Basienkaw
Caurimare está tomada desde el 31 de marzo. Ocurrió de
repente que El Cafetal se levantó un lunes para arrancar semana y una barricada
se erigió para negárselo, y lo ha seguido haciendo durante 5 días pero no sin
un precio: el agravio de la ya cuestionada organización de la oposición.
No hay forma de pasar a menos que sea a pie y aún así es
difícil. Un grueso alambre de púas en el que se enredan unos banderines como
advertencia de los filos, rodea todos los accesos al cruce clave del Este de
Caracas. Bolsas de basura rotas exhiben un contenido putrefacto que se mezcla
con el agua de la lluvias tristes que cayeron sobre la ciudad en los últimos
días. No hay caras amables a pesar de que las pancartas de colores digan lo
contrario; los jóvenes se las cubren con banderas o camisas que ocultan su
identidad y los mayores la muestran serios, con rabia, desafiantes.
El “¿te importa si grabo?”, recibe un gesto de espanto y
amenazas tácitas de dos señoras a las que me acerco con la excusa de un
yesquero. “Si grabas no hablo contigo, que acá ya han venido a decirnos que
sabían dónde vivíamos y que nos iban a matar, ¿de dónde lo supieron?”, me
increpa una mujer baja de pelo recogido. “No se puede confiar en nadie”, la
secunda su amiga alta y rubia que no me habló durante toda la conversación que sostuve
con ellas; ambas, madres de hijos que comparten serial de cédula conmigo, están
en la barricada de Caurimare desde el día que la montaron e incluso desde hace
14 años cuando recibieron perdigones en la Metropolitana por enfrentamientos
contra el Gobierno. Ninguna quiere hablar y al final una se va, dejando a la
menos reticente para responder mis preguntas.
“¿Qué por qué estamos aquí? Porque estamos hartos” y empieza
a enumerar la consabida lista de cosas que nos enferman a todos cuando la
interrumpo y me afinco en que el aquí se refiere a Caurimare y busca la razón
de ser de una guarimba que no parecen respaldar más que unos pocos. No hay
respuesta. Sigue la enumeración de hechos terribles que provocaron el hartazgo
que se levantó en alambres: la escasez, la inseguridad, la ingerencia cubana,
los presos políticos y la realidad del venezolano en general cuando de repente
llega a un punto que se le atora en la garganta. Los estudiantes. “Esta
guarimba existe como apoyo a aquellos que están dando todo por todos y que, sin
embargo, reciben el apoyo de tan pocos”, me dijo con los ojos enrojecidos y
rabia en la voz. Ella, madre como todas, tiene a sus hijas tragando bombas
desde febrero. “No podemos quedarnos sin hacer nada, olvidando las violaciones,
las torturas, las muertes, que no nos importen porque lo único que queremos es
ir a trabajar, al gimnasio y hacer la vida de mierda que este Gobierno nos
propone y olvidar todo lo demás”, dice y la apoyan tres vecinos que se unen a
la conversación, una de ellas mamá de una detenida que insiste en seguir
saliendo a la calle. Ella sí llora, su amiga de pelo recogido la abraza.
Me cuentan que la barricada es paralela a la Asamblea que se
viene celebrando cada noche en Caurimare desde los primeros disturbios. Su levantamiento
fue espontáneo y se debe al ímpetu de unos chamos que, humillados y rabiosos,
la van a dejar hasta que algo suceda. El qué no queda claro.
“La gente dice que esto no suma, que resta y que lo que hay
que buscar es sumar pero yo te pregunto a ti qué más se puede restar en este
país”. Como anécdota comenta cómo los chamos de las bolsas y las cajeras del
Plansuárez que los increpaban cuando empezaron con las guarimbas hace más de un
mes ahora los apoyan y les preguntan si los muchachos tienen comida o si están
bien. Ella dice que sabe lo de trancarnos a nosotros mismos pero lo pasa por
alto cuando lo indago y se aferra a su mástil: mientras los chamos estén afuera
ellos van a estar allí recordándole al Gobierno que los estudiantes no están
solos.
-“¿Y a Plaza Venezuela?”.
-En este país no se protesta donde se quiere sino donde se
puede.
Me despido para buscar otro yesquero y otra
conversación. Tres personas, un chamo
con la cara rota y dos mujeres, una joven y otra mayor que me dice casualmente que
si yo no soy quién digo ser, resulta que trabaja en los tribunales así que
pilas. Lo mismo, nadie quiere hablar hasta que recito mis apellidos y cédula.
Otro cigarro ayuda por eso de la camaradería entre fumadores. “Acá se está
jugando al desgaste”, dice el chamo de los puntos en la cara y de barba; un GNB
le dejó los ojos morados y cinco puntos eternos en la frente. “Nosotros sabemos
que esto no lo apoyan y uno mismo no lo apoya a veces pero no podemos quedarnos
como si nada pasara cuando todos los días hay un muerto, hay que salir, hay que
estar”, dice antes de irse corriendo para atender el grito de “¡colectivo,
colectivo!”, que dan los encapuchados de la periferia cuando una moto que se
había saltado la barricada de la PDV pretendía atravesar el cruce; no era un
colectivo. “Es que el lunes llegaron unas motos a amenazar a los muchachos”, me
dice la señora de los tribunales y me explica que esa es la razón del alambre
de púas, la protección de una amenaza latente.
Ella misma me cuenta que con esta guarimba se logran dos
cosas: recordar que nada está bien y joder a los altos cargos que viven en el
Este pero que se hinchan criticándolo. Me entero que Maduro vive en el Vizcaya
y Jaúa en Santa Paula, que los militares no se acercan porque tienen familia viviendo
cerca y que se van todos a Altamira porque acá no hay negocios, no es bastión.
“Pero por supuesto que lo es”, me dice con los ojos negros como de culebra.
Esta es una zona tradicionalmente opositora que pretende ser ejemplo negándose
a los atropellos de este Gobierno, sobre todo y siempre a lo que le están
haciendo a los estudiantes. “Eso no es justo, no tiene nombre”. Me despido y
antes de irme me pide el nombre, porsia. La mujer joven nunca habló.
En la Asamblea que había empezado un poco antes de mi
primera conversación, una muchacha ponía en duda la validez de la guarimba y
resaltaba el efecto negativo que estaba teniendo, que los reducían como
sifrinitos y viejas histéricas. Una mujer a mi lado lanzó un improperio, un
hombre la secundó. “Esto es síntoma de algo terrible que está pasando pero que
la gente no quiere ver. Acá todo el mundo quiere hacerse el loco e irse del
país apenas pueda”, me comentó el señor de camisa verde y pelo gris. “Hoy
desnudaron y molieron a un chamo en plena Central pero no importa, no
protestes, tranquilo que eso se cae solo”. Dice que es mentira y que lo hay que
hacer es salir, hacerse escuchar y que claro que entienden que desde Caurimare
no se va a tumbar al Gobierno pero que ni de vaina lo va a validar con su silencio.
“Lo ideal es que esto inspire molestia y que esa molestia se
manifieste pero sabes qué, hija, lo veo difícil”. Me comenta y coincide con
otras opiniones que escuché entre humo de cigarros, gritos de alerta y notas
del himno, que este país está lleno de egoísmo y que la solidaridad, en cambio,
está vacía. “Le partieron el cráneo en tres pedazos, catorce tornillos a un
chamo de 19 años que estaba protestando en la UCV por un país que es de todos.
No reaccionar no es una opción. No la mía”.
“¡No hay paso!”, se escucha a lo lejos cuando aún otro
motorizado insiste en cruzar lo que se ha vuelto tierra sagrada para aquellos
que se niegan al esto se cae solo.
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