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domingo, 26 de octubre de 2014

_Anarquía. Orden sin Autoridad_ (Introducción y Conclusión del libro de ese título)


Rodrigo Quesada Monge

[Nota de El Libertario: Gracias a la solidaria amabilidad del autor, quien nos remitió por vía postal un ejemplar de este libro que circula desde mayo pasado, hemos tenido la oportunidad de acercarnos a una obra que deseamos llegue a la mayor cantidad de lectores en nuestro continente, pues no dudamos en calificarla como un muy valioso aporte a la difusión, reflexión y debate en torno al ideal anarquista, enfocado con claridad, conocimiento denso y desde una perspectiva latinoamericana. En tal sentido, y queriendo incentivar la lectura del texto en extenso, reproducimos a continuación sus apartados inicial y final.]

Introducción General

Este libro tiene como principal meta la divulgación de algunas de las ideas básicas y la historia del pensamiento anarquista. No tiene aspiraciones doctrinarias ni mucho menos. Hoy no existe la persona que pueda, individualmente, en un solo trabajo abarcar la totalidad del ideario anarquista, pues la cantidad de información existente sobre el tema podría tomar varias vidas para ser comprendida a cabalidad. En vista a esta abrumadora masa de información, de experiencias prácticas e históricas, a los seres humanos sencillos y de a pie, solo nos queda la modesta tarea de brindar información general.

Sin embargo, esto era muy necesario en un pequeño país como Costa Rica, donde hace muchos años no se publicaba un trabajo que buscara brindar algunas piezas de información más o menos articuladas sobre lo que pretende el anarquismo, como doctrina social, política y cultural. Nuestra exposición es simpática con el tema, y cuando fue necesario abordarlo con pasión y subjetividad lo hicimos sin empacho. No somos de los historiadores que todavía piensan en que la investigación histórica debe ser totalmente “objetiva” para adquirir el dudoso prestigio de científica. Cuando fue requerido, hablamos también de las carencias del anarquismo como ideal y como praxis.

Son terribles las cosas que se han dicho del anarquismo. La mayor parte de la gente se imagina a un anarquista como un tipo con los ojos inyectados en sangre, con una daga entre los dientes, y con los bolsillos cargados de granadas y cartuchos de dinamita., dispuesto a inmolarse (como los terroristas de nuestros días) en aras de imponer sus ideas de socialismo, paz y amor. ¡No podría haber contradicción más absurda! Muy poca gente sabe que uno de los principales maestros de Mahatma Gandhi (1869-1948) el gestor de la independencia de la India y una de las mayores espiritualidades del siglo XX, era precisamente un anarquista, un escritor quien, a la vez, era también un aristócrata, uno de los grandes terratenientes de Rusia, y por derecho propio, a su manera, un hombre muy espiritual. Nos referimos por supuesto al conde León Tolstoi (1828-1910).

Sin embargo, durante los años 90 del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, algunos anarquistas creyeron que la acción directa o la propaganda por el hecho, es decir la ejecución de algunas figuras públicas, o el simple acto de terror, podía mover a las grandes mayorías a tomar consciencia de su oprobiosa situación social, económica y política. Estos actos individuales fueron fieramente condenados en su momento, y el anarquista consecuente de nuestros días jamás los verá con satisfacción, si es que combate con seriedad a la violencia como forma de vida. Aunque entienda el dolor y la rabia que puedan producir en algunas personas, las enormes injusticias que hoy se cometen contra millones de personas, en diferentes partes del mundo, por los poderes organizados que se llaman a sí mismos religiosos, democráticos o socialistas.

Pero Tolstoi no estaba sólo. Él era simplemente un eslabón de un grupo de personas que, a lo largo de milenios, han sostenido que uno de los ingredientes más nocivos y peligrosos de nuestras sociedades es el ejercicio brutal e ilimitado del poder, en todas y cada una de sus expresiones. No hay nada tan terrible y humillante como la dependencia esbirra y sumisa de un ser humano con respecto a otro. Se han escrito miles de libros, se han hecho guerras y han muerto millones de personas, para impedir que esta clase de sumisión se llegue a extender por todo el planeta. Los anarquistas son solamente un grupo de gente que piensa que, mientras haya vida en este mundo, toda lucha vale la pena para impedir tal cosa.

Muchas otras personas están en lo mismo se nos dirá. Es cierto, pero los procedimientos y la agenda de los anarquistas son únicos, porque combaten a tiempo completo, a esa soberana alianza, especialmente diseñada para opacar la felicidad de las personas, integrada por el Estado-la Iglesia (organizada)-el Capital. Se trata de una alianza que le ha hecho mucho daño a la humanidad, y ha sido tarea de los anarquistas proponer una rebeldía permanente contra sus designios. El Estado y la Autoridad no son una ecuación, como piensan algunos. Los anarquistas aceptan y reconocen la Autoridad de la ciencia y de la sabiduría. Jamás la del autoritarismo, la prepotencia y la fuerza bruta, ya sea de regímenes de derecha, como de izquierda. La Iglesia y la Espiritualidad tampoco son una ecuación.

Los anarquistas son profundamente respetuosos de la ética y la clase de espiritualidad que decida escoger la gente, para su propia felicidad, desde su interior más personal. El anarquista no reconoce a las iglesias jerarquizadas. La historia es una prueba de su devastadora incompetencia para resolver los grandes problemas espirituales de la humanidad. Acepta al cristiano, como hacía Tolstoi, en aquel ser humano que defiende su derecho a comunicarse con Dios, tal y como le dé la gana, sin intervenciones o mediadores de alguna especie. El Capital y la Riqueza tampoco son una ecuación. La riqueza moral, solidaria, artística, intelectual nada tiene que ver con el capital, que se sustenta, esencialmente, y adquiere razón de ser a partir del momento en que sus confrontaciones con el trabajo, le dejan cada vez más ganancias.

De hombres y mujeres que han pensado, sentido y actuado de acuerdo con estos principios básicos se habla en este pequeño libro. Para la primera parte, hemos compuesto diecisiete capítulos, en los que se discute y se reflexiona sobre tópicos esenciales en el ideario anarquista, también conocido como pensamiento libertario o ácrata. Valga la aclaración que la palabra libertario es de procedencia anarquista, y nada tiene que ver con los postulados del anarco-capitalismo de extrema derecha, para el cual el mundo es una jungla, en la que sobrevive el más fuerte. En este libro, cada vez que hablamos de libertarios, nos referimos a los anarquistas, aquellos que aspiran a una sociedad totalmente libre, sin autoritarismos, y donde la solidaridad entre las personas, solo sea posible a través de una versión productiva y fluida del socialismo.

Cómo se ha luchado por alcanzar esta utopía, el trayecto histórico de estos esfuerzos se describe en la segunda parte, compuesta de ocho capítulos en los que se trata de recoger algunos de los momentos sobresalientes de la práctica del anarquismo, en los últimos doscientos años. El testimonio es revelador, porque los anarquistas siempre estuvieron al lado de los perdedores, no de los triunfadores y gananciosos. De aquí que sus ideales sean esencialmente utópicos, y de que apelen a la Utopía, así con mayúscula, como su principal guía de orientación en un mundo estructurado para que sea el rico, el exitoso, el triunfador, el que se haga dueño de la felicidad.

La libertad absoluta por la que lucha el anarquista, jamás será posible en ese mundo utópico sin opresores ni oprimidos en el que sueña, mientras exista la alianza de que hablábamos antes. Por eso, la historia que se cuenta en este libro está repleta de perseguidos y perseguidores, verdugos y ejecutados, revoluciones triunfantes y luego malversadas, de golpes de mano contra la inocencia de la gente, y del abuso en sus manifestaciones más penosas. La investigación la concluimos incluyendo dos capítulos finales, en los que se estudia el anarquismo en América Latina, y en Costa Rica, donde jamás se pensó que podría llegar una doctrina, cuya columna vertebral es la defensa más intransigente posible de la libertad en todas sus expresiones. Muchos de los santones de la cultura oficial en esta inocente Arcadia costarricense, tenían también sus veleidades ocultas con el anarquismo, como veremos.

                 

Conclusión General

El autoritarismo, a pesar de las grandes luchas en las que se ha visto envuelto el anarquismo para combatirlo, sigue siendo en nuestros días uno de los mayores males de la civilización. Hoy, mucha gente que ejerce el poder, tiene la creencia de que la única forma para que las personas sirvan a una buena causa, a una buena idea, o a una simple decisión política de impacto local en su comunidad, es con la fuerza, la brutalidad, el porrazo o el aullido. Desgraciadamente, la mayor parte de los dirigentes políticos, de rango intermedio y bajo, en países pequeños como Costa Rica, proceden de sectores sociales donde la educación, la sensibilidad, el diálogo y la racionalidad no son el patrón predominante.

Este es un fenómeno que ha empezado a notarse cada vez más durante los últimos 30 años. De tal manera que a mayor rango autoritario, mayores posibilidades tiene la corrupción, el chanchullo, la manipulación y la mordida. El problema de Costa Rica no es la falta de autoridad. Todo lo contrario: es el exceso de autoridad. Para el político promedio de este país, la gobernabilidad o ingobernabilidad están en relación inversamente proporcional con la represión o la ausencia de ella. El país es gobernable si el pueblo se deja reprimir con facilidad. Es ingobernable si la represión no surte ningún efecto.

Pero en una sociedad que destila miedo, insatisfacción, frustración, y un abanico ilimitado de aspiraciones, que no tienen canalización de ninguna especie, la ingobernabilidad crecerá cada día, hasta convertirse en una rebelión permanente, contra el aparato institucional, el Estado, la Iglesia y el Capital. Para un anarquista este es el escenario perfecto con el cual siempre contó, para impulsar sus ideas de que es posible trasladar el gobierno de sus propias vidas, a las personas de la calle. Cuando la gente se haya apoderado del control de su propia existencia, de su propia religiosidad, de su moral y de la responsabilidad ética de sus actos, habrá llegado el momento en que es posible iniciar la construcción de una forma de libertad productiva y civilizada.

El anarquismo individualista, y el socialismo anarquista, se habrán dado a si mismos la oportunidad histórica de organizar la sociedad deseada, siguiendo las líneas de aplicar el mayor esfuerzo en todo lo que se emprenda, hasta el momento en que la generalidad de los individuos y de los grupos humanos, se beneficien en su totalidad de los esfuerzos de cada uno. Ni el capitalismo rapaz, ni el socialismo autoritario contemplan dicha posibilidad, pues fueron concebidos para promover el mayor uso de la fuerza y de la violencia, en la conquista de lo que la gente desea. En el trayecto, la peor parte se la llevan los pobres, los débiles y los desamparados, la naturaleza y el ambiente. La democracia, en estos casos, se vuelve una insulsa utopía, y no la realidad que todos dicen disfrutar, para engañarse con plena consciencia.

Esa consciencia de estarme engañando a mí mismo y sin embargo continuar en el acto, es la peor de las virtudes de la democracia burguesa y de la supuesta democracia socialista. De aquí que, para el anarquista, la representatividad política sea una farsa total. Como lo son todos los sistemas electorales, en los que se eligen a ciertas personas para que se sirvan a sí mismas, y coparticipen con el resto de la gente, en la ficción de que se está sirviendo a la sociedad en general. Ya sea en la democracia parlamentaria burguesa, o en la democracia socialista, el fraude consiste en hacerle creer a la gente que está participando en la organización y aplicación del poder. Cuando en realidad lo que se distribuye es el ejercicio de la autoridad, entre grupos poderosos económica, social y políticamente para repartirse las riquezas producidas por esa sociedad, sin contemplar, ni por asomo, la participación del resto de la población.

A esta última, a la gente, tanto el liberal demócrata, como el socialista autoritario, la consideran incompetente, estúpida, incapaz de tomar decisiones, desorientada y enajenada, como para que puedan recibir ni una mínima cuota de autoridad. Pero es la gente, la masa informe, iletrada, muerta de hambre, la que ha puesto el poder tanto a un político como al otro de los arriba mencionados. Con los años, como decía E. de La Boetié en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, la gente llegó a asumir que la obediencia ciega es un indicio cierto de la mejor democracia en ejercicio. La democracia, tal y como ha sido practicada hasta ahora, tanto por los liberales como por los socialistas autoritarios, no ha sido otra cosa que la expresión supina de la domesticación y el embrutecimiento. Dice La Boetié: «Los mismos pueblos, pues, se dejan, o mejor, se hacen devorar, ya que con dejar de servir estarían a salvo; el pueblo se sujeta a servidumbre, se corta el cuello y, pudiendo elegir entre ser siervo y ser libre, abandona su independencia y toma el yugo, consiente en su propio mal o, más bien, lo persigue».

Pero el “optimismo estoico” de los anarquistas, contrario al “pesimismo estoico” de los liberales y los socialistas autoritarios, quienes sostienen que el hombre es fundamentalmente lobo del hombre, y que por lo tanto necesita varapalo diario, para disciplinarlo y hacerlo producir algo que valga la pena, ha demostrado a lo largo de los siglos que es posible imaginar mundos posibles, donde las personas controlen su propia vida, sus decisiones, sus convicciones y sus sueños. Se trata de empeñar los esfuerzos en una utopía que tiene los pies bien puestos sobre la tierra. Las utopías soñadas por los tiranos le han causado un daño inconmensurable a la humanidad. El holocausto del pueblo judío, como el de los pueblos de América, o de todos aquellos pueblos sometidos a la voluntad de los dictadores, son el producto, en gran medida, de los antojos y de los caprichos de pequeños grupos sociales y políticos, que han sabido cómo, cuándo, dónde y con quién se puede manipular la democracia.

Los anarquistas han intentado cotejar sus sueños con la realidad. No solo en España, durante la guerra civil, como hemos visto, sino también en América Latina, donde las comunas libertarias florecieron generosamente en varias partes de Brasil, Argentina, México, incluso en la retirada Costa Rica, durante finales del siglo XIX y principios del XX. Estas experiencias, algunas longevas, otras no tanto, quisieron ser experimentos para demostrarle al mundo que es posible organizar proyectos sociales, económicos, políticos y educativos, en los que la gente participe activamente sin sentir la presión de una disciplina organizada al servicio de unos pocos.

Para ello, la gente tiene que despojarse de sus miedos, que son el recurso de los poderosos en su afán de someter a las personas de diferentes maneras. La novedad, las ideas, las emociones y los afectos inéditos son la materia con que trabaja el anarquista, porque sabe que el futuro le pertenece, tanto como el presente, si la rebelión permanente jamás baja la guardia. El anarquista está en perenne vigilia, para impedir que los abusadores de toda cepa, atenten contra la libertad, la voluntad, la imaginación y la independencia de las personas en su vida cotidiana. Recuperar esta, cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo, para mí y los que amo, es una de las tareas prioritarias del anarquismo, quien tiene plena consciencia de que el Estado, la Iglesia y el Capital, harán todo lo posible por arrebatarme el control de mi propia vida, y tratarán, igualmente, de contagiarme de su pesimismo improductivo y derrotista.

Si esta troika mortecina y negativa nos insiste en que no hay futuro en este mundo, sino en otro, o en otros, donde mi felicidad le pertenezca a la ley, a la iglesia o al dinero, es porque ha llegado el momento de preguntarme si no estaremos frente a distintas formas de racionalizar la muerte. La racionalización de la muerte es el signo inequívoco de que hemos llegado a la etapa en que la nostalgia y la melancolía ya no nos pertenecen. Los nazis y los estalinistas cumplieron con esta labor de forma impecable. Con la racionalización de la muerte se les roba la memoria a los pueblos, y se les hace creer que no hay futuro, que la esperanza es solo el trauma delirante de unos pocos lunáticos adocenados y retardatarios. Por esta razón los anarquistas no tienen temor, a ser llamados los soñadores convocados para completar la tarea inconclusa de los románticos. El anarquismo es la puerta trasera del romanticismo. Por ella entran furtivas la libertad, la tolerancia y la pasión.

[Tomado de Quesada Monge, Rodrigo. (2014) Anarquía. Orden sin Autoridad. San José de Costa Rica – Santiago de Chile, EUNA / Eleuterio, 2014. 450 p.]


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