Por Morelia Morillo
En El Paují, una
comunidad mixta, de indígenas y no indígenas, ubicada al sureste del municipio
Gran Sabana, en Venezuela, se discutió recientemente si la tarea de encender y
apagar la planta eléctrica del pueblo ameritaba de un pago mensual de Bs. 8000
para el encargado.
Algunos
argumentaban que el monto casi duplica el mínimo nacional (de Bs. 4889,11 a
partir del 1 de diciembre de 2014, luego de que se oficializara un incremento
de 15%) mientras que otros garantizaban que sólo así conseguirían quien se
encargara de activar y desactivar el generador.
Y precisamente,
a propósito de esta disyuntiva y de otras muy similares, las participantes de
la Fundación Mujeres del Agua reflexionaban acerca de que en la comunidad es
casi imposible dar con alguien para que trabaje en labores de construcción, de
limpieza o de mantenimiento de áreas verdes puesto que la mayoría de los
hombres y mujeres prefieren ir a la mina.
Entre los
compradores de oro un gramo del codiciado metal amarillo se valora actualmente
en Bs. 2000 a Bs.3000, luego de una picada aparentemente impulsada por los
precios internacionales.
Los ejemplos sobre
lo que está pasando en el mercado laboral del municipio Gran Sabana, el más
distante hacia el sur oriente profundo del país, en la frontera con Brasil,
sobran: el constructor de la mega churuata llegó a El Paují ofreciendo Bs. 500
por día y tuvo que llevar el salario a los Bs. 700 diarios y quienes están haciendo
mejoras en sus hogares han tenido que sacrificar otros aspectos de su
presupuesto para contratar hasta por Bs. 1000 al día a un albañil sin mayor
especialización.
En esta
frontera, la situación de inflación, devaluación y desabastecimiento que vive
el país se ven agudizadas por la distancia con respecto a las plantas
industriales, la diferencia cambiaria entre reales brasileros y bolívares
venezolanos, que supera los 35 x 1 y, por supuesto, la demanda que ejerce la
acelerada economía minera en donde los precios de los productos básicos se
pierden de vista.
Y lo propio está
ocurriendo entre los más jóvenes: “Los chamos dicen ¿Por qué voy a estudiar yo?
¿Para ganar Bs. 7000?”, recuerda una de las Mujeres del Agua.
Anteriormente, los
bachilleres soñaban con ingresar a la universidad para licenciarse como
maestros o enfermeros y obtener un empleo formal, pero ahora, con el avance de
la actividad minera incluso sobre los espacios protegidos, los maestros
renuncian a sus cargos para ir a la mina y los muchachos anhelan abandonar las
aulas para sacar oro o diamantes, comprar una moto, un carro, un celular de
última generación y unas cuantas mudas de ropa y zapatos de marca.
Lo más
descorazonador es que, en no pocos casos, los niños y niñas desertan de los
salones de clase, con la anuencia de los mayores, para trabajar como empleados
de los dueños de máquinas y las chicas como cocineras o prostitutas, sometidos todos
a un ambiente en el que se registran altísimos niveles de consumo de alcohol,
de drogas y acciones violentas.
“Esto está
afectando a los maestros, está deteriorando las escuelas, la base fundamental”.
“Lo terrible,
expresó una de ellas, es que aquí había una economía: los indígenas teníamos nuestros
conucos, la caza, la pesca, la recolección y los criollos, y algunos paisanos,
el turismo. Sin el hombre no hay conuco y sin la mujer no hay casabe, ni tumá,
ni farinha”. Actualmente, una torta de casabe, el pan tradicional de los pemón,
cuesta más de Bs. 200.
En la
Fundación Mujeres del Agua se juntan un grupo de mujeres rurales, indígenas y
no indígenas, motivadas por un mismo interés: su participación en pro de la
defensa de los derechos socio-ambientales en las comunidades de Gran Sabana,
territorio ancestral del pueblo pemón, un municipio ubicado en la remota
frontera venezolana con Brasil, un espacio en donde nacen las aguas que generan
al menos 70% de la electricidad que consume el país y en donde docenas de
hombres y mujeres practican la minería.
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