Christian Ferrer
En los libros de texto de las escuelas anarquistas de principios del siglo XX se les planteaba a los alumnos, típicamente, problemas como el siguiente: “Dado que un obrero confecciona tres sombreros por jornada, siendo remunerado con 1 peseta cada uno, y dado que el patrón de la fábrica los vende a 10 pesetas, ¿cuánto dinero le robó el patrón al obrero?”. Se las llamaba escuelas “racionalistas”, y su creador, el catalán Francesc Ferrer i Guárdia, que fomentaba el librepensamiento, fue puesto frente a un pelotón de fusilamiento en 1909. En sus escuelas no se practicaba la disección en vivo de animales. Se llevaba a los párvulos de excursión para que intimaran, por la calle, en el cielo, bajo una baldosa, con el reino animal. Tampoco se daba mucho calce a las diferencias de rango entre maestros y alumnos. Todos aprendían. Y aprendían que en el mundo del futuro no habría jerarquías, ni prisiones, ni patrones, ni policías, ni políticos, ni dioses, ni ejércitos, ni maridos, ni tan siquiera arreo de ganado hacia las carnicerías. Simple y contundente, aunque inconcebible. En todo caso, su futuro era el revés de nuestra actualidad. Su antípoda.
Cuesta recuperar hoy el asombro que en su día suscitaron lemas anarquistas como “La propiedad es un robo”, de Pierre-Joseph Proudhon, o “La anarquía es la más alta expresión del orden”, del príncipe Piotr Kropotkin, o “La pasión por la destrucción es también una pasión creadora”, de Mijail Bakunin, o la más anónima y generalizada “Ni Dios ni Amo”. Era gente que no pretendía “mejorar” la sociedad sino trastornarla y recomponerla sobre fundamentos desjerarquizados y amistosos. Nada mal, y sin embargo concitaron el pánico de los burgueses y el desdén de los superados y de los que gustan mandar, porque no apelaban a un mañana mejor, como hacen los políticos de todas las épocas, sino a un porvenir otro. En la iconografía ácrata de antaño se destacan las repetidas figuras de obreros hercúleos a punto de descargar un mazazo sobre fábricas humeantes. No es el capitalista –no únicamente– el objeto de la inminente demolición, sino la sociedad industrial entera. Cuando imaginaban el futuro, no era entre cintas de montaje, sino con sol, en escenarios que aunaban bucolismo y sensualidad, como si en Arcadia, o en Edén, en una tierra indolora y fructífera. Es la gloria de los castigados de siempre, un lugar donde ya no se sufre, o donde se pueda sufrir en paz.
Aunque enemigos de todo poder de turno, jamás los anarquistas se empeñaron en ejecutar una revolución “política”. Cuando firmaban su correspondencia lo hacían con la formula “Salud y R.S.”, es decir Revolución Social. Dado que no querían escalar la pirámide, a fin de no reproducir su plan arquitectónico, entonces el futuro estaba antes, no después. No hay cosecha sin siembra previa y a ese tipo de semillas más luego se las llamaría “contraculturales”. Estas eran: la autarquía individual, la organización social por afinidad, el amor al mundo, la procreación consciente, la acción directa, el nudismo, el vegetarianismo, la emancipación femenina, la ayuda mutua, la deserción ante el llamado a filas, la animadversión al voto, el reparto del invento del Dr. Condom en las barriadas obreras. Nada más lejano de lo que ahora se entiende por lucha sindical y política. Por comparación, el progresismo contemporáneo es pusilánime. En suma, el futuro previsto suponía un trastrocamiento cultural muy anterior, de manera que cuando llegara el gran momento hasta la última persona que hubiera en la tierra ya estaría transformada en anarquista. Así que el tiempo de la promesa era el entonces y no un sueño de nunca jamás. Era preciso cambiar la vida y para ello el tiempo debía girar en espiral, contra sí mismo, hasta devenir orbe nuevo. La divisa anarquista siempre fue “Vive ahora tan libremente como te gustaría que se viviera en el futuro”.
En particular, la promoción del “amor libre”, y en ello fueron insistentes en sus publicaciones, les valió la frecuente atribución de promotores de la poligamia, todo un tema a fines del siglo XIX, época de consolidación del matrimonio burgués, cuando hasta el bisabuelo de Mitt Romney, actual candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, tuvo que huir a México perseguido por “mormón bígamo”. En 1896 se editó en Buenos Aires un folleto titulado Un episodio de amor en la Colonia Cecilia, donde se cuenta la historia verdadera de una mujer anarquista que tomó por pareja, simultáneamente, a dos compañeros suyos. Asimismo, se incluyen las respuestas que ella, Eléda, ofreció a una encuesta sentimental acerca del amor tripartito. La Colonia Cecilia era una comunidad utópica fundada seis años antes por doscientos anarquistas llegados de Italia sobre terrenos cedidos por Pedro II, emperador del Brasil, en el Estado de Paraná. El experimento se prolongó por cuatro años y la publicación del folleto, en una colección titulada “Propaganda emancipadora entre las mujeres”, tenía por objetivo propagar el “amor plural” o “poliamor”, una consigna radical, entonces y ahora, difundida por el ácrata francés Emile Armand en sus revistas L’Ére Nouvelle , L’Anarchie , y L’Unique .
Un año después, en 1897, el periódico La Autonomía, publicado en Buenos Aires, incluía este enunciado en su portada: “No hay sino una doctrina en la vida. Esta doctrina tiene una sola fórmula. Esta fórmula sólo una palabra. Gozar”. Sin duda los anarquistas estaban en este mundo, pero en nombre de otro mundo.
Considérese nuestra distancia con el pasado. Tres años atrás el Parlamento argentino aprobó una ley que habilitaba la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, un hito más en la inclusión de la mayor cantidad de “identidades” al interior del estado de derecho.
Pero a los anarquistas el matrimonio siempre les pareció una beatería laica, o sea la mejor síntesis posible entre sexo y dinero, en desmedro de otras invenciones afectivas “más amigables”, y además, para celebrarlo, ya estaba la Iglesia. Así como, en política, la presencia parlamentaria de la minoría concede legitimidad a la mayoría electoral, el matrimonio de “minorías” lo hace con el contrato clásico, hoy sólo soportable merced a la cláusula legal del divorcio, que anticipa su fracaso.
También, en una época anterior, la demanda de sexo “pre-matrimonial” suponía la defensa del monopolio en sí mismo. Por el contrario, los anarquistas propagaron varias alternativas, más frecuentemente la unión libre de dos voluntades sin intervención alguna de Familia, Iglesia o Estado, y en tanto el buen afecto perdurase, pero también se sintieron llamados a ingeniar relaciones amorosas más libres o a repeler en bloque la convivencia en sí misma, tal cual lo expresó cáustica y ominosamente Max Stirner en El Unico y su propiedad, biblia del anarco-individualismo: “Los crímenes surgen de las ideas obsesivas. El matrimonio es una idea obsesiva”.
Y por cierto, uno de los miembros de la Colonia Cecilia era un tal Gattai, cuya hija, Zelia, se casaría en Bahía, Brasil, con el novelista Jorge Amado, que trasvasaría aquella historia de amor de a tres a su libro Doña Flor y sus dos maridos, de 1966.
Considérese asimismo que ya a principios del siglo XX La Protesta , el diario tradicional de los anarquistas argentinos, publicaba en primera plana críticas al mantenimiento de la virginidad entre las adolescentes, que Severino Di Giovanni, declarado por la policía federal su “Enemigo Público nº 1”, se tomó su tiempo, entre una y otra expropiación a mano armada, para publicar el folleto “La virginitá stagnante”, y que Federica Montseny, ministra anarquista de salud de la República Española, permitió en 1937 la interrupción voluntaria del embarazo en los hospitales públicos.
En 1914, Pierre Quiroule, francés pero radicado en Argentina, diseñó el mapa de una ciudad libertaria ideal, que fue publicada bajo el título La ciudad anarquista americana. Serían 10.000 habitantes, sin horarios de trabajo, niños criados en común y muchas palmeras por las calles. Allí hay de todo, no escasea lo importante, pero no hay prisiones. Si alguna institución concitó el aborrecimiento de los anarquistas, fue la cárcel. Son incontables los folletos y libros –notoriamente Las prisiones, de Kropotkin– dedicados a condenarla, y desde ya que su revolución no contemplaba su permanencia. Uno de los primeros actos de los anarquistas una vez iniciada la Guerra Civil Española fue el derribo de la cárcel de mujeres de Barcelona a fuerza de pico y de maza. En el mismo momento, pero en Madrid, el calderero y torero anarquista Melchor Rodríguez, que sería último alcalde de la ciudad antes del ingreso de las tropas franquistas, se ocupó de refugiar a cientos de burgueses y gente de derecha en una mansión ocupada ex profeso a fin de protegerlos de las turbas que pretendían lincharlos. Incluso las mantuvo alejadas a punta de fusil, en el entendimiento de que la ética libertaria se mide por el trato dado a los adversarios.
Pero no habría ninguna revolución socialista en el siglo XX que se privara de levantar muros de prisiones o de campos de concentración apenas el poder del Estado cambió de manos, ni en Rusia, ni en China, ni en Mongolia, Camboya o Cuba. Todavía en 1971 La Protesta denunciaba las “cárceles del pueblo” que habían puesto de moda, primero los Tupamaros en el Uruguay y seguidamente los Montoneros en la orilla opuesta: “Ahora los guerrilleros proclaman libertad y justicia para unos; para otros, represión y cárcel. Vuelven a dividir a los hombres en represores y reprimidos, en buenos y malos, en santos y demonios. Han dado vuelta la tortilla. Por todo esto la cárcel del pueblo hiede.” En su mundo imaginado no habría rejas, lo que no quiere decir que no se previeran otras formas de dirimir los inevitables conflictos.
Pero algo no se echaría en falta en ese mañana dado vuelta: no habría líderes ni políticos. Los anarquistas decían que los políticos demócratas y republicanos venían con máscaras, o bien eran ilusionistas –como ahora–, que los socialistas eran poco menos que “pisaalfombras”, y que los marxistas aspiraban a fundar tiranías. No había para ellos consigna más inconducente que aquella que reza que si uno no se ocupa de la política, la política se ocupará de uno, pues justamente eso suponía ser transformado en político, en ser bifronte, sólo preocupado por el mantenimiento del andamiaje, aunque en nombre del bien común. En verdad, la posibilidad de un futuro distinto al que efectivamente triunfó en la Modernidad, a saber, la industrialización de todas las dimensiones de la vida social, incluyendo cuerpos, animales y conocimientos, estuvo obturada desde un comienzo, porque las ideologías significativas de los siglos XIX y XX se cuadraron ante la fecha del tiempo que llamamos “progreso”. Además, y sin excepción, se dedicaron a embutir la imaginación política de los ciudadanos en una cobertura cupular, la representación, que oscureció cualquier otro horizonte, y eso en lo que atañe a la verdad, al entretenimiento y a la acción política. Ambos procesos confluyeron en lo mismo: el goce mantenido en estado de promesa permanente, es decir malogrado. Lo cierto es que la vida es algo que sucede antes de morirnos. Y ahora ya es tarde, aun cuando el amor y la libertad siempre añoren ser reinventados. En su época, el panorama futuro de los anarquistas parecía fantasioso o inquietante, pero hoy nos resulta enigmático. Si antes era medio imposible, hoy es casi impensable.
[Tomado de http://revistaliterariaazularte.blogspot.com/2012/04/christian-ferrer-la-utopia-anarquista.html.]
En los libros de texto de las escuelas anarquistas de principios del siglo XX se les planteaba a los alumnos, típicamente, problemas como el siguiente: “Dado que un obrero confecciona tres sombreros por jornada, siendo remunerado con 1 peseta cada uno, y dado que el patrón de la fábrica los vende a 10 pesetas, ¿cuánto dinero le robó el patrón al obrero?”. Se las llamaba escuelas “racionalistas”, y su creador, el catalán Francesc Ferrer i Guárdia, que fomentaba el librepensamiento, fue puesto frente a un pelotón de fusilamiento en 1909. En sus escuelas no se practicaba la disección en vivo de animales. Se llevaba a los párvulos de excursión para que intimaran, por la calle, en el cielo, bajo una baldosa, con el reino animal. Tampoco se daba mucho calce a las diferencias de rango entre maestros y alumnos. Todos aprendían. Y aprendían que en el mundo del futuro no habría jerarquías, ni prisiones, ni patrones, ni policías, ni políticos, ni dioses, ni ejércitos, ni maridos, ni tan siquiera arreo de ganado hacia las carnicerías. Simple y contundente, aunque inconcebible. En todo caso, su futuro era el revés de nuestra actualidad. Su antípoda.
Cuesta recuperar hoy el asombro que en su día suscitaron lemas anarquistas como “La propiedad es un robo”, de Pierre-Joseph Proudhon, o “La anarquía es la más alta expresión del orden”, del príncipe Piotr Kropotkin, o “La pasión por la destrucción es también una pasión creadora”, de Mijail Bakunin, o la más anónima y generalizada “Ni Dios ni Amo”. Era gente que no pretendía “mejorar” la sociedad sino trastornarla y recomponerla sobre fundamentos desjerarquizados y amistosos. Nada mal, y sin embargo concitaron el pánico de los burgueses y el desdén de los superados y de los que gustan mandar, porque no apelaban a un mañana mejor, como hacen los políticos de todas las épocas, sino a un porvenir otro. En la iconografía ácrata de antaño se destacan las repetidas figuras de obreros hercúleos a punto de descargar un mazazo sobre fábricas humeantes. No es el capitalista –no únicamente– el objeto de la inminente demolición, sino la sociedad industrial entera. Cuando imaginaban el futuro, no era entre cintas de montaje, sino con sol, en escenarios que aunaban bucolismo y sensualidad, como si en Arcadia, o en Edén, en una tierra indolora y fructífera. Es la gloria de los castigados de siempre, un lugar donde ya no se sufre, o donde se pueda sufrir en paz.
Aunque enemigos de todo poder de turno, jamás los anarquistas se empeñaron en ejecutar una revolución “política”. Cuando firmaban su correspondencia lo hacían con la formula “Salud y R.S.”, es decir Revolución Social. Dado que no querían escalar la pirámide, a fin de no reproducir su plan arquitectónico, entonces el futuro estaba antes, no después. No hay cosecha sin siembra previa y a ese tipo de semillas más luego se las llamaría “contraculturales”. Estas eran: la autarquía individual, la organización social por afinidad, el amor al mundo, la procreación consciente, la acción directa, el nudismo, el vegetarianismo, la emancipación femenina, la ayuda mutua, la deserción ante el llamado a filas, la animadversión al voto, el reparto del invento del Dr. Condom en las barriadas obreras. Nada más lejano de lo que ahora se entiende por lucha sindical y política. Por comparación, el progresismo contemporáneo es pusilánime. En suma, el futuro previsto suponía un trastrocamiento cultural muy anterior, de manera que cuando llegara el gran momento hasta la última persona que hubiera en la tierra ya estaría transformada en anarquista. Así que el tiempo de la promesa era el entonces y no un sueño de nunca jamás. Era preciso cambiar la vida y para ello el tiempo debía girar en espiral, contra sí mismo, hasta devenir orbe nuevo. La divisa anarquista siempre fue “Vive ahora tan libremente como te gustaría que se viviera en el futuro”.
En particular, la promoción del “amor libre”, y en ello fueron insistentes en sus publicaciones, les valió la frecuente atribución de promotores de la poligamia, todo un tema a fines del siglo XIX, época de consolidación del matrimonio burgués, cuando hasta el bisabuelo de Mitt Romney, actual candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, tuvo que huir a México perseguido por “mormón bígamo”. En 1896 se editó en Buenos Aires un folleto titulado Un episodio de amor en la Colonia Cecilia, donde se cuenta la historia verdadera de una mujer anarquista que tomó por pareja, simultáneamente, a dos compañeros suyos. Asimismo, se incluyen las respuestas que ella, Eléda, ofreció a una encuesta sentimental acerca del amor tripartito. La Colonia Cecilia era una comunidad utópica fundada seis años antes por doscientos anarquistas llegados de Italia sobre terrenos cedidos por Pedro II, emperador del Brasil, en el Estado de Paraná. El experimento se prolongó por cuatro años y la publicación del folleto, en una colección titulada “Propaganda emancipadora entre las mujeres”, tenía por objetivo propagar el “amor plural” o “poliamor”, una consigna radical, entonces y ahora, difundida por el ácrata francés Emile Armand en sus revistas L’Ére Nouvelle , L’Anarchie , y L’Unique .
Un año después, en 1897, el periódico La Autonomía, publicado en Buenos Aires, incluía este enunciado en su portada: “No hay sino una doctrina en la vida. Esta doctrina tiene una sola fórmula. Esta fórmula sólo una palabra. Gozar”. Sin duda los anarquistas estaban en este mundo, pero en nombre de otro mundo.
Considérese nuestra distancia con el pasado. Tres años atrás el Parlamento argentino aprobó una ley que habilitaba la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, un hito más en la inclusión de la mayor cantidad de “identidades” al interior del estado de derecho.
Pero a los anarquistas el matrimonio siempre les pareció una beatería laica, o sea la mejor síntesis posible entre sexo y dinero, en desmedro de otras invenciones afectivas “más amigables”, y además, para celebrarlo, ya estaba la Iglesia. Así como, en política, la presencia parlamentaria de la minoría concede legitimidad a la mayoría electoral, el matrimonio de “minorías” lo hace con el contrato clásico, hoy sólo soportable merced a la cláusula legal del divorcio, que anticipa su fracaso.
También, en una época anterior, la demanda de sexo “pre-matrimonial” suponía la defensa del monopolio en sí mismo. Por el contrario, los anarquistas propagaron varias alternativas, más frecuentemente la unión libre de dos voluntades sin intervención alguna de Familia, Iglesia o Estado, y en tanto el buen afecto perdurase, pero también se sintieron llamados a ingeniar relaciones amorosas más libres o a repeler en bloque la convivencia en sí misma, tal cual lo expresó cáustica y ominosamente Max Stirner en El Unico y su propiedad, biblia del anarco-individualismo: “Los crímenes surgen de las ideas obsesivas. El matrimonio es una idea obsesiva”.
Y por cierto, uno de los miembros de la Colonia Cecilia era un tal Gattai, cuya hija, Zelia, se casaría en Bahía, Brasil, con el novelista Jorge Amado, que trasvasaría aquella historia de amor de a tres a su libro Doña Flor y sus dos maridos, de 1966.
Considérese asimismo que ya a principios del siglo XX La Protesta , el diario tradicional de los anarquistas argentinos, publicaba en primera plana críticas al mantenimiento de la virginidad entre las adolescentes, que Severino Di Giovanni, declarado por la policía federal su “Enemigo Público nº 1”, se tomó su tiempo, entre una y otra expropiación a mano armada, para publicar el folleto “La virginitá stagnante”, y que Federica Montseny, ministra anarquista de salud de la República Española, permitió en 1937 la interrupción voluntaria del embarazo en los hospitales públicos.
En 1914, Pierre Quiroule, francés pero radicado en Argentina, diseñó el mapa de una ciudad libertaria ideal, que fue publicada bajo el título La ciudad anarquista americana. Serían 10.000 habitantes, sin horarios de trabajo, niños criados en común y muchas palmeras por las calles. Allí hay de todo, no escasea lo importante, pero no hay prisiones. Si alguna institución concitó el aborrecimiento de los anarquistas, fue la cárcel. Son incontables los folletos y libros –notoriamente Las prisiones, de Kropotkin– dedicados a condenarla, y desde ya que su revolución no contemplaba su permanencia. Uno de los primeros actos de los anarquistas una vez iniciada la Guerra Civil Española fue el derribo de la cárcel de mujeres de Barcelona a fuerza de pico y de maza. En el mismo momento, pero en Madrid, el calderero y torero anarquista Melchor Rodríguez, que sería último alcalde de la ciudad antes del ingreso de las tropas franquistas, se ocupó de refugiar a cientos de burgueses y gente de derecha en una mansión ocupada ex profeso a fin de protegerlos de las turbas que pretendían lincharlos. Incluso las mantuvo alejadas a punta de fusil, en el entendimiento de que la ética libertaria se mide por el trato dado a los adversarios.
Pero no habría ninguna revolución socialista en el siglo XX que se privara de levantar muros de prisiones o de campos de concentración apenas el poder del Estado cambió de manos, ni en Rusia, ni en China, ni en Mongolia, Camboya o Cuba. Todavía en 1971 La Protesta denunciaba las “cárceles del pueblo” que habían puesto de moda, primero los Tupamaros en el Uruguay y seguidamente los Montoneros en la orilla opuesta: “Ahora los guerrilleros proclaman libertad y justicia para unos; para otros, represión y cárcel. Vuelven a dividir a los hombres en represores y reprimidos, en buenos y malos, en santos y demonios. Han dado vuelta la tortilla. Por todo esto la cárcel del pueblo hiede.” En su mundo imaginado no habría rejas, lo que no quiere decir que no se previeran otras formas de dirimir los inevitables conflictos.
Pero algo no se echaría en falta en ese mañana dado vuelta: no habría líderes ni políticos. Los anarquistas decían que los políticos demócratas y republicanos venían con máscaras, o bien eran ilusionistas –como ahora–, que los socialistas eran poco menos que “pisaalfombras”, y que los marxistas aspiraban a fundar tiranías. No había para ellos consigna más inconducente que aquella que reza que si uno no se ocupa de la política, la política se ocupará de uno, pues justamente eso suponía ser transformado en político, en ser bifronte, sólo preocupado por el mantenimiento del andamiaje, aunque en nombre del bien común. En verdad, la posibilidad de un futuro distinto al que efectivamente triunfó en la Modernidad, a saber, la industrialización de todas las dimensiones de la vida social, incluyendo cuerpos, animales y conocimientos, estuvo obturada desde un comienzo, porque las ideologías significativas de los siglos XIX y XX se cuadraron ante la fecha del tiempo que llamamos “progreso”. Además, y sin excepción, se dedicaron a embutir la imaginación política de los ciudadanos en una cobertura cupular, la representación, que oscureció cualquier otro horizonte, y eso en lo que atañe a la verdad, al entretenimiento y a la acción política. Ambos procesos confluyeron en lo mismo: el goce mantenido en estado de promesa permanente, es decir malogrado. Lo cierto es que la vida es algo que sucede antes de morirnos. Y ahora ya es tarde, aun cuando el amor y la libertad siempre añoren ser reinventados. En su época, el panorama futuro de los anarquistas parecía fantasioso o inquietante, pero hoy nos resulta enigmático. Si antes era medio imposible, hoy es casi impensable.
[Tomado de http://revistaliterariaazularte.blogspot.com/2012/04/christian-ferrer-la-utopia-anarquista.html.]
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