François Chátelet (1925-1985)
Es lugar común del pensamiento político, resabiado o banal, el afirmar que toda colectividad un poco numerosa requiere obligatoriamente para sobrevivir, para preservar su seguridad y acrecentar su dicha, un jefe (o un gobierno) del que emanen las decisiones, y un conjunto de enunciados necesarios –las leyes– que aseguren el recto orden social. Bien se reclame de la Razón de los filósofos o de alguna revelación divina, o bien se fundamente en la experiencia cotidiana o en el cálculo de las ciencias experimentales, se da como evidente que es necesario un principio que tenga poder para unificar la multiplicidad. Esta idea está tan arraigada que, las más de las veces, los discursos políticos más profundos dedican toda su energía, desde antaño y hasta no hace mucho, a debatir cuestiones tales como las de saber a quién le debería tocar el mando y cuáles debieran ser las leyes más adecuadas para garantizar lo mejor posible la paz en el interior y la fuerza en el exterior. Y, hoy en día, la política de los políticos ¿no nos presenta como esencial el debate que afronta la elección entre dos regímenes –uno que se pretende liberal y el otro que se pretende socialista, cuando tanto el uno como el otro están sometidos al mismo axioma de la productividad del Capital–, o entre dos modelos: el americano y el soviético, cuando uno y otro se encarnan en dos Estados que, con medios diferentes, se afanan en cuadricular el espacio mundial en una red de bastiones militares, de satélites informativos, de instituciones tecnocráticas y de policías en todos los órdenes?
No es el momento aquí, ahora, de reavivar una tradición muy antigua –en nuestra civilización se remonta, según los documentos que nos han quedado, a los cínicos y los sofistas griegos– que cuestiona el principio de este principio unificante. Que se precise alguna unidad en una colectividad, no ofrece duda ninguna. Pero ¿por qué mantener que ésta deba provenir necesariamente de un principio exterior y superior? ¿Por qué razón no convenir, a título contractual y, por consecuencia, provisional, que tales individuos, tales microgrupos, que se dan a mantener de hecho relaciones de interés, de costumbre, de deseo o voluntad, decidan simplemente formalizar estas relaciones en alianzas diversas que permitan intercambios (de bienes, de servicios o ideas) y que no alienen en modo alguno la libertad de las partes contratantes por aquello que no es el objeto del contrato? ¿Por qué remitir la decisión a un hombre (o a un gobierno) –aunque fuera por un espacio de tiempo limitado–, cuando hay múltiples decisiones que tomar y que para cada una de ella, es posible concebir una institución precaria encargada de tomarla y de aplicarla y, luego, de desaparecer? ¿Por qué no desmultiplicar hasta el extremo en el espacio y en el tiempo, este irreemplazable descubrimiento del pensamiento democrático que es la pluralidad de los poderes? ¿Por qué encorsetar a la sociedad con enunciados necesarios, cuando, en la mayor parte de las veces, siendo respetada la igualdad de todos delante de la instancia que juzga públicamente, tiene importancia poder promulgar unas reglas flexibles que permitan tener en cuenta la singularidad de cada caso?
En resumidas cuentas, por qué no pensar seriamente en volver a poner en cuestión este principio-trampa, herencia de la teología, de la sacralidad del Estado. El poder del Estado está engrosado hoy día por una lógica tanto más espantosa en cuanto que tiene a su disposición medios científicos de coerción y de incitación. Y el sentido original de la an-arquía no dice otra cosa que esto: intentemos concebir la organización social de otro modo e imaginar esta organización como producto siempre cambiante, siempre provisional, de los deseos y de las voluntades de aquellos que constituyen la fuente de todo poder: los individuos, diferentes todos y todos tan semejantemente hombres.
[Tomado de http://revistapolemica.wordpress.com/2014/10/15/de-la-anarquia/.]
Es lugar común del pensamiento político, resabiado o banal, el afirmar que toda colectividad un poco numerosa requiere obligatoriamente para sobrevivir, para preservar su seguridad y acrecentar su dicha, un jefe (o un gobierno) del que emanen las decisiones, y un conjunto de enunciados necesarios –las leyes– que aseguren el recto orden social. Bien se reclame de la Razón de los filósofos o de alguna revelación divina, o bien se fundamente en la experiencia cotidiana o en el cálculo de las ciencias experimentales, se da como evidente que es necesario un principio que tenga poder para unificar la multiplicidad. Esta idea está tan arraigada que, las más de las veces, los discursos políticos más profundos dedican toda su energía, desde antaño y hasta no hace mucho, a debatir cuestiones tales como las de saber a quién le debería tocar el mando y cuáles debieran ser las leyes más adecuadas para garantizar lo mejor posible la paz en el interior y la fuerza en el exterior. Y, hoy en día, la política de los políticos ¿no nos presenta como esencial el debate que afronta la elección entre dos regímenes –uno que se pretende liberal y el otro que se pretende socialista, cuando tanto el uno como el otro están sometidos al mismo axioma de la productividad del Capital–, o entre dos modelos: el americano y el soviético, cuando uno y otro se encarnan en dos Estados que, con medios diferentes, se afanan en cuadricular el espacio mundial en una red de bastiones militares, de satélites informativos, de instituciones tecnocráticas y de policías en todos los órdenes?
No es el momento aquí, ahora, de reavivar una tradición muy antigua –en nuestra civilización se remonta, según los documentos que nos han quedado, a los cínicos y los sofistas griegos– que cuestiona el principio de este principio unificante. Que se precise alguna unidad en una colectividad, no ofrece duda ninguna. Pero ¿por qué mantener que ésta deba provenir necesariamente de un principio exterior y superior? ¿Por qué razón no convenir, a título contractual y, por consecuencia, provisional, que tales individuos, tales microgrupos, que se dan a mantener de hecho relaciones de interés, de costumbre, de deseo o voluntad, decidan simplemente formalizar estas relaciones en alianzas diversas que permitan intercambios (de bienes, de servicios o ideas) y que no alienen en modo alguno la libertad de las partes contratantes por aquello que no es el objeto del contrato? ¿Por qué remitir la decisión a un hombre (o a un gobierno) –aunque fuera por un espacio de tiempo limitado–, cuando hay múltiples decisiones que tomar y que para cada una de ella, es posible concebir una institución precaria encargada de tomarla y de aplicarla y, luego, de desaparecer? ¿Por qué no desmultiplicar hasta el extremo en el espacio y en el tiempo, este irreemplazable descubrimiento del pensamiento democrático que es la pluralidad de los poderes? ¿Por qué encorsetar a la sociedad con enunciados necesarios, cuando, en la mayor parte de las veces, siendo respetada la igualdad de todos delante de la instancia que juzga públicamente, tiene importancia poder promulgar unas reglas flexibles que permitan tener en cuenta la singularidad de cada caso?
En resumidas cuentas, por qué no pensar seriamente en volver a poner en cuestión este principio-trampa, herencia de la teología, de la sacralidad del Estado. El poder del Estado está engrosado hoy día por una lógica tanto más espantosa en cuanto que tiene a su disposición medios científicos de coerción y de incitación. Y el sentido original de la an-arquía no dice otra cosa que esto: intentemos concebir la organización social de otro modo e imaginar esta organización como producto siempre cambiante, siempre provisional, de los deseos y de las voluntades de aquellos que constituyen la fuente de todo poder: los individuos, diferentes todos y todos tan semejantemente hombres.
[Tomado de http://revistapolemica.wordpress.com/2014/10/15/de-la-anarquia/.]
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