Alan Furth
La última vez que estuve en mi Caracas natal, hace unos años, me impresionó lo común que se había convertido la cirugía cosmética entre las mujeres. Desde entonces he estado pensando sobre lo que podría haber originado esa tendencia, y cuando leí el artículo que William Neuman escribió al respecto para el New York Times, me sorprendió lo mucho en que mis ideas coinciden con las suyas.
Digo que me sorprendió coincidir con Neuman porque a diferencia de muchos análisis de este tipo, en los que se asume una falsa dicotomía entre los fenómenos económicos y sociales, el artículo de Neuman propone que la causa fundamental del problema tiene mucho que ver con la estructura de la economía venezolana:
«…el mismo recurso del que depende el gobierno –las reservas estimadas de petróleo más grandes del mundo– ha alimentado durante mucho tiempo una cultura de consumismo y dinero fácil en el país, además de una propensión a la gratificación inmediata y a recurrir a soluciones superficiales a los problemas.»
Sin embargo, el artículo no aplica la navaja de Occam con la rigurosidad necesaria para aclarar lo crucial que es entender el rol del petróleo como causa última de la fijación que las mujeres venezolanas tienen con la cirugía plástica. Por ejemplo, Neuman cita a Lauren Gulbas, una antropóloga e investigadora feminista de Darmouth College que ha estudiado las actitudes hacia la cirugía plástica en Venezuela diciendo que,
«En Venezuela hay una fuerte noción de la ‘buena presencia’… que comunica que uno posee ciertos atributos que señalan que uno es un trabajador serio y responsable, una persona honesta… se asocia una virtud a un aspecto físico particular.»
A pesar de que se señala al petróleo como la posible causa principal del fenómeno, la cultura de dinero fácil, el consumismo y la tendencia a la gratificación inmediata que se dice son creadas por el petróleo, no son suficientes para explicar la fijación de las mujeres con la cirugía plástica en lugar de con cualquier otro bien de status. Y francamente no puedo entender cómo Gulbas concluye que las mujeres escogen agrandar sus pechos, inflar sus nalgas o hacerse más gruesos los labios para dar a entender que son trabajadoras honestas y responsables. Es evidente que la razón primordial por la que deciden modificar su cuerpo de esta manera es para hacerse más atractivas sexualmente.
La más clara consecuencia del enorme poder que el Estado ha acumulado históricamente a través del monopolio petrolero en Venezuela es una gran capacidad para controlar y distorsionar todos los aspectos de la economía del país, lo que se ha traducido, con el paso de los años, en el creciente bloqueo del acceso de la gente a medios genuinamente económicos para obtener riqueza.
Obviamente, el principal medio no económico para acceder a la riqueza en esas circunstancias es la política. Pero debido a que los medios políticos para acceder a la riqueza son necesariamente mucho más escasos en comparación con las oportunidades económicas que prevalecerían en otras circunstancias, la gente también invertirá mucho tiempo y energía en afiliarse de la manera más cercana posible a aquellos que tienen acceso más directo al poder político. Y el matrimonio (o el concubinato) es una manera muy efectiva de crear ese tipo de afiliaciones.
Bajo estas circunstancias no debería sorprender que la gente caiga en una especie de guerra armamentista, una competencia encarnizada de suma cero por hacerse más atractivo al sexo opuesto. Porque en caso de que no tengan éxito en el riesgoso juego de la obtención de riqueza a través de las conexiones políticas, la alternativa más efectiva es volverse pareja de alguien que sí haya sido exitoso en ese juego.
(Cabe notar que el hecho de que en Venezuela prevalezca un estándar tan estereotipado de belleza física contradice frontalmente la noción progresista habitual según la cual esos estereotipos son creados por los mercados capitalistas convencionales).
Y no habría razón para esperar que las mujeres sean más propensas a caer en esa perversa dinámica social si no fuera por la influencia del patriarcado, que sesga las oportunidades económicas a favor de los hombres y en detrimento de las mujeres incluso en ausencia de los rocambolescos obstáculos creados por el tipo de políticas económicas vigentes actualmente en Venezuela.
Hay una noción prejuiciada dentro y fuera de la academia que puede llevar a algunos a argumentar que todo el asunto se reduce al machismo, término frecuentemente usado para denotar que supuestamente la forma de patriarcado que prevalece en los países de América Latina es más fuerte que en la mayoría del resto de las sociedades occidentales. Pero más que una herencia social perversa, el patriarcado es ubicuo. Y si puede decirse que muchos factores sociales contribuyen a fortalecer sus patológicas consecuencias, las economías altamente estatizadas le inyectan esteroides. En Venezuela, o en cualquier otro lugar del mundo.
La última vez que estuve en mi Caracas natal, hace unos años, me impresionó lo común que se había convertido la cirugía cosmética entre las mujeres. Desde entonces he estado pensando sobre lo que podría haber originado esa tendencia, y cuando leí el artículo que William Neuman escribió al respecto para el New York Times, me sorprendió lo mucho en que mis ideas coinciden con las suyas.
Digo que me sorprendió coincidir con Neuman porque a diferencia de muchos análisis de este tipo, en los que se asume una falsa dicotomía entre los fenómenos económicos y sociales, el artículo de Neuman propone que la causa fundamental del problema tiene mucho que ver con la estructura de la economía venezolana:
«…el mismo recurso del que depende el gobierno –las reservas estimadas de petróleo más grandes del mundo– ha alimentado durante mucho tiempo una cultura de consumismo y dinero fácil en el país, además de una propensión a la gratificación inmediata y a recurrir a soluciones superficiales a los problemas.»
Sin embargo, el artículo no aplica la navaja de Occam con la rigurosidad necesaria para aclarar lo crucial que es entender el rol del petróleo como causa última de la fijación que las mujeres venezolanas tienen con la cirugía plástica. Por ejemplo, Neuman cita a Lauren Gulbas, una antropóloga e investigadora feminista de Darmouth College que ha estudiado las actitudes hacia la cirugía plástica en Venezuela diciendo que,
«En Venezuela hay una fuerte noción de la ‘buena presencia’… que comunica que uno posee ciertos atributos que señalan que uno es un trabajador serio y responsable, una persona honesta… se asocia una virtud a un aspecto físico particular.»
A pesar de que se señala al petróleo como la posible causa principal del fenómeno, la cultura de dinero fácil, el consumismo y la tendencia a la gratificación inmediata que se dice son creadas por el petróleo, no son suficientes para explicar la fijación de las mujeres con la cirugía plástica en lugar de con cualquier otro bien de status. Y francamente no puedo entender cómo Gulbas concluye que las mujeres escogen agrandar sus pechos, inflar sus nalgas o hacerse más gruesos los labios para dar a entender que son trabajadoras honestas y responsables. Es evidente que la razón primordial por la que deciden modificar su cuerpo de esta manera es para hacerse más atractivas sexualmente.
La más clara consecuencia del enorme poder que el Estado ha acumulado históricamente a través del monopolio petrolero en Venezuela es una gran capacidad para controlar y distorsionar todos los aspectos de la economía del país, lo que se ha traducido, con el paso de los años, en el creciente bloqueo del acceso de la gente a medios genuinamente económicos para obtener riqueza.
Obviamente, el principal medio no económico para acceder a la riqueza en esas circunstancias es la política. Pero debido a que los medios políticos para acceder a la riqueza son necesariamente mucho más escasos en comparación con las oportunidades económicas que prevalecerían en otras circunstancias, la gente también invertirá mucho tiempo y energía en afiliarse de la manera más cercana posible a aquellos que tienen acceso más directo al poder político. Y el matrimonio (o el concubinato) es una manera muy efectiva de crear ese tipo de afiliaciones.
Bajo estas circunstancias no debería sorprender que la gente caiga en una especie de guerra armamentista, una competencia encarnizada de suma cero por hacerse más atractivo al sexo opuesto. Porque en caso de que no tengan éxito en el riesgoso juego de la obtención de riqueza a través de las conexiones políticas, la alternativa más efectiva es volverse pareja de alguien que sí haya sido exitoso en ese juego.
(Cabe notar que el hecho de que en Venezuela prevalezca un estándar tan estereotipado de belleza física contradice frontalmente la noción progresista habitual según la cual esos estereotipos son creados por los mercados capitalistas convencionales).
Y no habría razón para esperar que las mujeres sean más propensas a caer en esa perversa dinámica social si no fuera por la influencia del patriarcado, que sesga las oportunidades económicas a favor de los hombres y en detrimento de las mujeres incluso en ausencia de los rocambolescos obstáculos creados por el tipo de políticas económicas vigentes actualmente en Venezuela.
Hay una noción prejuiciada dentro y fuera de la academia que puede llevar a algunos a argumentar que todo el asunto se reduce al machismo, término frecuentemente usado para denotar que supuestamente la forma de patriarcado que prevalece en los países de América Latina es más fuerte que en la mayoría del resto de las sociedades occidentales. Pero más que una herencia social perversa, el patriarcado es ubicuo. Y si puede decirse que muchos factores sociales contribuyen a fortalecer sus patológicas consecuencias, las economías altamente estatizadas le inyectan esteroides. En Venezuela, o en cualquier otro lugar del mundo.
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