Alfredo Vallota
Nos convoca a la reunión recordar la Guerra Civil española, que comenzó con el levantamiento del 17 de julio de 1936 del ejército de África que se rebelara contra el gobierno nacional salido de las urnas en Febrero de ese mismo año. Al día siguiente, 18 de julio, se extendió a numerosos cuerpos del ejército en la península, a los que se unieron la mayoría de la Guardia Civil. Entre los sublevados estaban los Generales Mola, Sanjurjo, Cabanellas, Queipo de Llano y por supuesto a Francisco Franco que acabaría siendo el "Generalísimo y Jefe de todos los ejércitos". De esa guerra tenemos entre nosotros quienes la vivieron, la sufrieron y la estudiaron. No me siento inclinado a hablar de ella, sino más bien a escuchar de ellos. Aunque no siempre los testigos directos pueden darnos el mejor panorama, tenemos el privilegio de que nuestros compañeros no solamente lo fueron sino que reflexionaron, compartieron sus experiencias con otros y tienen una excelente visión de aquellos dramáticos días.
Pero puestos a conversar quiero aprovechar para que pensemos un momento sobre lo que la mal llamada guerra civil significa como expresión de un problema social más profundo que nos aqueja, principalmente acentuado en el siglo XX: la violencia. Violencia que es el resultado de una demolición masiva de los lazos sociales que atraviesa todas las construcciones colectivas y que apunta a instituir al pánico mutuo como el único vínculo colectivo de supervivencia posible.
Quiero aclarar que digo mal llamada guerra civil porque hace algún tiempo que todas las guerras son civiles, si con ello calificamos a los actores de una guerra. Cuando Napoleón conquistó Europa, o cuando Clausewitz escribió sus estudios, se daba por sentado que la guerra era un asunto de ejércitos, de militares, y los civiles eran afectados sólo tangencial o esporádicamente. En cambio el siglo XX ha “democratizado” la guerra, la ha hecho total y asunto de todos. La población se involucra totalmente, se masacran pueblos completos, se destruyen ciudades enteras, se deportan poblaciones sin distingo, en fin, todos sin excepción, trabajamos y pagamos la guerra con vidas y bienes. La guerra ya no es más un asunto de ejércitos sino de la gente, para beneficio de los mercaderes y de ambiciones de poder, muchas veces disfrazadas con el nombre de libertad, liberación, revolución o similares.
Desde hace 100 años los supuestos miembros de la sociedad destinados para la guerra, los militares, son solo los directores de una obra en la que los civiles son los actores, los que sufren, los que mueren, los que la mantienen, los que la pagan, y los que soportan las consecuencias. La historia muestra esta progresiva participación de los civiles en guerras cada vez mayores. En los siglos XI y XII para declarar una guerra el Rey apenas disponía de un número pequeño de vasallos, que no le servían sino un máximo de 40-45 días al año, con acciones muy limitadas y localizadas. Para todo otro esfuerzo se debía recurrir a mercenarios, guerreros a sueldo, soldados, muy caros por lo demás. Por ejemplo, la Cruzada de Aragón en el siglo XIII duró la exagerada cantidad de 150 días y fue posible porque se suspendió el pago del diezmo a la Iglesia para proporcionar fondos. Tiempos eran de poder pequeño y guerras pequeñas. Frente al ataque de los turcos en los siglos XVI y XVII, los emperadores europeos no pudieron oponerle sino ejércitos mediocres y llegaron hasta Viena. Gracias a eso tenemos los cafés y el gusto por el cafecito. Napoleón, un siglo más tarde, no logró movilizar para la guerra sino a la mitad de los hombres disponibles (unos 3 millones de soldados).
Pero en las guerras del siglo XX Alemania, Francia, Inglaterra, Rusia pusieron a todas sus poblaciones en guerra. Si comparamos las 300.000 bajas de EE.UU., cuya población civil no participó directamente, con las de la URSS en cuyo territorio se combatió, que fueron 20 millones, nos damos cuenta de quienes son los que soportan la guerra en un territorio. De manera que toda guerra, sea Vietnam, la de Irak, la de Yugoslavia o la de las FARC, afecta principalmente a los civiles. El siglo XX trajo la guerra y la violencia a la puerta de las casas.
Basta considerar un par de hechos para ejemplificar lo que digo acerca del incremento de la violencia, en especial entre nosotros. Hace 100 años E. Zola sacudió al mundo a causa de un error judicial, el caso Dreyfus, pero hoy miles de presos están sin juicio en cárceles infrahumanas, cientos mueren en ellas en ejecuciones internas, otros miles simplemente “desaparecen” y, sin embargo, para la mayoría de nosotros, eso ni siquiera es noticia. En Viena se conserva el automóvil del atentado de Sarajevo, que desató la 1a Guerra Mundial, pero en nuestros días es cotidiana la explosión de bombas en cafeterías, colegios, hoteles o paradas de autobuses ya sea por revolucionarios, independentistas, delincuentes, en eso somos originales, hasta por los gobiernos. Quizás el ejemplo extremo sea el de hace unos años, cuando se consideró seriamente desarrollar una bomba nuclear “sólo-mata-gente”, capaz de destruir todo tipo de vida, mas no las propiedades, porque una casa es más valiosa que aquellos que la habitan.
Que esta situación es así la podemos constatar aún en los sistemas que hoy se califican de menos violentos, como las llamadas democracias pluralistas, que supuestamente aseguran una mejor distribución de oportunidades (Ni hablar de las que no lo son). En ninguna de ellas el sector dominante escucha a los dominados, a menos que se lo fuerce a prestar atención. En todo caso, la diferencia está en cuán sordos son, cuanto ruido y violencia hay que ejercer para ser escuchado y cuanto escándalo permiten. Pero, en todo lugar, los obreros son oídos gracias a huelgas, las guerras se evitan con oposiciones masivas, los desastres ecológicos se evaden mediante manifestaciones gigantescas, los derechos de las minorías exigen duros enfrentamientos y la opresión no se rebate con argumentos sino con acciones violentas. Esto es propio de la actual organización estatal y uno de sus grandes mentores, Hegel decía que en el Estado la guerra por el reconocimiento puede llegar a ser a muerte.
Claro es que en nuestros días a esta violencia originada en los dominadores se suma una consecuencia. En muchos lugares, la presencia del Estado se esfuma, o se transforma, ante la desaparición de los enemigos de los grupos que detentan el poder. Una de las consecuencias del neo-liberalismo es la atenuación del papel del Estado en la distribución de los bienes, la promoción del bienestar, la persecución de la mayor felicidad para el mayor número. Esto se debe a que el modelo socio-político-económico vigente no tiene serios competidores y puede dedicarse a su principal objetivo, obtener el máximo de ganancias. Pero, entonces, se da la aparición de grupos que aprovechan esa supuesta debilidad para ejercer la violencia también para obtener sus ganancias. Es el caso de las guerrillas ideológicas, grupos armados privados, grupos de fanáticos religiosos, grupos de delincuencia organizada, grupos paramilitares, grupos de militares independientes, revolucionarios de todo color, que con su violencia sólo logran reforzar ante la opinión pública la violencia del Estado. Cuando no los hay, se los inventa. Si entre nosotros los huelguistas son saboteadores, los capitalistas son traidores a la patria, si los opositores son enemigos del pueblo, entonces se justifica que el Estado haga uso de toda su violencia y haya que enfrentarlo con violencia.
La actual estructura socio-política es violenta. Su fundamento, desde Hobbes, es concebir al hombre como naturalmente egoísta que se asocia mediante un pacto social para crear un estado que debería garantizar su seguridad y el pacífico intercambio entre los ciudadanos. Como estas dos condiciones no se dan naturalmente puesto que el hombre es violento en la persecución de sus deseos, se crea una institución, el Estado, que asume el monopolio de la fuerza para lograrlas. El derecho concreta esa función en forma de leyes, que no son otra cosa que un código de violencia organizada y monopolizada. De manera que el Estado asume el monopolio de la fuerza, y el derecho es la concreción de ese poder y manifestación de esa fuerza, que se transfiere a una persona o un grupo de personas para que lo use. El derecho emerge de una relación de poder basada en la fuerza, por lo que nunca puede pretender anular la violencia, que Jean Jaurés llamaba la hija degenerada de la fuerza, porque es lo que le da sentido. Su aspiración es controlarla, dominarla, ejercerla, monopolizarla en manos de unos pocos que ejercen el dominio. Derrida sostiene que la violencia es el modo en que el derecho se protege a sí mismo.
Ahora bien, si pensamos el derecho del contractualismo vigente como el conjunto de leyes positivas que rige la vida de un colectivo, entonces no hay ningún derecho a ejercer la violencia que hemos depositado para que el Estado lo ejerza con exclusividad. Pero si la hay, nos encontramos con la paradoja que tampoco el Estado tiene derecho a oponerse, porque cuando esa violencia se presenta, ya no se trata de una cuestión de derecho sino de un conflicto de fuerzas. De forma que la actual institucionalidad política asegura el derecho al monopolio de la violencia al Estado, siempre y cuando no haya violencia. Si la hay, el derecho desaparece y deviene la confrontación. En conclusión, o el Estado ejerce la violencia para evitar la violencia, o se presentan conflictos violentos. No hay manera de escapar de la violencia.
La situación actual de nuestra organización socio-política es la que encierra en sí misma la violencia y carece de toda legitimidad para impedirla. La realidad de la violencia en la que estamos inmersos es inseparable de la relación de poder vigente. Esta situación se disfraza ante la opinión porque lo que se presenta como una situación no violenta es que el grupo dominador sea el único en ejercerla.
Por eso, la violencia sigue presente aún cuando aquellos grupos revolucionarios, que en algún momento protestan contra ella, logran desalojar de sus privilegios a los dominadores pero mantienen la misma estructura de dominación. Luego de la revolución, luego del desalojo, la violencia se mantendrá exactamente igual que antes, por más que se fragüen nuevas constituciones y nuevos pactos. Sólo cambiarán los beneficiarios. Walter Benjamín caracterizaba a esta ineludible violencia en dos clases: la violencia fundacional, que rompe el orden de dominación establecido para instalar otro, partera de la historia según Marx y Engels, y la violencia conservadora, que se utiliza para mantener la nueva circunstancia. Si el Estado y sus detentadores se amparan en el derecho y el derecho es la expresión de la violencia, la única forma que tiene un gobierno, líder o administración de legitimarse es abandonando el monopolio de la fuerza para ser reconocido por razones morales, la solidaridad y la cooperación. Pero mientras se mantenga en el terreno legal y jurídico, su aval es la violencia y la fuerza, todo gobierno es violento y su fundamento ilegítimo.
Pero al fundamento se suma una construcción creciente de la violencia alimentada por características que se han dado en el Siglo XX. La cultura occidental se caracterizaba por tener algunas normas, heredadas de la Ilustración y el siglo XIX, tales como la aspiración a la Libertad y la Igualdad para todos, el afán de progreso generalizado, el deseo de condiciones de vida dignas, la valoración del saber y la necesidad de que se universalice, en fin, el pleno desarrollo intelectual y moral de los individuos en el seno de una comunidad. Estas pretensiones se apoyaban en una concepción del hombre como un ser racional, responsable, y merecedor de respeto por su condición de tal y en tanto miembro de un colectivo. Estas características comenzaron a derrumbarse en la 1ª Guerra Mundial, cuando Henri de Montherlant elogiaba a la “vida del frente, el baño en lo elemental, el aniquilamiento de la inteligencia y el corazón”, ccuando Ernst Junger o Rupert Brooke al decir que “la guerra es vida y morir es crecer”, las loas leninistas al “terror revolucionario” o el tristemente famoso Viva la Muerte, muera la inteligencia.
Desde entonces las criticas a la razón fundante no han cesado y se apeló a teorías, que originariamente fueron desarrolladas con interés emancipatorio, para diluir la responsabilidad en una amplia gama de justificaciones, que van desde las fuerzas económicas que gobernaban la historia, según el marxismo, hasta el inconsciente freudiano, sin olvidar la “obediencia debida”. Todo esfuerzo intelectual se orientó a desarrollar explicaciones para el creciente predominio de la conducta violenta. Esta actitud también se extendió a la política en general, los gobiernos y los gobernantes, que dejaron de aspirar a ser sabios, como proponía Platón, que abandonaron las pretensiones de convertirse en ciencia como aspiraba Hobbes, para transformarse en un arte, fundado en la emocional y lo estético, como bien lo entendió Hitler. Esta vía mostró que el manejo de las pasiones era mucho más sencillo, y fructífero que el de las razones, a la par que empobrecedor en muchos aspectos. El resultado ha sido 100 años de guerras, hambre y miseria.
Este ha sido uno de los períodos con mayor número de guerras, y de mayor alcance, en toda la historia. Hemos vivido dos guerras mundiales, las guerras de liberación, la de Mao, la guerra de Corea, la ruso-japonesa, la guerra de Vietnam, el conflicto árabe-israelí con varios mini-guerras, la guerra de Kuwait, las dos invasiones de Afganistán, la guerra Iran-Irak, la guerra contra Sadam, la guerra en Yugoslavia, las guerras en Africa, las numerosas guerrillas y la que hoy nos convoca, la Guerra Civil Española. Hay cientos de otras, y la permanente amenaza de otras muchas. Entre 1989 y 1994 se contabilizaron 89 conflictos armados en todo el planeta, intra e inter-nacionales, y se ha calculado que solamente en las “macro-guerras” han muerto más de 200 millones de personas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Muchas son las respuestas posibles, pero quiero destacar una: a mi juicio, este siglo nos ha “educado” para ello. Pareciera que hemos perdido toda capacidad para regular las relaciones entre los miembros de una comunidad, o entre comunidades, sean escritas o no escritas (que quizás son las más importantes a la hora de consolidar la convivencia). Cualquier diferencia, personal o comunitaria, tiene como única vía de solución la violencia, sea en Rwanda, en Israel o en un barrio caraqueño y, lo que es peor aún, para tratar de evitar las diferencias... también se apela a la violencia. Hemos llegado al punto en que los Premios Nobel de la Paz se dan a quienes suspenden, momentáneamente, una guerra que ellos mismos iniciaron. Al punto que se instaura una contra-violencia que es violenta.
Ante la pérdida de la religión como elemento unificador de lo social, la Modernidad pretendió reemplazarla con la Razón. Ante la crítica contemporánea a la razón y la invocación a lo estético, a lo emocional, a la pasión y a los intereses egoístas, arribamos a la situación en la que hoy estamos: no rezamos, no pensamos, no nos amamos, nos matamos. Si bien las emociones son necesarias para construir un mundo, ellas no son suficientes. Por ello, por estar apoyados exclusivamente en ellas, hemos hecho de la mutua destrucción un modo de vida y , podría decirse, que una obra de arte, como aspiraba De Quincey.
Marx hablaba de la lucha de clases, pero hoy es lucha entre estados, es lucha dentro de los estados, es lucha de empresas por el mercado, es lucha por el empleo, es lucha contra el hambre, es lucha por nuestros derechos, es lucha contra el SIDA, lucha contra la delincuencia, lucha contra esto y lucha contra aquello. Si el único verbo que una sociedad y sus miembros saben conjugar es el verbo luchar, y toda la preparación consiste en adquirir destrezas para sobrevivir en las batallas que nos esperan, entonces tal sociedad no puede ser sino violenta. La sociedad actual no sólo ha caído en la violencia, sino que educa para la violencia, prepara a nuestro jóvenes para matar o morir, para la guerra, y lo que obtiene, naturalmente, son guerreros brutales. Que esto constituye un actitud que abarca a toda la sociedad y no es exclusiva de aquellos grupos que han caído materialmente en condiciones infrahumanas, como pretenden reducirlo algunos analistas, lo constatamos en que encontramos actitudes violentas en todos los estratos sociales, en todas las circunstancias, en todas las conductas, desde el modo de conducir nuestros carros hasta las relaciones familiares, en el trato cotidiano y en las maneras de seducir a una pareja.
Las reflexiones sobre la violencia no son nuevas y afloran a lo largo de la historia una y otra vez referidas a la naturaleza moral, a lo que acontece, a la naturaleza del hombre, a cultura y hasta la vida cotidiana. Pero sin duda que no han sido suficientes para la explosión de violencia del último siglo. Si Aristóteles habló de un hombre político, Marx del hombre trabajador, Huizinga del hombre lúdico, hoy deberíamos hablar del hombre violento, algo que en nuestro medio más inmediato se ha vuelto paradigma. Por eso quiero llamar la atención sobre el aspecto central de esta charla. El tema prioritario no es la discusión acerca del derecho a la violencia que puede tener un hombre, un grupo, una clase social, un estado para defenderse, atacar, progresar o imponerse. El problema es cómo salir de la violencia que ha sentado sus reales en la sociedad contemporánea, incluyendo la nuestra.
Adelanto mi tesis: soy de la opinión que la única alternativa es el diálogo, racional y solidario. Paralelamente sostengo que mientras haya sistemas de dominación institucionalizados, que dividan a los hombres, a los grupos sociales, a las sociedades, a la humanidad entera en dominadores y dominados, tal diálogo es imposible. El poder y el dominio generan una asimetría en la que la distribución igualitaria y solidaria de oportunidades de hacerse oír están anuladas, por lo que entonces no hay posibilidades de diálogo. Y cuanto mayor el poder, mayor la asimetría y mayor la violencia. En esta situación está la raíz de la violencia de nuestro tiempo.
Si la violencia se ha integrado a nuestro ser, el problema es como salir de la violencia, como deshacernos de la violencia. Y digo que la única manera de deshacernos de la violencia es des-hacernos nosotros mismos, hechos y educados en la violencia. Concibo al hombre como surgido en libertad, libertad entendida como posibilidad originaria, no predestinado a ningún fin, ni a dar gloria a ningún Dios ni cumplir ningún cometido específico que él mismo no determine en ejercicio de esa libertad. Por ende, nace libre para hacerse violento o no-violento como alternativas reales cuya concreción depende de sí y depende del mundo en el que es proyectado al nacer.
Esta libertad nos diferencia de los animales. El león no puede sino ser león y matar al ñu, combatir con otros leones por su territorio, matar a las crías del macho que estaba antes. El león no nace libre, entendiendo la libertad como posibilidad de determinar su modo de ser león. Pero el hombre si nace libre, tiene la posibilidad y Kant decía que la libertad es una especie de causalidad de los seres vivos en tanto racionales. Entonces, de lo que se trata es de ejercer la libertad, que es lo más originario que nos constituye, en su aspecto más excelso, el de ser causa de nuestro modo de ser. En este sentido que sostengo que no se trata de no hacernos violentos, de no-ser violentos, porque nada negativo puede ser guía de nuestra construcción. Se trata ser no-violentos, de dejar de ser violentos, de hacernos de una manera diferente de cómo somos ahora. Este nuevo modo de ser lo entiendo como una real utopía.
Aclaremos el sentido de utopía que estoy usando. No quiero decir con esto que sea un objetivo, un telos, un fin que buscar, el triunfo inexorable de la paz al que marchan los pueblos. No hay tal cosa que sea así, ni que lo logremos por más empeño que pongamos, ni siquiera que garantice que si lo logramos con ello seamos felices. No es la utopía escatológca del fin de los tiempos marxista, que ahora el capitalismo parece haber vuelto en su contra. No se trata de eso. La utopía a la que me refiero ucronía sino lo que en cada momento, en cada ahora, estimamos que debería ser, aunque no sea. Utopía es ese deber ser que nos permite evaluar y medir lo que es. Por eso he dicho que no hay utopía, hay utopías, porque cambian con los hombres, con los tiempos, con las circunstancias y ninguna constitución, ni ninguna institución puede fijarlas. Solo el diálogo abierto, racional, libre y solidario permite construir las utopías y orientar nuestras acciones con ellas. Por eso esa utopía no tiene un carácter sociohistórico, sino que se refiere a un deber ser, es decir, reviste un carácter ético, señala el deber ser frente a lo que es, independientemente de cualquier circunstancia.
Cabe aclarar que esta no-violencia utópica a la que me refiero, este carácter ético de la no-violencia, no se debe confundir con la no-violencia activa que pregona uno u otro grupo, sin duda que admirables desde muchos puntos de vista. Esta no-violencia activa pertenece al grupo de lo que es, pertenece a lo que existe, no está en el ámbito de la utopía y, por eso, ellos mismos deben evaluar sus acciones por ese deber ser, y no necesariamente todos debemos adherirnos a ellos, aunque las consideremos loables.
La utopía discursiva de carácter ético bien podría ser una alternativa, o un complemento, de eso que Habermas ha llamado la acción comunicativa, aunque no la incluye en su propuesta. Menciono a Habermas porque esta utopía sería comunicativa, resultado del diálogo, pero de un diálogo en el ámbito de libertad que sólo se puede dar cuado no haya dominadores ni dominados. Estaríamos frente a un amplio campo, el de la utopía comunicativa, surgida de lograr un diálogo racional, libre de toda dominación. Pero sin duda que pretendo rescatar al tan desprestigiado pensamiento utópico, desprestigiado por el fracaso de esas rígidas utopías escatológicas que trató de imponer el marxismo en las que fracasó rotundamente o por la insistencia de la preponderancia de vivir el presente que se invoca desde muchas perspectivas, olvidando que el hombre es un ser que vive distendido entre el pasado que fue y el futuro que construye y no un puro presente como el de los animales o Dios.
Ante esta situación, cabe una pregunta ¿Se puede utilizar la violencia para favorecer ese diálogo cuando los dominadores se resisten a permitirlo? Este es sin duda el caso de lo que se podría llamar una violencia revolucionaria, que tendría como meta hacer pòsible el diálogo, frente a una violencia que lo resiste. Esta cuestión, de la que sólo puedo dar mi opinión, diría que sólo conduciría a conservar la violencia envueltos en inútiles discusiones acerca de si efectivamente cada una es la dice ser, sumergiéndonos en una casuística sin final. Pero además de inoperante, me parece que tales discusiones no son sino otra manifestación de algo contra lo que los anarquistas nos hemos opuestos desde siempre, como es la justificación de los medios por los fines. Como trataré de mostrar, la violencia no se puede justificar ni por los motivos ni por los fines y me parece absurdo usar la violencia para eliminar la violencia.
En este punto, a pesar de todas las alternativas éticas surgidas en los últimos años de todo color, se me ocurre llamar en nuestra ayuda a una de las que surge de esa racionalidad tan denostada en nuestro tiempo pero indispensable para todo diálogo. Me refiero a aquella que propone Kant que reza: Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, como un fin en sí mismo y no solamente como un medio. A todos los otros seres humanos los consideramos como medio, eso no cabe dudarlo, como son medios las otras cosas en nuestro entorno. Pero la conseja nos dice que no debemos considerar a nadie solamente como medio sino también como un fin en sí mismo, como sujeto moral, como persona, como seres iguales y libres como nosotros y no sólo como objetos. Sin duda que esta es la premisa de la que hemos de partir si queremos dialogar con el otro sin violencia.
La crítica que se le ha hecho a esta conseja es que es vacía, no dice cómo hacer esto, carece de contenido. Pero lo que para los otros es una dificultad para el pensamiento anarquista es un aspecto positivo, porque el cómo será el resultado de la creación de cada persona en su contacto con el otro. Y tampoco es tan vacía, porque considerar al otro como un fin en sí mismo es el primer paso para desarrollar hacia él la solidaridad que no es la caridad humillante sino la mutua colaboración que se merece iguales, sin pérdida de dignidad sino en la dura empresa de construir nuestra propia existencia. Y, contra los contractualistas, este reconocimiento no parece necesario que sea avalado mediante un referéndum ni un pacto ni un acuerdo de asamblea ni un consenso sino que parte del reconocimiento de nuestra propia dignidad.
La consecuencia es dura de verdad, porque considerar al otro como un fin en sí mismo implica que contra el otro no se justifica ninguna clase de violencia, porque el uso de la violencia contra el otro encierra su degradación a ser un simple medio en la consecución de los fines que perseguimos. La violencia se podría justificar en el plano político, comercial, grupal, personal pero nunca desde un punto de vista ético y menos desde la utopía que hemos esbozado. Claro es que, podrán objetar ustedes, que hacen aquellos a quienes se les niega el derecho a dialogar y ser escuchados por los dominadores, a quienes se les niega el carácter de ser sujetos morales. Pues bien, en ese caso, la violencia se podrá justificar por razones sociales, históricas, o rechazar por motivos racionales o afectivas (no hay que afecte más nuestra sensibilidad que la repugnancia por los actos de violencia), pero en este caso no estaríamos en un marco ético ni estaríamos refiriéndonos a humanos comportándose como tales.
Con razón me dirán ustedes que el mundo es violento y que hay que enfrentarse a él con esa violencia, por lo que la conseja ética es inactual. Y tienen razón, por eso la he llamado una utopía ética y pareciera que la ética o llega tarde o demasiado temprano. Pero esto no quiere decir que sea inoperante, porque su valor no se mide por el éxito o el fracaso de lo que propone sino por su capacidad de ser guía de las acciones concretas. Es el caso del anarquismo, que no lo abrazamos por sus éxitos o sus fracasos sino porque es la mejor guía para la conducta, aunque sepamos que su realización plena es imposible porque es tan dinámico como la vida misma. Y no es tampoco tan inútil, porque en él encontramos ese acicate para nuestra insatisfacción, que nos impide aceptar lo dado como hechos incontrovertibles, que no pueden superarse, que debemos resignarnos a aceptar como es el mundo en cualquier instante de su devenir espacio-temporal. Por eso, viniendo de un siglo violento, sabiendo como decía Bertold Brecht que no siempre podemos ser amables, es la utopía ética quien nos hace reconocer este factum de nuestra vida como un dolor que debemos eliminar. Sabemos que no podemos ser siempre amables, pero sentimos duelo ante la constatación de la imposibilidad de zafarnos de esa violencia que impregna el mundo. Sentimos una insatisfacción que debemos alimentar, para eliminar su causa y esa es la utopía de la no-violencia, la erradicación total de la violencia, aunque ése sea uno de los que Lutero llamaba mandamientos imposibles. Pero Bakunin nos dice que sólo aspirando a lo imposible haremos que lo posible sea realidad.
Nos convoca a la reunión recordar la Guerra Civil española, que comenzó con el levantamiento del 17 de julio de 1936 del ejército de África que se rebelara contra el gobierno nacional salido de las urnas en Febrero de ese mismo año. Al día siguiente, 18 de julio, se extendió a numerosos cuerpos del ejército en la península, a los que se unieron la mayoría de la Guardia Civil. Entre los sublevados estaban los Generales Mola, Sanjurjo, Cabanellas, Queipo de Llano y por supuesto a Francisco Franco que acabaría siendo el "Generalísimo y Jefe de todos los ejércitos". De esa guerra tenemos entre nosotros quienes la vivieron, la sufrieron y la estudiaron. No me siento inclinado a hablar de ella, sino más bien a escuchar de ellos. Aunque no siempre los testigos directos pueden darnos el mejor panorama, tenemos el privilegio de que nuestros compañeros no solamente lo fueron sino que reflexionaron, compartieron sus experiencias con otros y tienen una excelente visión de aquellos dramáticos días.
Pero puestos a conversar quiero aprovechar para que pensemos un momento sobre lo que la mal llamada guerra civil significa como expresión de un problema social más profundo que nos aqueja, principalmente acentuado en el siglo XX: la violencia. Violencia que es el resultado de una demolición masiva de los lazos sociales que atraviesa todas las construcciones colectivas y que apunta a instituir al pánico mutuo como el único vínculo colectivo de supervivencia posible.
Quiero aclarar que digo mal llamada guerra civil porque hace algún tiempo que todas las guerras son civiles, si con ello calificamos a los actores de una guerra. Cuando Napoleón conquistó Europa, o cuando Clausewitz escribió sus estudios, se daba por sentado que la guerra era un asunto de ejércitos, de militares, y los civiles eran afectados sólo tangencial o esporádicamente. En cambio el siglo XX ha “democratizado” la guerra, la ha hecho total y asunto de todos. La población se involucra totalmente, se masacran pueblos completos, se destruyen ciudades enteras, se deportan poblaciones sin distingo, en fin, todos sin excepción, trabajamos y pagamos la guerra con vidas y bienes. La guerra ya no es más un asunto de ejércitos sino de la gente, para beneficio de los mercaderes y de ambiciones de poder, muchas veces disfrazadas con el nombre de libertad, liberación, revolución o similares.
Desde hace 100 años los supuestos miembros de la sociedad destinados para la guerra, los militares, son solo los directores de una obra en la que los civiles son los actores, los que sufren, los que mueren, los que la mantienen, los que la pagan, y los que soportan las consecuencias. La historia muestra esta progresiva participación de los civiles en guerras cada vez mayores. En los siglos XI y XII para declarar una guerra el Rey apenas disponía de un número pequeño de vasallos, que no le servían sino un máximo de 40-45 días al año, con acciones muy limitadas y localizadas. Para todo otro esfuerzo se debía recurrir a mercenarios, guerreros a sueldo, soldados, muy caros por lo demás. Por ejemplo, la Cruzada de Aragón en el siglo XIII duró la exagerada cantidad de 150 días y fue posible porque se suspendió el pago del diezmo a la Iglesia para proporcionar fondos. Tiempos eran de poder pequeño y guerras pequeñas. Frente al ataque de los turcos en los siglos XVI y XVII, los emperadores europeos no pudieron oponerle sino ejércitos mediocres y llegaron hasta Viena. Gracias a eso tenemos los cafés y el gusto por el cafecito. Napoleón, un siglo más tarde, no logró movilizar para la guerra sino a la mitad de los hombres disponibles (unos 3 millones de soldados).
Pero en las guerras del siglo XX Alemania, Francia, Inglaterra, Rusia pusieron a todas sus poblaciones en guerra. Si comparamos las 300.000 bajas de EE.UU., cuya población civil no participó directamente, con las de la URSS en cuyo territorio se combatió, que fueron 20 millones, nos damos cuenta de quienes son los que soportan la guerra en un territorio. De manera que toda guerra, sea Vietnam, la de Irak, la de Yugoslavia o la de las FARC, afecta principalmente a los civiles. El siglo XX trajo la guerra y la violencia a la puerta de las casas.
Basta considerar un par de hechos para ejemplificar lo que digo acerca del incremento de la violencia, en especial entre nosotros. Hace 100 años E. Zola sacudió al mundo a causa de un error judicial, el caso Dreyfus, pero hoy miles de presos están sin juicio en cárceles infrahumanas, cientos mueren en ellas en ejecuciones internas, otros miles simplemente “desaparecen” y, sin embargo, para la mayoría de nosotros, eso ni siquiera es noticia. En Viena se conserva el automóvil del atentado de Sarajevo, que desató la 1a Guerra Mundial, pero en nuestros días es cotidiana la explosión de bombas en cafeterías, colegios, hoteles o paradas de autobuses ya sea por revolucionarios, independentistas, delincuentes, en eso somos originales, hasta por los gobiernos. Quizás el ejemplo extremo sea el de hace unos años, cuando se consideró seriamente desarrollar una bomba nuclear “sólo-mata-gente”, capaz de destruir todo tipo de vida, mas no las propiedades, porque una casa es más valiosa que aquellos que la habitan.
Que esta situación es así la podemos constatar aún en los sistemas que hoy se califican de menos violentos, como las llamadas democracias pluralistas, que supuestamente aseguran una mejor distribución de oportunidades (Ni hablar de las que no lo son). En ninguna de ellas el sector dominante escucha a los dominados, a menos que se lo fuerce a prestar atención. En todo caso, la diferencia está en cuán sordos son, cuanto ruido y violencia hay que ejercer para ser escuchado y cuanto escándalo permiten. Pero, en todo lugar, los obreros son oídos gracias a huelgas, las guerras se evitan con oposiciones masivas, los desastres ecológicos se evaden mediante manifestaciones gigantescas, los derechos de las minorías exigen duros enfrentamientos y la opresión no se rebate con argumentos sino con acciones violentas. Esto es propio de la actual organización estatal y uno de sus grandes mentores, Hegel decía que en el Estado la guerra por el reconocimiento puede llegar a ser a muerte.
Claro es que en nuestros días a esta violencia originada en los dominadores se suma una consecuencia. En muchos lugares, la presencia del Estado se esfuma, o se transforma, ante la desaparición de los enemigos de los grupos que detentan el poder. Una de las consecuencias del neo-liberalismo es la atenuación del papel del Estado en la distribución de los bienes, la promoción del bienestar, la persecución de la mayor felicidad para el mayor número. Esto se debe a que el modelo socio-político-económico vigente no tiene serios competidores y puede dedicarse a su principal objetivo, obtener el máximo de ganancias. Pero, entonces, se da la aparición de grupos que aprovechan esa supuesta debilidad para ejercer la violencia también para obtener sus ganancias. Es el caso de las guerrillas ideológicas, grupos armados privados, grupos de fanáticos religiosos, grupos de delincuencia organizada, grupos paramilitares, grupos de militares independientes, revolucionarios de todo color, que con su violencia sólo logran reforzar ante la opinión pública la violencia del Estado. Cuando no los hay, se los inventa. Si entre nosotros los huelguistas son saboteadores, los capitalistas son traidores a la patria, si los opositores son enemigos del pueblo, entonces se justifica que el Estado haga uso de toda su violencia y haya que enfrentarlo con violencia.
La actual estructura socio-política es violenta. Su fundamento, desde Hobbes, es concebir al hombre como naturalmente egoísta que se asocia mediante un pacto social para crear un estado que debería garantizar su seguridad y el pacífico intercambio entre los ciudadanos. Como estas dos condiciones no se dan naturalmente puesto que el hombre es violento en la persecución de sus deseos, se crea una institución, el Estado, que asume el monopolio de la fuerza para lograrlas. El derecho concreta esa función en forma de leyes, que no son otra cosa que un código de violencia organizada y monopolizada. De manera que el Estado asume el monopolio de la fuerza, y el derecho es la concreción de ese poder y manifestación de esa fuerza, que se transfiere a una persona o un grupo de personas para que lo use. El derecho emerge de una relación de poder basada en la fuerza, por lo que nunca puede pretender anular la violencia, que Jean Jaurés llamaba la hija degenerada de la fuerza, porque es lo que le da sentido. Su aspiración es controlarla, dominarla, ejercerla, monopolizarla en manos de unos pocos que ejercen el dominio. Derrida sostiene que la violencia es el modo en que el derecho se protege a sí mismo.
Ahora bien, si pensamos el derecho del contractualismo vigente como el conjunto de leyes positivas que rige la vida de un colectivo, entonces no hay ningún derecho a ejercer la violencia que hemos depositado para que el Estado lo ejerza con exclusividad. Pero si la hay, nos encontramos con la paradoja que tampoco el Estado tiene derecho a oponerse, porque cuando esa violencia se presenta, ya no se trata de una cuestión de derecho sino de un conflicto de fuerzas. De forma que la actual institucionalidad política asegura el derecho al monopolio de la violencia al Estado, siempre y cuando no haya violencia. Si la hay, el derecho desaparece y deviene la confrontación. En conclusión, o el Estado ejerce la violencia para evitar la violencia, o se presentan conflictos violentos. No hay manera de escapar de la violencia.
La situación actual de nuestra organización socio-política es la que encierra en sí misma la violencia y carece de toda legitimidad para impedirla. La realidad de la violencia en la que estamos inmersos es inseparable de la relación de poder vigente. Esta situación se disfraza ante la opinión porque lo que se presenta como una situación no violenta es que el grupo dominador sea el único en ejercerla.
Por eso, la violencia sigue presente aún cuando aquellos grupos revolucionarios, que en algún momento protestan contra ella, logran desalojar de sus privilegios a los dominadores pero mantienen la misma estructura de dominación. Luego de la revolución, luego del desalojo, la violencia se mantendrá exactamente igual que antes, por más que se fragüen nuevas constituciones y nuevos pactos. Sólo cambiarán los beneficiarios. Walter Benjamín caracterizaba a esta ineludible violencia en dos clases: la violencia fundacional, que rompe el orden de dominación establecido para instalar otro, partera de la historia según Marx y Engels, y la violencia conservadora, que se utiliza para mantener la nueva circunstancia. Si el Estado y sus detentadores se amparan en el derecho y el derecho es la expresión de la violencia, la única forma que tiene un gobierno, líder o administración de legitimarse es abandonando el monopolio de la fuerza para ser reconocido por razones morales, la solidaridad y la cooperación. Pero mientras se mantenga en el terreno legal y jurídico, su aval es la violencia y la fuerza, todo gobierno es violento y su fundamento ilegítimo.
Pero al fundamento se suma una construcción creciente de la violencia alimentada por características que se han dado en el Siglo XX. La cultura occidental se caracterizaba por tener algunas normas, heredadas de la Ilustración y el siglo XIX, tales como la aspiración a la Libertad y la Igualdad para todos, el afán de progreso generalizado, el deseo de condiciones de vida dignas, la valoración del saber y la necesidad de que se universalice, en fin, el pleno desarrollo intelectual y moral de los individuos en el seno de una comunidad. Estas pretensiones se apoyaban en una concepción del hombre como un ser racional, responsable, y merecedor de respeto por su condición de tal y en tanto miembro de un colectivo. Estas características comenzaron a derrumbarse en la 1ª Guerra Mundial, cuando Henri de Montherlant elogiaba a la “vida del frente, el baño en lo elemental, el aniquilamiento de la inteligencia y el corazón”, ccuando Ernst Junger o Rupert Brooke al decir que “la guerra es vida y morir es crecer”, las loas leninistas al “terror revolucionario” o el tristemente famoso Viva la Muerte, muera la inteligencia.
Desde entonces las criticas a la razón fundante no han cesado y se apeló a teorías, que originariamente fueron desarrolladas con interés emancipatorio, para diluir la responsabilidad en una amplia gama de justificaciones, que van desde las fuerzas económicas que gobernaban la historia, según el marxismo, hasta el inconsciente freudiano, sin olvidar la “obediencia debida”. Todo esfuerzo intelectual se orientó a desarrollar explicaciones para el creciente predominio de la conducta violenta. Esta actitud también se extendió a la política en general, los gobiernos y los gobernantes, que dejaron de aspirar a ser sabios, como proponía Platón, que abandonaron las pretensiones de convertirse en ciencia como aspiraba Hobbes, para transformarse en un arte, fundado en la emocional y lo estético, como bien lo entendió Hitler. Esta vía mostró que el manejo de las pasiones era mucho más sencillo, y fructífero que el de las razones, a la par que empobrecedor en muchos aspectos. El resultado ha sido 100 años de guerras, hambre y miseria.
Este ha sido uno de los períodos con mayor número de guerras, y de mayor alcance, en toda la historia. Hemos vivido dos guerras mundiales, las guerras de liberación, la de Mao, la guerra de Corea, la ruso-japonesa, la guerra de Vietnam, el conflicto árabe-israelí con varios mini-guerras, la guerra de Kuwait, las dos invasiones de Afganistán, la guerra Iran-Irak, la guerra contra Sadam, la guerra en Yugoslavia, las guerras en Africa, las numerosas guerrillas y la que hoy nos convoca, la Guerra Civil Española. Hay cientos de otras, y la permanente amenaza de otras muchas. Entre 1989 y 1994 se contabilizaron 89 conflictos armados en todo el planeta, intra e inter-nacionales, y se ha calculado que solamente en las “macro-guerras” han muerto más de 200 millones de personas.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Muchas son las respuestas posibles, pero quiero destacar una: a mi juicio, este siglo nos ha “educado” para ello. Pareciera que hemos perdido toda capacidad para regular las relaciones entre los miembros de una comunidad, o entre comunidades, sean escritas o no escritas (que quizás son las más importantes a la hora de consolidar la convivencia). Cualquier diferencia, personal o comunitaria, tiene como única vía de solución la violencia, sea en Rwanda, en Israel o en un barrio caraqueño y, lo que es peor aún, para tratar de evitar las diferencias... también se apela a la violencia. Hemos llegado al punto en que los Premios Nobel de la Paz se dan a quienes suspenden, momentáneamente, una guerra que ellos mismos iniciaron. Al punto que se instaura una contra-violencia que es violenta.
Ante la pérdida de la religión como elemento unificador de lo social, la Modernidad pretendió reemplazarla con la Razón. Ante la crítica contemporánea a la razón y la invocación a lo estético, a lo emocional, a la pasión y a los intereses egoístas, arribamos a la situación en la que hoy estamos: no rezamos, no pensamos, no nos amamos, nos matamos. Si bien las emociones son necesarias para construir un mundo, ellas no son suficientes. Por ello, por estar apoyados exclusivamente en ellas, hemos hecho de la mutua destrucción un modo de vida y , podría decirse, que una obra de arte, como aspiraba De Quincey.
Marx hablaba de la lucha de clases, pero hoy es lucha entre estados, es lucha dentro de los estados, es lucha de empresas por el mercado, es lucha por el empleo, es lucha contra el hambre, es lucha por nuestros derechos, es lucha contra el SIDA, lucha contra la delincuencia, lucha contra esto y lucha contra aquello. Si el único verbo que una sociedad y sus miembros saben conjugar es el verbo luchar, y toda la preparación consiste en adquirir destrezas para sobrevivir en las batallas que nos esperan, entonces tal sociedad no puede ser sino violenta. La sociedad actual no sólo ha caído en la violencia, sino que educa para la violencia, prepara a nuestro jóvenes para matar o morir, para la guerra, y lo que obtiene, naturalmente, son guerreros brutales. Que esto constituye un actitud que abarca a toda la sociedad y no es exclusiva de aquellos grupos que han caído materialmente en condiciones infrahumanas, como pretenden reducirlo algunos analistas, lo constatamos en que encontramos actitudes violentas en todos los estratos sociales, en todas las circunstancias, en todas las conductas, desde el modo de conducir nuestros carros hasta las relaciones familiares, en el trato cotidiano y en las maneras de seducir a una pareja.
Las reflexiones sobre la violencia no son nuevas y afloran a lo largo de la historia una y otra vez referidas a la naturaleza moral, a lo que acontece, a la naturaleza del hombre, a cultura y hasta la vida cotidiana. Pero sin duda que no han sido suficientes para la explosión de violencia del último siglo. Si Aristóteles habló de un hombre político, Marx del hombre trabajador, Huizinga del hombre lúdico, hoy deberíamos hablar del hombre violento, algo que en nuestro medio más inmediato se ha vuelto paradigma. Por eso quiero llamar la atención sobre el aspecto central de esta charla. El tema prioritario no es la discusión acerca del derecho a la violencia que puede tener un hombre, un grupo, una clase social, un estado para defenderse, atacar, progresar o imponerse. El problema es cómo salir de la violencia que ha sentado sus reales en la sociedad contemporánea, incluyendo la nuestra.
Adelanto mi tesis: soy de la opinión que la única alternativa es el diálogo, racional y solidario. Paralelamente sostengo que mientras haya sistemas de dominación institucionalizados, que dividan a los hombres, a los grupos sociales, a las sociedades, a la humanidad entera en dominadores y dominados, tal diálogo es imposible. El poder y el dominio generan una asimetría en la que la distribución igualitaria y solidaria de oportunidades de hacerse oír están anuladas, por lo que entonces no hay posibilidades de diálogo. Y cuanto mayor el poder, mayor la asimetría y mayor la violencia. En esta situación está la raíz de la violencia de nuestro tiempo.
Si la violencia se ha integrado a nuestro ser, el problema es como salir de la violencia, como deshacernos de la violencia. Y digo que la única manera de deshacernos de la violencia es des-hacernos nosotros mismos, hechos y educados en la violencia. Concibo al hombre como surgido en libertad, libertad entendida como posibilidad originaria, no predestinado a ningún fin, ni a dar gloria a ningún Dios ni cumplir ningún cometido específico que él mismo no determine en ejercicio de esa libertad. Por ende, nace libre para hacerse violento o no-violento como alternativas reales cuya concreción depende de sí y depende del mundo en el que es proyectado al nacer.
Esta libertad nos diferencia de los animales. El león no puede sino ser león y matar al ñu, combatir con otros leones por su territorio, matar a las crías del macho que estaba antes. El león no nace libre, entendiendo la libertad como posibilidad de determinar su modo de ser león. Pero el hombre si nace libre, tiene la posibilidad y Kant decía que la libertad es una especie de causalidad de los seres vivos en tanto racionales. Entonces, de lo que se trata es de ejercer la libertad, que es lo más originario que nos constituye, en su aspecto más excelso, el de ser causa de nuestro modo de ser. En este sentido que sostengo que no se trata de no hacernos violentos, de no-ser violentos, porque nada negativo puede ser guía de nuestra construcción. Se trata ser no-violentos, de dejar de ser violentos, de hacernos de una manera diferente de cómo somos ahora. Este nuevo modo de ser lo entiendo como una real utopía.
Aclaremos el sentido de utopía que estoy usando. No quiero decir con esto que sea un objetivo, un telos, un fin que buscar, el triunfo inexorable de la paz al que marchan los pueblos. No hay tal cosa que sea así, ni que lo logremos por más empeño que pongamos, ni siquiera que garantice que si lo logramos con ello seamos felices. No es la utopía escatológca del fin de los tiempos marxista, que ahora el capitalismo parece haber vuelto en su contra. No se trata de eso. La utopía a la que me refiero ucronía sino lo que en cada momento, en cada ahora, estimamos que debería ser, aunque no sea. Utopía es ese deber ser que nos permite evaluar y medir lo que es. Por eso he dicho que no hay utopía, hay utopías, porque cambian con los hombres, con los tiempos, con las circunstancias y ninguna constitución, ni ninguna institución puede fijarlas. Solo el diálogo abierto, racional, libre y solidario permite construir las utopías y orientar nuestras acciones con ellas. Por eso esa utopía no tiene un carácter sociohistórico, sino que se refiere a un deber ser, es decir, reviste un carácter ético, señala el deber ser frente a lo que es, independientemente de cualquier circunstancia.
Cabe aclarar que esta no-violencia utópica a la que me refiero, este carácter ético de la no-violencia, no se debe confundir con la no-violencia activa que pregona uno u otro grupo, sin duda que admirables desde muchos puntos de vista. Esta no-violencia activa pertenece al grupo de lo que es, pertenece a lo que existe, no está en el ámbito de la utopía y, por eso, ellos mismos deben evaluar sus acciones por ese deber ser, y no necesariamente todos debemos adherirnos a ellos, aunque las consideremos loables.
La utopía discursiva de carácter ético bien podría ser una alternativa, o un complemento, de eso que Habermas ha llamado la acción comunicativa, aunque no la incluye en su propuesta. Menciono a Habermas porque esta utopía sería comunicativa, resultado del diálogo, pero de un diálogo en el ámbito de libertad que sólo se puede dar cuado no haya dominadores ni dominados. Estaríamos frente a un amplio campo, el de la utopía comunicativa, surgida de lograr un diálogo racional, libre de toda dominación. Pero sin duda que pretendo rescatar al tan desprestigiado pensamiento utópico, desprestigiado por el fracaso de esas rígidas utopías escatológicas que trató de imponer el marxismo en las que fracasó rotundamente o por la insistencia de la preponderancia de vivir el presente que se invoca desde muchas perspectivas, olvidando que el hombre es un ser que vive distendido entre el pasado que fue y el futuro que construye y no un puro presente como el de los animales o Dios.
Ante esta situación, cabe una pregunta ¿Se puede utilizar la violencia para favorecer ese diálogo cuando los dominadores se resisten a permitirlo? Este es sin duda el caso de lo que se podría llamar una violencia revolucionaria, que tendría como meta hacer pòsible el diálogo, frente a una violencia que lo resiste. Esta cuestión, de la que sólo puedo dar mi opinión, diría que sólo conduciría a conservar la violencia envueltos en inútiles discusiones acerca de si efectivamente cada una es la dice ser, sumergiéndonos en una casuística sin final. Pero además de inoperante, me parece que tales discusiones no son sino otra manifestación de algo contra lo que los anarquistas nos hemos opuestos desde siempre, como es la justificación de los medios por los fines. Como trataré de mostrar, la violencia no se puede justificar ni por los motivos ni por los fines y me parece absurdo usar la violencia para eliminar la violencia.
En este punto, a pesar de todas las alternativas éticas surgidas en los últimos años de todo color, se me ocurre llamar en nuestra ayuda a una de las que surge de esa racionalidad tan denostada en nuestro tiempo pero indispensable para todo diálogo. Me refiero a aquella que propone Kant que reza: Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, como un fin en sí mismo y no solamente como un medio. A todos los otros seres humanos los consideramos como medio, eso no cabe dudarlo, como son medios las otras cosas en nuestro entorno. Pero la conseja nos dice que no debemos considerar a nadie solamente como medio sino también como un fin en sí mismo, como sujeto moral, como persona, como seres iguales y libres como nosotros y no sólo como objetos. Sin duda que esta es la premisa de la que hemos de partir si queremos dialogar con el otro sin violencia.
La crítica que se le ha hecho a esta conseja es que es vacía, no dice cómo hacer esto, carece de contenido. Pero lo que para los otros es una dificultad para el pensamiento anarquista es un aspecto positivo, porque el cómo será el resultado de la creación de cada persona en su contacto con el otro. Y tampoco es tan vacía, porque considerar al otro como un fin en sí mismo es el primer paso para desarrollar hacia él la solidaridad que no es la caridad humillante sino la mutua colaboración que se merece iguales, sin pérdida de dignidad sino en la dura empresa de construir nuestra propia existencia. Y, contra los contractualistas, este reconocimiento no parece necesario que sea avalado mediante un referéndum ni un pacto ni un acuerdo de asamblea ni un consenso sino que parte del reconocimiento de nuestra propia dignidad.
La consecuencia es dura de verdad, porque considerar al otro como un fin en sí mismo implica que contra el otro no se justifica ninguna clase de violencia, porque el uso de la violencia contra el otro encierra su degradación a ser un simple medio en la consecución de los fines que perseguimos. La violencia se podría justificar en el plano político, comercial, grupal, personal pero nunca desde un punto de vista ético y menos desde la utopía que hemos esbozado. Claro es que, podrán objetar ustedes, que hacen aquellos a quienes se les niega el derecho a dialogar y ser escuchados por los dominadores, a quienes se les niega el carácter de ser sujetos morales. Pues bien, en ese caso, la violencia se podrá justificar por razones sociales, históricas, o rechazar por motivos racionales o afectivas (no hay que afecte más nuestra sensibilidad que la repugnancia por los actos de violencia), pero en este caso no estaríamos en un marco ético ni estaríamos refiriéndonos a humanos comportándose como tales.
Con razón me dirán ustedes que el mundo es violento y que hay que enfrentarse a él con esa violencia, por lo que la conseja ética es inactual. Y tienen razón, por eso la he llamado una utopía ética y pareciera que la ética o llega tarde o demasiado temprano. Pero esto no quiere decir que sea inoperante, porque su valor no se mide por el éxito o el fracaso de lo que propone sino por su capacidad de ser guía de las acciones concretas. Es el caso del anarquismo, que no lo abrazamos por sus éxitos o sus fracasos sino porque es la mejor guía para la conducta, aunque sepamos que su realización plena es imposible porque es tan dinámico como la vida misma. Y no es tampoco tan inútil, porque en él encontramos ese acicate para nuestra insatisfacción, que nos impide aceptar lo dado como hechos incontrovertibles, que no pueden superarse, que debemos resignarnos a aceptar como es el mundo en cualquier instante de su devenir espacio-temporal. Por eso, viniendo de un siglo violento, sabiendo como decía Bertold Brecht que no siempre podemos ser amables, es la utopía ética quien nos hace reconocer este factum de nuestra vida como un dolor que debemos eliminar. Sabemos que no podemos ser siempre amables, pero sentimos duelo ante la constatación de la imposibilidad de zafarnos de esa violencia que impregna el mundo. Sentimos una insatisfacción que debemos alimentar, para eliminar su causa y esa es la utopía de la no-violencia, la erradicación total de la violencia, aunque ése sea uno de los que Lutero llamaba mandamientos imposibles. Pero Bakunin nos dice que sólo aspirando a lo imposible haremos que lo posible sea realidad.
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