Germán Paul Cáceres
Vuelve y gana las elecciones el partido de la abstención. Por enésima vez, obtiene la mayoría absoluta. El 60% de los convocados ha decidido no votar. De nuevo, las explicaciones de medios y analistas sobre esta realidad se limitan a señalar apatía, pereza o desidia de los abstencionistas. Explicaciones voluntaristas que caen muy bien a la liviandad del discurso mediático que domina el análisis social. Como si fuera poco, se adereza con arribismo a tal reduccionismo: “la gente es ignorante”, “las gentes pobres están desinformadas y además no se quieren informar”, “la gente no quiere cambiar” y etiquetas por el estilo.
Por el contrario, no votar es una opción justificada que sostiene un cuestionamiento de fondo a la legitimidad del régimen político. Ciertamente, podrán existir muchos abstencionistas desinformados, aunque se puede decir lo mismo de muchos votantes que deciden su voto por la propaganda y la manipulación mediática, lo que también es un tipo nocivo de desinformación. Del mismo modo, es indudable que existe desidia en muchísimos abstencionistas, pero no es diferente a la desidia del pragmatismo que en política elige la salida fácil del mal menor. En eso hay empate técnico, para usar la jerga de las encuestas electorales.
El triunfo incontestable de la abstención es un mensaje cuya profundidad radica en varias razones de fuerte validez:
Algunos cuestionamientos contra la abstención evitan reconocer que el régimen político está constituido sobre una base material capitalista y que la reproducción del régimen político tiene como condición la confirmación de tal base material. Quien se oponga con sinceridad por razones de fondo en cuanto a la naturaleza del sistema o de forma en cuanto sus efectos, tiene por qué resistirse a concurrir a las elecciones y tiene el estímulo ético para actuar con coherencia por más que la histeria electoral presione por todos los flancos. No sobra recordar aquella proposición de Marcuse "la libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos".
De otra parte, incluso reconociendo y aceptando las reglas de juego del régimen político, concediéndole algún grado de legitimidad u obrando con cierto tipo de pragmatismo político de participar dentro del sistema para cambiar el sistema o conquistar espacios, aun en ese marco, cabe la posibilidad de decidirse justificadamente por la abstención.
Cuando la tan mentada democracia (cuyo desarrollo es por cierto muy escaso en Colombia), ha quedado reducida al sufragio y la transformación social parece solo autorizada y convocada cada cuatro años y por ocho horas sin posibilidad de prórroga ni siquiera para el que quedó en la fila esperando con ilusión llegar a la urna, no hay razón para creer que ésta es la forma más efectiva de participar activamente en política. La democracia reducida al sufragio es como el devoto que espera la cura rezando. Por esa razón, no votar es también un acto político, un acto de plena participación en los asuntos de la sociedad en tanto se puede entender como un reclamo por mayor profundidad de la democracia política y mayor vigencia de la democracia social.
En los ataques contra la abstención, por supuesto no falta el embeleco de que si no votas no tienes derecho a opinar ni a exigir nada (lo cual es moralmente inaceptable, como si los derechos dependieran del voto en una elección y no de la condición humana). Esta cándida idea (por desgracia muy extendida), es tan rabiosamente defendida como aquella otra idea que dice que si no votas nada cambiará, como si el voto de los acusadores de la abstención fuera la causa de las “extraordinarias transformaciones políticas, sociales y económicas” que se sucedieron después de cada elección hace cuatro, ocho o doce años, cuando votaron por uno, por el otro o por el mismo en caso de normas reeleccionistas.
Los abstencionistas tienen derecho a decidir que ninguna plataforma los representa, incluido el voto en blanco, cuya reglamentación en Colombia lo hace en el mejor de los casos un saludo a la bandera, cuando no es que está promovido por oportunistas que buscan figuración o la jugosa financiación estatal de las campañas.
La experiencia de desilusión y desengaño también es una razón válida. Amplios sectores del pueblo, la ciudadanía o los sectores aspiracionales, como los quieran llamar, estar hartos de promesas incumplidas, entre otras cosas. Esto porque aquí no hay modo de hacer cumplir a los políticos, menos cuando están tan comprometidos con los intereses de los propietarios de la riqueza (nacionales o extranjeros) o cuando lisa y llanamente ofician de lacayos del imperialismo norteamericano, el cual en este continente, como los lacayos, gozan de cabal salud ¿Por qué volver a votar a la clase política que tanta repulsión causa?
Se dirá con algo de veracidad, que no todos son iguales. Es cierto, no son iguales pero no son distintos si tiene en cuenta el tipo de campaña que plantea elecciones polarizadas entre uno malo y otro peor, o cuando, como hoy, las campañas políticas están vaciadas de debate ideológico y se desarrollan con frases efectistas y eslogan de orden de caridad cristiana. ¿Por qué votarlos?
La actual campaña electoral en Colombia ha tenido mucho de eso, nulas diferencias conceptuales entre los candidatos y muchas promesas vagas. ¿Alguien cree que existirán diferencias sustanciales en la política económica del santos-llerismo con relación a la del uribismo o el peñalosismo? ¿O que la política minera que depreda el medio ambiente sería radicalmente opuesta en un gobierno de Ramírez o de Zuluaga que en un nuevo periodo santos-llerista? ¿O que la política de urbanización y especulación inmobiliaria sería distinta si fuera Peñalosa o Lleras, el vicepresidente urbanizador?
Merece reconocer que la candidatura de la izquierda matizó el unanimismo ideológico y presentó a dos mujeres serias que han obtenido un importante reconocimiento, pero que no alcanzaron a transmitir un mensaje más allá de consignas generales como por ejemplo, cambiar el modelo económico sin precisar cuál ni por cuál. El fuerte conservadurismo de la sociedad colombiana sigue manteniendo a la izquierda como una fuerza testimonial que no logra aglutinar el inconformismo social.
Para rematar, una guerra sucia de rencillas y odios personales sin precedentes que incluyó montajes y contramontajes o de astucias como la de petrosantista que, parapetándose en la paz, decepcionó a su “multitud” aunque salvó su pellejo.
Resulta pues legítimo no tener que tomar partido por ninguna de estas ambiciones y estas y otras razones son motivos suficientes para rechazar el sufragio como la forma de participación e incidencia política. Por supuesto que estas líneas en defensa de la abstención no consideran que votar sea cosa de tontos, de ninguna manera. Existe ciertamente, una auténtica intención de cambio entre quienes por ejemplo votan a la oposición con relación al poder constituido y a la izquierda con respecto a la derecha hegemónica en un país como Colombia, y sobre todo existe gente honesta, inteligente y capaz de contribuir verdaderamente al cambio social; pero que no se pretenda sobreestimar a la politiquería electoral y denostar ligeramente el rechazo consciente a este régimen político y las bases que lo sustentan.
Ya veremos si el partido de la abstención vuelve y gana en la segunda vuelta por enésima + 1 vez o si los votos de los inconformes, de los que desean sinceramente el cambio, de los que han cuestionado con justificadas razones al régimen político y a quienes lo gobiernan, terminan, así sea con las narices tapadas como la izquierda francesa en 2002 con Chirac, votando por la fórmula Santos Calderón-Vargas Lleras para evitar el retorno de Uribe en la persona del Zuluaga; y entonces, sucede la paradoja de que esos votos del cambio no cambian nada y apuntalan en el gobierno a los herederos del régimen oligárquico que gobierna Colombia desde hace al menos un siglo.
Sea como sea, gane quien gane, las elecciones no cambiarán nada y ni vencen ni convencen al políticamente activo partido de la abstención.
Vuelve y gana las elecciones el partido de la abstención. Por enésima vez, obtiene la mayoría absoluta. El 60% de los convocados ha decidido no votar. De nuevo, las explicaciones de medios y analistas sobre esta realidad se limitan a señalar apatía, pereza o desidia de los abstencionistas. Explicaciones voluntaristas que caen muy bien a la liviandad del discurso mediático que domina el análisis social. Como si fuera poco, se adereza con arribismo a tal reduccionismo: “la gente es ignorante”, “las gentes pobres están desinformadas y además no se quieren informar”, “la gente no quiere cambiar” y etiquetas por el estilo.
Por el contrario, no votar es una opción justificada que sostiene un cuestionamiento de fondo a la legitimidad del régimen político. Ciertamente, podrán existir muchos abstencionistas desinformados, aunque se puede decir lo mismo de muchos votantes que deciden su voto por la propaganda y la manipulación mediática, lo que también es un tipo nocivo de desinformación. Del mismo modo, es indudable que existe desidia en muchísimos abstencionistas, pero no es diferente a la desidia del pragmatismo que en política elige la salida fácil del mal menor. En eso hay empate técnico, para usar la jerga de las encuestas electorales.
El triunfo incontestable de la abstención es un mensaje cuya profundidad radica en varias razones de fuerte validez:
Algunos cuestionamientos contra la abstención evitan reconocer que el régimen político está constituido sobre una base material capitalista y que la reproducción del régimen político tiene como condición la confirmación de tal base material. Quien se oponga con sinceridad por razones de fondo en cuanto a la naturaleza del sistema o de forma en cuanto sus efectos, tiene por qué resistirse a concurrir a las elecciones y tiene el estímulo ético para actuar con coherencia por más que la histeria electoral presione por todos los flancos. No sobra recordar aquella proposición de Marcuse "la libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos".
De otra parte, incluso reconociendo y aceptando las reglas de juego del régimen político, concediéndole algún grado de legitimidad u obrando con cierto tipo de pragmatismo político de participar dentro del sistema para cambiar el sistema o conquistar espacios, aun en ese marco, cabe la posibilidad de decidirse justificadamente por la abstención.
Cuando la tan mentada democracia (cuyo desarrollo es por cierto muy escaso en Colombia), ha quedado reducida al sufragio y la transformación social parece solo autorizada y convocada cada cuatro años y por ocho horas sin posibilidad de prórroga ni siquiera para el que quedó en la fila esperando con ilusión llegar a la urna, no hay razón para creer que ésta es la forma más efectiva de participar activamente en política. La democracia reducida al sufragio es como el devoto que espera la cura rezando. Por esa razón, no votar es también un acto político, un acto de plena participación en los asuntos de la sociedad en tanto se puede entender como un reclamo por mayor profundidad de la democracia política y mayor vigencia de la democracia social.
En los ataques contra la abstención, por supuesto no falta el embeleco de que si no votas no tienes derecho a opinar ni a exigir nada (lo cual es moralmente inaceptable, como si los derechos dependieran del voto en una elección y no de la condición humana). Esta cándida idea (por desgracia muy extendida), es tan rabiosamente defendida como aquella otra idea que dice que si no votas nada cambiará, como si el voto de los acusadores de la abstención fuera la causa de las “extraordinarias transformaciones políticas, sociales y económicas” que se sucedieron después de cada elección hace cuatro, ocho o doce años, cuando votaron por uno, por el otro o por el mismo en caso de normas reeleccionistas.
Los abstencionistas tienen derecho a decidir que ninguna plataforma los representa, incluido el voto en blanco, cuya reglamentación en Colombia lo hace en el mejor de los casos un saludo a la bandera, cuando no es que está promovido por oportunistas que buscan figuración o la jugosa financiación estatal de las campañas.
La experiencia de desilusión y desengaño también es una razón válida. Amplios sectores del pueblo, la ciudadanía o los sectores aspiracionales, como los quieran llamar, estar hartos de promesas incumplidas, entre otras cosas. Esto porque aquí no hay modo de hacer cumplir a los políticos, menos cuando están tan comprometidos con los intereses de los propietarios de la riqueza (nacionales o extranjeros) o cuando lisa y llanamente ofician de lacayos del imperialismo norteamericano, el cual en este continente, como los lacayos, gozan de cabal salud ¿Por qué volver a votar a la clase política que tanta repulsión causa?
Se dirá con algo de veracidad, que no todos son iguales. Es cierto, no son iguales pero no son distintos si tiene en cuenta el tipo de campaña que plantea elecciones polarizadas entre uno malo y otro peor, o cuando, como hoy, las campañas políticas están vaciadas de debate ideológico y se desarrollan con frases efectistas y eslogan de orden de caridad cristiana. ¿Por qué votarlos?
La actual campaña electoral en Colombia ha tenido mucho de eso, nulas diferencias conceptuales entre los candidatos y muchas promesas vagas. ¿Alguien cree que existirán diferencias sustanciales en la política económica del santos-llerismo con relación a la del uribismo o el peñalosismo? ¿O que la política minera que depreda el medio ambiente sería radicalmente opuesta en un gobierno de Ramírez o de Zuluaga que en un nuevo periodo santos-llerista? ¿O que la política de urbanización y especulación inmobiliaria sería distinta si fuera Peñalosa o Lleras, el vicepresidente urbanizador?
Merece reconocer que la candidatura de la izquierda matizó el unanimismo ideológico y presentó a dos mujeres serias que han obtenido un importante reconocimiento, pero que no alcanzaron a transmitir un mensaje más allá de consignas generales como por ejemplo, cambiar el modelo económico sin precisar cuál ni por cuál. El fuerte conservadurismo de la sociedad colombiana sigue manteniendo a la izquierda como una fuerza testimonial que no logra aglutinar el inconformismo social.
Para rematar, una guerra sucia de rencillas y odios personales sin precedentes que incluyó montajes y contramontajes o de astucias como la de petrosantista que, parapetándose en la paz, decepcionó a su “multitud” aunque salvó su pellejo.
Resulta pues legítimo no tener que tomar partido por ninguna de estas ambiciones y estas y otras razones son motivos suficientes para rechazar el sufragio como la forma de participación e incidencia política. Por supuesto que estas líneas en defensa de la abstención no consideran que votar sea cosa de tontos, de ninguna manera. Existe ciertamente, una auténtica intención de cambio entre quienes por ejemplo votan a la oposición con relación al poder constituido y a la izquierda con respecto a la derecha hegemónica en un país como Colombia, y sobre todo existe gente honesta, inteligente y capaz de contribuir verdaderamente al cambio social; pero que no se pretenda sobreestimar a la politiquería electoral y denostar ligeramente el rechazo consciente a este régimen político y las bases que lo sustentan.
Ya veremos si el partido de la abstención vuelve y gana en la segunda vuelta por enésima + 1 vez o si los votos de los inconformes, de los que desean sinceramente el cambio, de los que han cuestionado con justificadas razones al régimen político y a quienes lo gobiernan, terminan, así sea con las narices tapadas como la izquierda francesa en 2002 con Chirac, votando por la fórmula Santos Calderón-Vargas Lleras para evitar el retorno de Uribe en la persona del Zuluaga; y entonces, sucede la paradoja de que esos votos del cambio no cambian nada y apuntalan en el gobierno a los herederos del régimen oligárquico que gobierna Colombia desde hace al menos un siglo.
Sea como sea, gane quien gane, las elecciones no cambiarán nada y ni vencen ni convencen al políticamente activo partido de la abstención.
[Fuente: http://palabrasalmargen.com/index.php/articulos/nacional/item/en-defensa-de-la-abstencion-electoral.]
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