jueves, 18 de diciembre de 2014
Ecuador: Contra viento y Correa
Por Mateo Martínez Abarca
Este es el relato de la odisea de Yasunidos y la Caravana Climática hacia la Cumbre Climática en Lima. Es una crónica testimonial de primera mano de quien fue uno de los pilares de la expedición en territorio Ecuatoriano. Esta es la primera parte de esta historia.
15 de diciembre del 2014
Primera Parte
1. Persistencia de la memoria bajo el cielo de Piura
Estoy recostado sobre dos docenas de maletas, bolsas de dormir, colchonetas y otro equipaje sobre el piso de tierra de un estacionamiento de buses en Piura, luego de cuatro días de persecución y tres noches casi sin dormir desde que salimos de Quito. Afuera, el frenesí de la ciudad infestada de taximotos, el olor a anticuchos asándose, la música chicha a todo volumen. La Luna por entre las nubes anaranjadas del cielo peruano y yo aquí, luchando contra el cansancio y preguntándome a mitad del camino, cómo empezar a narrar esta historia. Faltan un par de horas para abordar el bus que nos llevará finalmente a la Cumbre Climática de Lima, y monto guardia sobre lo que alcanzamos a sacar al apuro de nuestro bus, incautado por el gobierno de Rafael Correa tras varios episodios de hostigamiento en la carretera.
Pienso en mi amigo, que a esta hora todavía se encuentra en Guayaquil peleando por recuperar la que es también su casa: un bus escolar Ford eco-modificado de 1988 que -según cuenta-, rescató del olvido en el desierto de Arizona.
Quizá esta historia -para mí-, comienza hace unos dieciocho años cuando conocí a Christian Rosendahl Guerrero, piloto del Che Bus de la Caravana Climática, deambulando con su guitarra por entre las calles del tradicional barrio de La Floresta, en Quito. Pienso en mi amigo, que a esta hora todavía se encuentra en Guayaquil peleando por recuperar la que es también su casa: un bus escolar Ford eco-modificado de 1988 que -según cuenta-, rescató del olvido en el desierto de Arizona. Recuerdo tiempos felices de ensoñación y adolescencia, el sol de verano azul quiteño cuando salíamos a tocar canciones de Bob Dylan en algún parque, o esas noches de asar salchichas y beber unas cervezas, ver The Rocky Horror Picture Show en VHS o escuchar hipnotizados el jazz-fusión de The End of the Game de Peter Green; mientras hablábamos sobre los enamoramientos, las utopías y las luchas sociales que bullían en el país en plena larga noche neoliberal.
O empieza tal vez en Ciudad de México hace un par de años, cuando volví a encontrarme con Christian habitando ya su bus y trabajando varios proyectos en el Chanti Ollin, una casa okupa cerca del bosque de Chapultepec. Durante un largo tiempo se había estacionado dentro de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM, junto al auditorio Justo Sierra de la Facultad de Filosofía y Letras, ocupado desde la huelga de 1999 y rebautizado como “Che Guevara”. De ahí el nombre casi legendario de Che Bus, también conocido bajo el alias de “Bus Lee”, pues estaba decorado con un grafiti en homenaje al activista anti globalización surcoreano Lee Kyung-hae, que se suicidó como forma de protesta ante una barricada policial en la cumbre de la OMC en Cancún, allá por el 2003. No era raro ver a Christian con su bus apoyando solidariamente los procesos de comunidades en Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas; o las protestas del movimiento estudiantil #YoSoy132, que se oponía al retorno del PRI al poder.
Yo me convertí en estudiante sumergido en la academia, pero Christian ha dado varias vueltas al continente acompañando y aprendiendo de las luchas ecologistas populares. Después de casi veinte años, me doy cuenta de que le tengo envidia: es lo que me hubiera gustado hacer a mí, aunque descubro con alivio que desde distintos espacios y ahora un poco más viejos, no hemos renunciado absolutamente a nada. Seguimos pensando que es posible construir otra forma de vivir y ser felices sobre la Tierra, seguimos sintiendo el mismo placer por un buen asado, cervezas y conversación sobre el estado del mundo junto a amigos y amigas, bajo una noche estrellada. Por esta larga historia de amistad, mi simpatía y apoyo intermitente desde México a la lucha de los Yasunidos, la tristeza de una pérdida amorosa reciente, el llamado vertiginoso de la aventura y una historia que contar; acepté enlistarme como copiloto de la Caravana Climática cuando Christian me lo propuso a finales de noviembre.
Pero aunque siento mucho cariño pensando en todas estas cosas recostado aquí como estoy sobre este montón de maletas, se me ocurre que esta no es la historia de dos amigos y sus vidas, ni de cómo llegué aquí. Esta es la historia de una aventura y de un nuevo episodio descarado e infame de persecución y represión política por parte del gobierno de Rafael Correa, contra un grupo de jóvenes que lo único que ha hecho es defender con coherencia la tesis de no explotar el crudo en el parque nacional Yasuní. Tesis que hasta hace no mucho tiempo impulsaba el propio gobierno –cabe recordarlo, dada la epidemia de desmemoria que parece cundir en el país- ante los gobiernos y foros de todo el mundo.
Esta es la historia de una aventura y de un nuevo episodio descarado e infame de persecución y represión política por parte del gobierno de Rafael Correa, contra un grupo de jóvenes que lo único que ha hecho es defender con coherencia la tesis de no explotar el crudo en el parque nacional Yasuní.
Entonces esta historia inicia en otro lugar y me viene a la memoria aquella noche en que se presentó la iniciativa Yasuní-ITT en el salón de los banquetes del Palacio de Carondelet, a mediados del 2007. Eran otros tiempos: Alberto Acosta, ministro de energía por aquel entonces; Jorge Pareja Yanuzelli, presidente del directorio de Petroecuador; Fánder Falconí, secretario de la Senplades; Marlon Santi, presidente de la Conaie; diplomáticos, representantes de la cooperación internacional y hasta la actriz Daryl Hannah; imprimieron su firma en las pancartas de la iniciativa, en medio de una enorme algarabía. Estuve ahí aquella noche y la recuerdo muy bien porque algo me llamó enormemente la atención: el único que no sonreía era Rafael Correa.
Casi ocho años después y tras el abandono vergonzoso de la iniciativa, la denuncia del diario británico The Guardian de que en el 2009 existieron negociaciones secretas entre el gobierno y un banco chino por un préstamo de 1 billón de dólares (ofreciendo a cambio derechos para la explotación del campo ITT, mientras se seguía prometiendo al mundo dejar el crudo bajo tierra) y; finalmente, la parcializada -cuando no fraudulenta- actuación del Consejo Nacional Electoral invalidando las firmas presentadas para la consulta por los Yasunidos, hacen que ahora todo adquiera sentido. Es sorprendente el mundo interior -tanto en términos psicológicos como políticos- que puede ocultarse o revelarse tras una sonrisa. O su ausencia. Y dudo que Rafael Correa haya sonreído al enterarse de que los Yasunidos iban a Lima a denunciar ante un foro mundial lo que está aconteciendo en el Ecuador.
2. Instrucciones para incautar un submarino amarillo
Luego de un par de semanas de preparación y adecuaciones técnicas en el Centro de Arte Contemporáneo, salimos de Quito al mediodía del primero de diciembre. Poco antes, vecinos del barrio San Juan nos habían alertado de que dos agentes vestidos de civil nos vigilaban desde una pequeña ladera y tomaban fotografías. Intentamos confrontarles pero se esfumaron. A la vez, nos llegaba el reporte de que estaba circulando información confusa o falsa sobre el recorrido de la Caravana, desde la propia cuenta de correo electrónico de Yasunidos. Ambos hechos solo serían el preámbulo de toda una operación de seguridad gubernamental que iría desplegándose más adelante.
No había avanzado el bus una cuadra, cuando decidimos detenernos para hacer una última revisión técnica. Para Christian, a quien le decimos también “El Warrior” por la traducción de su apellido “Guerrero” al inglés, la seguridad de los pasajeros era prioridad y si sentía que algo no estaba en condiciones, se detenía inmediatamente. Afortunadamente solo hubo que hacer un breve ajuste y tomamos rumbo norte con destino a la vía Nanegalito-Los Bancos, para luego bajar hacia Santo Domingo de los Tsáchilas. El plan inicial era pasar por la ciudad de Manta y participar junto a grupos locales en un evento sobre la Refinería del Pacífico, pero por algunos retrasos decidimos dirigirnos directamente a Guayaquil.
Camino hacia la Mitad del Mundo, pudimos ver el nuevo edificio de la Unasur que iba a ser inaugurado en pocos días. No faltaron las bromas entre los yasus y me pareció nada exagerada la comparación que hace el artista Adrián Balseca de esta forma peculiar de arquitectura gubernamental tipo “Estado Novo” actualizada, con una base de los Decepticons, los robots villanos de los Transformers. Como copiloto designado, estaba encargado también de poner la música. Opté por la novedad del último álbum de Pink Floyd, The Endless River, como para dar un tono más espacial al viaje, a medida que la neblina de la carretera iba envolviéndonos y caía la tarde. El Warrior casi me lanza su vetusto iPod a la cabeza. “Me voy a quedar dormido con esa música, man”. No tuve otra que admitir mi error.
Los yasus iban despreocupados riéndose o metidos en conversaciones y yo empecé a sentir la diferencia etaria que nos separaba. ¿Estoy demasiado viejo para esto a mis treinta y cinco?, pensé. En eso, Christian se dio cuenta de que un automóvil blanco sin placas nos seguía desde hace algún tiempo y no nos rebasaba. Tratamos de observarlo pero en ese momento nos adelantó y se perdió en la distancia. No sería la última vez que lo veríamos. Llegamos a San Miguel de los Bancos e hicimos una nueva revisión técnica que nos tomó más tiempo de lo esperado. En ese punto sentí en mi interior algo de esa nostalgia que se siente cuando uno se arroja a un viaje, en la inminencia del riesgo y de la incertidumbre. En la espera, con una cerveza en la mano y junto a un puesto de fritada, me puse a pensar en el sentido iniciático de todos los viajes. De manera casi automática se me apareció Kavafis con su Ítaca: “Ni a lestrigones ni a cíclopes ni al salvaje Poseidón encontrarás, si no los llevas dentro de tu alma, si no es tu alma quien ante ti los pone.”
En la penumbra de la carretera, el Che Bus de la Caravana Climática se asemejaba por dentro a un barco. O de manera más acertada, a un submarino. Cada cual tenía una estación de combate como activista: comunicación, logística, seguridad. La Caravana había estado llevando su mensaje por territorios sumamente conflictivos y peligrosos del continente desde el mes de marzo. Había recorrido el México hundido en la violencia narco-estatal desde Sonora hasta la frontera sur, Centroamérica con sus maras y despojo extractivista. Cruzó el Canal de Panamá y llegó a Venezuela, luego atravesaría también Colombia con su guerra interminable. En Ecuador se juntaron los Yasunidos, pero ninguno pudo remotamente imaginar que, a medida que avanzábamos, en realidad estábamos deslizándonos hacia el fondo de las pantanosas aguas represivas que circundan la cada vez más distópica ínsula de la “revolución ciudadana”.
Era noche cerrada, se había vuelto tarde y nos encontrábamos retrasados. Sugerí descansar en Quevedo y salir temprano al día siguiente, pero el ímpetu de los jóvenes fue más fuerte: intentaríamos llegar durante la madrugada a Guayaquil, puesto que había acto y rueda de prensa al medio día. Opté entonces por dormitar un rato en la medida de lo posible, aunque el loco de Christian ya había puesto la salsa a todo volumen, muy a tono con los climas tropicales. En mis sueños bailaba plácidamente con una ex novia, cuando de repente me despertó la fuerte agitación dentro del bus: dos patrullas de la policía nos escoltaban hacia el retén del cantón Balzar.
“Control de rutina” –argumentaron los chapas, aún cuando saben muy bien que la Constitución garantiza la libre movilidad dentro del territorio ecuatoriano. Nos pidieron documentos de identidad, papeles de circulación del bus, tomaron todas las fotografías que quisieron, hicieron llamadas al comando provincial y hasta pidieron el refuerzo de agentes de la policía judicial o de narcóticos a ver si “había algo”. Como no tenían ninguna orden judicial en firme ni razón alguna, tras más de una hora de retención admitieron que tenían que dejarnos ir. Eran las dos de la mañana del martes y la carretera volvía a abrirse ante nosotros, como en una película de David Lynch. Para bajar el mal rato, pusimos aquel hit de 1988 del grupo de rap protesta N.W.A.: fuck the police.
A eso de las cinco de la mañana me desperté ya en el malecón de Guayaquil, cerca del Observatorio Ciudadano de Servicios Públicos. Christian se había ido a descansar al techo del bus, tras largas horas al volante. Tomé mi bolsa de dormir y traté de hacer lo mismo en el piso del Observatorio, sin mucho éxito. Los yasus y la gente de la Caravana preparaban ya desde temprano el acto público y la rueda de prensa a realizarse frente a la céntrica iglesia de San Francisco, pero mi estado de zombificación necesitaba de manera urgente un café. Decidí perderme un rato por entre las calles guayacas y tomarme una hora para visitar a una vieja amiga que no había visto en años.
Para cuando regresé, el bus estaba de nuevo cargado con todo el equipaje y listo para salir a la rueda de prensa. Ni bien arrancamos el motor, volvimos a contar con la agradable visita de cortesía de la policía. No habían pasado ni ocho horas y de nuevo el mismo procedimiento engorroso que en Balzar, como si un bus medio hippie, un submarino amarillo como el de Los Beatles pintarrajeado y lleno de jóvenes, fuese una grave amenaza para la seguridad interna del Estado. Estaban buscando cualquier excusa: migración, tránsito, algo con qué; pero como todo estaba en regla, tuvieron que dejarnos ir. Se hizo finalmente el acto y rueda de prensa: jóvenes disfrazados, animales amazónicos e ideas se expusieron junto al bus recuperando el espacio público como ágora de debate. Los yasus y la Caravana fueron recibidos cálidamente por la población guayaquileña, aunque no faltó el esporádico fan correísta que acudió a trollear el evento.
Almorzamos (la mayoría de los Yasunidos son vegetarianos como muestra de coherencia) y tomamos de nuevo la ruta, esta vez con destino a Cuenca. No había pasado ni una hora, cuando de nuevo detectamos que estábamos siendo seguidos por el misterioso auto blanco sin placas que habíamos visto cuando en nuestro descenso desde Quito. Los y las jóvenes empezaban a exasperarse. Christian detuvo de improvisto el bus y varios activistas se bajaron corriendo con sus cámaras para documentar la persecución de la que éramos objeto. El auto blanco se vio sorprendido, hizo una maniobra tipo James Bond colocando la reversa a toda velocidad en plena carretera, quebró el volante y se regresó por la vía contraría y a punto estuvo de causar un accidente. La inteligencia de los servicios de seguridad ecuatorianos en todo su esplendor.
Al cabo de pocos minutos, cayeron esta vez unidades de distintas dependencias de la policía y de la Comisión de Tránsito del Ecuador. Agentes de tránsito, migración, el grupo de operaciones móviles: a todos les habían dado la misma orden cruzada de retenernos. Los reclamos ante el hostigamiento no se hicieron esperar. Fue ahí que tomaron las fotografías que luego subiría a su cuenta de twitter el ministro del Interior, José Serrano, que a esa hora me parecía cada vez más a la figura de un Gran Visir, encargado de hacer el trabajo sucio del Califa. Conocí a Serrano cuando era abogado del Centro de Derechos Económicos y Sociales y asesoraba a la Conaie y al pueblo de Sarayaku en su lucha contra la petrolera CGC y el Estado. Inclusive fue objeto de persecución y amenazas por su trabajo comprometido, razón por la cual en ese tiempo nos solidarizamos con él. Hoy en día me parece que, al haberse convertido en el Gran Visir de la revolución ciudadana, no es más que una desdibujada caricatura de sí mismo, como el Jaffar de Aladino o más bien el pequeño Iznogud de Goscinny y Tabary.
Estábamos en algún lugar de la vía hacia Puerto Inca y los dulces aromas de la tarde refrescaban el calor de la costa ecuatoriana. La Comisión de Tránsito nos dijo que nos llevarían a un retén para un “checkeo de rutina” y que luego nos permitirían continuar. Nos dijeron que estaba cerca, a pocos minutos de camino. Empezaba a hacerse de noche y seguimos a las patrullas por la carretera, cada destino cada vez más incierto. Nos detuvimos un momento en Naranjal y aproveché para buscar un cyber café y tuitear desde mi cuenta lo que estaba aconteciendo. Los agentes insistían en que estábamos a poco de llegar, a un lugar denominado como “San Pedro”. Cometimos el error estratégico de creerles, pues si nos quedábamos en Naranjal hubiéramos tenido mejores condiciones para una resistencia pacífica en nuestro bus.
Tras otras dos horas de viaje, sin saber en dónde estábamos, llegamos a un retén de la Comisión de Tránsito en medio de la carretera. Nos esperaban varias patrullas de la policía, una grúa y el servicio de vigilancia aduanera, armado con fusiles de asalto y cascos. Habían cortado el alumbrado público en esa pequeña zona en medio de la nada y el ambiente era tétrico. Salvando todas las distancias, no pude evitar pensar en México y lo que aconteció con los estudiantes de Ayotzinapa: nos habían llevado a un lugar lejos de algún centro poblado, casi sin señal de teléfono. Estábamos siendo aislados en medio de la noche, sin que nadie nos informe las razones de nuestra retención y sin acceso a asistencia legal. Entendí que si bien no iban a desaparecernos, la puesta en escena de esta operación buscaba hacernos sentir todo el peso del Estado mediante una pedagogía clara: el terror.
Engancharon el Che Bus a la grúa con nosotros dentro y empezaron a levantarlo. En medio del estruendo, Christian y los Yasunidos estaban en plan de lucha, pero no había ya condiciones para una resistencia pacífica. “Warrior” –le dije-, hay que admitir que es momento de abandonar el barco. Christian se resistía a la idea y comprendo su desesperación: era su casa la que estaba siendo invadida. Traté de convencerle de que piense con cabeza fría y no se haga arrestar por obstrucción. Intentamos entonces rescatar todo aquello que podíamos ante la mirada torva de los agentes. Pudimos reestablecer el contacto con Quito, con la poca señal y batería que tenían los celulares. Los agentes del servicio de vigilancia aduanero ocuparon el bus mientras era remolcado al interior del patio de esta especie de retén, como si se tratara de un operativo contra el narcotráfico. Irónicamente, utilizamos stickers de la campaña de Yasunidos “Democracia en Extinción” para sellar las puertas y ventanas, pues queríamos asegurar la cadena de custodia en caso de que intentaran sembrarnos algo.
A un costado de la carretera, en la oscuridad y con una montaña de maletas y despojos de nuestro viaje, logramos al fin utilizar el GPS de un celular para saber dónde nos encontrábamos: se trataba de la vía a Machala, cerca de la población de Camilo Ponce Enríquez. Pudimos así notificar nuestra posición a la gente en Quito, quienes buscaron la forma de ayudarnos. Un abogado se puso en camino, pero a esa hora la retención era cosa juzgada. Los agentes negociaron con Christian, quien se había encerrado dentro de su bus, aceptando finalmente manejar de vuelta a Guayaquil a los patios de la Aduana.
Mientras tanto recibí la llamada del prefecto de la Provincia del Azuay, Paúl Carrasco, quien conocía gente en el sector y nos ofrecía generosamente su ayuda. Era casi la media noche. Aunque los Yasunidos son reticentes a perder su autonomía como colectivo e involucrarse con personajes de la política nacional, en esa situación dramática de enorme inseguridad no tuvieron otra alternativa que aceptarla.
Nos enviaron comida, agua y posteriormente un transporte para poder salir de ese lugar abandonado con destino a Cuenca. Christian partió a Guayaquil ya no con la compañía de jóvenes activistas y música, sino de agentes aduaneros con fusiles. A eso de las cinco de la mañana, volvieron a detenernos en El Cajas. Ya sin el Che Bus, otra vez el control migratorio, de tránsito y las mismas excusas pueriles. Las montañas que rodean el paisaje azuayo empezaban a bañarse de la bella luz anaranjada del amanecer. Este país es tan hermoso –pensé-, quizá mucho más que aquellos parajes míticos descritos por la imaginación poética de Homero o Kavafis. Represivos lestrigones y cíclopes al servicio de la revolución ciudadana, fueron puestos ante nuestro camino por designio de un airado Gran Visir. Pero a pesar del acoso y la persecución, elevado era nuestro pensar y selectas las emociones que tocaban nuestro espíritu y nuestros cuerpos. Ítaca se encontraba todavía lejos, pero estábamos ya en Cuenca y no habían logrado detenernos. (Continuará...)
Extraído de http://www.planv.com.ec/historias/sociedad/contra-viento-y-correa
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