la burguesía había elaborado
se convertía en idea universal y también en la determinante del resto de los
deseos y códigos (determinismo económico; determinación por la infraestructura).
De esta manera, los socialismos no podían devenir en una crítica total ni
siquiera a través de su concepto de explotación pues la plusvalía no es sino
una parte pequeña de ésta; si la “explotación” tiene sentido lo tiene como
forma de captura extra-económica. Lo que explota el capitalismo no es sólo la
plusvalía del “trabajo” sino la creatividad de la vida en su conjunto. Si la
explotación tiene sentido lo tiene entendida como bioexplotación.
Tan sólo unos pocos pudieron crear mundos políticos fuera
del zeitgest burgués; hasta cierto punto tal fue el caso de excéntricos como
Stirner o Fourier. Ahora bien, aún así, aún sin poder escapar de los enunciados
de la Economía Política, el anarquismo consiguió desarrollar una crítica
parcialmente revolucionaria al radicalizar ciertos principios ilustrados (como
el de la igualdad y la democracia) y al rechazar de manera radical otros (como
el concepto de soberanía). Sus rechazos e innovaciones consecuentes,
agenciados, dieron lugar a una singularidad política. Su rechazo a la soberanía
como forma de gobernanza, su rechazo a la forma/estado, a la política
representativa, a no pocas formas de autoritarismo y dominación formaron un
nuevo terreno discursivo que, además, felizmente se imbricó con lecturas de la
historia más abiertas que las de la teleología marxista, al estudiar la
historia también desde “abajo” y en positivo (el papel en el cambio social del
“apoyo mutuo” en Kropotkin, por ejemplo). Este anarquismo, junto con el
utopismo que preconizaba la revolución aquí y ahora (especialmente el de
Fourier y sus falansterios pasionales) y aquellas otras líneas de fuga
proto-ecologistas, feministas y alocados (de Stirner a Nietzsche o entre-siglos
Alfred Jarry) fueron la verdadera contracultura de la segunda mitad del XIX.
Fueron estos innovadores, que habitualmente entretejieron su diferencia
antagonista desde el romanticismo, los que crearon los nuevos mundos posibles y
alternativos al mundo capitalista-burgués-puritano-disciplinario. Formaron
nuevos universos subjetivos susceptibles de ser imaginados, deseados y
materializados.
5.Contranatura. En defensa de la aberración.
El anarquismo posterior, el del primer tercio del siglo XX,
fue una galaxia frenética de experimentación constante con las ideas, las
formas de vida y las distintas filosofías. El proto-ecologismo encontró en este
medio, aunque fuese en sus márgenes (naturistas, naturalistas y salvajistas),
un terreno fértil. De la misma manera lo encontraron las distintas filosofías o
las políticas del “amor libre”. Empero, la mayoría seguía siendo obrerista y
positivista, firmes creyentes de la Verdad de la Ciencia, el Progreso y el
proletariado como “objetividad” revolucionaria. Un buen ejemplo de esto sería
el caso de las famosa y doctrinaria Escuela Racionalista de Ferrer y Guardia.
Como en el anarquismo decimonónico, en este anarquismo se entrelazaban los
anteriores vectores revolucionarios con los vectores más reaccionarios: el
dogmatismo cientista y el positivismo, la sumisión al pensamiento de la
Economía Política, la subsumición de las luchas en el sujeto-proletariado. Por
supuesto, debemos tener en cuenta la contingencia: las cosas son más o menos
reaccionarias o revolucionarias según su contexto; una vez han cambiado los
tiempos, estas articulaciones reaccionarias hoy lo son doblemente.
Más tarde, con la explosión contracultural de los 60/70
algunos anarquistas intentaron estar a la altura de los tiempos y lo
consiguieron; tal fue el caso de Paul Goodman. No obstante, la mayoría seguían
fieles a un “anarquismo clásico” fundamentado, además de en lo económico, en
otras dos cuestiones que es necesario no dejar sin criticar: (1) cierta
concepción occidental y universalista de la naturaleza humana y (2) un
moralismo que tal cosmovisión lleva implícito. Se trata de una posición
epistemológica que aún hoy, tras el paso y la asimilación de tantas otras ideas
igual de humanistas (especialmente freudo-marxistas y situacionistas), igual de
ilustradas, sigue siendo mayoritaria entre los activistas y teóricos
libertarios, todavía sujetos a esa metafísica de raigambre platónica, kantiana
y hegeliana, ilustrada y a la vez cristiana; moderna, demasiado moderna.
Generalizando, el anarquismo clásico partía de la idea que
había construido la Ilustración sobre la naturaleza humana. Era según esta
naturaleza, una y eterna, que existía un bien y un mal universal, más allá del
tiempo y más allá del espacio. Como brillantemente entendió Stirner, lo que
hacía la ilustración y el socialismo no era otra cosa que matar a Dios para
colocar en su lugar otro juez igual de trascendente, abstracto y supremo. A
este nuevo dios secular lo llamaron “la Humanidad”. El juez trascendente
humanista descendía de la montaña con las tablas del dogma bajo el brazo,
dictando la moral no ya por mandato divino sino por su correlato secular: la
naturaleza, las necesidades, los derechos naturales. El problema, protestaba
Stirner, es que la Humanidad abstracta no existe, es sólo un fantasma. Su
planteamiento era demasiado solipsista como para poder aprehender la poietica
de las relaciones que se dan entre los cuerpos y seguía demasiado apegado a la
concepción cartesiana del sujeto, pero de alguna manera en su rechazo a Hegel
se volvía contra el universalismo, la normalización y, como más tarde harían
Nietzsche, Deleuze o Foucault, afirmaba la diferencia (la unicidad de los
cuerpos), la voluntad y también cierta multiplicidad (aunque fuese entre
sujetos-Uno). Stirner colocaba en el centro de la política el goce, la voluntad
y el deseo y no ya la moral o la ley de la naturaleza humana. “¡Dios ha muerto!
¡Matemos ahora al hombre!” –Gritaba.
Aunque de una forma muy diferente, esta sensibilidad por la
multiplicidad y su contingencia será la que retomen los teóricos
postestructuralistas surgidos del agenciamiento de enunciados, creencias y
deseos de los años sesenta y setenta. Para los post-estructuralistas tenía una
importancia capital el estudio de lo que para cualquier política de la
experimentación debe ser primordial, esto es, el estudio de la producción de
(nuevos) enunciados, la producción de mundos perceptivos y mundos vividos
diferentes. Esta cuestión es clave para cualquier política revolucionaria: ¿Qué
otra cosa es la revolución sino producir nuevos agenciamientos sociales,
deseantes y culturales? Lo reaccionario es siempre aquello que se opone a lo
revolucionario, y por tanto a aceptar que puede haber distintos planteamientos
más válidos y que algún día, alguna vez, han de producirse otros que funcionen
mejor que los primeros. Atendiendo a este estudio de la diferencia los
postestructuralistas deconstruyen los universales, la moral o Juicio de Dios.
La moral es siempre reaccionaria. Es aquello que estipula
qué es el bien y qué el mal, qué lo natural y qué lo contra-natura, qué lo
normal y qué lo aberrante, y lo fija y nos atrapa en este encorsetamiento a
través de las ideas trascendentes. Se puede decir que esto o lo otro es bueno o
malo para conseguir tal o cual cosa que se desea, pero esto ya no sería un
juicio moral sino funcional (a esta pragmática la llamaremos ética política).
Partir de esta ética será la postura que defenderían, si bien de distinta
manera y con distintas conclusiones, Stirner, Nietzsche, Deleuze y tantos
otros. La moral, en cambio, no se expresa en estos términos. Para ella hay un
Bien y hay un Mal independiente de los deseos de unos y otros, como también hay
unos “intereses objetivos” independientemente de los deseos y subjetividades de
los “interesados” (por ejemplo: el interés de la clase obrera sería
objetivamente contrario al de la capitalista). El peligro en este tipo de
pensamiento es evidente. Cuando el problema se plantea en términos de verdad
esencial (moral o “intereses objetivos”) ya no es necesario atender a los
deseos de los implicados. Por el contrario, cuando uno se aproxima a la
realidad desde una ética-política construccionista uno puede comprender que los
“intereses objetivos” son siempre subjetivos, que un obrero por mucho que sea
obrero si desea el fascismo su interés real (subjetivo) descansará en la
patria, el führer, etc. Un deseo cancerígeno, que aplasta los del resto y en
última instancia un deseo suicida que destruye el propio cuerpo deseante, pero
un deseo, no ideología ni “falsa conciencia”.
En virtud de los absolutismos de la verdad, pensando que lo
que uno entiende por los “intereses objetivos” han de serlo para todos, se está
allanando el camino para que prolifere el micro-fascismo dentro de los propios
revolucionarios, como el fue el caso del nuevo despotismo ilustrado soviético.
Cuando se entiende que los intereses son el resultado de una creación
subjetiva, cultural y deseante, el problema ya es otro: buscar las formas de
hacer más gozoso el deseo y la cultura, crear los más deliciosos intereses,
para uno y con el resto. De la lógica absolutista de la verdad pasamos a la
lógica relativista del diálogo.
El absolutismo epistemológico de los “intereses objetivos”
es siempre una subjetivización autoritaria que fácilmente puede desembocar en
dramáticas situaciones, por mucho que quien lo defienda se considere a sí mismo
un revolucionario. En virtud de lo natural (el bien, la verdad) los estados
marxistas decidieron que la homosexualidad era contra-natura (un mal producido
por la decadencia burguesa) y la persiguieron por el bien del “interés
objetivo” revolucionario; incluso los naturistas libertarios solían coincidir
en considerarla contranatura. Por supuesto, los anarquistas actuales consideran
que no hay nada malo en la homosexualidad, y la mayoría piensa que no hay en
ella nada contranatura. La esencia humana, su naturaleza, como la naturaleza
del dios bíblico que primero moralizaba la Ley del Talión y más tarde la de la
otra mejilla, cambia. Tal contingencia no puede sino hacernos sospechar que
realmente todos somos “aberrantes” y que la moral es una trampa de la que nos
debemos librar.
También los anarquistas cambian, pero el problema persiste.
El problema es epistemológico. En parte se explica por esto el carácter
reactivo (no confundir con reaccionario) del anarquismo en las últimas décadas.
Reactivo porque salvo raras excepciones no es capaz de producir nuevos
discursos ni de innovar prácticas políticas. Salvo cuando los grupos se
recombinan con otras experiencias no-anarquistas suelen ir a la zaga de lo que
por otro lado se desarrolla, ya nos estemos refiriendo a las nuevas
elaboraciones teóricas como a las actualizaciones combativas frente a los cambios
sociales. Del papel (co)protagonista que jugó hasta la década de los treinta en
la segunda mitad de siglo XX y principios del actual ha pasado a ser un
observador del cambio, un actor reactivo. Las excepciones son escasas. En el
plano teórico poco fue lo que aportó durante los sesenta, quitando Goodman (y
el afín Ivan Illich) casi nada. La contribución de Bookchin con su ecología
social fue importante en los primeros años setenta, cuando empezaba a
proliferar la vírica subjetividad-verde, pero, al igual que los obreristas,
durante las tres décadas siguientes su pensamiento se quedó petrificado en las
formas evolucionistas, universalistas y moralistas que las teorías
revolucionarias de este periodo estaban haciendo saltar por los aires. Tan sólo
ahora, con el nuevo milenio, la “intelectualidad” anarquista comienza a
desplegar líneas reactualizantes (el caso del postanarquismo en los últimos
años u otros anarquistas recombinantes como los del antropólogo David Graeber o
Andrec Grubacic), también han surgido una ristra de nuevos discursos, con más o
menos fortuna, que expresan el deseo de llegar a algún lugar distinto (el
post-izquierdismo de la revista Anarchy, las teorías primitivistas de Zerzan o
las más interesentes narraciones semiótico-autónomas de Hakim Bey, todas ellas
desarrolladas desde los años 1980)
En el plano político la fracción del movimiento
contracultural o autónomo se mostró más dinámico. Estuvo en la primera fila del
movimiento okupa y de los centros sociales, y participó (también aquí los
sindicalistas) desde el inicio en el movimiento insumiso contra el militarismo
o en caleidoscópico movimiento alterglobalización. Sin embargo, el obrerismo en
su propio terreno, en la lucha laboral, no ha sido capaz de innovar
absolutamente nada. Por él ha pasado inadvertido el cambio de la sociedad
industrial a la postindustrial (donde los obreros industriales se reducen al
20-25% de la mano de obra); también pasó inadvertido el cambio del capitalismo
centrado en la producción material a este otro donde lo inmaterial cobra
especial relevancia. La precarización, flexibilización y temporalidad del
trabajo es algo que no ha sabido encajar -por cierto, una gran oportunidad para
los sindicatos antagonistas, pues el mundo flexible es mucho más difícil de captar
por los sindicatos capitalísticos. Sólo ahora empieza el anarcosindicalismo a
intentar abordar el problema, con escaso éxito y cuando ya llevan varios años
actuando y visibilizando la nueva situación otros movimientos sociales
(biosindicalistas). Las distintas movilizaciones y acciones para visualizar los
problemas que van surgiendo (el movimiento de parados, las marchas contra la
pobreza, el May Day de los precarios) son siempre elaboradas en otros lugares
que les resultan demasiado lejanos y su lenguaje y formas demasiado extrañas,
casi incomunicables. De todas maneras, las grandes “luchas” económicas cada vez
se dan más en un espacio distinto del sindical. Cada vez más las grandes luchas
contra el trabajo se realizan fuera de los lugares de trabajo y los espacios
sindicales. Cuando el trabajo es tan temporal la huelga pierde gran parte de su
operatividad. Las luchas contra el CPE francés, luchas de la multitud
organizadas transversalmente en forma/red, muestran un camino distinto, tal vez
el mejor que quede una vez que la huelga general ha sido completamente
integrada y espectacularizada en la connivencia de las grandes centrales
sindicales con la patronal y el estado.
Este agarrotamiento intelectual, la aferración por otra
parte a una filosofía asentada sobre las bases platónicas e ilustradas
claramente en desventaja para aprehender las mutiplicidades y para producir
innovaciones (debido a la rígida y reificante losa de las esencias, las ideas
absolutas y las naturalezas abstractas), unido a un apego no menos fatal a la
mítica de un pasado glorioso que imposiblemente se intenta resucitar y que
sanciona el presente bajo los términos del pasado, así como el excesivo
atrincheramiento dentro de unas políticas identitarias no menos rígidas,
esenciales y (auto)excluyentes, todo esto junto, digo, ayuda a explicar la
pérdida del carácter activo de la corporalidad anarquista, anarcosindicalista o
anarco-autónoma, su prominencia reactiva, especialmente en los sectores
obreristas donde todo esto es especialmente agudo. Los sectores
autónomo-contraculturales, ávidos por nuevas ideas y descontentos con las
heredadas (como muestra la continua proliferación en los últimos tiempos de
tendencias y etiquetas) parecen hablarnos de este espacio como una localización
más propicia para las políticas de la diferencia y la experimentación; un lugar
que en su ruptura con el pasado obrerista, si consigue romper con su purismo,
su guettismo y su pasado sesentista todavía demasiado pegado a los conceptos
morales y universales, puede configurarse como un actor prometedor dentro del
“jardín de las peculiaridades” post-obreristas pero también post-situacionistas
y post-freudomarxistas.
...
Durante más de un siglo la antropología ha traducido a
nuestra cultura muy distintos tipos de sociedades, sexualidades, políticas,
estilos de vida, creencias, ideas, formaciones deseantes, relaciones
culturales. A través de esta comparación de la diferencia, haciendo hincapié en
la contingencia de aquello que etnocéntricamente considerábamos “natural”, “biológico”
o “universal” ha ido minando no pocos de los dogmas occidentales. Ha mostrado
cómo los géneros eran construidos culturalmente, incluso el sexo puede ser
producido (como observamos hoy con el devenir transexual). La antropología,
también la historia cultural y social, nos han mostrado infinitos mundos
posibles y diferentes: sociedades sin estado que tiraban por el suelo el mito
hobbesiano, cazadores-recolectores sin jefaturas, sociedades donde no tenía
sentido los conceptos occidentales de propiedad privada, mercado, trabajo,
producción, economía, sociedades con no ya dos géneros (masculino y femenino)
sino con tres o cuatro, sociedades del potlach, del don, poligínicas,
poliándricas, etc.
En las últimas cuatro décadas han proliferado los estudios
sobre los cambios en las mentalidades en la historia cultural, también estudios
sobre el cambio de los paradigmas científicos que ponen el énfasis en la
contingencia de la interpretación científica de la realidad, en como se
desmorona un día cosas que parecían tan evidente como que la tierra era plana o
la verdad supuestamente indiscutible de la física newtoniana. “Nada permanece,
todo cambia” –Siempre. Los postestructuralistas, especialmente Foucault, han
desarrollado geniales estudios sobre la aparición y la producción de los
enunciados sociales. Foucault estudió cómo a finales del XVIII se crea
definitivamente la distinción entre locos y sanos y cómo los primeros fueron
encerrados; cómo las teorías gramaticales, económicas y biológicas formaron
grupos de enunciados entrelazados que expresaban la mentalidad en un momento
para variar completamente en el siguiente; cómo se construyó aquello que
llamamos hoy sexualidad, cómo con ella se constituyó un biopoder sobre los
cuerpos y se diferenció científicamente entre sexualidades sanas o normales y
otras perversas, enfermas o aberrantes.
El anarquismo ha vuelto la mirada hacia la antropología con
entusiasmo: Zerzan, Bookchin, Hakim Bey, David Graeber, etc. Los estudios
etnográficos de las sociedades sin estado eran muy útiles para la crítica
anarquista de esta institución, en el caso de Bey lo era también para criticar
el occidentalismo, para Zerzan lo es para rechazar el mundo actual en su
totalidad. En cuanto al postestructuralismo, al margen de unos pocos postanarquistas
como Newman, May, Colson o Call, para la gran mayoría de los anarquistas es
completamente desconocido, y quien lo conoce ligeramente lo rechaza
prejuiciosamente (“¡Postmodernismo nihilista, para ellos todo vale!”). Pero es
sintomático que en la academia halla tan pocos simpatizantes con el anarquismo,
un hecho que no se puede explicar por el carácter más que minoritario del
movimiento o por su crisis o por la crisis general de la izquierda. Argumentos
como estos son elusivos, cuando no justificaciones vanas. En el anarquismo
prima un cínico anti-intelectualismo que lo vuelve especialmente poco atractivo
para los ámbitos “intelectual” y universitario. Se trata de una retórica cínica
porque realmente se excusa en el anti-intelectualismo para que no se pongan en
duda sus a priori. De hecho, sus propias ideas, obreristas o contraculturales,
son también “intelectuales”; son conceptos elaborados entre otros por
economistas, freudianos, freudo-marxistas, y que se han popularizado. Todos
nuestros conceptos un día fueron difícilmente comprensibles, tal vez
excéntricos, poco o nada populares. Tal vez pronto llegue el día en que los
enrevesados conceptos postestructuralistas sean tan populares como el concepto
económico de plusvalía, la conceptualización freudomarxiana de la alienación,
el concepto freudiano de la depresión.
Si el anarquismo quiere ser revolucionario tendrá que
combatir la moral allí donde esté –incluso dentro de los grupos anarquistas. Si
quiere volver a ser un cuerpo potente, en el sentido spinoziano de “creador de
sí”, “activo” en cuanto creador de valores (Nietzsche), tendrá que superar el
resentimiento y experimentar con políticas y también epistemologías capaces de
aprehender el devenir y reinventar los mundos: entregarse a la creación de los
plurales y la creatividad de lo plural, situándose para ello en la contingencia
y desmitificando las naturalezas universales y las esencias trascendentales.
Los nihilistas pasivos, decía Nietzsche, son aquellos que como los
(anarco)nihilistas rusos del XIX eran capaces de decir no al Juicio de Dios,
que le daban muerte pero que no eran capaces de crear nada en su lugar. Los
nihilistas activos, por el contrario, dando muerte a Dios abrazaban el eterno
retorno de la diferencia para crear y afirmar la vida, que no puede ser otra
cosa que diferenciación inmanente. El anarquismo debe ser un nihilismo activo
que cree y afirme las “pasiones alegres” del cuerpo (Spinoza) entendido éste
como algo no dado sino como algo a construir y con lo que hay que experimentar.
“Nunca se sabe de lo que es capaz un cuerpo”.
6.Línea de fuga: acontecimiento, diferencia y exceso.
Hemos redefinido la revolución como la creación de líneas de
fuga que agencia nuevos estilos de vida, relaciones sociales, ideas y
formaciones deseantes. De tal manera, la revolución siempre es el fruto de un
acontecimiento, entendido éste no ya como la resolución de los problemas (como
con el paraíso cristiano o socialista) sino, en palabras de Deleuze, como la
creación de nuevas preguntas, otros problemas y también la apertura de nuevas y
distintas posibilidades de ser. Las “contradicciones” nunca están dadas como
datos “objetivos”, muy por el contrario los conflictos son el producto
subjetivo de la constitución del antagonismo por las líneas de fuga que agencia
un acontecimiento. Las líneas de fuga crean las subjetividades antagonistas y
construyen las posibilidades y el deseo del estar en contra.
La eclosión de la subjetividad-verde, feminista,
post-feminista, proletaria, anti-racista, indígena, gay, queer, son
acontecimientos que plantean nuevas preguntas, crean nuevos conflictos, nuevos
estar-contra, nuevas ideas, otras weltanschauung. Al hacerlo elaboran novedosas
interpretaciones de qué significa la dominación y también nuevas formas de
enfrentarse a ella; cuestiones en las que tal vez otros no habían pensado.
Nos hemos referido al 68-77-99 como acontecimientos, también
el 56-68-89-91 sería una serie de acontecimientos en el bloque soviético y
podríamos hablar de la descolonización como otro más, aunque realmente todos
ellos están entrelazados. Hemos hablado de la emergencia de un periodo
post-obrerista consecuente de todos estos acontecimientos. En el post-obrerismo
se dan unas nuevas posibilidades revolucionarias, pero también persisten trabas
que dificultan la conquista de estas oportunidades que están ocultas o
manifiestas en los pliegues del presente. Es por esto que podemos concluir que
realmente vivimos muy por debajo de nuestras posibilidades y por tanto es
legítimo afirmar que el capitalismo es de una pobreza y crueldad escandalosa.
Son las líneas de fuga –culturales, deseantes, sociales- las
que generan la virtualidad de “otros mundos posibles” susceptibles de
transformar el mundo actual reactualizándolo. Siguiendo la reinterpretación que
Deleuze hace de Bergson, en este proceso hay dos distintos planos de una misma
realidad: la diferenciación virtual (creación de problemas) y la diferenciación
actual (la solución del problema creado). En estos procesos de diferenciación
se producen los antagonismos. Son estas creaciones de diferencia, tanto las
virtuales como las actuales, lo que llamamos revolución; según produzcan
“alegría” o “tristeza” (Spinoza) las consideraremos desde una pragmática del
deseo revoluciones stricto senso o por el contrario innovaciones cancerígenas.
En efecto, esto supone un cambio drástico en el concepto tradicional de
revolución, más que asociarlo a lo militar –ya sea la toma del poder del estado
(marxismo) o su suplantación por otro proto-estado sindical
(anarcosindicalismo)- lo liga a la problemática de la creación y la
materialización de posibles. Formar deseos y conceptos puede ser tan
revolucionario como innovar formaciones sociales. De hecho, no es sino la
cultura y el deseo lo que agencia e informa lo social en su entrecruzamiento
con el poder, de la misma manera que no es sino en lo social donde se produce
lo uno y lo otro. Lo social y lo deseante no son sino dos planos, la
micro-política y la macro-política, de una misma naturaleza (Deleuze y
Guattari). De esta manera la revolución se vuelve sobre la vida cotidiana y se
radicaliza. Es capaz de encontrar elementos micro-fascistas (Foucault) dentro
de los propios grupos revolucionarios y combatirlos a través de políticas de
experimentación prácticas y teóricas. Es capaz de atender a la revolución en su
diacronía y dispersión, también a la constante irrupción cotidiana de lo
revolucionario en la porosidad de los distintos planos. Asociada a la cuestión
de la creatividad y la ética política, en lugar de los universales naturales y
la moral, se vuelve a sí misma revolucionaria superando el reaccionismo de las
esencias.
El marxismo clásico, cautivo del mundo que naturalizaba, se
movía dentro de los posibles formados por el propio enemigo
(capitalistas/obreros, hombre/mujer, ocio/trabajo, etc.) y entendía el conflicto
como la mera negación de los roles asignados (Lazzarato). Pensaba el mundo
desde el regimen de lo posible y su realización pero entendiendo los posibles
como algo ya dado: una esencia humana ya dada que había que realizar. Así, el
marxismo y también el anarquismo clásico neutralizaban el regimen de los
posibles subordinándolo a la política de la toma de “conciencia” de lo dado.
Muy por el contrario, el modo que aquí defendemos es distinto y descansa sobre
una interpretación de los posibles asociados a la dinámica de lo virtual y lo
actual. Desde esta perspectiva los posibles necesitan ser creados, tampoco hay
un mero juego dialéctico y binario: la revolución no es ya la supresión de la
asignación del rol marcado sino la innovación de realidades diferentes. Y
tampoco lo que se actualiza no es una mera copia de lo virtual: de un mismo
problema pueden darse distintas respuestas. Este es el modo en el que según
Maruzio Lazzarato se despliegan los movimientos post-socialistas. Éstos, sin
perder de vista las alternativas actualizadas (obrero/capitalista, etc.), crean
nuevos posibles, nuevos antagonismos que pueden encontrar su actualización a
través de los excesos que van produciendo en el juego virtual/actual.
Para construir las posibilidades revolucionarias es
necesario producir la virtualidad, para pasar de la virtualidad a la actualidad
debemos de estar atentos a los excesos que producen las líneas de fuga,
aprovechar sus oportunidades. Y estamos rodeados por una multitud de excesos.
La migración global, consecuencia de la represión del deseo por parte de la
geopolítica mundial, está creando evidentes excesos contra las restricciones
del espacio estatal, de la ciudadanía nacional y de la gobernanza soberanista,
al tiempo que teje y difunde por doquier itinerarios transculturales
(Clifford). Los excesos significan siempre una crisis mayor o menor del
dispositivo de captura que exceden (ya sea una institución, un concepto, un
deseo, etc.). La crisis es un momento ambiguo que se debate entre dos polos:
polo-cancerígeno en el que el exceso del cuerpo se vuelve contra él y lo
convierte en un agujero negro (tristeza); polo-delirante en el que el exceso
reiventa el cuerpo y lo empodera (alegría). El exceso migrante se debate entre
el polo de la reacción fascista y otro caracterizado por el espacio liso de la
“ciudadanía” global, la supresión de las fronteras y la afirmación gozosa del
mestizaje. Lo mismo ocurre con el exceso en los sexos y las sexualidades. Los
transexuales crean sexos alternativos, pero su importancia real va más allá:
crean la posibilidad de pensar lo sexual en términos distintos al moralismo
biológico (natura/contranatura). El movimiento gay crea un exceso sobre la
normalidad heterosexista abriendo la posibilidad de la alegría al cuerpo
homosexual, y el movimiento queer va mucho más allá, deconstruyendo las
sexualidades construidas en binario (homo/hetero) y afirmando una multiplicidad
de sexualidades polimorfas con las que se afirma la singularidad de los
cuerpos. Otra vez aquí los dos polos: el homófobo y aquel otro que estropea el
normalizador dispositivo de la sexualidad del que hablaba Foucault, o que
incluso lo dinamita por completo.
En estos tiempos donde la vieja izquierda no ve nada más que
“ruinas y derrotas” de lo que un día fueron las posibilidades revolucionarias,
llenos sus ojos todavía de las lágrimas por la defunción del periodo obrero, no
son capaces de comprender las posibilidades de los excesos que nos rodean y que
se han producido en las luchas antagonistas en la intersección entre el poder y
el deseo. Mencionábamos las fugas relacionadas con el sexo y la sexualidad, lo
mismo podría decirse del género, de la “revolución feminista” y también de las
nuevas derivas postfeministas que en lugar de defender una “femenidad natural”
deconstruyen radicalmente el género. Entienden que no hay una masculinidad ni
una femenidad “por naturaleza” sino que estas categorías son culturalmente
elaboradas y que de la misma forma que se ha producido tal identidad de una
manera podrían haberse producido subjetivizaciones muy diferentes, también
mucho menos rígidas, más flexibles y respetuosas con la diferencia de las
multiplicidades, más allá de la limitación actual del género que aún defendían
las primeras feministas. Tal está siendo la crítica que desarrollan en la
actualidad Judith Butler, Donna Haraway y tantas otras.
Más excesos, más deconstrucciones: después del horror de la
2º Guerra Mundial y los levantamientos negros de los 50 y 60 (después en
Sudáfrica) la raza fue definitivamente deconstruida y denunciada como una
producción cultural que bajo el ropaje “objetivo” escondía una interpretación
propiamente racista (Lewontin). Tales deconstrucciones nos brindan la
posibilidad de combatir un racismo que, no obstante, parece estar en muchos
lugares en aumento. Por otro lado, también la deconstrucción y rechazo de la
ética del trabajo en los sesenta y setenta aún hoy plantea posibilidades
radicales. El cuestionamiento del significado del trabajo productivo por parte
de las prostitutas, las amas de casa o los productores inmateriales facilita
una posible popularización de la crítica (que rechace) la Economía Política
deconstruyendo sus conceptualizaciones del valor (de uso y de cambio) y el
trabajo (productivo/reproductivo/improductivo).
La Gran Negación en los sesenta (Marcuse) que puso en jaque
las instituciones de la sociedad disciplinaria y puritana aún hoy tiene
consecuencias que se manifiestan en la “crisis de autoridad en la escuela”, en
la “crisis de la familia” en la “crisis de la figura paterna”, etc. También en
la crisis de la democracia, pues los nuevos movimientos sociales, ajenos a la
política representativa, ya no aceptan representantes unitarios que dialoguen
sus políticas en nombre de las “masas”. Han construido un espacio propio donde
realizar política, un espacio que significa un verdadero exceso político y por
eso el estado lo intenta capturar mediante la represión judicial/policial de
cara a las fracciones más radicales y la representación (espectacularizando las
manifestaciones e intentando adueñárselas semiótica y mediáticamente, como
pudimos ver en el caso de los partidos social-demócratas en las manifestaciones
“contra la globalización”).
Las fugas proyectadas con las revoluciones culturales nos
han legado toda una galaxia de mundos posibles, virtuales o actuales. En los
últimos años hemos visto emerger otros excesos, entre ellos ese exceso
cibernético que es la “piratería”, el software libre, la libre cooperación de
cerebros y la cultura gratuita del compartir. Todo ello, sin lugar a dudas, es
aprovechado por ciertas ciber-empresas para conseguir amplias ganancias; tal es
el caso de Youtube o toda esa montaña de empresas que se hacen de oro gracias a
Linux (revistas, servicios técnicos, etc.). Sin embargo, supone también un
movimiento anti-disciplinario de un tamaño colosal. Tal exceso, de muy
distintas maneras, aunque en la mayoría de los casos de forma parcial y
despolitizada, vuelve a cuestionar aquello que deconstruyeron los socialismos,
la propiedad privada, esta vez en relación a la producción cognitiva. El
movimiento del Copy-Left supone una tentativa interesante de constituir con
esta fuga un vector político.
Enumerar todas las fugas actuales sería una tarea de volumen
enciclopédico, una vasta labor mucho más allá de las posibilidades de un
artículo como este y también, por supuesto, mucho más allá de mis capacidades o
las de cualquier otro individuo aislado. Soy plenamente consciente de que uno
de los errores en lo que estoy escribiendo es que parte de una localización muy
concreta (“occidental”, por llamarlo de alguna manera); sin embargo, las fugas
acontecen por doquier, con su singularidad según sean su localización
(Clifford). Los movimientos “indígenas” innovan por todos lados “modernidades
alternativas”. La localización más o menos europea en la que se ubica este
artículo ha dejado de lado experiencias a nivel global de lo más interesante
como son las que se dan, por ejemplo, en todos los “abajo y a la izquierda” de
las subjetividades antagonistas suramericanas, “anónimas” tras los pasamontañas
en las selvas y los barrios, más allá de los populismos y las caras públicas de
los dirigentes que intentan recuperarlas.
Sea como sea, lo cierto es que todas estas fugas forman un
material nada desperdiciable. Tenemos en el mundo de hoy mucho más que ruinas;
poseemos una actualidad pero sobre todo una virtualidad que si se agencia
revolucionariamente, aprovechando las oportunidades, puede llevarnos a un nuevo
acontecimiento revolucionario más allá del 1968, más allá del 1977, y del cual
los primeros chispazos prometedores se expresan en: (1) la proliferación de un
espacio político autónomo y ajeno a las instituciones estatales y
para-estatales (las ONG y los sindicatos integrados); (2) la explosión del
primer ciclo del devenir global de las luchas que acabamos de pasar; (3) todo
ese conjunto de nuevas enunciaciones teóricas que, como el Movimiento de
Seattle, aunque sean afirmativas y creen valores, todavía no pueden ser
nombradas más que en negativo o por lo que dejan atrás (postestructuralismo,
postfeminismo, postmarxismo, postanarquismo, etc.).
Por último, el agenciamiento de las luchas sobre un espacio
propio autónomo/global requiere hoy más que nunca de su articulación con la
problemática ecológica en una suerte de ecosofía que transversalice las
ecologías medioambiental, mental y social (Guattari). Tal propuesta,
íntimamente enamorada de la creatividad, deberá suplantar la locura del
productivismo industrial por toda una ética de la poietica inmaterial (deseos,
ideas) y de la poiesis material ecológica (innovar relaciones conviviales con
el resto de cuerpos biosféricos).
7.¿Post-anarquismo?
La crítica de la praxis política y epistemológica
desarrollada hasta aquí en relación con el anarquismo podría ser denominada,
reconozco que de una forma demasiado ambigua, como post-izquierdista, en tanto
que se formula en contra de los postulados ilustrados y los de la Economía
Política obrerista. Muy por el contrario, busca fundar su ética, más allá del
bien y el mal, sobre la pragmática de una subjetividad entendida como el
producto de la intersección de los maquínicos planos sociales, culturales y
deseantes, diferente tanto del posicionamiento cartesiano en torno al sujeto
como de los enunciados esencialistas de la Ilustración sobre la naturaleza
humana. Desde esta perspectiva político-epistemológica hemos intentado
situarnos en el mundo de las multiplicidades y el devenir, y desde allí
reformular el concepto izquierdista de la “revolución”, que un día ésta había
adquirido de la noción militarista de la filosofía política burguesa.
Al contrario del desesperado pesimismo que suele ser
habitual entre la vieja izquierda revolucionaria (marxistas, situacionistas,
anarquistas), hemos mencionado aquí la proliferación de algunos de los muchos
excesos presentes que, debatiéndose entre los polos de la alegría y la
tristeza, inauguran nuevos devenires posibles revolucionarios. Todo esto lo
hemos enmarcado dentro de una teoría del cambio social donde la multitud y la
agencia revolucionaria son sustraídas de las sombras a las que muchas veces el
izquierdismo las condenaba, reconociendo así su importancia y protagonismo
social. Hemos contextualizado estos cambios y posibilidades dentro de una
problemática histórica marcando un punto de inflexión y emergencia en el
postobrerismo (en su conjunción con el postcolonialismo).
Mencionábamos al principio que aunque el obrerismo como
paradigma teórico-político ya no es válido, ciertas de sus formas de lucha, en
concreto el sindicalismo revolucionario, siguen pudiendo jugar un papel en las
luchas sociales. Con las revoluciones y transformaciones simbolizadas por los
años 56-68-77-89-99 el anterior periodo obrerista ha finalizado. En el ciclo de
luchas obrerista el espacio político estaba triangulado por tres grupos con
pretensiones monopolistas: los partidos/estado, las empresas/patronal y los
sindicatos de masas. Decíamos que en el modo obrerista el discurso se construía
en torno a las categorías económicas y que la subjetividad obrera subsumía a
las demás manteniendo con ellas una relación monopólica (del tipo
centro/marginalidad o mayoría/minoría). En el post-1968 todo esto cambia.
Subjetividades antes minoritarias se convierten en co-protagonistas (feminista,
ecologista, antirracista, pacifista, hedonistas) y emergen otras nuevas (queer,
indígenas, postfeministas). La triangulación del espacio político se rompe con
la irrupción de nuevos actores colectivos. Aparece una nueva forma de hacer
política, las formas extra-parlamentarias o autónomas, un movimiento de movimientos
plural, disperso, fluido y organizado ya no en una forma vertical o integrada
sino que horizontal (forma/red) y cada vez más coordinada o sincronizada. En
este nuevo escenario, la antigua pretensión de formar un sindicato masivo que
encabezase una revolución ya no parece tener sentido; la vía de la revolución a
través del partido lo tiene aún menos. Las posibilidades (virtuales y actuales)
del sindicalismo revolucionario se vuelven mucho más pequeñas, no pudiendo ya
más que aspirar a ser un elemento más del collage revolucionario. Lo mismo
podría decirse en relación a los anarquistas autónomos y también al anarquismo
en cuanto tal. El anarquismo fue un enunciado de un periodo histórico concreto;
una vez superado éste no habrá jamás una revolución anarquista.
Para la proliferación de las revoluciones moleculares (en la
formación social del deseo) y molares (en las formaciones sociales producidas
por el deseo) debe atenderse a la problemática del lugar y la estrategia, y que
ya no pueden ser pensadas en los viejos términos. Michel de Certau diferenciaba
entre táctica y estrategia en relación al lugar donde en cada una de ellas
actuaba la agencia. Por táctica entendía aquella acción calculada y
condicionada por la ausencia de un lugar propio; por estrategia, aquella que se
da en un lugar propio sobre el que se tiene el control y la posibilidad de
autoproducirlo. Un ejemplo de esto segundo serían las estrategias que la
empresa implementa en su propio terreno para controlar y disciplinar al
trabajador (taylorismo, fordismo, toyotismo, etc.). Un ejemplo de las
anti-disciplinas tácticas serían las llevadas a cabo bajo la forma del rechazo
al trabajo (escaqueo, sabotaje, ralentización de la producción, etc.). El
antagonismo necesita un lugar propio si es que quiere realizar y direccionar
según su voluntad las líneas de fuga. Es necesario ir más allá de las
anti-disciplinas tácticas si es que quiere conquistar los espacios. Hace falta
un lugar propio lingüístico y conceptual, un lugar material propio donde
territorializar las luchas (como lo son las okupas, los centros sociales o los
sindicatos revolucionarios), también un lugar dentro del juego general de la
política. Este lugar antropológico, es decir mundo vivido y significado como
propio, es el que están construyendo los nuevos antagonismos: el lugar de la
autonomía, un espacio de lo común para las políticas no-representativas y
externas a aquellos otros lugares de los dispositivos de captura
estatal-sindicales, de los partidos o de las ONG dependientes de las empresas y
los aparatos del Estado. Desde estos lugares propios y autónomos el antagonismo
puede agenciar contra-estrategias (resistencia) y provocar líneas de fuga
(ofensivas) tanto materiales como inmateriales, tanto en lo local como en lo
global (glocales).
En esta reconstrucción del antagonismo político, que hoy
vemos emerger por doquier en el plano glocal, el anarquismo ha de comprender
que ya no podrá ser nada más que una singularidad más del “jardín de las
peculiaridades” rebeldes. Su esencialismo identitario, así como sus
esencialismos teóricos, son una traba para esta recombinación actualizante.
Anclados en el pasado identitario es así que, reformulando un slogan de Bob
Black, el anarquismo se ha vuelto hoy una traba para la “anarquía”.
Legítimamente podría preguntarse qué es lo que queda de
anarquismo propiamente dicho después de la deconstrucción y reinvención que en
este artículo se propone. Su espíritu antiautoritario sigue presente en este
relato; la crítica al capitalismo (especialmente aguda en el comunismo de
Kropotkin) también. Sin embargo, bien se pudiera afirmar que ya estamos ante
algo distinto. Con el post-marxismo pasa lo mismo, y tanto el post del
anarquismo como del marxismo tienden a converger. Vivimos un momento de
tránsito. Más que el fin de las metanarrativas puede afirmarse que el
postmodernismo es más bien un frenético lugar de ebullición mitopoiética.
Todavía no podemos darnos nuevos nombres. Somo post y somos anti pero este
nihilismo es activo, afirma; no para de afirmar mientras asalta las murallas de
la vieja Roma. Si ya no somos lo que éramos, ¿por qué defendemos aquí la
etiqueta “post-anarquismo”? La creación de lugares propios (materiales o
conceptuales) implica la constitución de una “identidad” grupal. Esta identidad
puede resultar una traba para la proliferación de singularidades y fugas, pero
siempre es necesaria para poder expresar un común y a partir de allí construir
una lucha estratégica. Hay identidades que frenan y atrapan, otras pueden
ayudar a agenciar colectivamente fugas y construir nuevos mundos a través de
los excesos. Preferimos la etiqueta post-anarquismo a un anarquismo-a-secas
pues con ella nos ubicamos en un tránsito, más que un estado fijo nos remitimos
a un flujo de intensidades, un camino que no puede estar siempre sino
inacabado, también una deconstrucción, y al mismo tiempo conserva la fuerza
simbólica del anterior significante y lo reformula para, partiendo de él,
superarlo. El post-anarquismo es un estar entre: con un pie en el mundo que
muere y otro en el que puede nacer. Se trata de elaborar una identidad que
contribuya por fin a darnos ese nuevo nombre, a través de la utopía
postmoderna. Con el post-anarquismo señalamos un tránsito y una mutación, una
nueva conexión de intensidades.
El post-anarquismo no debe entenderse como una mera
conjunción de anarquismo + postestructuralismo, por mucho que beba de ambos.
Más bien se trata de una bandera con la que expresar el deseo de trascender los
viejos hormes, de devenir-otro y de agenciar nuestros cuerpos en el flujo
virtual y actual de la eterna diferenciación antagonista. Dejar atrás el mundo
que nos abandona con todas sus hagiografías y reliquias para crear nuevos
mundos a través del despliegue de las oportunidades del presente; cabalgar
sobre las líneas de fuga y recombinarse con el otro amigo para innovar excesos
por venir, galopar sobre las lisas mesetas y entre las punzantes alambradas de
lo cotidiano, en esto consiste hoy la alegría de ser “anarquista”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nos interesa el debate, la confrontación de ideas y el disenso. Pero si tu comentario es sólo para descalificaciones sin argumentos, o mentiras falaces, no será publicado. Hay muchos sitios del gobierno venezolano donde gustosa y rápidamente publican ese tipo de comunicaciones.