Por Rodrigo Blanco Calderón
1
Para los venezolanos de las últimas décadas, febrero es el
mes más cruel. El Caracazo el 27 de febrero de 1989, la intentona golpista de
Chávez el 4 de febrero de 1992 y ahora la ola de protestas de febrero de 2014
confirman que es en este mes y no en abril cuando en nosotros se agita el deseo
y la memoria.
El trópico hizo de Venezuela un tren insomne que no se
detiene en estaciones. Sólo la sequía y la lluvia, el calor y la humedad van
marcando el paso de un tiempo que tiene más que ver con el ánimo que con el
clima.
Para nosotros, la primavera está más relacionada con cierto vigor colectivo que nos invade de vez en cuando, que con el florecimiento de las plantas y el reverdecer de nuestros árboles (siempre verdes). En un país de por sí agitado, en un país joven en todos los sentidos de la expresión, añadir una carga de energía puede tener consecuencias impredecibles.
Aplicada a la política, la palabra primavera parece subrayar esta relación entre juventud y arrojo. Se habla de la Primavera de Praga, de la Primavera árabe, por ejemplo. Andrea Daza Tapia, periodista venezolana radicada en Barcelona, España, se refiere en un artículo reciente a “la primavera venezolana”. Son modos de nombrar el impulso revolucionario (la revuelta) en su etapa más irascible, espontánea y honesta. Esos momentos de conmoción donde todo es capullo y promesa.
Los sucesos que se han desencadenado en Venezuela en febrero de este año, han hecho sentir a muchos no sólo la bota opresiva del gobierno militar y autoritario de Nicolás Maduro, sino el inevitable reflejo de libertad, de juventud, que semejantes fuerzas activan. En Caracas, la plaza Francia de nuevo se ha convertido en uno de los lugares claves para dirimir la eterna e injusta batalla de Goliat frente a David, del armamento de guerra de la Guardia del Pueblo y la Policial Nacional Bolivariana frente a las consignas, las barricadas, las piedras y las bombas molotov de los jóvenes.
La avenida Ávila Sur, donde está ubicada la Librería Lugar Común, es la arena específica de los enfrentamientos. A la librería, que inauguramos hace poco más de un año, le ha tocado recibir su bautismo de fuego. No solemos quedarnos hasta muy tarde, de modo que seguimos los choques nocturnos, los más peligrosos, desde nuestras computadoras y teléfonos celulares.
Durante el día, en cambio, hemos sido testigos y hasta polemistas en algunas discusiones. Algunos muchachos trasnochados (literalmente) arman cada día lo que se conoce como una guarimba. Palabra extraña, pegajosa, que no sé de dónde viene ni por qué la aplicamos al acto de protesta que consiste en cerrar arbitrariamente, con escombros y basura, una vía pública o una urbanización.
Garcilaso Pumar y yo hemos intentado dialogar con los muchachos, tratando de que entiendan que la lucha por la libertad no puede ampararse en el pisoteo de los derechos ajenos. Hemos recibido respuestas agresivas, burlas, insultos y, al final, el diagnóstico inevitable: chavistas. Más que los insultos, lo que nos ha impactado es la imposibilidad de comunicarnos con ellos. Esa incomunicación puede ser síntoma de la irracionalidad o el fanatismo con que ellos están asumiendo el conflicto, pero lo es también de un hecho no menos cierto: ya no somos jóvenes.
Apenas empezando la treintena no puedo sino ver a esos muchachos, casi niños, que nos llaman cobardes, con la fascinación, la indulgencia y el temor que tan bien captó Roque Dalton en una frase que parece un verso: “los jóvenes, bellos pumas que tiemblan de cólera”.
Uno de ellos, una muchachita hermosa e insolente, llegó a decirnos que nosotros, que llevábamos quince años oponiéndonos al gobierno, no habíamos logrado nada. Yo pensé en responderle que el sólo hecho de estar ahí, de estar vivos, hablando con ella, era un mérito. En cambio, le pregunté la edad.
-17 –dijo.
La edad que yo tenía cuando entré a la Escuela de Letras de la UCV en octubre de 1998. Un par de meses después, Hugo Chávez ganaba sus primeras elecciones presidenciales.
La muchacha nos hizo un desplante y se fue. Yo traté de asimilar el hecho de que esta joven, que aún no es mayor de edad, ya desprecia elementos básicos de una democracia: la paz, el respeto a los derechos de los otros, el diálogo y la importancia del voto.
En los primeros días del conflicto, percibí la falta de contenido y de dirección de las protestas. Un juicio que creo compartió en buena medida la sociedad venezolana, tanto oficialista como opositora. Después, el movimiento estudiantil publicó una carta donde señalaban, punto por punto, sus objetivos. Esta carta la difundió Juan Requesens, el presidente de la Federación de Centros Universitarios de la UCV, el 21 de febrero a través de su cuenta personal en Twitter. De los seis puntos que contiene esa declaración de objetivos, los cuatro primeros son en realidad consecuencias de la represión a la protesta: exigen la libertad de todos los estudiantes detenidos; el cese inmediato de torturas y violaciones de los derechos humanos; el fin de la criminalización de la protesta y de la intimidación; el desarme de los grupos violentos que se hacen pasar por colectivos comunitarios y causan terror en la sociedad venezolana.
Los puntos cinco y seis (la necesidad de renovar y relegitimar los poderes públicos y el cese de la censura en los medios de comunicación) son los únicos que hacen referencia a problemas estructurales y de libertades públicas que apuntan a la dramática crisis que vive Venezuela desde hace años.
Al momento de iniciarse la ola de protestas (varios días antes del 12F en Táchira y a partir de esa fecha, de manera coordinada, en todo el país) se creía, como diría Joaquín Sabina, que nos sobraban los motivos. Y, en efecto, cualquier persona que viva en Venezuela o que siga de cerca su día a día, sabe que es así. Ante la nubosidad inicial sobre las metas planteadas, ya vimos que el gobierno le brindó al movimiento estudiantil unos objetivos claros de protesta al asesinar, detener y torturar a varios estudiantes.
Sin
embargo, no todos los jóvenes que protestan hoy contra el gobierno de Nicolás
Maduro son estudiantes. No todos ellos son mayores de edad. En los alrededores
de la plaza Altamira, hay un sector conformado por adolescentes que no han
terminado el bachillerato, por muchachos que sí lo han terminado pero aún no
ingresan a la Universidad, por niños de la calle, por jóvenes que parecen
haberse ido de sus casas. Un sector de la protesta, que a su vez se subdivide
en distintas parcelas y que forman parte importante de los grupos de choque que
se enfrentan a la Guardia del Pueblo y a la Policía Nacional Bolivariana.
Yo tuve la
oportunidad de conversar con unos de estos chamos, uno de estos pumas de
Dalton. A diferencia del Movimiento Estudiantil, él y su grupo, el MRA
(Movimiento Revolucionario Altamira), tienen un solo objetivo de lucha, aunque
muy bien definido: derrocar al gobierno de Nicolás Maduro.
2
A Silvio –llamémoslo así, pues no puedo revelar su verdadera
identidad –lo conocí durante uno de los llamados “pancartazos” que realizamos
en la avenida Ávila sur.
Hacíamos
las pancartas y pedíamos a los transeúntes que nos ayudaran a portarlas en la
calle por algunos minutos. Uno de estos ayudantes era Silvio. Tomó una pancarta
que decía “La protesta es en paz” y se colocó junto a mí en la acera opuesta a
la librería.
Silvio
tiene diecisiete años. El 12 de febrero se encontraba por la plaza Altamira y
vio a un grupo de muchachos formando una barricada. Le preguntaron si quería
unirse a ellos, él les preguntó por qué protestaban, ellos le explicaron y
entonces aceptó. Como el comienzo de Los detectives salvajes, sólo que los
jóvenes que conforman el MRA han decidido saltarse el escalón de la poesía (que
nunca se plantearon) y pasar directamente a la acción.
-El MRA
suena al MBR-200 –le digo a Silvio al día siguiente de nuestro encuentro,
cuando me siento a conversar con él. –El que fundó Chávez.
Silvio no
sabe a qué me refiero.
El
Movimiento Revolucionario Altamira tiene dos tipos de actividades. Las
actividades de paz y las actividades de choque. Las primeras consisten en
protestar en relativa calma, con pancartas, en la calle, a veces trancándola o
dejando una vía libre. Las segundas corresponden al turno de la tarde o de la
noche. Todo depende de la hora a la que comience la represión.
Silvio sabe
construir una bomba molotov. Sólo se necesita un poco de gasolina y otro poco
de glicerina, dice, para crear la onda expansiva. Le preguntó cómo aprendió
todo eso.
-La química
es fácil –responde con tono sereno. –Además, yo aprendo rápido. Yo observo lo
que los otros hacen y ya lo sé hacer. Tengo buena capacidad de adaptación. La
gente normalmente tiene una capacidad del 30 %. Yo tengo una capacidad de 70 %.
-¿Y cómo
sabes eso?
-Me han
hecho exámenes.
Silvio es
bajo de estatura, delgado, con ojos verdes o azules. Tiene la seriedad de El
Principito. Me impacta tanto su seguridad y aplomo que presto atención a cada
palabra que me dice, tratando siempre de ver al elefante tragado por la boa y
no un simple sombrero.
Quien no
tenga la oportunidad de observar a estos jóvenes cada día puede formarse un
juicio errado o parcial de lo que está sucediendo. Hay algunos que creen estar,
al fin, protagonizando un video juego pero en la vida real. Son los que se
encapuchan cuando apenas son las dos de la tarde y aún falta mucho para la
contienda. O esos otros que portan su máscara de Guy Fawkes y se comportan como
si hubieran sido los hermanos Wachowsky y no Leopoldo López quienes convocaron
La Salida. O esos otros que fabrican escudos con láminas de zinc robadas a las
construcciones aledañas tratando de imitar a los legendarios “gochos”, que
pelean en Táchira, versión patria de los X-Men.
Otro de los
prejuicios comunes es el socioeconómico. Por ser la plaza Altamira el espacio
emblemático del municipio más adinerado de Caracas, se cree que los jóvenes que
allí protestan pertenecen todos a las clases medias y altas. Muchos de ellos
dicen vivir en sectores populosos como Petare, Catia o el 23 de enero, donde
los grupos paramilitares del gobierno les impiden manifestarse libremente.
Silvio
parece una excepción a estas categorías. Dice vivir en el sureste de Caracas,
no porta ni máscaras ni escudos de zinc, es decir, no quiere parecer un
indignado europeo ni un gocho venezolano. De hecho, no se parece a nadie a
quien yo haya conocido previamente. Tampoco me recuerda a mí mismo ni a ningún
muchacho de su edad.
Le pregunto
qué quiere estudiar.
-Ingeniería
–dice.
-Y después,
¿qué quieres hacer?
-Ir a
Rusia. Especializarme en ingeniería de armamentos.
El gusto
por las armas le viene por un tío que trabaja en la Marina de los Estados
Unidos.
-El
armamento es fácil –repite –Me interesa como conocimiento, como práctica y
acción.
Al
preguntarle por su familia, me dice que se la pasan preocupados por él. Sus
familiares están en Estados Unidos. Se mudaron hace un año y vive solo.
-¿Por qué
te quedaste?
-Yo quiero
estar aquí. Este es mi país.
En este
punto, le aclaro que para poder escribir este texto debo hacerlo creíble. Le
confieso que muchas de las cosas que me dice puede que no sean verosímiles para
los lectores. Silvio asiente, me entiende, pero tampoco trata de convencerme.
-¿Cómo te
ves dentro de diez años?
Silvio se
toma unos segundos para reflexionar.
-Aquí. Como
profesor, tal vez, enseñando lo que aprendí.
-Pero si
eres ingeniero de armamentos, muy probablemente tengas que trabajar para el
gobierno. ¿Cómo harías?
Silvio se
queda pensando.
-Vería si
el gobierno del momento me convence. Si no, trataría de tumbarlo con mis
conocimientos.
Cuando
busqué un nombre para él pensé inmediatamente en Silvio Astier, el joven
protagonista de El juguete rabioso, la primera novela de Roberto Arlt. Ahora
pienso en Augusto Remo Erdosain y su terrible afirmación en Los siete locos:
“Sí, algo aprende uno para tratar de destruir la sociedad”.
3
Pero tampoco hay que alarmarse. Es difícil determinar cuánto
hay de disposición verdadera y cuánto de pose en lo que dice Silvio. Cuánto
responde a un genuino hastío contra el gobierno y cuánto a la simple, pero no
menos peligrosa, efervescencia de la tribu.
Otro de los
muchachos del guarimba afirmaba estar cansando de la inseguridad, incluso
dentro de las universidades. De su propio bolso, le robaron la computadora y la
tesis. De hecho, las protestas estudiantiles originadas hacia el 4 de febrero
en San Cristóbal, estado Táchira, tuvieron que ver con la violación (o el
intento de violación, según otras fuentes) de una estudiante en el recinto
universitario. Ese mismo muchacho también se quejaba de que por la inseguridad
no podía salir en las noches a rumbear.
Según el
Observatorio Venezolano de Violencia, en 2013 un total de 24.763 personas
fueron asesinadas. Baste ese número (también podríamos hablar de las
espeluznantes estadísticas de robos y secuestros) y el de la impunidad (92 % de
casos no resueltos) para entender el estado de sitio que se vive en Venezuela.
En 1998 yo
y mis amigos salíamos de la UCV por plaza Venezuela, parábamos en el Cordon
Blue a tomar las primeras cervezas y luego caminábamos por Sabana Grande hasta
llegar al O’Gran Sol o hasta El Maní es así. Bailábamos toda la noche, para
después salir a las cinco de la mañana a buscar una arepera de la avenida
Solano donde desayunar. Ya en ese entonces la caminata tenía su dosis de riesgo
y aventura. Éramos libres y no lo sabíamos.
Los jóvenes venezolanos de ahora no tienen esa posibilidad.
O se la ganan jugándose un numerito en la ruleta rusa de la violencia urbana.
Además de las otras reivindicaciones, esto también es un fight for your right
to party donde el gobierno hace de terrible padre castigador.
Si uno ve
el aspecto de la plaza Altamira estos días, encuentra desolación, destrucción y
podredumbre. La guerra ignorada que hemos vivido los últimos quince años revela
al fin, en el espacio público, se rostro viejo y descascarado.
Después del
mediodía, la guarimba deviene barricada. Se hace oficial el bloqueo de las vías
con basura, alcantarillas volteadas y alambres. La plaza empieza a llenarse de
gente. Los que de verdad van a enfrentarse a las fuerzas del gobierno refuerzan
las barricadas, derriban los muros de una construcción cercana que pecó en
morosidad, suben y bajan desde la avenida Francisco de Miranda hacia el
distribuidor Altamira, donde se apuesta la Guardia del Pueblo y la Policial
Nacional Bolivariana, para chequear las posiciones del enemigo.
También se
puede ver a hermosas muchachas con sus respectivas gorras tricolor paseando a
sus perros por lo que se ha convertido en el lugar de moda del este de Caracas.
Los no tan jóvenes aparcan sus motos en el comienzo de la avenida Luis Roche.
Si por misteriosos designios el gobierno decide no reprimir con saña ese día,
uno puede merodear por la plaza hasta el final de la tarde y sentir que se está
en un pueblo y no en Caracas, en el pasado y no en el presente.
En un
sentido, la guerrilla que practican estos jóvenes busca reconquistar los
espacios que la delincuencia y la inocultable crisis económica les ha quitado.
Sólo que lo han conseguido con resistencia, violencia y sacrificios: dieciocho
personas asesinadas, más de mil estudiantes que han sido detenidos, decenas de
ellos torturados, algunos incluso violados con el cañón de un fusil. Lo han
conseguido por ahora y no por mucho tiempo.
Cuando le
pregunto a Silvio si está consciente de que esta lucha no puede terminar bien
ni durar para siempre, me dice que sí.
-¿Qué
piensan hacer en el MRA cuando todo esto pase?
-No sé.
Supongo que nos seguiremos viendo como amigos –dice.
Entonces
decido creer en todo lo que me ha contado. Entiendo por qué se unió un día
cualquiera a este grupo de choque, por qué acepta sin dramatismo la posibilidad
de morir o matar.
A mi
generación le tocó ser testigo del cambio de siglo, de la polarización del país
y del surgimiento de una nueva religión política. Vimos familias separadas,
amistades rotas, el chispazo de rencores que prometen la combustión infinita
del petróleo. Nos tocó vivir esto, pero al menos tuvimos la posibilidad de ver
y comprender cómo sucedió.
A la
generación de Silvio, en cambio, les tocó el infierno directo, sin caída, sin
mitad de camino recorrido, sin explicación.
Quizás por eso han resonado en sus oídos los consejos del
zorro, quizás por eso se han dejado tentar por el seseo de una nueva
revolución. Creen que su sibilina mordedura los puede llevar de regreso a un
imposible asteroide y a una imposible rosa, como han creído otros antes que
ellos: los mismos que ahora son sus verdugos, por ejemplo.
4 de marzo de 2014.
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