José María Fernández Paniagua
[Fragmentos del ensayo “Teoría, praxis y heterodoxia en Marx”, publicado
como contenido del monográfico # 301 de la publicación mensual de la Federación
Anarquista Ibérica Tierra y Libertad, agosto 2013, Madrid.]
El
anarquismo, aunque tenga una extensa prehistoria, nace en la primera mitad del
siglo XIX; por lo tanto, al igual que el marxismo, es consecuencia de la
Revolución francesa, del triunfo de la burguesía, de la formación de la clase
obrera y del desarrollo del capitalismo industrial. Por muchos precedentes que
podamos señalar, no podemos hablar de anarquismo explícito antes de P. J. Proudhon...
Como primer
hecho diferencial, evidente, con las ideas de K. Marx, hay que hablar de una
concepción materialista y evolucionista de la historia y del universo mucho
menos rígidas en el caso del anarquismo. Aunque los primeros anarquistas, como M.
Bakunin y P. Kropotkin, sí poseen esa visión materialista y la vinculan con las
ideas ácratas, importantes figuras posteriores vendrán a matizar la cuestión y
negarán especialmente cualquier forma de determinismo en la historia y en la
posible construcción de una sociedad libertaria. Es más, el acusado cientifismo
que se da en las ideas marxistas, como fuente de conocimientos
incontrovertibles, un paradigma que puede extenderse a la civilización
occidental en el siglo XIX, es también objeto de crítica, especialmente en el
anarquismo desarrollado en el siglo XX; podemos mencionar a dos figuras
importantes, como ejemplo de dicha crítica, como son E. Malatesta y G.
Landauer.
El sujeto
revolucionario dentro del marxismo es el obrero industrial, aquellos que han
abrazado las ideas de Marx se encontraron entre las capas medias y altas de la
clase trabajadora. Marx y sus seguidores se esforzaron a menudo en presentar al
anarquismo como una ideología pequeño-burguesa; otros marxistas más lúcidos, y
con miras más amplias, acabaron reconociendo que el anarquismo es una poderosa
alternativa para las ideologías obreristas. Por mucho que se trate de
desvirtuar la historia, allá donde se ha desarrollado el anarquismo ha
encontrado simpatías, especialmente, entre los obreros y los campesinos. Es
más, como es sabido, es en Barcelona donde mayor arraigo encontraron las ideas
anarquistas y la clase obrera industrial las adopta firmemente como una gran
alternativa revolucionaria. En otras ocasiones, han sido los campesinos los que
han utilizado el anarquismo como arma socialmente transformadora, mientras que
en algunas circunstancias también lo han hecho los desclasados; los que en la
terminología marxista se denominan peyorativamente como lumpemproletariado,
aquellos que se encuentran por debajo o al margen del proletariado. Con esto se
quiere evidenciar el carácter no dogmático del anarquismo, su falta de rigidez
en la visión social e histórica; el sujeto revolucionario puede ser en la
visión ácrata cualquier clase oprimida, tal y como han reconocido algunos
marxistas como Marcuse.
La gran
diferencia política entre marxistas y anarquistas se encuentra en la concepción
de la sociedad, del Estado y de la revolución. Todos los pensadores
anarquistas, como ya hemos insistido muy a menudo, distinguieron entre Estado y
sociedad; la sociedad es una realidad natural, mientras que el Estado vendría a
ser una degradación de aquella; el Estado, para el anarquismo, es una realidad
jerárquica y coercitiva, una permanente división entre gobernantes y
gobernados, que se ha relacionado con la propia separación de clases y con el
nacimiento de la propiedad privada. Aunque los marxistas pueden estar en gran
medida de acuerdo con esto último, ellos consideran que es la propiedad privada
y la división de clases la que da lugar al poder político y al Estado; por lo
tanto, para los marxistas, el Estado es un instrumento con el que la clase
dominante asegura sus privilegios y sus propiedades. Desde este punto de vista,
existe una relación lineal y unidireccional entre el poder político y su
consecuencia, el poder económico. Los anarquistas poseen en cambio una visión
circular y, podemos decir, dialéctica; pueden estar de acuerdo, en algunos
momentos originarios, en que el poder político genera el económico, lo mismo
que puede considerarse lo contrario en muchos otros. Estamos en la raíz de las
grandes diferencias entre el marxismo y el anarquismo.
Los
anarquistas han considerado desde sus orígenes que cualquier revolución que no
acabe con el poder político, al mismo tiempo que con el poder económico, se
encuentra condenada a fortalecer el Estado, atribuyéndole consecuentemente
todos los derechos, y a generar una nueva clase dominante. Esta polémica,
presente ya en Marx y en Bakunin, resultó tristemente profética; la praxis
marxista demostró que los anarquistas tenían razón y algunos marxistas, lúcidos
y heterodoxos, acabaron reconociendo que los llamados países socialistas
cambiaron el capitalismo liberal por capitalismo de Estado, que una nueva clase
técnica y burocrática sustituyó a la burguesía, y que las llamadas
"democracias populares", no solo no superaron a la democracia
representativa, sino que agravaron al máximo sus defectos y limitaciones; la
gran ironía es que de los soviets, auténticos órganos de autogestión obrera en
1918, solo quedaría el nombre en el monstruo totalitario conocido como Estado
"socialista". Un heredero de Marx como Cornelius Castoriadis, de
posiciones heterodoxas y que luego se acercaría al socialismo libertario,
reconoció la deriva burocrática de la praxis marxista y la necesidad de la
autonomía de la clase trabajadora.
El sujeto
revolucionario y la transformación social
Dos de las
grandes diferencias ente marxismo y anarquismo las establecen las diferencias
en torno al sujeto revolucionario y a la vía de transformación social. Un
interesante analista, Rudolf de Jong, desgraciadamente con escasa obra
traducida al castellano, nos introduce en esas divergencias en función de las
relaciones centro-periferia. Las calumnias, equívocos y distorsiones en torno
al anarquismo, como ya hemos contado, se remontan a los propios orígenes de la
Primera Internacional; todavía hoy, por parte de personas con una (supuesta)
cultura política, puede escucharse que el anarquismo es antiorganizativo,
demasiado individualista y, en el mejor de los casos (y de manera
significativa), demasiado amante de la libertad. Por más que haya transcurrido
siglo y medio, con multitud de experiencias libertarias organizativas y de todo
tipo, desde aquellas primeras injurias, es necesario aclarar una y otra vez lo
lamentable de ciertas visiones sobre el anarquismo.
Como es
obvio, la cuestión no es estar a favor o en contra de la organización, sino
saber el para qué de la misma, qué forma ha de tener y cuál es su base y
fundamento. Los anarquistas no solo han propiciado, por lo general, sus propias
organizaciones específicas, sino que procuran que las personas se organicen
para gestionar sus propios asuntos en todos los ámbitos de su vida. En un
contexto estatal y capitalista, la organización se hace de arriba abajo,
dirigidas las personas por propietarios, jefes, burócratas o políticos. Lo que
se propicia desde el anarquismo, lo diremos una y mil veces, es que las
personas se organicen por sí mismas; por ejemplo, en el ámbito laboral, que los
trabajadores gestionen ellos mismos la producción, eso es lo que podemos
denominar la conquista de la libertad y del socialismo. El anarquismo, por
mucho que esté pleno de ideas y convicciones, recuerda siempre que la base
organizativa es la realidad social; frente a otras concepciones, que priman la
idea y los principios en el modelo organizativo, y que acaban por no ver más
allá de la conquista del poder para poder realizar sus propuestas.
En cualquier
caso, el anarquismo da por supuesto importancia a la forma organizativa, pero
estableciendo siempre una estrecha relación con la base. Lo que se procura,
algo que dota de una innegable actualidad a las propuestas libertarias, es que
las formas organizativas no actúen de manera alienante con el individuo, que no
afecte a la persona ni a circunstancias concretas: es por eso que se insiste en
el pensamiento y la acción individuales, en la acción desde la base, en la
autonomía, en la descentralización, el federalismo… Para obtener una
coordinación óptima, y conseguir acuerdos y afinidad, no se logra con mejores
resultados desde la dirección y la coerción, sino desde la cooperación y la
solidaridad práctica. Llegamos así a otro concepto anarquista, la acción
directa, que no es más que aceptar la responsabilidad con todas sus
consecuencias sin cargársela a un tercero; frente al infantilismo que supone en
el ser humano la dejación de la responsabilidades, delegándolas en otros, se
pide la madurez que supone el hacer y pensar por cuenta y riesgo propios.
Acción directa es actuar por uno mismo, pero no de manera aislada, sino como
participante consciente en la comunidad.
Por lo tanto,
frente a las inacabables calumnias al respecto, ya hemos apuntado algunas
propuestas organizativas anarquistas. Ejemplos existen a lo largo de la
historia, organizaciones sin aparatos centrales ni burocracia. Otro asunto es
que el marxismo, y creo que puede generalizarse, haya propiciado todo lo
contrario; la toma del poder en base a una dirección, con la necesidad de la
centralización y de la disciplina desde arriba, así como de una jerarquización
organizativa. Lenin fue el que llevó esta fórmula organizativa hasta sus
extremos y consecuencias, de tal manera que solo sobrevive finalmente la
dirección suprema. Cierto folleto comunista de hace tiempo ilustra muy bien, no
solo las diferentes concepciones organizativas entre anarquismo y marxismo,
sino la imposibilidad de aceptar una tesis contraria a las propias por parte de
ciertas visiones rígidas; el texto del folleto rezaba así:
"Centralización: dirigir desde un punto (…); Descentralización: lo
contrario de centralización, luego dirigir desde varios puntos". Vemos que
algunos son incapaces de pensar, siquiera, en la posibilidad de que la
descentralización suponga la gestión propia, la autoorganización.
No es
difícil de entender que a los partidarios de la jerarquización organizativa les
cueste comprender y aceptar las propuestas anarquistas; lo que es inaceptable
es que se siga vinculando anarquismo con desorden e indisciplina. Los
anarquistas poseen sus propios principios organizativos y luego es la realidad
la que aparece cargada de matices, de confusión o de abandono a la
improvisación y espontaneidad de las personas. Recordemos esos principios y
convicciones anarquistas, ya que hablamos también de una ideología, aunque
recordando la importancia de la realidad y de los hechos (de ahí que tantos
hayan hablado del anarquismo como "algo más" que una ideología).
En general,
la forma libertaria contempla las relaciones de dominio desde el centro a la
periferia. La teoría y la práctica anarquistas concibe la transformación social
como la búsqueda del fin de las relaciones centro-periferia; así, se produce
una reflexión crítica sobre el Estado, el partido, el ejército y sobre
cualquier posición de dirección o de vanguardia. Es esta concepción lo que hace
diverger a anarquistas y marxistas, al menos a la gran mayoría de estos
últimos.
Veamos las
palabras de Rudolf de Jong: "Los revolucionarios marxistas, los
reformistas sociales y, en general, la mayoría de los militantes de izquierda
quieren siempre utilizar el centro como un instrumento -y en la práctica como
el instrumento- para la emancipación de la humanidad. Su modelo es siempre un
centro: Estado, partido o ejército. Para ellos la revolución significa, en
primer lugar, la toma del centro y de su estructura de poder, o la creación de
un nuevo centro, para utilizarlo como un instrumento para la construcción de
una nueva sociedad. Los anarquistas no desean tomar el centro; desean su
destrucción inmediata. Es su opinión que, después de la revolución,
difícilmente habrá lugar para un centro en la nueva sociedad. La lucha contra
el centro es su modelo revolucionario y, en su estrategia, los anarquistas
intentan evitar la creación de un nuevo centro".
Otra gran
diferencia estriba en la discusión, que se remonta también a los tiempos de la
Primera Internacional, sobre quién sería el sujeto revolucionario, aquel sector
de la población encargada de llevar a cabo la transformación social. Marx, como
es sabido, según su análisis histórico e identificación de la lucha de clases
entre la burguesía y el proletariado, colocaba su confianza en este último, una
clase trabajadora industrial y urbana que proliferaba en las regiones más
desarrolladas económicamente. El autor de El Capital consideraba que,
antes de la dictadura del proletariado y del socialismo, debía producirse la
revolución burguesa; ésta, consolidaría el capitalismo de manera plena,
desarrollaría las fuerzas productivas y daría lugar al proletariado industrial:
sería el sujeto revolucionario, en la visión marxista, que llevaría a la clase
trabajadora a su emancipación. Burguesía y proletariado, según esta concepción,
serían elementos de progreso, mientras que otras clases son desechadas en el
papel revolucionario e incluso tildadas de fuerzas conservadoras. Bakunin tenía
una visión más amplia y generosa del llamado sujeto revolucionario; la
revolución podían llevarla a cabo también los campesinos e incluso su papel
resulta fundamental junto al del proletariado. Esta concepción revolucionaria
de Bakunin es incluso ampliada por otros autores anarquistas, como es el caso de
Rudolf de Jong, en base a esas relaciones entre el centro y la periferia; eso
nos ayuda a entender unas relaciones de dominio más amplias. Así, puede decirse
que para el anarquismo el sujeto revolucionario son todas las víctimas de esas
relaciones de dominio sin olvidar el análisis de clase ni renunciar a tratar de
comprender las diferentes categorías sociales.
Recapitulando,
recordaremos que el modelo de transformación social anarquista renuncia a toda
organización del centro a la periferia y promueve la movilización de amplios
sectores de la población para, de abajo arriba, conducir a la revolución social
y tratar de crear una sociedad socialista libertaria. El Estado es sustituido
por estructuras autogestionadas y federadas; la vía para lograrlo pasa por la
potenciación de los movimientos sociales, además de las organizaciones
anarquistas específicas, según el modelo libertario (que, insistiremos, pasa
porque sean las personas las que gestionen sus propios asuntos sin centro
directivo potenciando la autonomía y la individualidad consciente en la unidad
social).
Por último,
insistiremos en otra gran diferencia entre marxistas, especialmente los
leninistas, y anarquistas; aquellos, insisten en la separación entre lo
político y lo social, de tal manera que justifican las relaciones jerarquizadas
y de dominio, esto es, la vanguardia del proletariado, el partido, que acaba en
lo alto de la pirámide y se convierte en una centro cuya base o periferia son
los movimientos sociales. Los anarquistas, aunque tengan sus organizaciones
específicas y constituyan una minoría activa, están de acuerdo en el desarrollo
de los movimientos sociales por la base y desean establecer una relación ética
entre lo político y lo social; la transformación revolucionaria es realizada desde
la periferia hacia el centro.
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