Perla Jaimes [1]
"Las revoluciones sangrientas son con frecuencia necesarias a causa de la estupidez humana. Pero siempre son un mal, un daño monstruoso y un gran desastre, no sólo por lo que respecta a las víctimas, sino también por la pureza y la perfección del fin en cuyo nombre esas revoluciones se suscitan."[2]
El anarquismo, movimiento ideológico que figura como indiscutible antecedente del pensamiento y acción de izquierda en nuestro continente, se caracterizó ideológicamente por su completo rechazo a toda forma de violencia, especialmente la que estaba dirigida desde las elites en el poder hacia los sectores obreros. Sin embargo, en ocasiones este criterio parecía no aplicarse, sobre todo cuando se trataba de “justificar” ciertos actos de violencia. Aunque el estudio de esta ideología ha estado un tanto relegado de los estudios de los movimientos sociales de nuestro continente, es importante dirigir la mirada a los aspectos esenciales que caracterizaron y dieron forma a posteriores tendencias ideológicas.
Al anarquismo se le ha relacionado simultáneamente con el rechazo a toda forma de violencia y con el uso de la misma en la defensa de sus ideales. La casi automática relación del anarquismo con el caos ha contribuido a que se relacione a este movimiento con el ejercicio de la violencia. En realidad, los términos “anarquismo” y “terrorismo” son para muchos, sinónimos. Debido a su total aversión a toda forma de gobierno o autoridad, misma que privilegia la soberanía personal sobre cualquier otra, su antiautoritarismo los ha llevado en ocasiones a cometer atentados contra figuras relevantes de la vida política, militar o religiosa de sus países, si bien estos resultaron ser un ínfimo porcentaje de los militantes del movimiento.
Los discursos de los sectores oprimidos responden a una lógica de defensa ante los ataques o abusos de los dominantes, tomando diversos matices, de acuerdo a las “necesidades” de aquellos que los usan. Así, el mismo discurso contra la violencia ejercida por los ejércitos y la policía, mismo que nutrió las páginas de los periódicos anarquistas de todas las latitudes, servía para justificar los actos violentos que algunos de sus compañeros ejercían.
La situación política y social de cada país determinaría sus posiciones respecto al ejercicio de la violencia por parte de las autoridades y sus reacciones. Las respuestas ante estas situaciones suelen variar, pasando por sentimientos de frustración e incapacidad hasta las respuestas violentas. En la mayoría se dejó sentir el peso de las represiones cuanto más fuerza iba cobrando el movimiento.
La represión padecida durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, marcaría significativamente las concepciones de los anarquistas sobre el capitalismo, la oligarquía y el aparato que los sostenía en sus posiciones encumbradas: la fuerza pública, encarnada principalmente en los ejércitos y cuerpos de policía.
El anarquismo buscaba la erradicación de las formas de violencia institucionalizadas, personificadas en las fuerzas policiales y los ejércitos nacionales, principalmente. Por ello, su llamado a este sector a abandonar sus puestos y engrosar las fuerzas libertarias, fue constante. Su total rechazo a la autoridad se da en razón del sometimiento que ejerce sobre las clases desprotegidas –obreros, campesinos, e indígenas. Para ellos, el Estado es la forma más elevada de violencia, y la fuerza pública, el aparato represor por excelencia. La crítica al uso de la violencia, sobre todo cuando era usada para acallar las voces de protesta, no se hacía esperar. Sobre todo porque los encargados de ejercer esta violencia, la policía o el ejército, pertenecían a los mismos sectores marginados que aquellos a quienes estaban reprimiendo, imponiendo “una guerra fratricida importándoles poco sembrar los campos de cadáveres de sus propios hermanos con tal de adquirir sus medios de explotación y glorias personales”.[3]
Las formas de violencia ejercidas por la autoridad no siempre implicaban la represión por parte de la fuerza pública. Esta también se ejercía en las fábricas y talleres, donde las amenazas de despido o la reducción de salarios eran una efectiva forma de violencia. Intimidar o asustar al trabajador resultaba un método en ocasiones más eficaz que los cuerpos de policía.
Anarquismo en América Latina en los albores del siglo XX
El siglo XIX latinoamericano se caracterizó por una gran inestabilidad política y social, producto de los conflictos internos surgidos tras las guerras de independencia. La mayoría de los países de la región se encontraban en ruinas a fines del siglo, y el inicio de la industrialización no significó un cambio trascendental en la situación de los sectores obreros, que se iban multiplicando velozmente. En este contexto la anarquía se abrió paso como una forma de protesta ante los abusos hacia los sectores desprotegidos, llegando junto con la revolución industrial.
El conflicto armado entre el Perú y Chile en la década de 1880 dejó tras de sí, más allá de los territorios y vidas perdidos, un gran sentimiento de frustración y desamparo, que dejó sentir su presencia incluso varios años después. El peruano Manuel González Prada, vivió esta guerra en su juventud, dejando posterior registro de su desencanto ante las consecuencias de la misma. En 1888, denunció públicamente al ejército peruano como causante de la derrota ante Chile durante la Guerra del Pacífico, por su cobardía ante el enemigo, calificándolo como “una agrupación de limaduras de plomo”.[4] Para el anarquismo peruano las guerras y los ejércitos estaban patrocinadas por:
"Las revoluciones sangrientas son con frecuencia necesarias a causa de la estupidez humana. Pero siempre son un mal, un daño monstruoso y un gran desastre, no sólo por lo que respecta a las víctimas, sino también por la pureza y la perfección del fin en cuyo nombre esas revoluciones se suscitan."[2]
El anarquismo, movimiento ideológico que figura como indiscutible antecedente del pensamiento y acción de izquierda en nuestro continente, se caracterizó ideológicamente por su completo rechazo a toda forma de violencia, especialmente la que estaba dirigida desde las elites en el poder hacia los sectores obreros. Sin embargo, en ocasiones este criterio parecía no aplicarse, sobre todo cuando se trataba de “justificar” ciertos actos de violencia. Aunque el estudio de esta ideología ha estado un tanto relegado de los estudios de los movimientos sociales de nuestro continente, es importante dirigir la mirada a los aspectos esenciales que caracterizaron y dieron forma a posteriores tendencias ideológicas.
Al anarquismo se le ha relacionado simultáneamente con el rechazo a toda forma de violencia y con el uso de la misma en la defensa de sus ideales. La casi automática relación del anarquismo con el caos ha contribuido a que se relacione a este movimiento con el ejercicio de la violencia. En realidad, los términos “anarquismo” y “terrorismo” son para muchos, sinónimos. Debido a su total aversión a toda forma de gobierno o autoridad, misma que privilegia la soberanía personal sobre cualquier otra, su antiautoritarismo los ha llevado en ocasiones a cometer atentados contra figuras relevantes de la vida política, militar o religiosa de sus países, si bien estos resultaron ser un ínfimo porcentaje de los militantes del movimiento.
Los discursos de los sectores oprimidos responden a una lógica de defensa ante los ataques o abusos de los dominantes, tomando diversos matices, de acuerdo a las “necesidades” de aquellos que los usan. Así, el mismo discurso contra la violencia ejercida por los ejércitos y la policía, mismo que nutrió las páginas de los periódicos anarquistas de todas las latitudes, servía para justificar los actos violentos que algunos de sus compañeros ejercían.
La situación política y social de cada país determinaría sus posiciones respecto al ejercicio de la violencia por parte de las autoridades y sus reacciones. Las respuestas ante estas situaciones suelen variar, pasando por sentimientos de frustración e incapacidad hasta las respuestas violentas. En la mayoría se dejó sentir el peso de las represiones cuanto más fuerza iba cobrando el movimiento.
La represión padecida durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, marcaría significativamente las concepciones de los anarquistas sobre el capitalismo, la oligarquía y el aparato que los sostenía en sus posiciones encumbradas: la fuerza pública, encarnada principalmente en los ejércitos y cuerpos de policía.
El anarquismo buscaba la erradicación de las formas de violencia institucionalizadas, personificadas en las fuerzas policiales y los ejércitos nacionales, principalmente. Por ello, su llamado a este sector a abandonar sus puestos y engrosar las fuerzas libertarias, fue constante. Su total rechazo a la autoridad se da en razón del sometimiento que ejerce sobre las clases desprotegidas –obreros, campesinos, e indígenas. Para ellos, el Estado es la forma más elevada de violencia, y la fuerza pública, el aparato represor por excelencia. La crítica al uso de la violencia, sobre todo cuando era usada para acallar las voces de protesta, no se hacía esperar. Sobre todo porque los encargados de ejercer esta violencia, la policía o el ejército, pertenecían a los mismos sectores marginados que aquellos a quienes estaban reprimiendo, imponiendo “una guerra fratricida importándoles poco sembrar los campos de cadáveres de sus propios hermanos con tal de adquirir sus medios de explotación y glorias personales”.[3]
Las formas de violencia ejercidas por la autoridad no siempre implicaban la represión por parte de la fuerza pública. Esta también se ejercía en las fábricas y talleres, donde las amenazas de despido o la reducción de salarios eran una efectiva forma de violencia. Intimidar o asustar al trabajador resultaba un método en ocasiones más eficaz que los cuerpos de policía.
Anarquismo en América Latina en los albores del siglo XX
El siglo XIX latinoamericano se caracterizó por una gran inestabilidad política y social, producto de los conflictos internos surgidos tras las guerras de independencia. La mayoría de los países de la región se encontraban en ruinas a fines del siglo, y el inicio de la industrialización no significó un cambio trascendental en la situación de los sectores obreros, que se iban multiplicando velozmente. En este contexto la anarquía se abrió paso como una forma de protesta ante los abusos hacia los sectores desprotegidos, llegando junto con la revolución industrial.
El conflicto armado entre el Perú y Chile en la década de 1880 dejó tras de sí, más allá de los territorios y vidas perdidos, un gran sentimiento de frustración y desamparo, que dejó sentir su presencia incluso varios años después. El peruano Manuel González Prada, vivió esta guerra en su juventud, dejando posterior registro de su desencanto ante las consecuencias de la misma. En 1888, denunció públicamente al ejército peruano como causante de la derrota ante Chile durante la Guerra del Pacífico, por su cobardía ante el enemigo, calificándolo como “una agrupación de limaduras de plomo”.[4] Para el anarquismo peruano las guerras y los ejércitos estaban patrocinadas por:
«Una civilización que se impone con el estruendo de los cañones. Que alimenta la miseria para producir la caridad. Que levanta hospitales, más que para curar y calmar los dolores, para con la carne del pobre hacer experimentos científicos. Que desde que nacen los desheredados prepara en el hombre el paria del trabajo, cuando, del crimen; y en la mujer, la carne del placer, obligándola por el hambre a vender su cuerpo en los prostíbulos se recauda como renta del Estado en homenaje a la moral. Que alimenta y sostiene pelotones de asesinos legalizados, esbirros y verdugos, necesarios para el sostenimiento de una orden infame, antes que difundir la ciencia y la armonía en la gran familia humana. Que para los seres generosos que ansían una era de paz y de amor para la especie, alimentar el escarnio, cuando no castiga sus anhelos de redención con el aislamiento y la miseria, lanza sus pelotones de ejecución para que ahoguen en el patíbulo sus altivas voces.
»[5]
Tras la guerra, el llamado periodo de “reconstrucción nacional”, que vio las primeras etapas de la industrialización del país y el vertiginoso crecimiento de los sectores obreros, y por ende su creciente marginación de las clases acomodadas, las únicas que vieron mejorar su nivel de vida con la integración del capital extranjero, acentuó las diferencias y marginaciones de clase, situación que no pasó desapercibida.
Los anarquistas argentinos, desde las páginas de La Protesta Humana, se expresaban contra las guerras imperialistas, argumentando que no buscaban el bien común. Más bien, se debían a “la necesidad de abrir nuevos mercados a la producción capitalista; […] en buena lógica esto debiera llamarse un asesinato”.[6] Así, la expansión hacia los territorios todavía controlados por indígenas, llamado “conquista del desierto”, que buscaba la adquisición de nuevos territorios a la ganadería y la agricultura, fue vista como un genocidio, al más puro estilo de las conquistas europeas de los siglos XVI y XVII.[7] Así mismo, el llamado a los anarquistas chilenos y uruguayos a mantenerse alejados de asuntos políticos, por tratarse de meras “revoluciones de opereta”, cuyo único fin es “resucitar las añejas querellas entre gobernantes dirimidas mediante el revólver o el puñal”.[8]
Es por esto que los anarquistas latinoamericanos en general llamaban a sus adherentes a no participar en los conflictos generados por el imperialismo. Antes bien, debían encauzar sus esfuerzos por lograr el triunfo de la revolución obrera. Los círculos de obreros y artesanos se multiplicaron por toda la región. La Federación Obrera Regional Argentina, por ejemplo, destacó por su radicalismo. Ante las represiones padecidas en una de sus manifestaciones contra la política represiva del gobierno, que en esa ocasión cobró dos vidas lanzaron esta advertencia:
«¿A quién las responsabilidades de mañana si una hecatombe anónima extiende sus alas de horror sobre Buenos Aires? Las autoridades, aunque autoridades, no son invulnerables... ¡tantas han caído! Los policías, no por serlo, dejan de ser como cualquier vulgar y simple mortal. ¡En Rusia se cazan como lobos! El dolor del domingo es una amenaza y una enseñanza. Íbamos a la paz y ellos nos han traído la guerra. Si quieren violencia, la tendrán. La sangre derramada no lo será en vano; riego fecundo, ella hará florecer nuestra esperanza...»[9]
Si bien es indudable que muchos anarquistas optaron por la vía de la violencia para luchar por sus ideales, también que lo es que la gran mayoría reprobaba estos actos, sobre todo cuando éstos cobraban vidas inocentes. La gran mayoría justificaba el uso de la violencia sólo si era estrictamente necesario para la defensa de los ideales.
Antimilitarismo anarquista. Guerra a la guerra
Para los anarquistas, el poderío del Estado recae en el uso efectivo de la violencia, de la represión, defendiendo así los intereses del capitalismo. Mediante prácticas intimidatorias, que suscitan miedo, se crea una masa sumisa, lo que garantiza la ausencia de protestas y la efectividad de la producción.
La postura anarquista respecto al uso de la violencia fija un completo rechazo a los conflictos bélicos, porque están patrocinados por los gobiernos capitalistas, en aras de sus intereses económicos. Las guerras imperialistas significan:
«Reunirse en manadas de 400, 000 hombres, andar noche y día sin descanso, no pensar en nada, no aprender nada, no leer nada, no ser útil a nadie, podrirse en la suciedad, dormir sobre lodo, vivir como bestias, en continuo estado de embrutecimiento, saquear ciudades, incendiar aldeas, arruinar pueblos; encontrar luego otra aglomeración de carne humana, lanzarse a ella, formar charcos de sangre, llanuras de carne machacada, mezclada con la tierra fangosa y roja, montañas de cadáveres por doquiera, quedarse sin brazos ni piernas, con los sesos hechos papilla sin provecho para nadie y reventar en el rincón de un campo, mientras vuestros hijos se mueren de hambre.»[10]
Los anarquistas se definían a si mismos como “antimilitaristas” y “antipatriotas”:
«Somos antimilitaristas, porque el militarismo es la violencia organizada; porque el militarismo es una historia de carnicería y sangre; porque el militarismo es una potencia formidable y ciega para defender los privilegios de los burgueses; porque el militarismo, con el pretexto de defender la frontera, manda sus ejércitos de caníbales contra las multitudes oprimidas y hambrientas, porque, en fin, el militarismo representa una amenaza constante para la civilización. Por todas estas razones predicamos la supresión de todos los ejércitos, la destrucción de los cuarteles y la conclusión de la barbarie.
Somos antipatriotas hasta que la patria de los seres humanos no sea circundada de fronteras y soldados; hasta que terminen los odios y antagonismos y las guerras entre un pueblo y otro; hasta que termine el dominio de la explotación de los ricos sobre los pobres; hasta que no sea un obstáculo a la libertad internacional de los trabajadores. Y hasta que los pueblos de la tierra no se hayan fundido en una sola familia –la humanidad-. Y mientras no hayamos formado una sola gran patria, nosotros combatiremos todas las pequeñas patrias actuales que dividen al género humano en tantos grupos antagónicos, produciendo más dificultades en la unión de los trabajadores y haciendo más potente la dominación burguesa.»[11]
El apoyo que los revolucionario mexicanos recibieron por parte de la gran mayoría de círculos anarquistas es digna de tomarse en cuenta. La guerra que se libraba en México fue percibida como una muestra tangible de los resultados que las luchas libradas en sus propios países podían presentar. A decir de los redactores de La Protesta [Perú], la revolución mexicana contribuía “a una renovación social hechas por los obreros mismos, en que el bienestar y la justicia, se han de distribuir igualmente para todos”.[12] Si bien este apoyo a una lucha armada podría parecer contradictorio, tomando en cuenta su aversión hacia los conflictos armados, existía una cierta flexibilidad, porque:
«La revolución mexicana tiene, pues, una importancia incontestable. Es ya no solo la resistencia pasiva contra el capitalismo y la autoridad: es su abolición misma, es el desconocimiento de todo gobierno político; es el comunismo industrial y agrario que se pone en práctica, y que ha de ser la piedra fundamental de la sociedad del porvenir.»[13]
La voz de las mujeres
El tema de la emancipación de la mujer tuvo una importante presencia en el debate anarquista, que se convirtió en un importante medio de expresión para las mujeres de la época. Respecto a la temática que nos atañe, podemos decir que además de una completa aversión a estas tácticas, las mujeres, en su papel de madres, tenían una mayor responsabilidad. Tradicionalmente se ha considerado a la mujer como la principal educadora de los hijos y que esa educación se verá reflejada una vez que estos sean adultos.
El llamado de las mujeres contra la violencia, privilegiando el deber femenino de inculcar a los hijos su desprecio, fue constante, como lo expresó en su momento Leonor J. Ortúzar, en el periódico chileno La Batalla:
«Madres de todas las clases sociales, de todas las razas, mujeres todas, pongámonos de pie y con nuestra acción, con nuestra propuesta hagamos que por un momento siquiera se detengan los bárbaros en su inhumana acción. Nuestra obra de aquí en adelante debe ser de educación racionalista para nuestros hijos preparándolos para que sean hombres fuertes, conscientes…»[14]
La excepción a la regla
La oposición de los anarquistas al uso de la violencia se manifestó en una férrea postura antiestatista y antimilitarista y antipatriótica. Sin embargo, esta firmeza no era sostenida cuando se trataba de los pueblos oprimidos o bajo la tutela de otras naciones.[15]
Si bien los anarquistas no aprobaban el uso de la fuerza, excepto cuando era estrictamente necesario para la defensa de sus ideales, no faltaron aquellos que pasaron a la acción directa, ya sea realizando huelgas, mítines, e inclusive atentados homicidas. Aunque fueron los menos, estas acciones determinaron el estigma que han llevado durante años de representar caos, más allá de su propósito de instaurar un nuevo orden.
Más que ataques, las acciones violentas, como el tiranicidio, fueron vistas como forma de defensa y denuncia ante las graves problemáticas y desigualdades sociales. La llamada “propaganda por el hecho” fue una táctica radical que privilegiaba el uso de la violencia, como los ataques terroristas o el tiranicidio como un medio más eficaz que la propaganda oral o escrita, que lograra la conmoción general de la sociedad, la atención de las masas. La represión violenta de las huelgas también fue utilizada como medio de oposición al Estado: “Centenares de vidas ruedan por el arroyo; pero los sobrevivientes triunfan. La razón vence sobre la injusticia”[16].
Reflexiones finales
Si bien el discurso anarquista condenaba el uso de la violencia por parte del Estado, por ser una de las formas que adoptaba la represión, en ocasiones esta era necesaria, como forma de defensa. La propaganda por el hecho como tenía como fin la promoción de la violencia, sino un despertar de conciencias. Aun así, la verdadera lucha no consistía en la adquisición de armas de fuego o en ejercer actos violentos para hacerse notar, sino de llamar a la revolución social, la que estaba destinada a la destrucción del capital y traer la libertad tan anhelada.
Si bien los casos en que hubo uso de violencia son más bien escasos, estos siempre se mostraban como un medio de defensa contra las clases dominantes y su opresión. El enemigo común de todos los sectores oprimidos, las oligarquías, lanzaban a luchar entre sí a amigos, familiares, compañeros de infortunio, porque tanto los soldados como los obreros eran víctimas de los explotadores.
Notas:
[1] Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
[2] Mijail Bakunin, 1870. Citado en Aranda Ocaña, 2004: 82.
[3] Reynoso, Santiago, “Reflexiones”, El Jornalero, [Perú], no. 1, 10 de nov. de 1906, p. 3.
[4] González Prada, Manuel, Discurso del Politeama, 22 de julio de 1888.
[5] Barzo, Carlos del, “Civilización”, Humanidad, [Perú], no. 7, 1ª quincena de octubre, 1906, p. 1.
[6] La Protesta Humana [Argentina], 17 de octubre de 1897, p. 2
[7] Zaragoza, 1996: 400.
[8] “Asesinos de levita”, La Protesta Humana [Argentina], 28 de enero de 1898, p. 1, citado en Zaragoza, 1996: 401.
[9] Abad de Santillán, 2005: 139.
[10] “¿Qué es la guerra?”, Plumadas de Rebeldía [Perú], no. 1, noviembre de 1917, p. 6.
[11] “Lo que somos”, El Oprimido [Perú], núm. 17, 12 de septiembre de 1908.
[12] “A favor de los comunistas de México”, La Protesta [Perú], no. 7, agosto de 1911.
[13] “La Revolución Mexicana”, La Protesta [Perú], no. 7, agosto de 1911, p. 1-2.
[14] Leonor J. Ortúzar, “Las mujeres y la guerra” La Batalla, [Chile], 2ª quincena de marzo de 1915, p. 4.
[15] Sánchez Cobos, 2008: 120.
[16] La Protesta [Perú], núm. 60, septiembre de 1917.
Bibliografía:
Abad de Santillán, Diego, La FORA. Ideología y trayectoria del movimiento obrero revolucionario en la Argentina, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2005.
Aranda Ocaña, Mónica, “Movimientos anarquistas y el ius puniendi estatal”, en Rivera Beiras, Iñaki (coord.), Mitologías y discursos sobre el castigo: historia del presente y posibles escenarios, España, Anthropos Editorial, 2004.
Sánchez Cobos, Amparo, Sembrando ideales: anarquistas españoles en Cuba (1902-1925), Madrid, Colección Universos americanos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008.
Zaragoza, Gonzalo, Anarquismo argentino (1876-1902), Madrid, Ediciones de la Torre, 1996.
[Fuente: Pacarina del Sur - http://www.pacarinadelsur.com/home/huellas-y-voces/403-anarquismo-latinoamericano-y-las-formas-de-la-violencia.]
Tras la guerra, el llamado periodo de “reconstrucción nacional”, que vio las primeras etapas de la industrialización del país y el vertiginoso crecimiento de los sectores obreros, y por ende su creciente marginación de las clases acomodadas, las únicas que vieron mejorar su nivel de vida con la integración del capital extranjero, acentuó las diferencias y marginaciones de clase, situación que no pasó desapercibida.
Los anarquistas argentinos, desde las páginas de La Protesta Humana, se expresaban contra las guerras imperialistas, argumentando que no buscaban el bien común. Más bien, se debían a “la necesidad de abrir nuevos mercados a la producción capitalista; […] en buena lógica esto debiera llamarse un asesinato”.[6] Así, la expansión hacia los territorios todavía controlados por indígenas, llamado “conquista del desierto”, que buscaba la adquisición de nuevos territorios a la ganadería y la agricultura, fue vista como un genocidio, al más puro estilo de las conquistas europeas de los siglos XVI y XVII.[7] Así mismo, el llamado a los anarquistas chilenos y uruguayos a mantenerse alejados de asuntos políticos, por tratarse de meras “revoluciones de opereta”, cuyo único fin es “resucitar las añejas querellas entre gobernantes dirimidas mediante el revólver o el puñal”.[8]
Es por esto que los anarquistas latinoamericanos en general llamaban a sus adherentes a no participar en los conflictos generados por el imperialismo. Antes bien, debían encauzar sus esfuerzos por lograr el triunfo de la revolución obrera. Los círculos de obreros y artesanos se multiplicaron por toda la región. La Federación Obrera Regional Argentina, por ejemplo, destacó por su radicalismo. Ante las represiones padecidas en una de sus manifestaciones contra la política represiva del gobierno, que en esa ocasión cobró dos vidas lanzaron esta advertencia:
«¿A quién las responsabilidades de mañana si una hecatombe anónima extiende sus alas de horror sobre Buenos Aires? Las autoridades, aunque autoridades, no son invulnerables... ¡tantas han caído! Los policías, no por serlo, dejan de ser como cualquier vulgar y simple mortal. ¡En Rusia se cazan como lobos! El dolor del domingo es una amenaza y una enseñanza. Íbamos a la paz y ellos nos han traído la guerra. Si quieren violencia, la tendrán. La sangre derramada no lo será en vano; riego fecundo, ella hará florecer nuestra esperanza...»[9]
Si bien es indudable que muchos anarquistas optaron por la vía de la violencia para luchar por sus ideales, también que lo es que la gran mayoría reprobaba estos actos, sobre todo cuando éstos cobraban vidas inocentes. La gran mayoría justificaba el uso de la violencia sólo si era estrictamente necesario para la defensa de los ideales.
Antimilitarismo anarquista. Guerra a la guerra
Para los anarquistas, el poderío del Estado recae en el uso efectivo de la violencia, de la represión, defendiendo así los intereses del capitalismo. Mediante prácticas intimidatorias, que suscitan miedo, se crea una masa sumisa, lo que garantiza la ausencia de protestas y la efectividad de la producción.
La postura anarquista respecto al uso de la violencia fija un completo rechazo a los conflictos bélicos, porque están patrocinados por los gobiernos capitalistas, en aras de sus intereses económicos. Las guerras imperialistas significan:
«Reunirse en manadas de 400, 000 hombres, andar noche y día sin descanso, no pensar en nada, no aprender nada, no leer nada, no ser útil a nadie, podrirse en la suciedad, dormir sobre lodo, vivir como bestias, en continuo estado de embrutecimiento, saquear ciudades, incendiar aldeas, arruinar pueblos; encontrar luego otra aglomeración de carne humana, lanzarse a ella, formar charcos de sangre, llanuras de carne machacada, mezclada con la tierra fangosa y roja, montañas de cadáveres por doquiera, quedarse sin brazos ni piernas, con los sesos hechos papilla sin provecho para nadie y reventar en el rincón de un campo, mientras vuestros hijos se mueren de hambre.»[10]
Los anarquistas se definían a si mismos como “antimilitaristas” y “antipatriotas”:
«Somos antimilitaristas, porque el militarismo es la violencia organizada; porque el militarismo es una historia de carnicería y sangre; porque el militarismo es una potencia formidable y ciega para defender los privilegios de los burgueses; porque el militarismo, con el pretexto de defender la frontera, manda sus ejércitos de caníbales contra las multitudes oprimidas y hambrientas, porque, en fin, el militarismo representa una amenaza constante para la civilización. Por todas estas razones predicamos la supresión de todos los ejércitos, la destrucción de los cuarteles y la conclusión de la barbarie.
Somos antipatriotas hasta que la patria de los seres humanos no sea circundada de fronteras y soldados; hasta que terminen los odios y antagonismos y las guerras entre un pueblo y otro; hasta que termine el dominio de la explotación de los ricos sobre los pobres; hasta que no sea un obstáculo a la libertad internacional de los trabajadores. Y hasta que los pueblos de la tierra no se hayan fundido en una sola familia –la humanidad-. Y mientras no hayamos formado una sola gran patria, nosotros combatiremos todas las pequeñas patrias actuales que dividen al género humano en tantos grupos antagónicos, produciendo más dificultades en la unión de los trabajadores y haciendo más potente la dominación burguesa.»[11]
El apoyo que los revolucionario mexicanos recibieron por parte de la gran mayoría de círculos anarquistas es digna de tomarse en cuenta. La guerra que se libraba en México fue percibida como una muestra tangible de los resultados que las luchas libradas en sus propios países podían presentar. A decir de los redactores de La Protesta [Perú], la revolución mexicana contribuía “a una renovación social hechas por los obreros mismos, en que el bienestar y la justicia, se han de distribuir igualmente para todos”.[12] Si bien este apoyo a una lucha armada podría parecer contradictorio, tomando en cuenta su aversión hacia los conflictos armados, existía una cierta flexibilidad, porque:
«La revolución mexicana tiene, pues, una importancia incontestable. Es ya no solo la resistencia pasiva contra el capitalismo y la autoridad: es su abolición misma, es el desconocimiento de todo gobierno político; es el comunismo industrial y agrario que se pone en práctica, y que ha de ser la piedra fundamental de la sociedad del porvenir.»[13]
La voz de las mujeres
El tema de la emancipación de la mujer tuvo una importante presencia en el debate anarquista, que se convirtió en un importante medio de expresión para las mujeres de la época. Respecto a la temática que nos atañe, podemos decir que además de una completa aversión a estas tácticas, las mujeres, en su papel de madres, tenían una mayor responsabilidad. Tradicionalmente se ha considerado a la mujer como la principal educadora de los hijos y que esa educación se verá reflejada una vez que estos sean adultos.
El llamado de las mujeres contra la violencia, privilegiando el deber femenino de inculcar a los hijos su desprecio, fue constante, como lo expresó en su momento Leonor J. Ortúzar, en el periódico chileno La Batalla:
«Madres de todas las clases sociales, de todas las razas, mujeres todas, pongámonos de pie y con nuestra acción, con nuestra propuesta hagamos que por un momento siquiera se detengan los bárbaros en su inhumana acción. Nuestra obra de aquí en adelante debe ser de educación racionalista para nuestros hijos preparándolos para que sean hombres fuertes, conscientes…»[14]
La excepción a la regla
La oposición de los anarquistas al uso de la violencia se manifestó en una férrea postura antiestatista y antimilitarista y antipatriótica. Sin embargo, esta firmeza no era sostenida cuando se trataba de los pueblos oprimidos o bajo la tutela de otras naciones.[15]
Si bien los anarquistas no aprobaban el uso de la fuerza, excepto cuando era estrictamente necesario para la defensa de sus ideales, no faltaron aquellos que pasaron a la acción directa, ya sea realizando huelgas, mítines, e inclusive atentados homicidas. Aunque fueron los menos, estas acciones determinaron el estigma que han llevado durante años de representar caos, más allá de su propósito de instaurar un nuevo orden.
Más que ataques, las acciones violentas, como el tiranicidio, fueron vistas como forma de defensa y denuncia ante las graves problemáticas y desigualdades sociales. La llamada “propaganda por el hecho” fue una táctica radical que privilegiaba el uso de la violencia, como los ataques terroristas o el tiranicidio como un medio más eficaz que la propaganda oral o escrita, que lograra la conmoción general de la sociedad, la atención de las masas. La represión violenta de las huelgas también fue utilizada como medio de oposición al Estado: “Centenares de vidas ruedan por el arroyo; pero los sobrevivientes triunfan. La razón vence sobre la injusticia”[16].
Reflexiones finales
Si bien el discurso anarquista condenaba el uso de la violencia por parte del Estado, por ser una de las formas que adoptaba la represión, en ocasiones esta era necesaria, como forma de defensa. La propaganda por el hecho como tenía como fin la promoción de la violencia, sino un despertar de conciencias. Aun así, la verdadera lucha no consistía en la adquisición de armas de fuego o en ejercer actos violentos para hacerse notar, sino de llamar a la revolución social, la que estaba destinada a la destrucción del capital y traer la libertad tan anhelada.
Si bien los casos en que hubo uso de violencia son más bien escasos, estos siempre se mostraban como un medio de defensa contra las clases dominantes y su opresión. El enemigo común de todos los sectores oprimidos, las oligarquías, lanzaban a luchar entre sí a amigos, familiares, compañeros de infortunio, porque tanto los soldados como los obreros eran víctimas de los explotadores.
Notas:
[1] Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
[2] Mijail Bakunin, 1870. Citado en Aranda Ocaña, 2004: 82.
[3] Reynoso, Santiago, “Reflexiones”, El Jornalero, [Perú], no. 1, 10 de nov. de 1906, p. 3.
[4] González Prada, Manuel, Discurso del Politeama, 22 de julio de 1888.
[5] Barzo, Carlos del, “Civilización”, Humanidad, [Perú], no. 7, 1ª quincena de octubre, 1906, p. 1.
[6] La Protesta Humana [Argentina], 17 de octubre de 1897, p. 2
[7] Zaragoza, 1996: 400.
[8] “Asesinos de levita”, La Protesta Humana [Argentina], 28 de enero de 1898, p. 1, citado en Zaragoza, 1996: 401.
[9] Abad de Santillán, 2005: 139.
[10] “¿Qué es la guerra?”, Plumadas de Rebeldía [Perú], no. 1, noviembre de 1917, p. 6.
[11] “Lo que somos”, El Oprimido [Perú], núm. 17, 12 de septiembre de 1908.
[12] “A favor de los comunistas de México”, La Protesta [Perú], no. 7, agosto de 1911.
[13] “La Revolución Mexicana”, La Protesta [Perú], no. 7, agosto de 1911, p. 1-2.
[14] Leonor J. Ortúzar, “Las mujeres y la guerra” La Batalla, [Chile], 2ª quincena de marzo de 1915, p. 4.
[15] Sánchez Cobos, 2008: 120.
[16] La Protesta [Perú], núm. 60, septiembre de 1917.
Bibliografía:
Abad de Santillán, Diego, La FORA. Ideología y trayectoria del movimiento obrero revolucionario en la Argentina, Buenos Aires, Libros de Anarres, 2005.
Aranda Ocaña, Mónica, “Movimientos anarquistas y el ius puniendi estatal”, en Rivera Beiras, Iñaki (coord.), Mitologías y discursos sobre el castigo: historia del presente y posibles escenarios, España, Anthropos Editorial, 2004.
Sánchez Cobos, Amparo, Sembrando ideales: anarquistas españoles en Cuba (1902-1925), Madrid, Colección Universos americanos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2008.
Zaragoza, Gonzalo, Anarquismo argentino (1876-1902), Madrid, Ediciones de la Torre, 1996.
[Fuente: Pacarina del Sur - http://www.pacarinadelsur.com/home/huellas-y-voces/403-anarquismo-latinoamericano-y-las-formas-de-la-violencia.]
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