Nelson
Méndez y Alfredo Vallota
[Tomado
de Bitácora de la Utopía. Anarquismo para el Siglo XXI, Caracas, UCV,
2001, pp. 33-35.]
Una
de las características de los gobiernos latinoamericanos ha sido la represión
violenta de las protestas colectivas; represión que testimonia la incapacidad
de los aparatos de poder de estas latitudes para asumir o solucionar los
conflictos sociales de manera tolerante. En cada caso que el gobierno de turno
quitó el bozal a sus fuerzas represivas, argumentó que lo hacía para defender
el orden y los bienes (no a los ciudadanos) de la amenaza de la subversión y la
“anarquía”, pues es un lugar común para el poder reinante y sus defensores
equiparar anarquía con la violencia y desorden que se atribuye a sus oponentes.
Pero, ¿qué dicen los propios anarquistas cuando se identifica de ese modo a su
ideal?...
Negar
la posibilidad de la violencia como un momento en la lucha revolucionaria está
lejos del anarquismo. En algún lapso el enfrentamiento destructivo que ella
conlleva se hace presente, pues siempre habrá que responder a grupos que apelen
a la fuerza como argumento para defender sus privilegios. Pero si la violencia
puede ser necesaria, en modo alguno es la guía para la transformación que se
pretende, que es un cambio total en la organización social y económica de la
humanidad fundado en un cambio de los valores de cada persona. De ninguna
manera este cambio radical puede ser el resultado de una revolución puntual y
catastrófica, que a lo más podría llegar a dominar el poder político, lo que es
contradictorio con la esencia del movimiento libertario pues su objetivo
precisamente es destruir tal poder. Está totalmente fuera de la tradición
anarquista pensar que una algarada callejera, así logre tomar La Bastilla o el
Palacio de Invierno, consiga transformar la sociedad tal como se desea, ni que
sea el primer paso. En todo caso podría ser el último, porque la pretensión
anarquista no se limita a la mera socialización de la economía ni menos aún a
la adquisición del poder institucionalizado en alguna de sus formas, sino que
busca modificar las relaciones entre los hombres fundándolas en la libertad, la
igualdad y la solidaridad, lo que hace que la revolución se extienda a todos
los aspectos de la vida de todos y de cada uno y encierre tanto un cambio de
las relaciones comunitarias como un cambio personal.
No
es por tanto que el anarquismo niegue la violencia, sino que rechaza esa
violencia que es únicamente manifestación de la pasión destructiva y no está
subordinada a la acción constructiva, y que ni siquiera sirve de detonante de
un vasto movimiento popular revolucionario. No es en la violencia de un grupo
de donde ha de surgir la creación de un mundo nuevo, sino de la participación e
incorporación de todos y cada uno en esa tarea generadora. La violencia como
momento destructivo es un punto de un proceso constructivo mucho más largo y
amplio.
Sin
olvidar que entre fines del S. XIX y comienzos del XX cierto número de
anarquistas – impacientes ante la enorme injusticia y desigualdad que les
rodeaba - se relacionó directa o indirectamente con las acciones violentas de
lo que se llamó entonces “propaganda por el hecho”, eso es insuficiente para
asociar anarquía y violencia de manera tan directa como se pretende en este
continente. En todo caso, recuérdese que tanto en aquel momento histórico como
en todos los otros habidos en dos siglos en los que se vio involucrado, la gran
mayoría del movimiento libertario no ha seguido vías estratégicas o tácticas
que impliquen el uso sistemático del llamado terrorismo revolucionario. Tampoco
se puede olvidar que los anarquistas han padecido, en el mundo entero y bajo
cualquier régimen, más violencia que la que pueden haber ocasionado, pues lo
cierto es que la represión policial de cualquier gobierno democrático-
representativo latinoamericano ha matado más gente que, por ejemplo, los
fallecidos por causa del gran movimiento filo-anarquista del mayo francés de
1968. Los anarquistas inmolados se cuentan por miles, muy pocos por la violencia
ciega que ellos hubiesen propiciado, en cambio casi todos por defender - frente
a los explotadores y opresores - ideas que son capaces de elevar a la humanidad
a un nuevo estadio de dignidad. Ha habido menos violencia en los anarquistas
que en las guerras santas de las religiones, en los conflictos por conquistar
mercados o en los movimientos por apoderarse del poder político; en cambio han
aportado como nadie su permanente activismo a las manifestaciones pacifistas,
en defensa de las minorías y en pro de los derechos de todos y cada uno.
Si
esto que decimos es así, entonces ¿de dónde surge la asociación
anarquía-violencia? Un recorrido por la historia ayuda a explicar esto. La
violencia anarquista nunca fue del estilo de los guerrilleros fundamentalistas
(religiosos, étnicos o políticos) actuales, que igual atacan una patrulla del
ejército, masacran a un poblado desguarnecido, o colocan bombas en escuelas y
zonas comerciales muy transitadas. La violencia anarquista se ha caracterizado
por ser puntual, específica, por atentar contra un Rey, un obispo, un
Presidente, un torturador, por robar bancos, atacar a instituciones o empresas
símbolos de la opresión. Los anarquistas siempre golpearon en las estructuras
de poder, donde los privilegiados se sienten seguros y atacándolos
directamente. De allí que los afectados se ocupasen especialmente de
sobre-dimensionar esa violencia, porque les llega de cerca, haciendo que los
medios de difusión señalen el horror de la desgracia de uno de ellos como más
notable que lo padecido a diario por los miles que sufren sus desmanes.
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