Rubén Blades
No puedo permitirme callar en el asunto de Ayotzinapa. Después de lo sucedido, nada debe volver a ser como antes. La humanidad no puede seguir alimentando el silencio que contribuye a soslayar y olvidar estas tragedias. Ese invisible muro de silencio que con tanta frecuencia se va construyendo después de la denuncia inicial de un hecho abominable. Ese silencio que funciona, lamentablemente, como reemplazo de la verdad.
No puedo permitirme callar en el asunto de Ayotzinapa. Después de lo sucedido, nada debe volver a ser como antes. La humanidad no puede seguir alimentando el silencio que contribuye a soslayar y olvidar estas tragedias. Ese invisible muro de silencio que con tanta frecuencia se va construyendo después de la denuncia inicial de un hecho abominable. Ese silencio que funciona, lamentablemente, como reemplazo de la verdad.
Al escapar del
silencio, lo de Ayotzinapa se le escapó también al propio Estado mexicano. Este
hecho local se ha transformado en un asunto de interés universal, desde que se
evidenció la increíble complicidad entre servidores públicos y delincuentes.
Hoy, por el efecto de las redes sociales, el mundo entero conoce de lo ocurrido
en Ayotzinapa. En todo el orbe se habla de lo ocurrido con los 43 estudiantes,
y el mundo exige justicia.
Pero quizás no
hemos comprendido aun la verdadera dimensión del hecho. Las desapariciones de
personas en América Latina no son eventos raros. Baste mencionar Ciudad Juárez
en México y se evocan los cientos de mujeres cuyo paradero aun se desconoce. A
lo largo de muchas décadas nuestro afligido continente, desde Centro hasta Sur
América, ha sufrido la desaparición de miles de personas secuestradas y jamás
encontradas, ya fuera por motivos políticos o por actos delincuenciales. Pero
las recientes desapariciones en Ayotzinapa, aunque semejantes en su condición
de víctimas a las producidas en Latinoamérica, agregan una característica
especial a la tragedia.
La historia de
abusos a los derechos humanos en la mayor parte de América Latina fueron
resultado de la acción de dictaduras militares. En el caso de Ayotzinapa, de
confirmarse la tesis hasta ahora manejada en los medios, los 43 ciudadanos
fueron secuestrados y hechos desaparecer bajo un Estado de Derecho. Esta
diferencia es importantísima y nos obliga al análisis de esta amarga lección
desde la perspectiva de un contexto mas amplio.
En este caso se
trata de servidores públicos quienes, actuando en representación del esquema
administrativo del Gobierno y del sistema político operante, son responsables
por el arresto ilegal de 43 ciudadanos mexicanos y por la entrega de esos
detenidos a presuntos elementos criminales civiles. Lo hicieron basando su
autoridad en el poder otorgado por el Estado mexicano, utilizando vehículos de
manera oficial y en violación absoluta de los derechos de los detenidos, de la
Constitución y leyes de la República de México, traicionando su obligación como
servidores de la ciudadanía y transgrediendo los derechos humanos universales.
Peor aun, este no
fue un episodio fortuito. Fue un acto deliberadamente público, donde un Alcalde
utilizó el poder del Estado mexicano con propósitos evidentemente personales y
antidemocráticos, con el apoyo absoluto de una fuerza policial que
supuestamente existe para proteger y ayudar a la población, todos aparentemente
envalentonados por una expectativa de impunidad gubernamental que nos ayuda a
entender por qué no les importó que sus actos pudiesen llegar a ser del
conocimiento publico. Todo se hizo a la vista de quien lo quisiera ver, sin
escrúpulos, tal como ha ocurrido en regímenes totalitarios.
Un país que se
define como soberano y democrático no puede permitir que sus actos oficiales
sean indistinguibles de los desmanes que se producen bajo una dictadura
militar. Ayotzinapa hace que México, hoy por hoy, parezca ser un país que no es
gobernado por leyes. Produce la impresión de ser un Estado a la merced de un
poder que resulta superior al de un gobierno legítimamente creado, con una
Constitución inoperante y un electorado impotente ante la burla del efecto que
procuró su voluntad electoral. Pareciera un país en donde la sociedad y su
gobierno están fatalmente subordinados a lo que ese otro extraño poder decida, a
merced de su violencia y con una limitada o nula capacidad de respuesta frente
a sus actos.
El Presidente Peña
Nieto ha declarado que se tomarán las medidas necesarias para encontrar a los
culpables. Eso, aunque es algo esperado y necesario, no parece suficiente. El
asunto, debido a la gravedad y la magnitud del problema, no se va a resolver
solo con el arresto, juicio y posible condena de un Alcalde y sus cómplices,
incluyendo a los policías que se llevaron a los 43 y a los delincuentes
cómplices. México esta sumido en una de las peores crisis institucionales que
país alguno haya experimentado, públicamente, en las ultimas décadas. Lo
ocurrido en Ayotzinapa no solo evidencia y describe la descomposición moral, o
incapacidad administrativa de unos cuantos funcionarios: más bien aparenta
representar la afirmación absoluta de la existencia de una corrupción moral,
institucional y cívica que contamina todo el sistema político y que incluye,
además, a una parte de su población civil. El problema, por su complejidad, no
debe circunscribirse a responsabilizar exclusivamente al narcotráfico y su
efecto pernicioso. Su raíz es más profunda, conectada a la realidad de todos
los sectores del país.
Ante esta
posibilidad surgen varias interrogantes. ¿Existirá la voluntad del sector
público mexicano, independientemente de banderías políticas o de posiciones
ideológicas, para enfrentar la crisis y crear un argumento-propuesta política
de consenso nacional de verdadera reforma, que acabe con el presente clima de
oportunidad y de impunidad para la corrupción, pública y privada, y castigue
objetivamente al que la disfruta, alienta y promueve? ¿Se dispondrá el sector privado, que incluye
al pueblo de México, a enfrentar las consecuencias políticas, sociales y
económicas que una real reforma política nacional desencadenaría?
¿Como reaccionará
la terriblemente afectada población si los intereses que sostienen ese poder
extraño, el que favorece y alienta el presente estado de corrupción e
inseguridad, deciden actuar para preservar sus prebendas?
Ayotzinapa es un
clarín de lucha convocando la atención de todos los pueblos, de todas las
sociedades. Es la evidencia necesaria que nos indica lo que nos puede ocurrir a
todos, si no enfrentamos la descomposición de nuestros sistemas como
consecuencia de la corrupción política y civil que afecta a todos nuestros
países, donde sea que estemos y de la nacionalidad que seamos.
Ayotzinapa no es un
problema mexicano. Es un problema humano, y por ende, internacional. Es también
nuestro problema. En el caso particular de nuestro país, Panamá, lo ocurrido en
los últimos años nos acercó peligrosamente a esa misma realidad y allí también
debemos detener la escalada de una corrupción política y cívica en aumento,
propiciada por la codicia que se manifiesta con un cinismo cada vez más
ofensivo. De esto comentaré en un articulo especial próximamente.
Dependerá de la
voluntad de todos los pueblos del mundo, afirmar o desmentir el dictamen que
declara que cada país crea la realidad que su acción, o inacción, merece.
Espero que el sacrificio de esos 43 mártires, porque eso es lo que son, sirva
para animarnos a adecentar la democracia, a revivirla y rescatarla de nuestra
mediocridad cívica y de los tentáculos de una corrupción que se generaliza cada
vez más y que amenaza con producir el desplome de todo lo que una vez
consideramos digno y posible.
Rubén Blades
24 de Noviembre,
2014
Panamá
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