Por: Horacio Ricardo Silva
En virtud de un acuerdo celebrado en octubre de 2012 entre
el municipio de El Calafate, la Comisión de Vecinos por la Memoria y el actual
administrador de la estancia, el Archivo Nacional de la Memoria comisionó a la
Universidad Nacional de la Patagonia Austral para conformar un equipo
interdisciplinario que localice los enterramientos masivos de peones rurales,
ejecutados allí durante la masacre conocida como “La Patagonia rebelde”.
Según lo acordado, el propietario de la empresa
agropecuaria, Federico Braun, donará al Municipio los terrenos donde se hallen
las tumbas masivas, “en el caso que los estudios definidos arrojen resultado
positivo, y vinculado a la realidad histórica”.
Los fusilamientos de 1921
Anochecía en el casco de Estancia Anita, en la zona de Lago
Argentino, aquel martes 6 de diciembre de 1921. Allí se habían ido concentrando
las columnas de peones rurales en huelga, en número aproximado de 600, en
demanda de que se diera libertad a sus compañeros detenidos en Río Gallegos y
de que se cumpliera el convenio firmado con sus patrones el año anterior.
Estaban agotados, tras dos meses de deambular por las
inmensas estepas patagónicas, levantando al personal de las estancias,
durmiendo las más de las veces al sereno y teniendo como único alimento la dura
carne de capón.
El Ejército estaba cerca y se imponía tomar una decisión
sobre la actitud por asumir. Y debía tomarse al más puro estilo anarquista: la
asamblea obrera, donde todos y cada uno de los trabajadores tenía derecho a
decir lo suyo y a ser escuchado con respeto por los demás.
En el transcurso de aquella histórica asamblea, que duró
toda la noche, se delinearon tres posiciones definidas: la del secretario
general de la Sociedad Obrera, el “gallego” anarquista Antonio Soto, quien
proponía continuar con la táctica empleada hasta entonces: ponerse en
movimiento, ocupar estancias, tomar víveres y armas, y cuando llegara el
Ejército, desaparecer.
A esta postura se le opuso la del también anarquista Pablo
Schulz, chileno descendiente de alemanes, para quien había que enfrentar
decididamente a las tropas regulares, atrincherándose en Estancia Anita, y
resistir hasta vencer.
Pero quien supo expresar la voluntad de la mayoría fue el
chileno Juan Farina, quien sostuvo que “ellos no habían hecho la huelga para
enfrentarse al ejército ni para apoderarse de la tierra, que lo único que
querían era que se los tratara bien y se les pagara lo que corresponda”, y que
había que parlamentar con los militares.
El miércoles 7 de diciembre las tropas llegaron, ofreciendo
el respeto de las vidas de los trabajadores a cambio de su rendición
incondicional. La asamblea decidió rendirse y Antonio Soto escapar hacia la
cordillera: “No soy carne para tirar a los perros”, dijo al partir.
Fue entonces cuando comenzó a desatarse el infierno. Ahí
mismo, al pie del Paraíso, frente a las majestuosas montañas nevadas de la
cordillera, muy cerca del azul profundo del Lago Argentino, a escasos 40
kilómetros de los imponentes hielos del glaciar Perito Moreno.
El jefe de las tropas, capitán Viñas Ibarra, hizo formar en
dos filas a la peonada vencida; acto seguido, llamó a los estancieros para que
señalaran a los cabecillas del movimiento. De esa manera quedó conformado un
primer grupo de siete hombres, entre los cuales se encontraban Pablo Schulz
–quien había resuelto acatar la decisión de la asamblea, aún a costa de su
vida– y el alemán Otto.
Aquella noche fatídica, un pelotón de cinco soldados, al
mando del subteniente Frugoni Miranda, llevó a los condenados a un paraje distante unos 400 metros del casco de la estancia.
Según relata el ex soldado Juan Faure, miembro del pelotón, “Dos prisioneros de
origen alemán pidieron permiso al subteniente para abrazarse antes de morir”. Y
continúa: “El disparo que le efectué a este alemán lo hirió en el costado del
pecho, por lo que abriéndose la camisa y señalándose el corazón, dijo: «pégueme
otro tiro pronto así me matan enseguida»”. Pero el subteniente ordenó: “Hacelo
sufrir un rato, para que pague lo que hizo”. Al dispararle por segunda
vez, cayó muerto.
En tanto, la selección continuaba. Los condenados eran
encerrados en el galpón de esquila y obligados a mantener encendida una vela
cada uno, para asegurar su vigilancia. Los soldados iban sacando de a uno a los
chilenos, y se los llevaban “a dar un paseo”.
Los obreros eran obligados a cavar sus propias fosas, se los
formaba al borde de ellas y se les disparaba, como atestiguó el ex soldado
Vallejos: “A mí me tocó tirar en este y otros pelotones de fusilamiento. Por lo
general a los obreros los poníamos en fila codo a codo frente a una zanja,
algunos caían dentro, otros quedaban arriba en el borde o colgando mitad dentro
y mitad fuera”.
El soldado Radrizzani, que se había escondido para no
fusilar, fue descubierto por sus superiores y obligado a hacerlo: “Fue una cosa
muy desgraciada. Yo tenía mucho miedo. Cuando ordenaron apuntar, a mí el Mauser
me oscilaba veinte centímetros, tanto me temblaban los brazos. Hubo que tirar y
yo recuerdo que le pegué a un chileno en la ingle, el pobre hombre se
dobló...”.
Un caso especialmente dramático fue el fusilamiento del
joven Juan Esteban, de apenas 17 años de edad, según relato del soldado
Vallejos: “Fue fusilado con otros dos. Me llamó la atención la guapeza de este
niño, pues cuando se vio ante el pelotón, le gritó: «¡Asesino!» al jefe. Luego
cayó; uno de los balazos le había roto la lengua”.
Pero acaso sea el de Walter Knoll, el relato más
espeluznante: “Nos llevaban dos suboficiales y nos obligaron a llevar dos
palas, a mí y a un peón chileno. Nos dijeron: «No se aflijan, no los vamos a
fusilar; van a tener que enterrar a unos que ya fusilamos». Pero, por las
instrucciones que había dado el capitán Viñas Ibarra, me di cuenta que estaba
perdido. Ya había mucha claridad.
”Cuando caminamos unos cuatrocientos metros, nos indicaron
que empezáramos a cavar, que hiciéramos rápido, así después nos podíamos ir
para nuestras estancias. Mi desazón era total, pero no podía intentar nada. El
sargento y el cabo estaban decididos a todo. Aunque cavábamos despacio no
podíamos demorar mucho, porque temíamos irritarlos y que nos balearan allí
mismo.
”Era algo indescriptible; sabíamos que íbamos a morir, pero
todavía queríamos demorar algunos minutos más, hasta que se produjo el milagro.
Vino un soldado a caballo y habló con el sargento. Me miraron y éste me dijo: «Te salvaste,
alemán, llegó tu patrón». Así era, había llegado el señor Clark, quien se había
interesado inmediatamente por mí. La casualidad me salvó la vida”.
El número total de fusilados en Estancia Anita fue, según el
investigador Osvaldo Bayer –de cuya obra La Patagonia rebelde se extrajeron
estos relatos– de al menos entre 120 y 150 trabajadores, ejecutados entre el 7
y el 10 de diciembre de 1921.
Las tumbas sin nombres de Estancia Anita, hoy
El Calafate, 3 de mayo de 2013. En una potente camioneta 4 x
4 se desplazan rumbo a Estancia Anita don Horacio Echeverría, el historiador
Luis Milton Philemon Ibarra y el autor de estas líneas.
Don Horacio es el propietario de la estancia 9 de Julio, de
5000 hectáreas, lindante con “La Anita”. Produce ganado bovino criollo
patagónico, una especie al borde de la extinción, descendiente de las primeras
vacas traídas a América por los conquistadores españoles. Tiene un excelente
sentido del humor y es un notable compositor de versos camperos. Y es, además,
nieto de uno de los primeros pobladores de la zona, quien levantó el primer
hotel de material de El Calafate: el “hotel de la piedra grande”, mencionado
por Osvaldo Bayer en su obra, como “el boliche de Echeverría”.
Luis Philemon Ibarra es, acaso después de Bayer, el
historiador con mayor conocimiento de las huelgas patagónicas. Trabaja en el
Archivo Histórico Municipal de El Calafate, y es uno de los fundadores de la
Comisión por la Memoria de las Huelgas de 1921.
El vehículo va en dirección oeste-sur por la Ruta Provincial
N° 15, un camino de ripio apenas, la antigua ruta al Glaciar Perito Moreno. La
belleza del paisaje, con la nieve eterna de sus montañas, no deja de ejercer
cierta fascinación en el viajero.
De a ratos se ven majadas de ovejas pastando. Un poco más
allá, el cadáver de un perro, colgando del alambrado. “Son perros cimarrones,
muy bravos; si no se los mata atacan a las ovejas, y pueden llegar a dejar un
tendal de hasta 1500 animales”, explica don Horacio.
Unos seis kilómetros después de cruzar el río Centinela, se
ve la blanca tranquera de entrada a Estancia Anita; y al fondo, el histórico
galpón de esquila. No obstante, el vehículo sigue su marcha unos 200 metros
más; la primera parada será en el cenotafio levantado por iniciativa de la
Comisión por la Memoria de las Huelgas de 1921.
Allí, cada mes de diciembre se celebra un acto en memoria de
los caídos. El monumento es muy sencillo, como sencillos eran los trabajadores
ejecutados: apenas una cruz con tres placas recordatorias; las banderas de
cinco naciones pintadas en pequeñas chapas (argentina, chilena, uruguaya,
española, alemana; las de los países de origen de los fusilados); un pino
plantado el 8 diciembre de 2006; tres pequeñas columnas con la inscripción
“Memoria-Verdad-Justicia”; y un letrero pintado con estas emotivas palabras:
“Viajero que pasas por este lugar... recuerda que a lo largo
y a lo ancho de estos territorios, en tumbas sin nombres, pero no por ello
olvidados, yacen aquellos que se alzaron en defensa de sus derechos (...) Hoy los recordamos... aquí, en calles y
escuelas, porque, «La ética siempre vuelve a surgir por más que la degüellen,
la fusilen, la secuestren o desaparezcan» (Osvaldo Bayer)”.
Después de tomar unas fotografías en el cenotafio, don
Horacio propone: “Les voy a llevar al lugar exacto donde se hicieron los
fusilamientos, tal como me lo señaló mi abuelo, un poco más allá”. Luis no se
sorprendió, conocía el sitio como la palma de su mano; pero al cronista de esta
nota comenzó a embargarle una emoción sutil, difusa, melancólica.
El vehículo recorrió 200 metros más, hasta detenerse frente
a una enorme piedra. El terreno es ondulado, árido, salpicado aquí y allá por
matas de pastos duros y calafates, y surcado por senderos de ovejas.
“Aquí, al pie de esta gran piedra, fue donde se fusiló a los
huelguistas. Me lo dijo mi abuelo, que vivió toda esa tragedia”, acotó don
Horacio con voz clara, didáctica, informativa. Preguntado sobre qué sentía al
recordar esa historia, manifestó no tener un sentimiento especial; simplemente,
que le parecía “una barbaridad, una cosa mal hecha, eso de matar así a la
gente”.
Casi las mismas palabras que recogió Osvaldo Bayer de boca
del sobreviviente Walter Knoll: “Por más culpables que hubieran sido los
huelguistas, no había por qué fusilarlos de esa manera; fue un crimen, un
crimen horrible, matar así a la gente desarmada, sin preguntárseles siquiera
cómo se llamaban”.
Desde la piedra grande se puede ver, a lo lejos, el galpón
de esquila donde pasaron su última y terrible noche los condenados a muerte; y
el camino que tuvieron que recorrer, hasta llegar al lugar del suplicio final.
Muy cerca de la gran piedra, en el árido suelo, don Horacio
señala dos sitios que presentan una ligera e irregular depresión en el terreno:
“Para mí que estas son fosas donde enterraron los cadáveres”, afirma.
La emoción del cronista crecía en intensidad. Quizá allí
mismo se habrían parado por última vez Pablo Schulz, o el alemán Otto, o el
menor Juan Esteban; o aquel roto chileno herido en la ingle por Radrizzani, el
soldado que no quería matar a sus semejantes.
Desde ese lugar se ve un paisaje maravilloso, increíble. Un
paisaje que remeda el Paraíso. El último paisaje que vieron los fusilados,
instantes antes de que se desatara sobre ellos el fuego del infierno, vomitado
desde las bocas de los fusiles del Ejército Argentino.
Un epílogo a medias
La localización exacta de las tumbas y su cesión al pueblo
de El Calafate, representan un importante avance en la preservación de la
memoria histórica de los trabajadores, pero no redunda aún en la aplicación de
la Justicia. Jamás fueron condenados oficialmente, siquiera post-mortem, los
responsables de la masacre: el presidente Hipólito Yrigoyen, el teniente
coronel Héctor B. Varela, el capitán
Pedro Viñas Ibarra, el subteniente Frugoni Miranda, y los estancieros que
prestaron su concurso para marcar con la señal de la muerte a los delegados
obreros y trabajadores, sin reparar en su inocencia ni en su edad. Es de
esperar que estos crímenes de Estado, como los de la última dictadura militar,
no sigan gozando de impunidad, un cáncer que corroe las entrañas mismas de la
sociedad, de la auténtica democracia y de toda la humanidad.
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