Víctor Muñoz Cortés
* En memoria de Sebastián Oversluij
Nuevamente los anarquistas saltan a la tribuna siempre efímera de la opinión pública. El asesinato de uno de ellos en medio de un asalto frustrado al Banco Estado el 11 de diciembre, la expulsión de Alfredo María Bonanno, activista y teórico del insurreccionalismo el día 15 del mismo mes, así como la detención en Barcelona de dos jóvenes que habían resultado sobreseídos en el bullado Caso Bombas (2011-2012), y la victoria electoral de una candidata vinculada a estas ideas en la FECH, han concitado una serie de reportajes en la gran prensa, crónicas que en todo caso distan mucho de estudios serios y de rigurosidad periodística. La vieja caricatura que les homologa con el terror y la rebeldía infantil se repite una y otra vez, reproduciéndose los prejuicios que existen sobre ellos y ellas, impidiendo por tanto, conocerles. Pero ¿quiénes son estos anarquistas? ¿De dónde salieron? ¿Cuánto hay de verídico de todo lo que les imputan? Algunas de estas y otras problemáticas serán abordadas a continuación, combinando un análisis histórico con una reflexión actual sobre el rol del tratamiento mediático en la persecución política a lo que pareciera ser un resurgir del movimiento libertario en Chile.
Antes de comenzar, en todo caso, precisamos hacer una advertencia metodológica. El anarquismo -hoy como ayer- es un conjunto de iniciativas levantadas con el objetivo de construir relaciones sociales ajenas a toda clase de autoridad coercitiva, sea ésta política, económica o cultural. Sin embargo “los caminos” para lograr tales planteamientos suelen ser variados, e incluso contradictorios. Por lo mismo, no debe resultar extraña la dispersión de su universo orgánico y la disparidad e incompatibilidad de estrategias de sus distintos polos. Innumerables temas han separado aguas entre los libertarios, generando agrias polémicas internas. El uso de la violencia –atentados explosivos y homicidio político-, la necesidad de “insertarse” en los movimientos sociales existentes y la participación en elecciones y espacios institucionales, son solo algunos de aquellos puntos de tensión. Desde luego, muchos ácratas no reconocen como tales a otros que, utilizando diversas estrategias, reivindican aspectos del mismo universo ideológico. La constatación de esta diversidad y conflicto interno, tanto en el anarquismo del presente, como en su pasado, son vitales para comprenderles.
120 años de historias
Aún cuando actualmente pereciera ser un fenómeno juvenil y hasta un tanto exótico en relación con la tradición de la izquierda chilena, hegemonizada durante décadas por el marxismo, el anarquismo –y su diversidad- tiene una extensa y rica historia en los movimientos sociales criollos. Historia que se remonta hasta las últimas décadas del siglo XIX cuando algunos de los tantos inmigrantes del viejo mundo que se avecinaron en el país en busca de una nueva vida compartieron a obreros y artesanos locales estas ideas. En Valparaíso y Santiago surgieron los primeros grupos registrados fehacientemente, siendo El Oprimido de 1893, el decano del medio centenar de publicaciones anarquistas que hubo en el país.
No obstante, fue a partir del cambio de siglo (1898-1907) cuando estas ideas comenzaron a introducirse efectivamente entre los chilenos y chilenas. Junto con animar y acompañar incontables huelgas desatadas en medio de la llamada Cuestión Social, los diversos nodos ácratas aportaron una serie de innovaciones al movimiento social. En el terreno sindical introdujeron las sociedades de resistencia (antecedentes del sindicato moderno) y la idea de que los trabajadores debían luchar mediante la acción directa, es decir, por medio de huelgas y boicots, al margen del Estado y los partidos políticos., aun de los que se decían “obreros”. En el terreno político difundieron con éxito una serie de “nuevas causas” tales como la solidaridad internacional de los trabajadores, la emancipación de la mujer, el naturismo, el amor libre, el antimilitarismo, el esperanto, la educación sexual, el anticlericalismo. Por último, en un país en donde el analfabetismo alcanzaba a la mayoría de la población, y los saberes ilustrados occidentales eran privativos de las élites, los ricos circuitos culturales anarquistas –ateneos, grupos de teatro, periódicos, bibliotecas, conferencias- suplieron con inusitada voluntad la ausencia del Estado.
Desde luego no estaban solos. Otras corrientes reformistas y revolucionarias como el Partido Democrático (1887), o el Partido Obrero Socialista (1912) transformado en Partido Comunista en 1922 también alentaban los conflictos sociales de entonces y fomentaban el desarrollo cultural de los trabajadores.
Entre 1917 y 1925 los anarquistas y sobre todo a través de los sindicatos que hegemonizaban (zapateros, tipógrafos, panaderos, estibadores, y obreros de la construcción), impactaron e influyeron con más fuerza en la cronología del Estado de Chile. Una breve revisión de la prensa de masas de entonces –El Diario Ilustrado, El Mercurio, Zig-Zag, etcétera- nos da una clara imagen del temor que estas ideas generaban. Tanto es así que en 1920 agentes de la policía de Valparaíso elaboraron un montaje dinamitero para detener al sindicato libertario IWW. En el bullado “Proceso de los subversivos”, versión retro del “Caso Bombas”, se vieron perseguidos cientos de sindicalistas chilenos.
Las dramáticas expresiones de la pobreza urbana, la Revolución Rusa, la crisis del salitre, la cesantía, el aumento de los bienes de primera necesidad, la consolidación del sindicalismo revolucionario, las incontables huelgas y otros factores locales y extranjeros incidieron en la paulatina transformación del Estado y su relación con los movimientos sociales. Desde algunas iniciativas legales aisladas, se derivó, no sin contratiempos, a la promulgación de un Código del Trabajo (1924-1925). Cuerpo jurídico que si bien tardó algunos años en hacerse extensivamente aplicable, y otros tantos en perfeccionarse, modificó para siempre el escenario sindical chileno. El viejo discurso antiestatal de los libertarios, que tuvo bastante eco en los años del Estado ausente, perdió atractivo en este nuevo cuadro. Muchos obreros prefirieron luchar al alero de las instituciones gubernamentales, en lugar de preservar la independencia que exigían los gremios ácratas. La transformación de la política estatal en materia laboral explica en gran parte la crisis del anarquismo. Otra razón notable fue el auge de los partidos de izquierda, sobre todo el Comunista y el nuevo Partido Socialista (1933).
Contrario a lo que se tiende a pensar. El anarquismo no desapareció con la Dictadura de Carlos Ibañez (1927-1931). De hecho, según nuestros estudios, ocurrió un fenómeno bastante peculiar que hemos denominado “de crisis hacia afuera y auge hacia adentro”. Lo que se traduce en la constatación de que el anarquismo y el anarcosindicalismo de los años treinta es el mucho más rico, numeroso y efectivo, aunque menos influyente para la sociedad chilena, que el existente en la década anterior. El auge del teatro obrero, la generación de una decena de sindicatos campesinos y de innumerables grupos de propaganda en todo el país, y la propia consolidación del anarcosindicalismo, testimonian este hecho.
Pero la historia caminaba en otra dirección. Todas las razones antes expuestas, unidas ahora a la descoordinación y las divisiones internas de los ácratas (motejándose de “puristas” o “pancistas” según la trinchera), la escases de recambio generacional, así como la perdida de hegemonía en sus oficios históricos, aceleraron la marginación del anarquismo de los movimientos sociales chilenos. Sobre todo entre los años cuarenta y setenta. Los últimos bastiones anarcosindicalistas fueron la Federación Obrera Nacional del Cuero y del Calzado, la Unión en Resistencia de Estucadores, y sobre todo, la Federación de Obreros de Imprenta de Chile. Atrás quedaban los varios aportes que los libertarios habían transmitido a los trabajadores del país. Las conmemoraciones del Primero de Mayo, las sociedades de resistencia, los contratos colectivos de zapateros y obreros gráficos, la jornada de 8 y 6 horas, la redondilla de los estibadores, un policlínico obrero autogestionado por treinta años y el más longevo de los grupos de teatro obrero del país (el Cuadro Dramático Luz y Armonía), la influencia en escritores y artistas (Manuel Rojas, José Santos González Vera, Óscar Castro y otros), y otras manifestaciones de la diversidad ácrata, parecían fantasmas de un pasado distante. El anarquismo que llegó a los años de la Unidad Popular era extremadamente marginal. Su lucha por extender la revolución de forma autónoma y autogestionada más allá del Estado, planteándose en contra de la derecha y de los partidos de izquierda al mismo tiempo, no halló eco.
Paradójicamente el contexto de aguda represión de la Dictadura Militar (1973-1989) fue testigo de un primer resurgir del movimiento libertario en el país, en tanto los intentos de rearticulación en el interior, sumados a la solidaridad internacional que los ácratas chilenos exiliados en Europa ayudaban a coordinar, acabaron con la crisis de iniciativas que arrastraba el movimiento anarquista desde los años treinta. Más de siete presos políticos de la VOP por ejemplo, aislados por toda la izquierda partidista, fueron librados del país gracias al esfuerzo de los defensores de derechos humanos chilenos, con Clotario Blest entre ellos, y los sindicatos libertarios de Noruega. Desde entonces, y gracias a una nueva ola de interés juvenil por este “extinto ideario”, interés favorecido también por la desligitimización de los llamados socialismos reales y de los grupos marxistas leninistas autoritarios a nivel mundial, el anarquismo se ha ido propagando por medio de múltiples y efímeros grupos.
Anarquistas de hoy
A partir del retorno a la democracia el resurgir de sus diversas tendencias se estaba desarrollando sin mayor ruido mediático en poblaciones, universidades, circuitos contraculturales y en casas okupadas. Innumerables talleres, foros, libros y publicaciones y grupos de música punk, emprendían luchas contra el militarismo, la vía electoral, el progreso depredador, el sistema carcelario, el patriarcado. Temas de discusión interna eran la unidad, el salir de sus guetos, la participación en los llamados “movimientos sociales”, y el uso de la violencia contra las instituciones consideradas autoritarias. Desde luego, no existía acuerdo. De hecho, este último punto, hoy, al igual que en toda su peculiar historia ha sido el que finalmente les sacó del anonimato.
Se podría indicar que más o menos desde el 2006 el anarquismo ha vuelto a llamar la atención de los grandes medios de comunicación y de la opinión pública. El coctel molotov arrojado a La Moneda en septiembre de ese año actuó como una señal premonitoria. Ya empezaba a relacionarse directamente los desordenes callejeros con los llamados violentistas, capuchas y lumpen, englobados todos finalmente con el genérico mote de anarquistas. Paralelo a ello más de 150 atentados explosivos contra cajeros y edificios representativos del poder se han ejecutado en el país. Ciertamente existen algunos sectores afines a esos métodos que se reclaman antiautoritarios e insurreccionalistas. Pero haciendo caso omiso de la evidente probabilidad de diferencias en el interior de un ideario tan heterodoxo como el ácrata, la prensa toda, y con ella gran parte de la población, han vinculado irrestrictamente todo hecho “violentista” con el anarquismo. Esta situación, así como la enfermiza tendencia de los medios para centrarse sensacionalistamente en ello constituye una forma implícita de represión contra quienes sustentan esas ideas. El Caso Bombas, proceso judicial que llevó a la cárcel a 14 personas bajo la acusación de pertenecer a una agrupación ilícita de carácter terrorista, vino a ser la expresión judicial de una cruzada política que hace tiempo venía operando en los términos de persecución mediática. “La prensa apunta, la policía dispara” tituló aquellos días El Surco, un periódico mensual anarquista que se distribuía en quioscos.
La ocurrencia de nuevos atentados, así como la detención de varias personas vinculadas al anarquismo en estos últimos años, y los propios hechos mencionados al inicio de este texto, han tenido bajo alerta permanente a la Agencia Nacional de Inteligencia y a la prensa de masas.
Pero existen varias tendencias. Y otros espacios de manifestación. En mayo y abril de 2012 y 2013, respectivamente, se han realizado dos versiones de la Feria del Libro y la Propaganda Anarquista a la que han acudido miles de personas de todo el país. La proliferación de publicaciones, editoriales independientes, la generación de encuentros y talleres, la exploración de áreas relacionadas con la salud, la ruralidad, la sexualidad, ejemplifican un tanto esa notoria variedad.
Otra vertiente antiautoritaria, sin reivindicarse explícitamente como anarquista, y utilizando el más ambiguo pero también más convocante término “libertario” cumple ya una década de trabajo en sindicatos, federaciones estudiantiles y otros espacios sociales controlados anteriormente por las diversas expresiones marxistas. Una de sus organizaciones, el Frente de Estudiantes Libertarios, ha ganado la presidencia de la FECH en las últimas elecciones, coronando simbólicamente el importante auge de ese sector a nivel nacional. Ahora bien, la explicita colaboración de varias personas vinculadas este último sector a la candidatura presidencial de Marcel Claude, agudizó las diferencias que desde hace años se arrastraban con los grupos anarquistas, contrarios al electoralismo en las instituciones estatales y estudiantiles. Por su parte, en algunas de las publicaciones de los libertarios se hacen críticas a los otros en el sentido de considerarles inmaduros, autorreferentes, puristas y hasta liberales. La tensión no cesa.
Proyecciones
Muchos jóvenes tuvieron contacto con estas ideas al calor de las movilizaciones estudiantiles de estos últimos años. Quién sabe si la propia mediatización –aún distorsionada- de este ideario sirvió para difundirle. Ello, así como la propia consolidación de universo orgánico ácrata (grupos, periódicos, videorevistas, bibliotecas) han permitido la aparición de nuevas generaciones ácratas. Todo atravesado con problemas típicos a todas los espacios y colectivos políticos (caudillos, luchas de egos, intolerancias).
Paradójicamente gracias a la repercusión de algunos mediáticos conflictos judiciales, el anarquismo ya no es una criatura totalmente extraña para ciertos sectores de la opinión pública. Aunque persisten, por cierto, innumerables caricaturas y prejuicios.
Hoy las expresiones del anarquismo son bien diversas y hasta excluyentes unas de otras, y ciertamente son casi todas bien distintas a las que un día orientaron sus antecesores –reconocidos o no-. No obstante perviven algunas ideas fuerza que caracterizan a este ideario y que en definitiva son las que de una u otra forma han ido aportando a los movimientos sociales chilenos. Porque aunque no sean conceptos exclusivos a ellos, pocos les han ido en zaga en la difusión y radicalización de las ideas de acción directa, autogestión, en el abstencionismo politizado, la revitalización de las luchas anticarcelarias y en otras reivindicaciones diversas.
La historia y ellos mismos responderán finalmente si este peculiar contexto se relaciona más bien a una moda pasajera o a su nueva primavera.
Algunas referencias:
Felipe Ramírez, Arriba los que luchan: Un relato del comunismo libertario en Chile 1997-2011, Memoria para optar al título de periodista, Universidad de Chile, Santiago, 2013.
Pamela Quiroga, La diversidad anarquista. Santiago 1990-2005, Informe de Seminario de Grado para optar al grado de licenciado en Historia, Universidad de Chile, Santiago, 2005.
Sergio Grez, Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile. 1893-1915, LOM, Santiago, 2007.
Víctor Muñoz Cortés, Sin Dios ni patrones. Historia, diversidad y conflictos del anarquismo en la región chilena (1890-1990), Mar y Tierra Ediciones, Valparaíso, 2013.
[Tomado de http://metiendoruido.com/2014/01/anarquismo-en-chile-una-promesa/]
* En memoria de Sebastián Oversluij
Nuevamente los anarquistas saltan a la tribuna siempre efímera de la opinión pública. El asesinato de uno de ellos en medio de un asalto frustrado al Banco Estado el 11 de diciembre, la expulsión de Alfredo María Bonanno, activista y teórico del insurreccionalismo el día 15 del mismo mes, así como la detención en Barcelona de dos jóvenes que habían resultado sobreseídos en el bullado Caso Bombas (2011-2012), y la victoria electoral de una candidata vinculada a estas ideas en la FECH, han concitado una serie de reportajes en la gran prensa, crónicas que en todo caso distan mucho de estudios serios y de rigurosidad periodística. La vieja caricatura que les homologa con el terror y la rebeldía infantil se repite una y otra vez, reproduciéndose los prejuicios que existen sobre ellos y ellas, impidiendo por tanto, conocerles. Pero ¿quiénes son estos anarquistas? ¿De dónde salieron? ¿Cuánto hay de verídico de todo lo que les imputan? Algunas de estas y otras problemáticas serán abordadas a continuación, combinando un análisis histórico con una reflexión actual sobre el rol del tratamiento mediático en la persecución política a lo que pareciera ser un resurgir del movimiento libertario en Chile.
Antes de comenzar, en todo caso, precisamos hacer una advertencia metodológica. El anarquismo -hoy como ayer- es un conjunto de iniciativas levantadas con el objetivo de construir relaciones sociales ajenas a toda clase de autoridad coercitiva, sea ésta política, económica o cultural. Sin embargo “los caminos” para lograr tales planteamientos suelen ser variados, e incluso contradictorios. Por lo mismo, no debe resultar extraña la dispersión de su universo orgánico y la disparidad e incompatibilidad de estrategias de sus distintos polos. Innumerables temas han separado aguas entre los libertarios, generando agrias polémicas internas. El uso de la violencia –atentados explosivos y homicidio político-, la necesidad de “insertarse” en los movimientos sociales existentes y la participación en elecciones y espacios institucionales, son solo algunos de aquellos puntos de tensión. Desde luego, muchos ácratas no reconocen como tales a otros que, utilizando diversas estrategias, reivindican aspectos del mismo universo ideológico. La constatación de esta diversidad y conflicto interno, tanto en el anarquismo del presente, como en su pasado, son vitales para comprenderles.
120 años de historias
Aún cuando actualmente pereciera ser un fenómeno juvenil y hasta un tanto exótico en relación con la tradición de la izquierda chilena, hegemonizada durante décadas por el marxismo, el anarquismo –y su diversidad- tiene una extensa y rica historia en los movimientos sociales criollos. Historia que se remonta hasta las últimas décadas del siglo XIX cuando algunos de los tantos inmigrantes del viejo mundo que se avecinaron en el país en busca de una nueva vida compartieron a obreros y artesanos locales estas ideas. En Valparaíso y Santiago surgieron los primeros grupos registrados fehacientemente, siendo El Oprimido de 1893, el decano del medio centenar de publicaciones anarquistas que hubo en el país.
No obstante, fue a partir del cambio de siglo (1898-1907) cuando estas ideas comenzaron a introducirse efectivamente entre los chilenos y chilenas. Junto con animar y acompañar incontables huelgas desatadas en medio de la llamada Cuestión Social, los diversos nodos ácratas aportaron una serie de innovaciones al movimiento social. En el terreno sindical introdujeron las sociedades de resistencia (antecedentes del sindicato moderno) y la idea de que los trabajadores debían luchar mediante la acción directa, es decir, por medio de huelgas y boicots, al margen del Estado y los partidos políticos., aun de los que se decían “obreros”. En el terreno político difundieron con éxito una serie de “nuevas causas” tales como la solidaridad internacional de los trabajadores, la emancipación de la mujer, el naturismo, el amor libre, el antimilitarismo, el esperanto, la educación sexual, el anticlericalismo. Por último, en un país en donde el analfabetismo alcanzaba a la mayoría de la población, y los saberes ilustrados occidentales eran privativos de las élites, los ricos circuitos culturales anarquistas –ateneos, grupos de teatro, periódicos, bibliotecas, conferencias- suplieron con inusitada voluntad la ausencia del Estado.
Desde luego no estaban solos. Otras corrientes reformistas y revolucionarias como el Partido Democrático (1887), o el Partido Obrero Socialista (1912) transformado en Partido Comunista en 1922 también alentaban los conflictos sociales de entonces y fomentaban el desarrollo cultural de los trabajadores.
Entre 1917 y 1925 los anarquistas y sobre todo a través de los sindicatos que hegemonizaban (zapateros, tipógrafos, panaderos, estibadores, y obreros de la construcción), impactaron e influyeron con más fuerza en la cronología del Estado de Chile. Una breve revisión de la prensa de masas de entonces –El Diario Ilustrado, El Mercurio, Zig-Zag, etcétera- nos da una clara imagen del temor que estas ideas generaban. Tanto es así que en 1920 agentes de la policía de Valparaíso elaboraron un montaje dinamitero para detener al sindicato libertario IWW. En el bullado “Proceso de los subversivos”, versión retro del “Caso Bombas”, se vieron perseguidos cientos de sindicalistas chilenos.
Las dramáticas expresiones de la pobreza urbana, la Revolución Rusa, la crisis del salitre, la cesantía, el aumento de los bienes de primera necesidad, la consolidación del sindicalismo revolucionario, las incontables huelgas y otros factores locales y extranjeros incidieron en la paulatina transformación del Estado y su relación con los movimientos sociales. Desde algunas iniciativas legales aisladas, se derivó, no sin contratiempos, a la promulgación de un Código del Trabajo (1924-1925). Cuerpo jurídico que si bien tardó algunos años en hacerse extensivamente aplicable, y otros tantos en perfeccionarse, modificó para siempre el escenario sindical chileno. El viejo discurso antiestatal de los libertarios, que tuvo bastante eco en los años del Estado ausente, perdió atractivo en este nuevo cuadro. Muchos obreros prefirieron luchar al alero de las instituciones gubernamentales, en lugar de preservar la independencia que exigían los gremios ácratas. La transformación de la política estatal en materia laboral explica en gran parte la crisis del anarquismo. Otra razón notable fue el auge de los partidos de izquierda, sobre todo el Comunista y el nuevo Partido Socialista (1933).
Contrario a lo que se tiende a pensar. El anarquismo no desapareció con la Dictadura de Carlos Ibañez (1927-1931). De hecho, según nuestros estudios, ocurrió un fenómeno bastante peculiar que hemos denominado “de crisis hacia afuera y auge hacia adentro”. Lo que se traduce en la constatación de que el anarquismo y el anarcosindicalismo de los años treinta es el mucho más rico, numeroso y efectivo, aunque menos influyente para la sociedad chilena, que el existente en la década anterior. El auge del teatro obrero, la generación de una decena de sindicatos campesinos y de innumerables grupos de propaganda en todo el país, y la propia consolidación del anarcosindicalismo, testimonian este hecho.
Pero la historia caminaba en otra dirección. Todas las razones antes expuestas, unidas ahora a la descoordinación y las divisiones internas de los ácratas (motejándose de “puristas” o “pancistas” según la trinchera), la escases de recambio generacional, así como la perdida de hegemonía en sus oficios históricos, aceleraron la marginación del anarquismo de los movimientos sociales chilenos. Sobre todo entre los años cuarenta y setenta. Los últimos bastiones anarcosindicalistas fueron la Federación Obrera Nacional del Cuero y del Calzado, la Unión en Resistencia de Estucadores, y sobre todo, la Federación de Obreros de Imprenta de Chile. Atrás quedaban los varios aportes que los libertarios habían transmitido a los trabajadores del país. Las conmemoraciones del Primero de Mayo, las sociedades de resistencia, los contratos colectivos de zapateros y obreros gráficos, la jornada de 8 y 6 horas, la redondilla de los estibadores, un policlínico obrero autogestionado por treinta años y el más longevo de los grupos de teatro obrero del país (el Cuadro Dramático Luz y Armonía), la influencia en escritores y artistas (Manuel Rojas, José Santos González Vera, Óscar Castro y otros), y otras manifestaciones de la diversidad ácrata, parecían fantasmas de un pasado distante. El anarquismo que llegó a los años de la Unidad Popular era extremadamente marginal. Su lucha por extender la revolución de forma autónoma y autogestionada más allá del Estado, planteándose en contra de la derecha y de los partidos de izquierda al mismo tiempo, no halló eco.
Paradójicamente el contexto de aguda represión de la Dictadura Militar (1973-1989) fue testigo de un primer resurgir del movimiento libertario en el país, en tanto los intentos de rearticulación en el interior, sumados a la solidaridad internacional que los ácratas chilenos exiliados en Europa ayudaban a coordinar, acabaron con la crisis de iniciativas que arrastraba el movimiento anarquista desde los años treinta. Más de siete presos políticos de la VOP por ejemplo, aislados por toda la izquierda partidista, fueron librados del país gracias al esfuerzo de los defensores de derechos humanos chilenos, con Clotario Blest entre ellos, y los sindicatos libertarios de Noruega. Desde entonces, y gracias a una nueva ola de interés juvenil por este “extinto ideario”, interés favorecido también por la desligitimización de los llamados socialismos reales y de los grupos marxistas leninistas autoritarios a nivel mundial, el anarquismo se ha ido propagando por medio de múltiples y efímeros grupos.
Anarquistas de hoy
A partir del retorno a la democracia el resurgir de sus diversas tendencias se estaba desarrollando sin mayor ruido mediático en poblaciones, universidades, circuitos contraculturales y en casas okupadas. Innumerables talleres, foros, libros y publicaciones y grupos de música punk, emprendían luchas contra el militarismo, la vía electoral, el progreso depredador, el sistema carcelario, el patriarcado. Temas de discusión interna eran la unidad, el salir de sus guetos, la participación en los llamados “movimientos sociales”, y el uso de la violencia contra las instituciones consideradas autoritarias. Desde luego, no existía acuerdo. De hecho, este último punto, hoy, al igual que en toda su peculiar historia ha sido el que finalmente les sacó del anonimato.
Se podría indicar que más o menos desde el 2006 el anarquismo ha vuelto a llamar la atención de los grandes medios de comunicación y de la opinión pública. El coctel molotov arrojado a La Moneda en septiembre de ese año actuó como una señal premonitoria. Ya empezaba a relacionarse directamente los desordenes callejeros con los llamados violentistas, capuchas y lumpen, englobados todos finalmente con el genérico mote de anarquistas. Paralelo a ello más de 150 atentados explosivos contra cajeros y edificios representativos del poder se han ejecutado en el país. Ciertamente existen algunos sectores afines a esos métodos que se reclaman antiautoritarios e insurreccionalistas. Pero haciendo caso omiso de la evidente probabilidad de diferencias en el interior de un ideario tan heterodoxo como el ácrata, la prensa toda, y con ella gran parte de la población, han vinculado irrestrictamente todo hecho “violentista” con el anarquismo. Esta situación, así como la enfermiza tendencia de los medios para centrarse sensacionalistamente en ello constituye una forma implícita de represión contra quienes sustentan esas ideas. El Caso Bombas, proceso judicial que llevó a la cárcel a 14 personas bajo la acusación de pertenecer a una agrupación ilícita de carácter terrorista, vino a ser la expresión judicial de una cruzada política que hace tiempo venía operando en los términos de persecución mediática. “La prensa apunta, la policía dispara” tituló aquellos días El Surco, un periódico mensual anarquista que se distribuía en quioscos.
La ocurrencia de nuevos atentados, así como la detención de varias personas vinculadas al anarquismo en estos últimos años, y los propios hechos mencionados al inicio de este texto, han tenido bajo alerta permanente a la Agencia Nacional de Inteligencia y a la prensa de masas.
Pero existen varias tendencias. Y otros espacios de manifestación. En mayo y abril de 2012 y 2013, respectivamente, se han realizado dos versiones de la Feria del Libro y la Propaganda Anarquista a la que han acudido miles de personas de todo el país. La proliferación de publicaciones, editoriales independientes, la generación de encuentros y talleres, la exploración de áreas relacionadas con la salud, la ruralidad, la sexualidad, ejemplifican un tanto esa notoria variedad.
Otra vertiente antiautoritaria, sin reivindicarse explícitamente como anarquista, y utilizando el más ambiguo pero también más convocante término “libertario” cumple ya una década de trabajo en sindicatos, federaciones estudiantiles y otros espacios sociales controlados anteriormente por las diversas expresiones marxistas. Una de sus organizaciones, el Frente de Estudiantes Libertarios, ha ganado la presidencia de la FECH en las últimas elecciones, coronando simbólicamente el importante auge de ese sector a nivel nacional. Ahora bien, la explicita colaboración de varias personas vinculadas este último sector a la candidatura presidencial de Marcel Claude, agudizó las diferencias que desde hace años se arrastraban con los grupos anarquistas, contrarios al electoralismo en las instituciones estatales y estudiantiles. Por su parte, en algunas de las publicaciones de los libertarios se hacen críticas a los otros en el sentido de considerarles inmaduros, autorreferentes, puristas y hasta liberales. La tensión no cesa.
Proyecciones
Muchos jóvenes tuvieron contacto con estas ideas al calor de las movilizaciones estudiantiles de estos últimos años. Quién sabe si la propia mediatización –aún distorsionada- de este ideario sirvió para difundirle. Ello, así como la propia consolidación de universo orgánico ácrata (grupos, periódicos, videorevistas, bibliotecas) han permitido la aparición de nuevas generaciones ácratas. Todo atravesado con problemas típicos a todas los espacios y colectivos políticos (caudillos, luchas de egos, intolerancias).
Paradójicamente gracias a la repercusión de algunos mediáticos conflictos judiciales, el anarquismo ya no es una criatura totalmente extraña para ciertos sectores de la opinión pública. Aunque persisten, por cierto, innumerables caricaturas y prejuicios.
Hoy las expresiones del anarquismo son bien diversas y hasta excluyentes unas de otras, y ciertamente son casi todas bien distintas a las que un día orientaron sus antecesores –reconocidos o no-. No obstante perviven algunas ideas fuerza que caracterizan a este ideario y que en definitiva son las que de una u otra forma han ido aportando a los movimientos sociales chilenos. Porque aunque no sean conceptos exclusivos a ellos, pocos les han ido en zaga en la difusión y radicalización de las ideas de acción directa, autogestión, en el abstencionismo politizado, la revitalización de las luchas anticarcelarias y en otras reivindicaciones diversas.
La historia y ellos mismos responderán finalmente si este peculiar contexto se relaciona más bien a una moda pasajera o a su nueva primavera.
Algunas referencias:
Felipe Ramírez, Arriba los que luchan: Un relato del comunismo libertario en Chile 1997-2011, Memoria para optar al título de periodista, Universidad de Chile, Santiago, 2013.
Pamela Quiroga, La diversidad anarquista. Santiago 1990-2005, Informe de Seminario de Grado para optar al grado de licenciado en Historia, Universidad de Chile, Santiago, 2005.
Sergio Grez, Los anarquistas y el movimiento obrero. La alborada de “la Idea” en Chile. 1893-1915, LOM, Santiago, 2007.
Víctor Muñoz Cortés, Sin Dios ni patrones. Historia, diversidad y conflictos del anarquismo en la región chilena (1890-1990), Mar y Tierra Ediciones, Valparaíso, 2013.
[Tomado de http://metiendoruido.com/2014/01/anarquismo-en-chile-una-promesa/]
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